Capítulo 1

La sucesión. La ceremonia estaba dedicada a él, pero él no lo consideraba así, sino una pura formalidad. Bram había sido el señor del castillo de los DiThon a todos los efectos salvo el nominal durante más de tres años, desde que había aceptado el reto del rey Weador para recuperar Thonvil. Sin embargo, no había conseguido ese objetivo en solitario. La feérica gente de Weador, los tuatha dundarael, había desempeñado un significativo papel en la tarea de llevar de nuevo la prosperidad y el comercio a la región.

El comercio necesitaba carreteras que fueran fiables y seguras, construidas y controladas por trabajadores sanos y fuertes. Esos trabajadores necesitaban comida y ropa, pero no podían ocuparse de la tierra y confeccionar telas y al mismo tiempo acarrear piedras para adoquinar una carretera, ni siquiera con la ayuda mágica de Guerrand, el tío de Bram. Aquí es donde intervenían los tuatha.

La estima que esos diminutos personajes sentían por la tierra y por todo ser vivo asombraba a Bram. Estaba convencido de que si se lo proponían podían persuadir a las plantas para que nacieran de la grava. Parecía que la única recompensa que esperaban los tuatha radicaba en las esperanzas que seguirían a la prosperidad.

Bram y Guerrand habían acordado con Weador que lo más sensato era mantener en secreto la presencia de los tuatha en el pueblo. Aunque los aldeanos que se habían beneficiado de los dones de Guerrand tenían un nuevo concepto de la magia, la mayoría de los humanos no tenían una mentalidad suficientemente abierta como para convivir con gente feérica, cosa que a los habitualmente distantes tuatha ya les convenía. Las legiones de Weador trabajaban protegidas por la oscuridad: preparaban la tierra y cuidaban las plantaciones. Gracias a ellos, los campos de Thonvil fueron más productivos y las necesidades del ganado, satisfechas; todo florecía más allá de lo razonablemente esperable. Con todo, la influencia de los tuatha era tan sutil que pocos aldeanos sospecharon que estaban recibiendo ayuda especial del mundo feérico.

Pero nadie podía dejar de advertir los cambios que habían ocurrido en Thonvil. Cosechas superiores a las necesidades y nuevas carreteras posibilitaban el comercio, y con los mercaderes llegaron los artesanos. Se requirieron leyes y fuerzas de orden público. El pueblo estableció un almacén central de grano para tiempos de penuria. Se construían nuevas casas, a razón de tres por semana. Las casas viejas se habían restaurado y se habían embellecido los jardines. Incluso el castillo se estaba renovando después de años de descuido.

Bram creía que sólo una parte de esa prosperidad se debía a los tuatha. Los seres feéricos se ocupaban de los jardines y de los animales, pero nunca tocaban ladrillos, ni morteros, ni tejas ni contraventanas. La mayor parte de las reparaciones y de las construcciones las había realizado la gente del pueblo de Thonvil. Gracias a los denodados esfuerzos de los tuatha y al liderazgo de Bram, los aldeanos habían recuperado la voluntad de triunfar y de prosperar.

Y a la mágica guía de Guerrand. Portador de magia y consejero espiritual, Rand había resultado indispensable para que Bram consiguiera hacer revivir la economía de Thonvil. El primer contacto de Bram con la magia se había producido cuando presenció las luchas de su tío contra un hechicero demente y sus esfuerzos por erradicar una mortal enfermedad de origen mágico. De esa experiencia derivó su enorme respeto por el poder de la hechicería, pero también la falsa impresión de que tenía poca utilidad práctica para la vida cotidiana de los hombres y de las mujeres de a pie. Durante los años transcurridos desde entonces, Rand había demostrado en incontables ocasiones que su magia podía ser aplicada poco menos que a todos los problemas.

Bram dejó la mayor parte de las tareas cotidianas propias de la gestión de la propiedad a Kirah y a Guerrand. De hecho, Bram había encargado a su tío que encontrara el modo de justificar la cancelación de los poco prácticos preparativos previstos por su madre para la mañana de la ceremonia.

Bram parpadeó. Docenas de personas lo estaban esperando. Al advertirlo mientras cruzaba el patio interior sin notar apenas las tarimas y las pancartas dispuestas para la ocasión, aceleró el paso. Bram se apresuró, inadvertido, entre la desconocida multitud de sirvientes y criados que se agitaba en la pequeña torre delantera.

La cara de Rand fue el primer rostro familiar que vio cuando penetró en el vestíbulo. Libre de los prejuicios de que antaño había sido víctima en el castillo de los DiThon, Guerrand llevaba su roja túnica de mago con toda normalidad. El atuendo que vestía aquel día estaba ribeteado de oro con ocasión de la ceremonia de sucesión de Bram. Tranquilizado por la presencia de Rand, Bram sonrió por vez primera en muchos días y cruzó la sala en dirección a su tío.

Con no poca sorpresa, Bram advirtió arrugas de preocupación en torno de los ojos de Guerrand.

—¿Estás bien? —preguntó este examinando atentamente a su sobrino—. Me quedé preocupado cuando no regresaste la pasada noche.

Bram se alisó la ropa con cierto nerviosismo.

—Estoy bien, teniendo en cuenta que acabo de quemar el cuerpo de mi padre.

Guerrand frunció el entrecejo con expresión sombría.

—Me habría gustado que no nos hubieras impedido a Kirah y a mí asistir al funeral a tu lado.

—No había ninguna relación afectiva entre vosotros dos y mi padre. No os habríais comportado con decencia si hubieseis fingido dolor; que hubieseis aparentado algo más que la pura curiosidad de los aldeanos que asistieron a la ceremonia.

—Sabes que esto no es cierto —dijo Guerrand con un destello de tristeza en los ojos—. Habríamos sentido pena por ti, y contigo.

—Necesitaba sentir dolor yo solo —precisó Bram, mientras se le hundían los hombros—. Ahora todo ha terminado.

Guerrand no dijo nada, pero posó una mano tranquilizadora sobre el tenso hombro de su sobrino. En aquel preciso momento una sirvienta se abrió paso hacia ellos a codazos. Tras ella iba Kirah, la tía de Bram, apartándose mechas de cabello de la cara.

—¡Ya estás aquí! —jadeó la mujer—. Estábamos preocupados por ti, Bram.

Nadie podía haber imaginado nunca los horrores por los que su tía había pasado tan sólo hacía tres años, cuando una epidemia había azotado Thonvil. Kirah había sufrido más que nadie, puesto que había tenido por amigo al malvado que había difundido el virus. En el lugar de los brazos y piernas bien formados que ahora tenía, le habían surgido sinuosas serpientes. Su supervivencia se había debido sólo en parte a su carácter obstinado. Kirah, así como los demás aldeanos infectados, debía la vida a Guerrand, que había descubierto que podía detener la plaga valiéndose de la magia para utilizar en su beneficio a Nuitari, la luna negra.

Desde entonces, sin dejar de tener un temperamento poco previsor, Kirah se había convertido en la viva imagen de su madre Zena, la abuelastra de Bram, a la que este apenas recordaba. Con relucientes y sedosos cabellos, rubios como el trigo, vivaces ojos azules y la piel pálida y suave como la leche, Kirah destacaba entre los morenos granjeros de piel oscura, vigorosos pobladores de Ergoth del Norte. Había asumido la responsabilidad de un senescal en vez de casarse, puesto que todavía no había encontrado un hombre que valiera la pena.

Con una extraña mezcla de comprensión y desaprobación, sus ojos se posaron en las ropas de luto de Bram.

—¿No has encontrado nada mejor que ponerte para la ceremonia? —le preguntó—. He oído decir que Mercadior llegó hace una media hora y que está impaciente por celebrar la ceremonia para poder regresar a Gwynned inmediatamente.

—Sí —la interrumpió Rand—. ¡Casi lo olvido! Ese consejero jefe, un hechicero, podría añadir, te estaba buscando. Al no poder localizarte, me dijo que el emperador desea que lo acompañes para hacer un breve recorrido por Thonvil antes de su regreso a Gwynned.

Bram se frotó la cara con gesto fatigado.

—Soy incapaz de comprender por qué mi madre ha elegido esta ocasión para comportarse como la gran señora del castillo y solicitar la presencia del emperador de Ergoth del Norte. Es más, ¿por qué se molestaría Mercadior Redic en asistir a una ceremonia en unas posesiones tan poco importantes?

—Thonvil ya no es un lugar de poca importancia, Bram —repuso Kirah con los brazos cruzados en un gesto masculino—. Estoy segura de que en Gwynned los cortesanos se han apresurado a contárselo al emperador; este, con toda probabilidad deseaba formarse una opinión directa sobre Thonvil y sobre su nuevo lord.

—Cualquiera que sea la razón de su presencia, lo que Mercadior opine de ti no será precisamente bueno si haces esperar al gobernante de todo Ergoth del Norte.

Guerrand hizo dar media vuelta a Bram y lo empujó hacia la escalera que conducía a su habitación.

—Haré subir a Delby, el joven escudero, para que te ayude.

Con la ayuda del criado, Bram se puso el pesado peto esmaltado de su padre. A pesar de que Delby le fue presentando las restantes piezas de la armadura, las rechazó sin importarle la sorpresa del muchacho ni la vulneración de las tradiciones que ello suponía. Bram podía ser lord, pero no era caballero; para él la armadura era puramente ornamental. Incluso su padre la había llevado en una sola ocasión, según Bram recordaba. Era voluminosa e incómoda, en especial para Bram, que nunca se había ejercitado con las armas, a pesar de que su madre deseaba que hubiera llegado a ser un Caballero de Solamnia. Afortunadamente para él, nunca hubo suficiente dinero para pagar esa formación.

Bram regresó al vestíbulo, por suerte vacío en aquel momento, a tiempo de oír el creciente sonido de trompetas a través del enorme doble umbral de la entrada. Lo cruzó con las piernas rígidas y se detuvo al llegar al patio interior. Más allá de los centenares de invitados allí reunidos, distinguió la plataforma sobre la cual sería proclamado oficialmente lord DiThon.

«Tal vez no sea tan malo tener el emperador aquí», pensó. Además de evitar que se fijaran en él miradas no deseadas, la presencia del emperador representaba un motivo de orgullo, un reconocimiento formal del duro trabajo realizado para recuperar Thonvil. La gente merecía aquel momento de gloria bajo el sol.

Y desde luego tendrían sol. Aunque era temprano, el cielo lucía azul brillante y claro tal como la roja puesta de sol de la víspera había presagiado. Ni siquiera su madre ¡podía haber esperado algo mejor cuando había previsto la celebración al aire libre! Dado que a Bram la pompa no le importaba en absoluto, había autorizado que su madre organizara el evento estrechamente controlada por Guerrand.

Bram divisó a Rietta sentada en la plataforma elevada, en el extremo opuesto del patio. Incluso al dibujar una sonrisa para darle ánimos, apretaba sus finos labios y tenía los brazos cruzados firmemente sobre el pequeño pecho.

Bram suspiró profundamente, avanzó entre la multitud que se abría a su paso y subió a la plataforma. Su último pensamiento antes de convertirse en lord fue que el aire todavía transportaba el acre olor de leña quemada de la pira funeraria.

—Lamento sacarte de tu fiesta —se disculpó Mercadior—, pero he oído que bajo tu mando en Thonvil han ocurrido muchas cosas buenas. Me complacería en grado sumo verlas con mis propios ojos.

Bram y Guerrand, respondiendo a una petición de Redic, se habían disculpado por abandonar discretamente la fiesta que siguió al juramento público de lealtad que Bram prestó al emperador. La algarabía de los festejos bajaba del castillo hasta la polvorienta carretera del extremo de Thonvil. Allí, el recién nombrado lord DiThon y su tío se reunieron con el emperador, de saludable aspecto, y con un hombre anciano pero robusto cuya túnica roja identificaba como hechicero.

Redic tenía la piel oscura característica de un ergothiano de sangre azul. Era el quinto de una dinastía de gobernantes que se remontaba a épocas muy anteriores al Cataclismo, cuando Ergoth se estableció como nación.

Bajo la corona incrustada de gemas, Redic llevaba el entrecano cabello cortado a la altura de la nuca, a excepción de una trenza delgada como un suspiro que le bajaba hasta la gruesa cintura. La barba y el bigote enmarcaban unos dientes de un blanco impoluto que centelleaban de manera extraña cuando sonreía de forma calculada.

Aunque Mercadior había sido un caballero de impresionante reputación, su acceso al trono había supuesto un brusco final a esa carrera. Todos los que eran merecedores del respeto de Bram lo consideraban un gobernante bueno y justo. El emperador tenía el pecho grueso, en forma de barril, aunque nada en su aspecto hacía pensar en la blandura de un hombre sedentario. Sus ropas estaban bien confeccionadas, pero eran de hechura sencilla, no demasiado distinta de las de un simple aldeano: una larga y oscura túnica roja, ricamente bordada con dibujos geométricos y escenas heroicas, ceñida a la cintura por el cinto de una espada reforzado con láminas de plata; bajo el cinto, unos ajustados pantalones forrados de piel blanca y unas botas de cuero suave. Con todo, una cierta calidad indefinible de su atuendo sugería palabras como impresionante, elegante, imponente o distinguido.

El tío de Bram fue el primero en hablar.

—Guerrand DiThon, humilde servidor tuyo —dijo a guisa de introducción—. Soy tío de lord DiThon, consejero jefe y hechicero.

El emperador observó a Guerrand con gran interés y le dedicó una de sus poco frecuentes sonrisas que mostraban sus blancos dientes.

—Habíamos oído hablar de que un mago muy habilidoso se había ocupado de la restauración de las posesiones.

—¿Estudiaste en la gran sala del gremio de Gwynned? —le preguntó Thalmus, el hechicero del emperador.

Guerrand negó con la cabeza.

—Me habría gustado hacerlo, pues conocía su muy buena fama. Pero… las circunstancias no me permitieron completar allí mi formación. Fui un autodidacta, hasta que me fui a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Allí, tuve la fortuna de que mis conocimientos fueran suficientes como para captar la atención de Justarius, el Maestro de los Túnicas Rojas, que me aceptó como aprendiz.

Mercadior dirigió una rápida mirada al tranquilo hombre de túnica roja que estaba detrás de él; los ojos del hechicero se abrieron desmesuradamente expresando aprobación.

—Pues tienes que visitarnos en Gwynned. A Thalmus le complacerá acompañarte a dar una vuelta por allí.

—Estaré encantado, señor —dijo Guerrand mientras inclinaba la cabeza en señal de respeto.

—En marcha —ordenó Redic dirigiéndose hacia las recientemente ensanchadas puertas de la ciudad—. Jamás he podido entender la costumbre de desconfiar del Arte de la Magia que se instauró después del Cataclismo —comentó el emperador—. La magia, un arte tan útil. Estoy persuadido de que representará un papel significativo en la recuperación de la gloria de Ergoth del Norte.

El objetivo vital del emperador Mercadior Redic era bien conocido por la mayoría de ciudadanos de cierta cultura de la isleña nación, que habían aprendido la historia de su país cuando llevaban pantalones cortos.

Más de dos mil años antes, un temible jefe tribal llamado Ackal Ergot, antepasado de Redic, había unificado las tribus de bárbaros khalkist y fundado la primera nación de humanos. La llamó Ergoth. Gobernada a sangre y fuego, Ergoth no tardó en convertirse en una nación dominante; el primer objetivo de Ackal Ergot fue expandirse mediante la guerra. Pero su sucesor, Ackal Dermount, consideró que la guerra no era provechosa. Dermount llevó Ergoth a una época de desarrollo mercantil. Dejó la espada y empezó a comerciar con los elfos de Silvanesti y con los enanos de Thorbardin. Durante poco menos de seis siglos, Ergoth fue un reino vasto y grande, el centro del mundo civilizado.

Pero la paz no duró, tal como siempre ocurría entre humanos, elfos y enanos. Las batallas más cruentas ocurrieron en la llamada guerra de Kinslayer, que laceró el país durante cuarenta años. De forma inevitable, la guerra debilitó la posición dominante de Ergoth. Transcurrieron dos mil años y pese a ello Ergoth no se recuperó. Entonces se produjo el Cataclismo y Ergoth se dividió en dos islas.

El relevante personaje hizo una pausa, al parecer para examinar las casas construidas con ramas delgadas y barro que se alineaban a lo largo de la vecina carretera.

—Que quede muy claro que mi objetivo, mi único objetivo, es recuperar para nuestra isla la gloria de la que antaño gozó Ergoth. Espero que todos mis súbditos colaboren para conseguirlo. Por ejemplo, nuestros cofres están siempre vacíos a causa de la necesidad de castillos, de barcos nuevos y de poderosos ejércitos. Y sin embargo existen numerosos restos del antiguo imperio tanto en tierra como bajo el mar. He contratado hombres para que excaven esas ruinas y recuperen sus riquezas, tanto el oro como los conocimientos que encierren, de forma que eso nos ayude a llenar los cofres.

»Por otra parte, en pago a su formación patrocinada por el estado, los magos que hayan estudiado en la gran sala del gremio y hayan superado la Prueba deberán regresar y permanecer a nuestro lado durante un período de cinco años con objeto de investigar nuevas magias.

»Trato de establecer relaciones diplomáticas con los elfos de Qualinesti, con la esperanza de reanudar rutas comerciales que resultarían beneficiosas para ambas naciones.

De forma súbita, Mercadior se calló y empezó a caminar. Luego, tan repentinamente como se había interrumpido, prosiguió su discurso:

—Mucha gente cree que Ergoth jamás recuperará sus pasadas glorias. No lo dirían si pudieran ver lo que vosotros habéis conseguido aquí, en Thonvil, con ayuda de la magia.

—Yo tan sólo he representado un pequeño papel —intervino con humildad Guerrand—. El mérito corresponde por completo a mi sobrino y a su habilidad para motivar al pueblo.

—El estado actual de vuestra aldea demuestra una recuperación milagrosa —observó el emperador—. Dondequiera que mire veo casas nuevas, jardines florecientes, graneros y establos llenos de ganado. Los campos de los alrededores están verdes y lozanos. Mis consejeros habían pronosticado un declive uniforme en la región, una caída tanto de cosechas como de población.

Se volvió hacia a Bram y afirmó:

—He oído contar grandes cosas de ti, joven DiThon. También he oído decir que un auténtico ejército de seres feéricos te ha ayudado a revitalizar la región.

—¿De veras? —exclamó Bram. Confuso por la brusca revelación de Redic, Bram se esforzó en que su rostro no expresara nada que pudiera traicionarlo.

—Por supuesto —continuó Redic—, sé que tú eres consciente de que esta ayuda podría sernos muy útil en nuestra cruzada para devolver a Ergoth su primitiva gloria.

—Ya veo por dónde vas, señor —dijo Bram suavemente.

—No puedo menos que ponderar lo lejos que llegaría en mi corte un súbdito dotado de tal habilidad, en particular un súbdito de la vieja estirpe ergothiana —explicó Redic. Las comisuras de sus brillantes ojos se arrugaron ligeramente mientras contemplaba la piel oscura característica de los nativos y los rasgos angulosos del rostro del joven Bram—. No tengo prejuicios, y en cualquier circunstancia escogería antes a un hombre por sus cualidades que por su sangre azul, pero siempre me complace que ambas características se den en una misma persona.

Mercadior miró hacia el este; era obvio que sus agudos ojos distinguían las delgadas columnas de humo que subían hacia el cielo desde la pila funeraria.

—He oído decir que incineraste a tu padre de acuerdo con la vieja tradición.

Bram se ruborizó, pero mantuvo la dignidad y la calma.

—Es cierto, señor. Mi padre pidió que sus restos recibieran el mismo trato que los de sus abuelos y que los de los padres de estos. Yo me limité a respetar su voluntad.

Redic asintió solemnemente con la cabeza.

—Confieso que me habían llegado informes no precisamente favorables de Cormac DiThon. Pero demostró mucho coraje al romper con la reciente costumbre, y tú aún demostraste más valor al cumplir sus deseos. No sé por qué abandonamos la tradición de la pira. Todas esas sargas negras y esos llantos junto a un cuerpo que se descompone durante días: ¡qué despedida tan ignominiosa! En mi opinión, es mucho más impresionante irse envuelto en llamas de gloria —expuso Redic; se volvió hacia su hechicero y movió un dedo adornado con un anillo—. Toma nota de esto, Thalmus.

Luego, suspiró lleno de satisfacción.

—Vaya, se me ha hecho tarde y debo regresar a Gwynned. También tú debes volver con tus ciudadanos para proseguir los festejos. El paseo y la conversación han resultado muy agradables. Acuérdate de lo que te he dicho.

—Lo haré —prometió Bram.

—Hasta la vista, joven DiThon. Estaré a la espera de más informes que den cuenta de tus progresos.

Luego se volvió hacia Thalmus.

—Volvamos directamente a palacio; nos aguardan importantes cuestiones.

Era evidente que el hechicero estaba esperando que se lo dijera, pues abrió la mano para mostrar una cuenta de cristal. Sin ninguna ceremonia, la arrojó al suelo entre él y Redic. La cuenta se hizo añicos y emergió de ella una nube de vapor que pareció tragarse a los dos hombres y llevárselos hacia arriba. En un momento habían desaparecido.

Bram se sacudió el polvo levantado por la mágica partida del emperador y dirigió la vista hacia la colina en la que humeaba la pira, ya casi apagada.

—En conjunto, diría que ha sido un día muy ocupado, ¿no crees? —comentó con mordaz ironía—. ¿Dónde supones que Redic consiguió la información sobre los tuatha?

Guerrand se encogió de hombros.

—¡Quién sabe! Redic es un hombre inteligente. Tal vez lo encontró todo tan cambiado que supuso que había magia en juego. Tanto si lo sospechaba como si no, pudo haber pedido a Thalmus que efectuara una adivinación para confirmarlo. Los tuatha son maestros en el arte de pasar desapercibidos, pero ni siquiera ellos pueden ocultar su aura mágica de la exploración de un experto en la materia.

—No me sentí cómodo teniendo que eludir sus agudas observaciones —admitió Bram con cierta amargura.

—Aún en el caso de que hubieras admitido que los tuatha estuvieron aquí, no podías prometer su ayuda al emperador. Es una cuestión que no depende de ti. Creo que Redic sabe más de lo que deja entrever. Se ha limitado a aparecer por aquí para confirmar sus suposiciones, esperando tropezar con algún instrumento mágico nuevo.

—¿Así que fallé en una prueba de lealtad?

Rand sonrió sin ganas.

—Aún no.

Bram se apartó de la valla en la que estaba apoyado.

—Bueno, ya nos ocuparemos de esto mañana. Ahora, debo reunirme con los ciudadanos que participan en la celebración del castillo. Deben de estar preguntándose a dónde he ido —dijo Bram, y sin entusiasmo se dirigió hacia el castillo de los DiThon—. ¿Vienes?

Guerrand lo detuvo poniéndole una mano en el brazo.

—Sí, pero antes necesito hablar contigo sobre algo.

Bram lo miró lleno de inquietud.

—¿No puede esperar?

—Sí —concedió Guerrand—, pero creo que ya ha esperado demasiado —añadió. Con un gesto de la mano invitó a su sobrino a cruzar las puertas del pueblo—. Sentémonos y bebamos juntos mientras charlamos.

Bram enarcó las cejas.

—¿Necesito estar sentado para oír lo que tienes que decirme? —inquirió, sin embargo, siguió a Guerrand por delante de la panadería y entró tras él en la posada del Ganso Rojo—. Debe de tratarse de algo muy importante, o muy tedioso.

Rand lo condujo a una mesa, protegida por dos sólidos bancos de respaldo alto, que daba a la calle.

—Quizá sea lo más importante que escucharás en tu vida —dijo el mago, e hizo una seña al camarero para que trajera dos copas y una jarra. Con su túnica carmesí, Guerrand limpió el polvo de las copas y las llenó hasta el borde. Bram observó a su tío con cautela mientras este se bebía media jarra antes de entregarle la otra llena a él.

—Por tu padre —añadió Guerrand apresuradamente al constatar la sorprendida expresión del rostro de Bram.

—Por tu hermano —respondió Bram. El nuevo lord DiThon bebió el obligado trago de la fuerte y amarga bebida y esperó.

Guerrand miraba a Bram por encima de sus dedos extendidos.

—Me he imaginado muchas veces manteniendo esta conversación, pero mis pensamientos se detenían por falta de palabras capaces de expresarlos. Hasta la muerte de Cormac había confiado en que él me iba a evitar este trance.

Bram negó con la cabeza.

—¿Qué tiene que ver mi padre con esto?

—Muchísimo. O tal vez nada —dijo Guerrand; en esta ocasión le tocó a él negar con la cabeza, enojado consigo mismo—. Te contaré la historia exactamente tal como me la contaron a mí —añadió Guerrand, y dio un pequeño sorbo de la copa—. Hace tres años, el platero Wilor, cuando yacía agonizante, me confesó algo, algo que desde entonces ha permanecido en un lugar privilegiado de mi mente... Wilor me dijo, con gran convicción, que mi padre y mi madre, tu abuelo y tu abuelastra, creían que, de bebé, te habían cambiado.

—¿Me habían qué? —exclamó Bram parpadeando.

—Que te habían cambiado; que descendías de los tuatha, para ser más específico.

—¡Ya sé lo que significa ser un niño cambiado! —le espetó Bram. Cerró los ojos para concentrarse y moderar el tono de voz—. Lo que me sorprende es qué puede saber un platero de tales asuntos, en particular sobre mi caso.

—A pesar de la diferencia de clase —dijo Rand—, Wilor era un viejo amigo de la familia. Me habló de la noche en que Rejik se reunió con él en esta misma posada. Al parecer, tu abuelo llegó con la cara bañada en sudor y muy agitado. Después de muchas jarras de cerveza, Rejik confesó a Wilor que temía que su nieto, tú, fuera un niño cambiado.

Bram, algo inquieto, desechó la idea con un gesto.

—Pero ¿qué podía hacerle pensar tal cosa?

—Mi madre —respondió Guerrand en tono uniforme—. Parece ser que era muy aficionada a la magia. Rejik creía que ella nunca se equivocaba cuando percibía magia en otra persona.

—A ver si lo he entendido bien. Me estás pidiendo que me crea los delirios de un hombre agonizante, transido de dolor, y que crea a tu madre, a la que muchos consideraban un poco rarilla.

—Esa mala fama fue en parte obra de tu padre —dijo Guerrand con calma—. Sé que no tenías intención de ofender. Cuando tengas un momento para considerar todo esto con la debida seriedad, recordarás que tú mismo siempre dijiste que sentías en ti algo en cierto modo mágico. ¿Jamás te has preguntado por qué los tuatha se dirigieron a ti, y nunca a Cormac? ¿Por qué creyeron que tenías elevados principios morales?

Bram sostuvo la mirada de su tío unos instantes; luego, apartó la vista. Se puso en pie con la copa de cerveza en la mano, anduvo de un lado a otro, bebió, miró por la ventana y después se sirvió otra copa con manos temblorosas.

—¿Quién más sospecha eso? —preguntó al fin.

—Rejik nunca lo dijo, pero Wilor creía que o bien Rejik se lo contó a Cormac o bien este lo suponía. Wilor creía que por esta razón tu padre siempre adoptó contigo una actitud distante.

Bram no fue capaz de negar aquella dolorosa observación.

—Pero ¿por qué mi propio padre no me lo contó si lo creía posible?

—Tal vez pensaba que se expondría a la cólera de los tuatha si desvelaba su engaño. O quizá tenía miedo de que se convirtiese en cierto si lo decía en voz alta.

—¿Es materialmente posible? —preguntó Bram, como si se lo planteara por primera vez.

—Sí, eso creo —asintió Rand—. A través de mis lecturas he averiguado que se pueden producir dos tipos de cambios: un bebé humano puede ser sustituido por una criatura parcialmente humana o bien por una enteramente feérica. No obstante, teniendo en cuenta tu aspecto humano, yo desecharía la segunda posibilidad.

Los ojos de Bram se abrieron desmesuradamente.

—Estás convencido de que soy un niño cambiado, ¿verdad?

—He trabajado a tu lado durante más de tres años, por lo tanto he tenido múltiples ocasiones de observarte. He consultado todos los documentos escritos que he podido encontrar sobre niños cambiados —explicó Guerrand; juntó las manos y las posó sobre el regazo—. Para ser sincero, ofreces los suficientes signos externos de un niño cambiado como para que resulte posible que realmente lo seas.

Bram exhaló el aire que inadvertidamente había retenido mientras su tío le contestaba. Aquella revelación lo había conmocionado.

—Me has estado observando durante todo este tiempo… ¿Por qué no me hablaste de tus sospechas?

Rand bajó la vista.

—Creía que era responsabilidad de Cormac; y también que era él quien tenía el derecho de decírtelo. Me sentí amargamente decepcionado de que dejara pasar la oportunidad de hablarte, pero no me sorprendió demasiado.

El pensamiento de Bram dio un salto hacia atrás, a la última conversación que mantuvo con su padre. Habían acabado de encender las velas del dormitorio de Cormac. El olor de la cena impregnaba todavía la habitación, aunque una vez más habían retirado la bandeja completamente intacta. Bram se había sentado; había observado la inmóvil figura de Cormac en la enorme cama y lo había oído murmurar. El corazón del nuevo lord dio un vuelco cuando recordó una frase que Cormac había pronunciado con toda claridad: «Siempre te he querido como a un hijo». Bram había tomado esas palabras como una muestra de cariño. Era la primera vez que su padre le había manifestado afecto. Ahora, aquella frase adquiría un sentido muy distinto.

—Bram, si ahora te he contado todo esto es por una razón: si es verdad, puedes haber heredado la aptitud para la magia que siempre has admirado en otros. Tu propia conciencia te obliga a explorar esta posibilidad.

—No voy a descartarlo de entrada —admitió Bram—, pero eso significaría que todo lo que siempre he creído que era yo ha dejado de ser cierto.

—Creo que hemos ido demasiado lejos —lo contuvo Rand—. Ante todo, necesitas averiguar tu auténtico origen. Y sólo hay un ser a quien podamos preguntárselo.

—El rey Weador —dijeron al unísono el lord y el mago.