Beldar apretó los dientes con furia. De modo que Golskyn podía controlar a las Estatuas a través de él sin que se diera cuenta.
¡Pues no quería este poder, pero por todos los dioses que no dejaría que el sacerdote loco hiciera uso de él!
Con un gruñido apartó de su mente el ardiente dolor del ojo y concentró su voluntad en una orden silenciosa.
En lo alto, las Estatuas dieron un solo paso atrás.
Mrelder alzó la vista. No sólo las oía, sino que también tenía la sensación de que las Estatuas Andantes se movían. Tal como estaban las cosas, esta batalla estaba perdida. Apoyó una mano firme en el hombro de su padre y con decisión lo encaminó hacia un túnel lateral por el que podrían escapar.
Golskyn, sin embargo, se desasió y le echó una mirada furibunda. En una época eso habría herido profundamente a Mrelder, pero ya no le interesaba la aprobación de su padre ni creía en la posibilidad de que se hicieran realidad los descabellados planes de lord Unidad.
—Podemos irnos… o podemos morir —dijo tajante.
Golskyn alzó unas manos en las que reverberaba una magia mortífera a modo de advertencia.
—¡No seguiré adelante sin el sucesor! ¡Emplea tus conjuros para traer a Beldar Cuerno Bramante!
Mrelder no estaba seguro de que todavía fuera posible hacerlo, pero asintió brevemente y empezó a tejer el hechizo capaz de transmitir órdenes imperiosas a la cabeza del noble.
Un dolor espantoso atravesó el cráneo de Beldar, que se arrancó el parche del ojo y se dejó caer de rodillas presa de un irrefrenable temblor. El hombre bestia al que estaba a punto de matar interrumpió su retirada y avanzó blandiendo una maza claveteada dispuesto a cobrarse una pieza fácil.
El ojo de contemplador de Beldar respondió, obligando a la cabeza que lo sostenía a alzarse para enfocar su mirada.
El noble vio cómo se abría una llaga en la cara de la criatura que empezó a supurar y a agrandarse con increíble rapidez. Se parecía a la decoración de una fiesta de velas presa de las llamas, aunque esta figura de cera se derretía entre gritos y se transformaba en una supuración verdosa dejando al descubierto el hueso.
El dolor que Beldar sentía en la cabeza aflojó y miró con repulsión a su moribundo enemigo. ¡Nada ni nadie debería morir así! De un tajo cortó la garganta del hombre bestia y se dio la vuelta mientras se desvanecía el grito gorgoteante.
Algo se le removió dentro de la palpitante cabeza: el débil eco de la sorpresa de otra persona.
De modo que su guardián no esperaba ese golpe piadoso. Bien. Entonces sabría que Beldar Cuerno Bramante no era todavía una marioneta indefensa. Todavía podía elegir por cuenta propia.
¡Y por los dioses que elegiría bien!
Taeros tosió eliminando el humo de sus pulmones y se puso de pie vacilante. Los cuerpos quemados despedían un hedor espantoso. Cerca de él, Starragar se aferraba entre sollozos a su amada muerta. La túnica de Roldo colgaba en jirones, pero allí estaba, haciendo muecas de dolor mientras Faendra trataba de restañar la sangre que manaba de las heridas que tenía en el pecho.
Naoni estaba de rodillas junto a Korvaun, que yacía desmadejado en el suelo. Alondra montaba guardia entre sus señoras, con la mirada alerta y la daga preparada. Su mirada tropezó con él y Taeros parpadeó al caer en la cuenta de que también estaba dispuesta a acudir en su defensa.
Un suave murmullo llegó desde el suelo, y Taeros se volvió hacia Naoni y Korvaun.
El joven Yelmo Altivo tenía un buen desgarrón en los elegantes pantalones y por él podía verse una hilera de rojos verdugones que tenía en el muslo.
Ahora Naoni se había tendido a su lado y tenía el rostro mortalmente pálido hundido en su pecho. Korvaun la sostuvo con un brazo, pero el otro se le contraía de forma involuntaria y frecuente.
El miedo atenazó la garganta de Taeros.
—Arriba, hombre —dijo con voz ronca—. No hemos terminado ni mucho menos.
Korvaun esbozó apenas una sonrisa.
—Es cierto… para ti.
Taeros miró los verdugones.
—Veneno —anunció con tono sombrío—. Esa especie de serpiente que nos derribó debe de haber… ¡Oh, maldita sea! Pero no importa.
—Demasiado tarde —protestó Korvaun—. Mira mi brazo. Se me ha metido en la sangre. —Volvió a sonreír débilmente—. Si fueras una bandada de estirges podrías drenar el veneno, pero eso no mejoraría mucho las cosas.
Se quedaron mirándose un momento hasta que Taeros agitó la cabeza con furia.
—Faen, Alondra, ¡ayudadme! Tenemos que llevar a Korvaun a aquel extremo del sótano.
—¿Y qué? —preguntó Roldo—. ¿Dejarlo allí tirado?
—Alondra puede montar guardia. Iremos a buscar a un sanador y volveremos lo más pronto posible.
Roldo miró a Korvaun.
—Hazle caso a Taeros, amigo mío —dijo el joven lord Yelmo Altivo, cuyos párpados empezaban a cerrarse—. Él sabe lo que hay que hacer.
Se le cerraron los ojos.
—Sabio asesor —musitó—. El papel que pretendes… te va de perlas. Vuelve a asumirlo en cuanto puedas. Por ahora, debes ser líder.
Taeros trataba de contener las lágrimas, sabiendo que ningún sanador llegaría a tiempo.
—Lo asumiré en las cuevas de Torm —dijo con voz ahogada—, cuando vuelva a encontrarme al lado de Korvaun Yelmo Altivo.
Korvaun sonrió débilmente.
—Te mantendrá el asiento caliente y la cerveza fría. ¡Ahora ve y encargate de esto!
Un hombre de cuyo brazo brotaban serpientes tan largas como lanzas salió de una alcantarilla por detrás de uno de los veloces esbirros de Elaith.
El hombre giró sobre los talones blandiendo la espada, pero para entonces tres o cuatro cabezas de serpiente le habían clavado los colmillos y una quinta lo había atacado salvajemente en la cara.
Taeros Halcón Invernal se agazapó, observando, con una mano alzada en una señal que quería decir «silencio todos» y con la espada preparada en la otra.
—¿Vamos a quedarnos mirando? —susurró Roldo—. ¿Por qué no…?
El hombre bestia dejó morir al esbirro que se debatía echando espuma y siguió su avance, gritando una especie de señal no articulada. De los pasadizos laterales irrumpió un torrente de hombres monstruo que se dirigían a las bodegas de las Sedas Rojas.
—Ahí tienes el por qué —susurró Taeros con mirada fiera y cara decidida—. Si malgastamos nuestras vidas tratando de transformarnos en héroes gloriosos, Aguas Profundas no recibirá a tiempo el aviso y todos esos acecharán libres por las calles esperando que caiga la noche para matar a su antojo.
En un túnel se oyó un estruendo repentino de armas, y un hombre bestia salió de él tambaleándose con el cuerpo atravesado por las espadas de media docena de los esbirros de Elaith. La criatura cayó de bruces sin parar de gruñir. Los esbirros recuperaron las espadas ensangrentadas y volvieron corriendo hacia las bodegas.
—Da la impresión de que las Sedas Rojas se están volviendo a llenar —señaló Taeros con sarcasmo—. ¿Estáis todos preparados para más festejos?
Más esbirros y unos cuantos hombres bestia salieron en estampida de varios túneles para subir a las bodegas. En las alcantarillas se estaban extendiendo la calma y también la oscuridad, ya que habían desaparecido casi todas las linternas y antorchas. Pronto sólo quedarían los muertos… y lo que fuera que acudiera a alimentarse de ellos.
—Todos listos —anunció Roldo con expresión torva.
Lord Halcón Invernal afirmó brevemente con la cabeza.
—Tú ve por allí, de cara a las alcantarillas, y yo iré hacia allí, hacia las bodegas. Todos los demás saldrán entre nosotros. Formaremos un círculo de acero y subiremos, todos mirando hacia los lados a medida que avancemos. Roldo, no dejes de vigilar la retaguardia y grita al menor movimiento, por pequeño que sea lo que veas venir hacia ti.
Roldo se quedó mirando a su amigo habitualmente tan tranquilo.
—¡Hablas como un veterano capitán de guerra de la Casa Halcón Invernal!
Por una vez en su vida, Taeros no derrochó tiempo ni agudeza en una respuesta ingeniosa. ¡Si esa noche no hacía gala de la sabiduría de un capitán de guerra, lo que les esperaba a todos era la muerte!
Lord Ulb Iardeth se adentró tambaleándose en la sala de fiestas. Tenía la cara ensangrentada y se apoyaba sobre una espada mellada y sin filo. Parpadeó sorprendido ante tanta luz.
Se oyó un pequeño grito de alivio y una mujer conocida, con un vestido largo, atravesó la arcada y se dirigió a él corriendo con los brazos abiertos.
—Allys —dijo él con voz ronca rodeándola con el brazo que le quedaba libre mientras ella lo abrazaba con fuerza entre sollozos—. Estoy… estoy bien. Tranquila, querida, tranquila. ¡Por las profundidades del puerto!, ¿qué ha ocurrido aquí arriba mientras nos estábamos matando ahí abajo?
Lady Allys Jardeth señaló con la mano que sostenía su pequeña daga enjoyada.
—¡Subieron unos hombres que parecían monstruos, unos cuantos, y cuando vieron que todos nos quedábamos mirándolos atravesaron aquellas puertas de allí, y esas otras, y aquellas!
—Los grandes dormitorios —dijo lord Jardeth con tono sombrío, sin que le importara revelar a su esposa su familiaridad con la sala de fiestas—. Bueno, sólo pueden salir de allí por una escalera que da a las galerías o a un túnel que da a las alcantarillas por la parte de atrás…, o volver por esas puertas y enfrentarse otra vez a nosotros, de modo que por ahora se mantendrán allí. Por los dioses, muchacha, ahí abajo hubo una verdadera carnicería. ¿Quién más ha subido?
Allys jardeth se puso tensa en los brazos de su esposo. Esta vez le fallaron las palabras, de modo que se conformó con gritar.
Lord Jardeth se volvió sin soltar a la mujer justo a tiempo para ver un ejército de hombres monstruo que corría por la antecámara destrozada directamente hacia él.
—¡Maldita sea —gruñó—, me estoy haciendo demasiado viejo para esto! ¡Allys, márchate de aquí!
Protegiendo a su esposa con el cuerpo, empuñó la espada y afirmó bien los pies a la espera del implacable destino que tan rápidamente se abalanzaba sobre él.
Las mujeres que observaban en la sala de fiestas rompieron a gritar mientras los hombres bestia corrían hacia ellas.
—¡Por la Amalgama! —rugió un enorme hombre monstruo con aspecto de gusano irguiéndose cuan alto era entre la horda enardecida a la que doblaba en altura.
—¡Por Aguas Profundas! —gritó alguien detrás de los hombres bestia mientras lord Jardeth alzaba su espada dispuesto a morir.
Entonces, un relámpago estalló entre dos espadas, hiriendo las manos de los atónitos esbirros que las empuñaban y matando a una veintena de hombres bestia a los que cogió en su trayectoria.
—¡Nos están atacando! —gritó un hombre con cabeza de venado dando la vuelta en redondo, y la feroz criatura parecida a un lobo, que estaba a punto de lanzarse sobre lord Jardeth, se dio la vuelta con la misma celeridad que la mayoría de sus secuaces.
No superaban la docena los esbirros de Elaith que habían subido de la bodega pisándoles los talones, pero hasta el momento en que sonó ese grito de guerra se habían dedicado a apuñalar, obstaculizar y matar con mano rápida y firme, dejando tras de sí un rastro de cadáveres semibestiales.
Al ver las bajas que habían sufrido, los hombres monstruo de la Amalgama dieron la espalda a la sala de fiestas para hacer frente a sus enemigos de oscura vestimenta.
La enorme antesala se convirtió en un campo de batalla en lo que se tarda en respirar hondo, mientras los hombres bestia aullaban, bramaban, rugían y morían. Las fauces, garras y colas, cortantes e hirientes, daban buena cuenta de los esbirros que no llevaban armadura, pero muchos de los hombres de Elaith luchaban con espadas envenenadas y la matanza fue feroz.
Cuando todos los esbirros fueron eliminados, sólo quedaba menos de una docena de hombres monstruo para volverse y abatir al solitario viejo lord que les cerraba el paso, y fue en ese momento cuando los Capas Diamantinas salieron corriendo del sótano y se lanzaron sobre ellos cercenando y acuchillando sin grito de guerra ni vacilación.
Con gritos y rugidos de rabia y desesperación, los hombres monstruo se volvieron nuevamente, y esta vez se encontraron con que el enemigo estaba mezclado con ellos.
—Morid —decía Taeros con furia mientras cercenaba pedúnculos oculares y colmillos, con las manos tan llenas de sangre como la espada—. ¡Dejad de ser tan malditamente tozudos y morid de una vez!
—¿Starragar? —gritó lord Jardeth al ver una cara conocida en la refriega—. ¿Starragar? ¡A mí, muchacho! ¡Por Jardeth y Aguas Profundas!
Ese grito de guerra encontró eco a su lado, y al volverse, Ulb Jardeth se quedó boquiabierto al ver a su esposa que, con el pelo revuelto, se lanzaba contra esos hombres con escamas, cuernos y miembros llenos de púas. Le clavó a uno su daga, jadeando por el esfuerzo, y a continuación la recuperó y, retrocediendo, volvió a atacar.
Ahora otros viejos nobles y comerciantes avanzaban desde la sala de fiestas, tambaleantes o titubeantes, o ambas cosas, enarbolando bastones, cuchillos y patas de mesa.
—¡Ese es el joven Halcón Invernal! —gritó alguien—. ¡Y el heredero de los Thongolir, por la Montaña!
Lord Eremoes Halcón Invernal, que había estado vendando y consolando a los heridos que había entre las mesas, se puso en pie de un salto. Desenvainó una letal espada de guerra, arrojó a un lado la vaina enjoyada, y bramó:
—¿Un Halcón Invernal? ¿Dónde?
Su pesada carrera lo llevó hasta la antecámara justo a tiempo para ver cómo Taeros Halcón Invernal desviaba la espada de un hombre con cabeza de dragón y rugía con tanta fiereza como si él mismo tuviera colmillos de león mientras hundía su daga hasta la empuñadura en la garganta de su adversario.
—¡Sangre y valor, Taeros! —gritó Eremoes maravillado. Apuntó a su hijo con la espada y con una voz tonante que resonó en toda la sala gritó—: ¡Uníos a los Halcón Invernal, hombres!
—Ya no puedo aguantar esto —dijo Piergeiron con rabia—. ¡Tener que estar aquí sin hacer nada mientras las bravas gentes de Aguas Profundas luchan y mueren ante mis ojos! ¡Amigos, esto realmente me está matando!
—Nada de eso —contestó Mirt con voz ronca—. Si en un intento de paladín más que tonto te atreves a salir ahí, yo mismo te mataré. Por una vez deja de pensar con la funda de tu espada y quédate donde estas. ¡El hecho de que tú permanezcas dentro del escudo de protección es lo único que impide que quien está detrás de todos esos hombres bestia nos entierre a todos! ¡Si pueden hacer que las Estatuas anden, no necesitan lanzar conjuros para hacer que las Sedas caigan sobre nuestras cabezas! ¡Sólo los detiene el conocimiento de que esta magia protege tu cabeza, porque es precisamente tu cabeza lo que quieren!
—Mirt tiene razón —se apresuró a decir Madeiron Sunderstone advirtiendo la falta de lógica en las palabras del prestamista, pero rogando que le pasara desapercibida al Señor Proclamado. ¡Habían caído piedras sobre el escudo dorado, lo cual no era muy propio de un enemigo que quisiera apresar vivo a Piergeiron!—, de modo que siéntate y no te muevas. Aunque sólo sea por esta vez.
El mago Tarthus no se limitó a sentarse. Estaba echado en el suelo, con el rostro pálido y sudoroso. La tarea de sostener el escudo con una sucesión de conjuros rápidos que requerían un gran esfuerzo lo estaba dejando exhausto. Se encontraba al borde del colapso.
—Vamos… vamos a tener que arriesgarnos —dijo con voz entrecortada.
—Está bien —dijo Mirt alejándose todo lo que pudo de los demás. Sacó una pequeña gema tallada de su bolsillo interior, la puso en el suelo en medio de una profusión de resoplidos y jadeos, y la tocó con el brazo tendido.
—Fancylass, te necesito —dijo en un susurro.
Hubo un fogonazo, el escudo se estremeció con un gemido que hizo que todos se encogieran, y de repente apareció una quinta persona de pie bajo la cúpula dorada.
Era una mujer madura, vestida con una amplia y traslúcida camisa de dormir, y su expresión era de sorpresa y de disgusto.
La mayor parte de los magos de la Vigilante Orden temían realmente a la «Madre». Arnaundra Lorgra. Había algo imponente en una mujer que no quería recibir ningún rango pero que no tenía una palabra amable para nadie y cuyas miradas furibundas y lacónicas expresiones eran capaces de acobardar tanto a nobles señores como a veteranos oficiales de la guardia. Sus pies desnudos estaban cubiertos de callos; las piernas flacas, surcadas por venas azules, y los ojos empezaban ya a lanzar rayos y centellas.
—Mirt. ¡Por todos los poderes de Sune! ¿En qué demonios os habéis metido tú y estos idiotas esta vez? ¿Es que una mujer no puede dormir tranquila en Aguas Profundas estos días? ¿Es que sois unos niños que andan siempre jugando con espadas y gritando?
—Fancylass —le replicó Mirt sin dejarse avasallar—, no te habría molestado de haber existido la posibilidad de solucionar la presente amenaza por medios menores. Puedes considerarte nuestra espada más templada si así lo deseas.
—¿Y eso?
—Tienes la fortaleza y la pericia para unirte a Thartus, al que aquí ves, para mantener el escudo. Han hecho andar a las Estatuas y están tratando de hacer que esta sala de fiestas se desplome sobre nuestras cabezas.
Amaundra meneó la cabeza, se echó en el suelo con un resto de graciosa agilidad y estrechó las manos de Tarthus.
—Más tarde me diréis de quiénes se trata y por qué el joven Piergeiron no puede volver a poner a las Estatuas en su sitio. Ahora sólo necesito que me aclaréis una cosa: ¿Son cuerdos? Es decir, ¿tienen intención de conservar una ciudad gobernable cuando hayan ganado?
Mirt se encogió de hombros.
—Supongo que sí. ¿Qué otro motivo podrían tener?
—Entonces, si nuestros enemigos están cuerdos y tienen el sentido suficiente como para saber algo de magia, y seguramente lo tienen si son capaces de mover las Estatuas, no querrán echar abajo este lugar.
—¿Cómo?
—No te hagas el inocente conmigo, no te sale bien, Mirt. Tú eres un Señor de Aguas Profundas, a pesar de todo el secreto de que queréis rodear estas cosas, y por lo tanto estás enterado de las custodias de Ahghairon, y de todas las filigranas que Khelben y los demás les han añadido.
Mirt asintió.
—Las murallas de la ciudad fantasma, las custodias del dragón, sí.
—Pues esos conjuros tienen múltiples anclajes. Uno de ellos es una piedra que está en los cimientos de este edificio. Si este lugar se derrumba y esas piedras se rompen o se desplazan, conjuro tras conjuro caerán en rápida sucesión, en un caos creciente que sólo Khelben o Learal pueden detener, a menos que dé la casualidad de que Azuth o la Sagrada Mystra pasen por ahí.
—Excluyendo eso, el colapso se produce. ¿Y entonces qué?
Amaundra se encogió de hombros.
—Puede nada extraordinario. Unas custodias que no responderán cuando las invoquemos más tarde, las murallas de la ciudad que no aparecerán cuando vengan los orcos aullando…, esa clase de cosas. Además, los conjuros, al romperse, harán trizas otros que estén cerca. En una catástrofe mágica, todo es impredecible. Es posible que se activen conjuros que pueda usar cualquiera de los defensores de Aguas Profundas, o que hagan fracasar a los antiguos encantamientos esporádicamente.
—Que hagan caer edificios y todo eso.
—Eso, y todo eso. El problema no está tanto en las custodias que conocemos. Es toda la magia antigua, medio olvidada, que el persistente Ahghairon sembró por todos lados.
—Oh, diantres —gruñó Mirt.
—¡Sí, eso es, diantres —dijo la maga con sarcasmo—, que es una palabra muy adecuada para que la use una mujer cuando yace de espaldas vestida apenas con una camisa habiendo cerca tres hombres libidinosos!
Madeiron Sunderstone se puso de pie con presteza, se desprendió de su ornamentada capa de ceremonias y la tendió con suavidad sobre Amaundra.
—Creo que la frase adecuada es: «Las cosas que tengo que hacer por Aguas Profundas».
—Esa, joven señor —fue la áspera respuesta—, es la frase adecuada para todos nosotros.
—Pensaba que no eran más que unos gandules dedicados a derrochar nuestro dinero y su tiempo en juergas y aventuras, en burlarse de todo y en hacer destrozos —gruñó Ulb Jardeth—. Por una vez me equivoqué y no lamento nada mi error.
—¡Lo mismo digo! —dijo riendo Eremoes Halcón Invernal—. ¡Por los dioses, fue espléndido! ¡Nuestros jóvenes leones luchando por Aguas Profundas!
—Y algunas leonas no tan jóvenes también —añadió lord Jardeth mirando a su esposa.
Allys Jardeth tenía sangre seca en la mano, en el traje y en la daga, pero estaba muy feliz refugiada en el hueco de su brazo sin las preocupaciones habituales, como su aspecto personal o como quién llevaba un vestido mejor que el suyo.
Alzó la vista hacia él y le sonrió.
—¿Todo ha terminado, entonces?
—Pareces decepcionada —observó su orgulloso esposo.
Lord Eremoes Halcón Invernal negó con la cabeza y frunció el entrecejo mirando al puñado de hombres monstruo que había sobrevivido. Habían sido reducidos y estaban atados y bien vigilados.
—Todavía estamos prisioneros aquí dentro —dijo tranquilamente—, mientras las Estatuas Andantes bloqueen todas las salidas, y algo pasa con Piergeiron, porque si no les habría ordenado que se retiraran a otro lugar. Además, el lord mago de Aguas Profundas, que podría hacer lo mismo con un movimiento de la mano, parece estar en paradero desconocido. Me han llegado rumores de que nadie lo ha visto desde hace días, ni siquiera algunos poderosos magos venidos desde muy lejos para subir los escalones de la Torre de Bastón Negro. Yo diría que todavía no hemos dejado atrás las sombras.