Capítulo 29

La bodega parecía no tener fin. Beldar se fue abriendo camino entre los cadáveres amontonados buscando a sus enemigos.

Dos halflings le salieron al paso con las armas preparadas. Por detrás de ellos una linterna brillaba en el suelo, reflejándose en una relumbrante tela azul y permitiéndole ver dos rostros que conocía: las hermanas Dyre.

Tela azul de gemas…

—¡Korvaun! —gritó Beldar. Las espadas cruzadas le impidieron el paso.

—Dejadlo pasar —ordenó Naoni.

Beldar se puso de rodillas junto a su amigo más antiguo. Una sola mirada le bastó para saber que Korvaun se estaba muriendo.

Los ojos azules que se alzaron hacia él eran serenos y claros. Korvaun sonrió.

—Eres libre, vuelves a ser dueño de ti.

Beldar se llevó la mano a la cara estropeada.

—Pero ya ves cómo estoy —dijo.

—Debes seguir liderando —le dijo su amigo débilmente—, y no sólo a los Capas Diamantinas. —Un espasmo lo sacudió y se quedó inerme.

Beldar miró a Naoni y a Faendra Dyre con gesto de impotencia. Ellas le devolvieron la mirada con una callada súplica en los ojos. ¡Lo miraban esperando su consejo! A pesar de todo lo que había hecho, de lo que había llegado a ser…

De pronto, Korvaun susurró algo.

—Juré guardar este secreto hasta la muerte. Es posible que a lady Asper no le importe si me… adelanto un poco.

Sus ojos se posaron en Naoni. Ella le soltó rápidamente las cintas de la guerrera. Debajo había un chaleco de metal…, no de cota de malla, sino de una tela metálica tan ligera y suave como la seda. Faendra se dispuso a ayudar, y las hermanas lo despojaron de ambas prendas.

A pesar de que lo hicieron con toda la suavidad del mundo, Korvaun se puso blanco como un pergamino y el sudor le bañó la cara.

—Decídselo —murmuró.

Naoni le contó rápidamente a Beldar lo del simulador, lo que podía hacer y cómo ella lo había hilado dándole una forma nueva, imposible de detectar.

—Mientras estés vivo —añadió Korvaun con voz ronca—, los que te implantaron ese ojo seguirán buscándote para matarte o hacerte su esclavo. Recibe este secreto y haz buen uso de él.

Naoni le alargó el chaleco.

Beldar comprendió por fin lo que su amigo le pedía que hiciera.

Korvaun quería que Beldar ocupara su lugar, que volviera a ponerse el manto de líder.

—Pensarán que has muerto —musitó Naoni con voz trémula entre lágrimas—, y te dejarán en paz. Será difícil para ti, y todavía más para tu familia, pero… es necesario.

La cabeza de Beldar era un torbellino de ideas. Era posible que su ojo monstruoso estuviera inservible, pero la otra magia subsistía. Secretamente podía unirse a las filas de los protectores de Aguas Profundas.

No era el heroísmo glorioso, labrado a punta de espada, con el que él había soñado, pero… era necesario, sí. Más aún, era lo que Dathran había vaticinado. Sería el héroe que desafiaría a la muerte. Se convertiría en lord Yelmo Altivo que a su vez perviviría en él.

Como no podía hacer otra cosa, Beldar inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Una cosa más —dijo Korvaun con voz entrecortada, apenas audible—. Juré que Naoni no soportaría ninguna vergüenza mientras yo viviera. Ella tiene mi corazón, mi anillo y mi promesa. ¡Mi deseo más caro era darle mi nombre! Si lleva a mi hijo en…

—Crecerá como un Yelmo Altivo —juró Beldar—. Y cuando llegue el momento se le dirá la verdad sobre su padre.

Korvaun esbozó una sonrisa con dificultad.

—Naoni…

—No hables —le dijo ella con suavidad besándolo en la frente—. Has hecho todo lo que había que hacer, y lo has hecho bien. Todo se hará como tú dijiste. Beldar cumplirá sus promesas y llevará tu nombre con honor… o se enfrentará a mis hechicerías y a la furia de Faendra.

Korvaun asintió.

—Hazlo ahora —dijo con súbita firmeza.

Beldar se despojó de la guerrera y se puso el suave y reluciente chaleco.

Korvaun cambió instantáneamente: el pelo rubio se le oscureció y se volvió castaño oscuro y el cuerpo se volvió más menudo y delgado.

Beldar se arrancó el parche y descubrió que podía ver bien con los dos ojos.

El cambio producido por el simulador sin duda iba mucho más allá de un mero parecido.

El asombro en la cara de Faendra y la resignación llorosa de Naoni le demostraron que su transformación en Korvaun Yelmo Altivo era total.

Beldar miró a su amigo moribundo y se encontró mirando su propia cara.

—De mí se dirá —dijo en voz baja—, que mi muerte fue mejor que mi vida.

Korvaun intentó hablar, pero en su último y desgarrado aliento todos le oyeron decir:

—Demuéstrales que estaban equivocados.

El vendaval de magia que había transportado a Mrelder cesó abruptamente, y el hechicero se encontró tendido sobre las frías piedras de una celda bien iluminada con su padre al lado. Por los gruñidos que oyó a su espalda supo que había sido transportado junto con los demás miembros de la Amalgama.

Un elfo alto de pelo plateado estaba de pie a su lado con una espada en la mano. Junto a él había un pequeño ejército de esbirros con espadas y varitas mágicas listas para atacar.

—Elaith Craulnober y sus secuaces —se presentó con voz agradable.

Mrelder se puso tenso y el elfo agitó una mano lánguida.

—No te molestes en formular conjuros o en amenazarme de algún modo; esta cámara está muy bien protegida, y mis compañeros pueden superar cualquier amenaza de monje, hechicero…, o lo que sea.

Al decir «lo que sea», Elaith miró fijamente a Golskyn de los Dioses, que había conseguido ponerse de pie con ayuda de varios hombres monstruo. El viejo sacerdote miraba admirado al guerrero de escamas plateadas que estaba de pie detrás del Serpiente.

—¡Un semidragón! —dijo con voz entrecortada—. ¡Cuántas preguntas! Dime, ¿cómo llegaste a ser lo que eres? ¿De qué origen es tu sangre draconiana? ¿Fue desfigurada tu madre? ¿Y cómo se unió a ella tu padre dragón? ¿Lo hizo bajo la forma de un elfo, un humano o un dragón? ¿Sobrevivió ella al parto?

Se frotó las manos mientras pensaba.

—Si no, voy a necesitar a numerosas elfas como huéspedes. Y un dragón semental. ¡Una hueste de semidragones! ¡Qué guerreros! ¡Imaginad lo que podríamos ahorrar en armaduras tan sólo!

Enarcando una ceja, Elaith se volvió hacia Tincheron.

—¿Quieres darle tú la respuesta que se merece, o lo hago yo?

El guerrero de escamas plateadas avanzó en silencio y le dio al viejo sacerdote un revés que lo hizo caer en el suelo como un saco de patatas, sin sentido e inerme.

El elfo miró a Mrelder sonriente.

—Supongo que tú te mostrarás más sensato.

El hechicero asintió con cautela.

—Luchaste con nosotros y nos venciste. ¿Nos ofreces una muerte rápida o…?

Elaith se examinó las uñas.

—Una retirada estratégica.

—Te… te lo agradezco. ¿Puedo preguntar por qué?

—Aguas Profundas es mi ciudad —respondió el Serpiente fríamente—. En ella no hay cabida para gente como tú. Eso no significa que no podamos hacer negocios en otra parte para ventaja de ambos.

—¿Y cuál es el precio de tu merced?

El elfo sonrió.

—Eres rápido, hechicero. A cambio de vuestras vidas quiero la Gorguera del Guardián.

Mrelder suspiró, rindiéndose a lo inevitable, y le contó al elfo lo que había pasado con el artefacto.

Del suelo llegó un leve gruñido seguido de unas frases atropelladas sobre semidragones.

El hechicero miró al suelo.

—Sólo desearía que tu… digno compañero hubiera golpeado más fuerte.

—La venganza es dulce, pero a menudo es una pérdida de tiempo. —El Serpiente paseó la vista lentamente por los hombres bestia que habían sobrevivido—. Tu padre ha perdido la razón, y su inventiva ha creado demasiado problemas como para que merezca la pena estudiar sus métodos. —Su mirada se posó finalmente en Golskyn—. Pero hasta la carreta más vieja tiene partes aprovechables.

Los ojos de Mrelder se dirigieron a la forma caída pero todavía imponente de su padre y se entrecerraron, como estudiando las posibilidades.

—Es cierto —murmuró—. ¿Podemos marcharnos?

Elaith Craulnober señaló con elegancia una puerta.

—Este túnel lleva a una tienda cuyo encargado es un hombre que sabe que cualquiera que salga por ella debe recibir ayuda para salir discretamente de la ciudad. Confía en él porque responde ante mí.

Mrelder inclinó levemente la cabeza, al modo de los iguales que se despiden manifestando su respeto mutuo.

Elaith sonrió al ver la gratitud del conquistado cuya vida ha sido perdonada. Observó cómo se marchaban los acólitos mientras le daba vueltas a la sensación de que Mrelder había dado a sus palabras un significado que él no había pretendido darle.

Se volvió, asintió y observó cómo se agrupaban sus propias fuerzas y se dispersaban rápidamente por los diversos túneles que se abrían por debajo de las Sedas Rojas. Esperó a estar solo para abrir una puerta escondida y tomar un pasadizo oculto que sólo él conocía y que llevaba a la sala de fiestas.

Era difícil abandonar los hábitos muy arraigados, y Elaith ya no estaba dispuesto a renunciar a los deberes que imponían su ascendencia y su naturaleza. Él era un señor, viviera donde escogiera vivir y fuera lo que fuera lo que eligiera gobernar. A su entender, le había prestado a Aguas Profundas muchos servicios esta noche: había advertido del peligro al Señor Proclamado, había protegido a Piergeiron para que ningún enemigo pudiera usar el simulador que todavía no había aparecido y acercarse a él bajo el aspecto nada sospechoso de un amigo, había usado medios mágicos que habían permitido a muchos escapar a la muerte bajo los escombros, y les había ayudado a encontrar su camino para salir de los túneles, incluyendo algunas ramas inservibles de nobles árboles familiares. Todavía le quedaba un servicio por prestar, aunque le fastidiaba renunciar a semejante ventaja: el nombre y la naturaleza de aquel que sería el siguiente Señor Proclamado de Aguas Profundas.

De repente se le ocurrió que tal vez Mirt y el resto conocían su oficio mejor de lo que él creía. ¿Por qué si no habrían de dar artilugios mágicos tan valiosos como los simuladores a un hatajo de cachorros de la nobleza?

Elaith avanzaba a toda prisa por el túnel con una sonrisa divertida en los labios. ¡A pesar del tiempo que había vivido y de lo mucho que había visto, esta ciudad no dejaba de sorprenderlo y de divertirlo!

De repente, en silencio y sin hacer el menor aspaviento, Amaundra perdió el sentido. Puso los ojos en blanco, su cuerpo se estremeció, y dejó de respirar.

—¡Mago —dijo Piergeiron poniéndose en pie de un salto—, la estás matando!

Tendido de espaldas y temblando incontrolablemente, Tarthus no parecía en condiciones de poder matar a una mosca. Alzó los ojos hacia el Señor Proclamado con una expresión triste y dolorida.

—¡Ya no puedo aceptar esto! —exclamó Piergeiron—. ¡Debo luchar por Aguas Profundas! ¡Es mi deber, y me necesitan! ¡Dejad que caiga la protección!

La bóveda dorada se mantuvo. Piergeiron repitió la orden, esta vez gritando.

—N… no —se negó Tarthus con voz débil y entrecortada.

Madeiron Sunderstone puso una gran mano sobre el brazo de Piergeiron, refrenándolo, y se inclinó sobre el mago que estaba en el suelo.

—Te recuerdo que nuestros juramentos nos obligan a obedecer cualquier orden directa del Señor Proclamado de Aguas Profundas.

—Una autoridad más alta lo impide —farfulló Tarthus sin abrir los ojos.

—¿Qué? No hay…

Mirt agitó un dedo admonitorio frente a la cara de Piergeiron para contener su exabrupto, después se lo llevó a los labios y señaló a Tarthus.

En ese momento, una voz muy diferente surgió de los labios temblorosos del mago.

—La mayor parte de esta última campanada —dijo una voz femenina que los cuatro conocían muy bien—, he aplicado mi energía a sostener el escudo en torno a ti, Piergeiron. Tarthus me ha obedecido, y en esto yo obedezco a la propia Mystra.

—Learal —dijo Piergeiron con voz entrecortada.

—Sagrada Mystra. —El tono de Madeiron Sunderstone era respetuoso y lo acompañó de un gesto reverente.

Fue entonces cuando Mirt se dio cuenta de que había alguien de pie al otro lado del escudo. Una figura agraciada y elegante: Elaith Craulnober. Sus ojos se encontraron.

Mirt alzó las cejas con gesto inquisitivo. Elaith hizo un gesto rápido. Mirt respondió con otro, y el elfo confirmó la pregunta silenciosa con una inclinación de cabeza.

Ambos hicieron el gesto cortante que significaba acuerdo, y el prestamista avanzó arrastrando los pies, hincó una rodilla junto a Tarthus, y sin vacilar le dio un golpe en la cabeza con su puño peludo.

La cabeza del mago cayó hacia un lado, el escudo palideció, y mientras Madeiron alzaba la vista y miraba con furia al elfo llevándose una mano a la empuñadura de la espada, Elaith formuló un conjuro sin inmutarse.

La radiación dorada se deshizo en chispazos moribundos que se transformaron en un súbito rugido brillante que penetró en todos los oídos y ojos e hizo que desapareciera todo Faerun…

Lo primero que oyó Mirt, el prestamista, fue la voz ronca de Piergeiron, el paladín.

—¿Qué ha sucedido?

De la garganta de Madeiron Sunderstone salió una exclamación de perplejidad.

¡Boom!

Vaya. Eso sonaba muy familiar.

¡BOOM!

Entre el brillo de las lágrimas Faerun volvió a él, y Mirt se encontró gruñendo, dándose la vuelta y mirando los pies desnudos de Amaundra Lorgra. Junto a ellos estaban las botas de Tarthus, y más arriba, todavía se mantenía en pie la sala de fiestas de las Sedas Rojas.

Bueno, era una manera de hablar.

¡Boom! ¡BOOM!

No había ni rastro de Elaith Craulnober. Tampoco se veían Estatuas Andantes por las ventanas, aunque la tierra temblaba bajo el peso de sus pisadas, haciendo que se desprendiera la argamasa de las paredes con cada golpe.

¡BOOM!

—¡Vaya! —gritó Mirt haciendo que Amaundra alzara la cabeza—. ¡Podemos salir de este proyecto de tumba! ¡Levantaos todos!

Hasta los magos de la Vigilante Orden, descalzos y con unas siete décadas de experiencia a sus espaldas, pueden moverse rápidamente sobre sus callos cuando tienen necesidad. Al menos eso parecía, porque en unos instantes de frenética carrera, esquivando las piedras que caían, los cinco eminentes aguadianos se encontraron fuera mirando la ciudad envuelta en el manto de la noche.

Las luces de las calles brillaban como siempre, y bajo su luz podía verse a los grandes guardianes pétreos de Aguas Profundas que volvían a sus emplazamientos habituales.

Piergeiron entrecerró los ojos.

—¿Quién los manda? ¡Por los nueve ardientes infiernos! ¿Cómo ha podido alguien dominar eso?

Entonces su mirada se posó en el trozo de pergamino que le tendía Mirt y en el claro mensaje escrito en él, que respondía a las preguntas que acababa de hacer.

—¿De dónde salió eso? —preguntó en voz baja.

El viejo prestamista miró lo que tenía en la mano con una expresión de perplejidad.

—No tengo ni idea. Ni la menor idea —dijo lentamente.

Entonces a la mente de Mirt afloró un recuerdo entre una reverberación dorada: la sonrisa irónica de cierto elfo.

Bueno, tal vez ahora conocería la respuesta, después de todo.