Lord y lady Manthar —anunció con voz solemne el chambelán de las Sedas Rojas en el momento en que esa pareja impecablemente vestida entraba con paso majestuoso.
Parpadeó a la vista de la siguiente pareja que traspasó el umbral, experimentando un estremecimiento visible al oír lo que su pareja masculina le susurró al oído.
—Delvur Morrowlyn, orgulloso vendedor de butacas de guardarropa, con su… compañera de cama Lahaezyl. ¡Veinte dragones por noche!
Delvur y Lahaezyl sonrieron con generosidad, se cogieron del brazo y se lanzaron a navegar entre la tumultuosa concurrencia con tanta serenidad como habían demostrado los Manthar.
Se oyeron algunas risas insustanciales de las personas que esperaban en la escalera de entrada, de los que no estaban francamente escandalizados, y una de ellas fue la de lord Taeros Halcón Invernal.
—Caramba, no se puede negar que nuestros anfitriones tienen un fino sentido del humor —dijo dirigiéndose a Korvaun, que estaba justo delante de él con Naoni Dyre.
Como los demás, subió un escalón mientras el chambelán se disponía a anunciar a Elforos el pescadero y su cuarta esposa, Burdyl.
—¡La ciudad toda significa precisamente eso! ¡Esta va a ser una víspera de solsticio de verano digna de recordar!
—¿Y qué quieres decir exactamente con eso, lord Halcón Invernal? —preguntó Alondra con un susurro de voz suave, pero frío, por encima de su hombro.
Taeros esbozó una sonrisa casi cariñosa ante la mirada feroz de ella.
—Lady Alondra, te comportas casi con tanta rudeza como un noble —murmuró—. Estoy presintiendo una velada en la que sufriré el ataque de tus garras verbales, pero ¿no podrías, al menos, esperar a que hubiera un motivo fundado? Es una conducta más deportiva.
—Alondra —intervino con tranquilidad Naoni Dyre antes de que su sirvienta pudiera responder.
—Señora —respondió Alondra envarada.
—Que los dioses me protejan —murmuró Roldo Thongolir, mirando fijamente al cielo desde un escalón más abajo del que ocupaban Alondra y Taeros, donde él también esperaba ofreciendo su brazo a Faendra Dyre.
La esposa de Roldo le había dicho secamente que podía asistir a la fiesta con quien quisiera, pero si iba a haber dagas apuntándolo toda la noche, Roldo sabía que estaría buscando solaz en vaciar vasos —innumerables— más que en disfrutar bailando —sin tasa— con Faendra.
—Qué vulgar —suspiró la pareja de Starragar desde el escalón inmediatamente inferior, cuando todos avanzaron uno más. Phandelopae Melshimber era una prima lejana de su pariente aguadiano, pero sus años ejerciendo como una de las bellezas más fríamente voluptuosas de toda Athkatla no habían mermado ni un ápice su llamativo aspecto ni su elevado y espectacular carruaje. Su capa era de una tela preciosa intensamente negra, sus curvas, espléndidas, y subía las escaleras con gracilidad a pesar de que llevaba encima casi su propio peso en cascadas relucientes de piedras preciosas.
A Taeros le encantaba la esgrima verbal, pero en su opinión los Capas Diamantinas tendrían que haber dejado en casa a sus mujeres esa noche.
Ninguna de ellas era una avezada luchadora. Naoni había insistido en que, si las cosas se ponían mal, su brujería podría ser necesaria. Alondra no había ocultado sus dudas, pero insistió en que allí donde iban sus amas, ella las seguía. Faendra no había compartido sus ideas al respecto. Miró a la hermana Dyre más joven. La melena cobriza le caía en brillantes rizos sobre el vestido de brillante hilo de piedras preciosas azul cielo. Fue Roldo quien le había proporcionado los medios para esa costosa prenda; Sarintha había dado su bendición, todo por evitar rozarse con la plebe de Aguas Profundas.
Roldo y Faendra parecían compartir un sencillo afecto que hizo fruncir el ceño interiormente a Taeros. No le envidiaba a su amigo ni la cordialidad ni el alivio, pero ¿qué pasaba con Faendra? ¿Qué otra cosa podría representar para ella esta brillante velada sino el comienzo de una especie de infortunio?
—Lord Roldo Thongolir y su industriosa pareja, la señorita Faendra Dyre, de Alta Confección Faendra —anunció en ese momento el chambelán.
Una sonrisa de alivio asomó a la cara de Halcón Invernal. Faendra había venido a esta fiesta a declararse señora de sí misma, no de Roldo ni de ningún otro.
—Se despellejó los dedos para terminar ese vestido a tiempo —murmuró Alondra— A juzgar por las miradas envidiosas de las damas elegantes, las está eclipsando a todas ellas; en una docena de días tendrá tantos encargos que se podrá permitir devolverle el dinero a lord Thongolir con intereses.
Las Sedas Rojas, el salón de saraos más grande y exclusivo del distrito Norte, había estado cerrado durante un mes a causa de los preparativos para esta noche, pero hasta esa misma mañana no se habían enviado las invitaciones, que repartió por toda la ciudad nada menos que la guardia en uniforme de gala. Todo el que era algo, y muchos ricos e influyentes plebeyos también, había sido personalmente invitado a una velada con vestimenta de estilo libre para celebrar «la recuperación de nuestro amado Señor Proclamado de Aguas Profundas, Piergeiron el Sin Par».
La vestimenta de estilo libre había sido hasta hacía poco una vanidad exclusiva de las casas nobles más grandes y antiguas de Aguas Profundas. En esta ocasión, los invitados acudían y se paseaban con sus galas favoritas. Después, los que lo deseaban, se retiraban a las habitaciones privadas para vestir trajes y máscaras, con la ayuda de expertos modistos y sastres, que llevarían puestos hasta que sonara la última campanada de la medianoche. Después de quitarse la máscara, y hasta el amanecer, en las Sedas tendría lugar con toda probabilidad la fiesta más desenfrenada de la que sería testigo Aguas Profundas esta temporada.
Por lo tanto, la calle estaba atestada, una ordenada fila de parejas se perdía de vista a lo largo de la calle, y supuestamente cubría la mitad de la distancia que había hasta el distrito del Puerto. Algunos estaban allí por la comida y las bebidas, otros para mirar extasiados y chismorrear, y algunos para ver si los rumores de orgías desenfrenadas eran ciertos, y por supuesto había una pequeña minoría que estaba allí para comprobar directamente y fuera de toda duda, incluso para preguntar si era necesario, que el Señor Proclamado que desfilaba ante ellos era realmente Piergeiron y no un doble cualquiera disfrazado con su ropa.
No bien hubieron entrado en el vestíbulo de altas bóvedas, una moza del servicio se detuvo ante Alondra.
—¿Es este…? —le susurró.
Alondra asintió, volviendo la mirada, y atrajo decididamente hacia ella a Taeros.
—¿Qué está pasando?
—Estás ganando popularidad entre las mujeres del servicio de Aguas Profundas. Incluso entre algunas de sus señoras. No te lo voy a permitir.
—Bueno, es natural. Pero ¿podrías ser más concreta?
—La reina del bosque, tu relato del gran árbol salvado porque un leñador amaba a su dríada, se ha convertido en el favorito de las lectoras. Incluso me gustó a mí. El final sorprende un poco, y cuenta la verdad sobre las traiciones del amor.
El estómago de Taeros dio un vuelco.
—¿Un favorito? ¿Uno de mis relatos es un favorito? ¿Cómo puede ser…?
—Los pergaminos arrugados y desechados —respondió Alondra con naturalidad—. Una criada de la Casa Halcón Invernal encontró algunos y los alisó; no se debe desperdiciar el pergamino, señor. A la chica le gustó lo que leyó y los ha estado coleccionando desde entonces, reconstruyendo los cuentos y haciéndolos circular. Podrías ganarte la vida honradamente con tu pluma, si así lo quisieras.
—¡No lo permitan los dioses! —respondió él gesticulando para disimular su embarazo—. Eso me suena mucho a trabajo.
—Pueeesss —respondió Alondra.
Poco después estaban en el salón principal, y ella dejó de hablar.
Los suelos y las paredes eran de mármol pulido, aquellos, amplios y despejados, y estas, imponentes por su altura y recubiertas de ricas colgaduras de seda roja, que caían en suntuosos pliegues y recogidos y que eran de mayor tamaño que las velas de muchos de los barcos que solían atestar el puerto de Aguas Profundas.
A juzgar por el alboroto y el apiñamiento de la gente, todo Aguas Profundas estaba allí, hablando y bebiendo con gran excitación con un esplendor que haría sombra a más de una corte real.
A medida que los Capas Diamantinas avanzaban con sus damas apoyadas en el antebrazo, Faendra se sintió complacida al darse cuenta de que muchas cabezas se volvían para examinarlos de arriba abajo. Una fanfarria atrajo su atención hacia un palco elevado. En él se encontraba el mismísimo Piergeiron, la cara pálida, pero tan firme y tan alto como siempre, portando una deslumbrante media armadura que brillaba a causa de las piedras preciosas y de los conjuros de brillo y sin duda también por la magia protectora. A su lado, con un codo apoyado en los más que dudosos encantos de una sirena de tamaño ligeramente más grande que el natural, estaba Mirt, el prestamista, engalanado con sedas rojas de las que colgaban chillonas medallas de oro más anchas que sus puños peludos. En la sombra y no muy lejos del escenario se veía a Elaith Craulnober, delgado y oscuro y con una mirada casi sonriente.
—Está aquí —murmuró Taeros—. Ojalá esté justificada la confianza de Beldar.
Por los carraspeos y murmullos que se oían a sus espaldas, parecía que había otros que estaban mucho más alarmados —y, por qué no, escandalizados— por la presencia del conocido Serpiente que el propio Halcón Invernal.
—¡Bien! —sonó la voz de una matrona que cortó la conversación como un hacha afilada—. Así pues, es cierto: ¡aquí están dejando entrar a cualquiera!
—¿Y cómo entraste tú aquí, Colmillo Afilado? —gritó alguien, lo cual dio lugar a bromas y risas tontas en medio del airado vocerío femenino que siguió.
—¡Maestros de gremios! —gritó una voz añosa que temblaba de indignación—. ¡Comerciantes! ¡Tan bajo ha caído la orgullosa Aguas Profundas! ¡La próxima vez habrá que franquear las puertas a los marineros!
Después de una admirativa ojeada inicial a la esbelta criada, que vestía un sencillo traje negro y cuyo único adorno era una cinta esmeralda que rodeaba la parte más alta de su manga izquierda, Taeros Halcón Invernal había tratado de no mirar demasiado a Alondra, a la que llevaba del brazo. Sin embargo, no pudo dejar de darse cuenta en ese momento de su rigidez ante la repentina visión de Elaith Craulnober ni del modo en que había apretado su mano por un instante.
—Tranquila, muchacha —murmuró con la misma suavidad con que le hubiera hablado a uno de sus halcones—. Sólo es un elfo, y además estás acompañada por dos hombres que podrían superarlo en un duelo.
Alondra le dedicó una mirada inescrutable, luego se dio la vuelta y echó mano del vaso alto con vino del solsticio de verano que le ofrecía una camarera.
—¡Vaya! —exclamó Roldo—. ¡Las bebidas adecuadas! Delopae, ¿tienes pensado…?
—¿Hacer malabarismos con los vasos? Creo que no, lord Thongolir. ¡Y tú evidentemente piensas que no lo haré! —saltó Phandelopae.
—Claro que si tenemos en cuenta a algunos de los invitados que conocemos, tal vez el espectáculo podría contar con su aprobación.
Después de eso, lord Starragar Jardeth se volvió con un gesto ostentoso y puso los labios sobre los de ella, imponiendo silencio a Phandelopae. A eso siguió un abrazo —mientras Faendra y Naoni observaban con asombro— hasta que la alta athkatlana emitió un gemido y apretó su cuerpo contra el de Starragar.
—Ah, una batalla muy reñida acaba siempre por unirlos —susurró Beldar Cuerno Bramante, apartándose de la multitud para pasar un dedo provocador sobre la desnuda y espléndida espalda de la Melshimber, como si el vestido que llevaba hubiera sido diseñado para dejarla al descubierto sólo para él—. ¡Amigos, la luna del solsticio de verano brilla con todo su esplendor en nuestra fiesta! ¡Veo que la hermosa Alondra lo conquista todo, como de costumbre!
—Bien dicho, viejo amigo —celebró Korvaun Yelmo Altivo con voz firme y cordial, alargando un brazo para abrazar a Beldar, que sonrió, hizo una florida reverencia a Naoni y se enderezó para abrazar cordialmente a Korvaun.
—¡Por lo que veo, esta es una noche de armaduras! ¡El aspecto marcial es una elegante elección!
—Nosotros siempre tuvimos buen gusto —murmuró Taeros haciendo una mueca mientras Faendra lanzaba una risita y en los labios de Alondra se esbozaba una luminosa sonrisa. Sin dejar de sonreír, dedicó una ostensible inclinación de cabeza a lord Cuerno Bramante.
Él también sonrió y le devolvió el cumplido.
—Espero que todos tengamos la oportunidad de… pero ¡escucha! ¿Sólo son las once? ¡Tengo que presentar mis respetos a nuestros anfitriones sin tardanza!
—Hablando de nuestros anfitriones —saltó de repente Roldo—, ¿qué pasaría si alguien decide apuñalar a Piergeiron en medio de este escandaloso vocerío? ¿O al propio Mirt?
—No hay nada que temer —respondió Korvaun con tranquilidad—. Por lo menos hasta que las espadas no estén claramente en alto. Mira detrás de Piergeiron.
—¿En la sombra?
—Eso es. ¿Qué ves?
Roldo miró atentamente mientras Taeros se hacía con bebidas para todos y hábilmente se apoderaba de la bandeja de delicias de pescado que llevaba un camarero.
—Se ve a alguien… No, dos cabezas, hombres sentados.
—No son dos hombres cualesquiera. Se trata de Madeiron Sunderstone, el paladín del Señor, y de Tarthus, el mago guardián preferido de Piergeiron. Dicen que es casi tan letal como el propio lord mago Khelben.
En ese momento Naoni Dyre aferró con una mano que más parecía una garra una pierna de su hermana. Faendra se estremeció, volvió la mirada hacia ella y se quedó helada al ver la palidez de su hermana y el horror que reflejaban sus ojos, y con desgana miró en la misma dirección que ella.
Atravesando el enorme pero atestado salón, resplandeciente en sus alegres sedas color naranja flamígero que le habrían quedado mejor si se las hubieran ajustado un poco más o si él hubiera sido un poco menos, como les gustaba decir a las damas, «ancho de caderas», Jaeger Wfhaelshod escoltaba orgulloso a una despampanante belleza de la que los Dyre sabían que era una mujer muy rica de la sala de fiestas Media Luz de Lasheiras, porque con frecuencia recurría a Faendra para que le arreglase los desgarrones de los vestidos.
El maese carretero se había detenido para mostrar su ornamento bellamente vestido a… Alguien se cruzó en su camino, y Naoni y Faendra carraspearon a la vez: Karrak Lhamphur, vestido con un lujosísimo frac verde, que hacía que pareciera un oficial de alguna armada desconocida, pero de épocas muy remotas. También Lhamphur había venido acompañado de una hermosa mujer, pero por lo menos había sido lo suficientemente honorable como para traer a su esposa.
Los dos miembros de Nuevo Día no eran mucho más dañinos a la mirada que quienes los rodeaban, las decenas de acobardados comerciantes, sobreexcitados e incómodos, que estaban esta noche en las Sedas, pero que difícilmente no reconocerían a las dos hijas de Varandros Dyre…, y peor aún, si ambos habían sido invitados y habían creído oportuno asistir, ¡también era muy probable que hubiera hecho lo propio el mismísimo tiburón de los canteros!
—¡Padre! —exclamó en voz baja Naoni—. ¡Tiene que estar por aquí, en alguna parte!
—Por los dioses, ¿qué pasará si nos ve? —se lamentó Faendra.
—¿Hay algún problema? —preguntó tranquilamente Korvaun—. En este salón sois las flores más brillantes, y eso lo hará sentirse orgulloso. Además, os estáis comportando como verdaderas damas, por más que debo advertir a Faendra que las damas no chillan; por no hablar de que os estamos tratando de la manera más honorable, por lo que no va a ver nada de lo que tenga que quejarse.
—Así es —dijo Roldo acudiendo en su ayuda—. Actuemos y hablemos desde este mismo momento como si vuestro padre estuviese delante y tuvierais que ser refinadas.
Alondra y Phandelopae Melshimber resoplaron al final de estas palabras y se lanzaron una a la otra, miradas desafiantes.
—Estoy seguro de que las señoritas Dyre se sienten muy reconfortadas por tu oportuna sugerencia —respondió con sarcasmo Taeros Halcón Invernal.
Naoni y Faendra intercambiaron miradas tristes, pero se habrían sentido mucho más afectadas si se hubieran dado la vuelta en ese momento y hubiesen mirado directamente a la reidora y dicharachera multitud, y en particular el rostro que había pasado de la rubicundez a la palidez en un instante después de haberlas visto allí.
Varandros Dyre se encontraba muy incómodo en medio de este lujo de alquiler. Por todos los dioses, ¿por qué tenían que picar tanto estos cuellos? Además, hacía demasiado calor… y el griterío resultaba ensordecedor.
Aunque las bebidas eran abundantes y fuertes —vino de fuego, y podía jurar por lo más sagrado que nunca lo había bebido tan bueno—, sin embargo nunca había probado bocados tan delicados, y Nalys era mucho más hermosa de lo que él creía, eso sin olvidar lo buena actriz que era representando a las mil maravillas el papel de una refinada dama. Ninguna de las recargadas y altivas damas de la auténtica nobleza que había visto esa noche la podía aventajar. Sus hijas no lo habrían aprobado, sin duda alguna, pero qué diablos, un hombre tiene…
Su mirada, deambulando por el ruidoso tumulto que saturaba el espacioso y atestado salón, se centró sobre una cara a lo lejos. Y se quedó helado al tiempo que el estómago le daba un vuelco.
¡Naoni! Su Naoni, con un aspecto tan serenamente noble y tan hermoso como… como cualquiera de las diez mujeres de alcurnia que había allí. ¡Por todos los dioses vigilantes! Y a su lado, ay, su pequeña Faen, rodeadas ambas de un grupito de Capas Diamantinas. Faendra era la viva imagen de su madre, y a Varandros se le hizo un nudo en la garganta.
«Oh, Ilyndeira, que pena que no hayas vivido lo suficiente para ver esto…».
No podía dejar de contemplar a sus hijas lleno de admiración. ¿Cuándo se habían vuelto tan hermosas?
Alguien se cruzó en la trayectoria de su mirada señalando con el dedo.
—¿Quién es aquel que se ve a lo lejos; el dragón incontinente?
—¿Lord Tesper? ¡No, no puede ser! ¡Menuda vestimenta!
—Conozco a la dama que lo acompaña, eso sí, pero no puedo… bueno, lo sabremos en el desenmascaramiento.
—¡Sí! ¿Cuánto falta…?
La multitud acalorada y parloteante que llenaba el salón notó un leve temblor bajo sus pies y alguien dejó escapar un grito sobresaltado. Dyre arrugó el entrecejo. Bueno, por lo menos la perturbación había apartado a la gente de su línea de visión, de modo que podría volver a ver a Naoni y Faendra, pero… este era un edificio muy grande; costaría mucho hacerlo temblar. ¿Un conjuro, tal vez?
Se produjo otro temblor corto e intenso, sin ruido alguno, pero lo suficientemente fuerte como para que a alguien se le cayese una bandeja y eso diese lugar a algunos gritos.
—¡Por todos los infiernos! ¿Qué está…? —gritó casi a su lado un carpintero de ribera al tiempo que los parloteos dejaban paso a las voces alarmadas que hacían preguntas que no tenían respuesta.
Sobre el estrado, Piergeiron había retrocedido algunos pasos, y ahora incluso se lo veía más pálido, y Madeiron y el mago estaban de pie, escrutando cuidadosamente el entorno. La magia empezaba a centellear en el aire y Elaith se alejó rápidamente de ella.
Varandros Dyre no veía lo que estaba pasando en el estrado y por eso se preocupaba menos. Sus hijas estaban en ese sector, y algo muy malo estaba ocurriendo. Nalys le tiró de la manga y murmuró:
—¿Varandros? ¿Esto no… no es normal, verdad?
—No —respondió gritando sin motivo alguno.
Entretanto, los temblores empezaron a venir acompañados de un intenso sonido grave y sordo y de un ritmo monótono. Boom. Boom. Y así una y otra vez, llenándolo todo, como si el monte Aguas Profundas hubiera decidido levantarse y echarse a andar, acercándose cada vez más…
—¡Están intentando matarnos a todos! —gritó el carpintero de ribera antes de que Dyre pudiera hacerlo.
La gente no hacía más que gritar por todo el salón corriendo en todas direcciones. Hombres presa de una gran confusión no dejaban de maldecir y miraban en derredor con ojos enloquecidos, más de una mujer vestida espectacularmente se desmayaba con gestos teatrales, y los criados diseminados por todo el recinto volvían la mirada hacia el estrado.
Varandros empezó a abrirse paso entre la multitud con la intención de alcanzar a sus hijas, arrastrando a Nalys tan fuertemente aferrada por un brazo que hasta le producía dolor, pero ella se apresuraba a seguirlo en lugar de protestar.
De pronto se encontró frente a frente con Elaith Craulnober, que acababa de beber un sorbo de vino y apoyaba el vaso despreocupadamente. Mientras que los rítmicos truenos iban en aumento y se hacían más audibles y las colgaduras y las lámparas empezaban a balancearse, el Serpiente levantó la vista y miró por encima de la multitud, esbozó una sonrisa y luego asintió, lenta y deliberadamente.
Justo frente a Dyre, a un sirviente se le desequilibró la bandeja llena de vasos altos dando lugar a un espectacular estrépito de cristales rotos que alcanzaron las charreteras de su librea… y sacó un espadín de aspecto amenazador. Inclinándose luego para desenvainar la daga que llevaba en una bota, el sirviente, blandiendo un arma en cada mano, cruzó todo el salón.
Otros sirvientes desperdigados por la estancia estaban haciendo lo mismo, abriéndose paso entre la multitud aterrorizada con las espadas desenvainadas y un solo propósito: reunirse en… bajo una arcada que se abría en la pared a poca distancia del estrado.
¡Nalys había trabajado en las Sedas! Sacudiéndola como si se tratase de un plumero lleno de polvo en lugar de una mujer de aspecto regio, Varandros le gritó:
—¿Adónde lleva eso?
El griterío de la muchedumbre y las atronadoras sacudidas casi resultaban ensordecedoras, pero Nalys acercó la boca a la oreja de Varandros.
—¡A las bodegas…, y de allí a las cloacas! —susurró.
Dyre gritó algo incoherente y lleno de furia y reinició la carrera a través de la multitud, arrastrando a su impotente compañera tras de sí. Ahora caían grandes nubes de polvo, y por doquier se desprendían pequeños fragmentos del techo. La gente no hacía más que correr y correr en todas direcciones…
¡Boom! ¡BOOM!
Con un repentino y atronador bramido, del techo abovedado empezaron a desprenderse trozos de piedra que se hacían añicos al chocar contra el suelo del salón.
—¡No! —rugió Dyre, apretando más a Nalys y lanzándose a una auténtica carrera, tambaleándose y tropezando a medida que avanzaba.
—¡No! ¡Mis hijas no!
Luego se hizo la oscuridad y cayó una lluvia de piedras, y Varandros Dyre acabó tumbado en el suelo, muerto o inconsciente. Nalys avanzó a rumbos y sin poder hacer nada entre el vino derramado y los vidrios rotos, viendo cómo una chica de placer que ella conocía de vista resultaba decapitada en un instante por la caída de más piedras. El cuerpo decapitado se desplomó y no tardó en quedar semienterrado…, y luego, aunque seguía contorsionándose, los desprendimientos del techo lo inmovilizaron abruptamente.
Nalys tuvo la impresión de que si pudiera quitarse de algún modo todo ese polvo asfixiante y echar una mirada, ahora vería el cielo nocturno cuajado de estrellas, pero no podía hacer mucho más que rodar y limpiarse los ojos llorosos y como mucho mirar al suelo para ver en qué dirección estaba corriendo, antes… antes de…
Se veían cuerpos destrozados por todos lados, entre los fragmentos de piedra esparcidos. Al parecer no era mucho lo que había caído del techo, pero la gente corría enloquecida, completamente ciega y gritando desde las paredes…, desde las puertas… por las que no podían salir.
Allí estaban las hijas de Dyre, mirando horrorizadas pero ilesas, con los Capas Diamanrinas que las sostenían con firmeza a su lado. Cuando Nalys miró, los jóvenes nobles desenvainaron sus espadas a la vez.
Boom.
Boom.
BOOM. BOOM.
Ahora, cada impacto atronador hacía que los Capas Diamantinas y sus damas se tambaleasen, y por todas partes se abrían grietas en el pavimento de mármol otrora impecable.
Naoni Dyre apretaba en su mano la daga que le había dado Korvaun en la Ciudad de los Muertos, y palideció ligeramente cuando vio que Taeros sacaba parsimoniosamente dos pequeños cuchillos de sus botas y le pasaba uno por la empuñadura a Faendra, que lo apretó con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, y el otro se lo dio a Alondra, que lo observó con atención.
—¿Delopae? —gritó Starragar—. ¿Estás…?
—Estoy bien, lord Jardeth —respondió de inmediato la corpulenta dama noble de Melshimber, levantando momentáneamente su vestido, con lo que puso de manifiesto que no llevaba prendas de ropa interior, y dejando al descubierto una funda fijada a la parte alta del muslo de la que tranquilamente extrajo un puñal de tamaño preocupante.
Dejando caer las faldas, le echó una mirada y añadió:
—¡Estoy bien y lista para cuidar de mí misma y dar cuenta de todas las ratas que Aguas Profundas quiera enviar contra mí!
—Oooh —bromeó Taeros, mientras Korvaun se dio cuenta de que un alejado Beldar Cuerno Bramante los saludaba con la espada desenvainada y luego corría a las bodegas—. En nuestra encantadora Ciudad del Esplendor no suelen escasear.