En la mansión de los Cuerno Bramante había todavía más bullicio que de costumbre esa mañana. Por fortuna, la sólida puerta de la habitación de Beldar amortiguaba el ruido, reduciendo el tumulto a un murmullo sostenido marcado por estallidos ocasionales e incoherentes.
Echado en la cama, con los ojos fijos en el techo de molduras y pinturas familiares, Beldar se preguntaba cuál sería la causa de tamaño alboroto. Tal vez los barcos de Thann habían traído una veintena de hermosos sementales negros de Amn y eso había provocado una repentina caída en los precios de las caballerizas de los campeones de las cuadras Cuerno Bramante. O quizá la amada de su hermano mayor, una criatura bonita y voluble cuyos afectos cambiaban con tanta frecuencia como la luna, había experimentado otro cambio de humor. Lo más probable era que todo se debiera a algo tan trivial como un desmayo de su madre por el vestido que una rival había lucido el día anterior y que era muy parecido al que pretendía ponerse mañana. En suma, las tonterías de costumbre.
Promediaba ya la mañana cuando Beldar contempló su imagen reflejada en un espejo de marco dorado más alto que él, e hizo una mueca al ver el efecto del parche del ojo, del delgado bigote negro y del sombrero con pluma y ala ancha… Eso por no mencionar el conjunto de magulladuras y arañazos que le habían dejado los últimos días. ¡Por los dioses! ¡Parecía un villano o un pirata de alguna novela de a dos cobres la entrega!
Ladeó el sombrero colocándolo en un ángulo propio de un libertino y saludó a la imagen que le devolvía el espejo con una reverencia burlona, llevándose primero los dedos a la frente y haciendo a continuación dos giros en el aire con la mano. Arrojando el sombrero al suelo con disgusto, echó mano de su capa de tejido de gemas.
Poco inclinado a explicar a la familia lo del parche en el ojo, bajó por la escalera de servicio y abandonó la mansión Cuerno Bramante por la puerta de la servidumbre. El patio habitualmente atestado estaba tranquilo, pero el ruido que llegaba de la calle parecía más propio del vocerío y la algarabía de los distritos del sur que de los tranquilos y umbríos jardines de los Cuerno Bramante y de las residencias igualmente lujosas de los alrededores.
Las puertas del establo estaban abiertas, y hacia ellas se dirigió Beldar corriendo.
—¡Un coche, rápido! ¡Tengo que ir a la mansión Halcón Invernal! —dijo.
El mozo de cuadra alzó la cabeza del establo en el que se encontraba y negó con la cabeza.
—Imposible, milord. Las calles están atestadas con la gente que viene de la Ciudad de los Muertos.
Beldar frunció el entrecejo. ¿Serían ciertos después de todo los rumores sobre la muerte de Piergeiron?
—¿Del Descanso de los Muertos? ¿Qué ha sucedido?
El rubio muchacho lo miró sorprendido.
—¿No te has enterado? Ayer estalló una reyerta dentro de la Ciudad de los Muertos. ¡Hubo una refriega terrible! Al caer la noche todavía no había sido sofocada y la vigilancia ordenó cerrar las puertas.
—¿Dejando a la gente dentro?
—¡Así es! Muchos murieron, y muchos más resultaron heridos. Algunos salieron gritando y medio locos. Según dicen, decenas y decenas de carretas llevaron a los heridos a la mansión Halcón Invernal para curarlos. Por la calle hay todo tipo de cabalgaduras y carruajes que van de un lado para otro. Es imposible circular.
—Bueno. ¡Vaya mañanita que tendrá Taeros!
—Oh, él no estaba en la mansión al amanecer —dijo el chico con altanería, evidentemente encantado de saber más que el avispado lord Beldar—. Según los sirvientes, no volvió a casa la noche pasada. Y tampoco tu amigo lord Yelmo Altivo.
A Beldar se le cayó el alma al suelo. Por primera vez no se enfureció por el hecho de que los sirvientes supieran tanto sobre las idas y venidas de los nobles. Sacando una moneda de plata de su bolsillo se la enseñó al muchacho, que abrió los ojos como platos.
—Cuéntamelo todo y es tuya —dijo.
Las campanas del templo daban su último toque antes del sol alto cuando saltaba de su caballo más ligero, empapado en sudor después de la galopada rodeando el perímetro exterior de la ciudad y entrando a continuación en ella por la puerta Sur. Subió a la carrera las escaleras del club llamando a Taeros a grandes voces mientras corría. De todos los Capas Diamantinas, Halcón Invernal era el que parecía conceder mayor importancia a este refugio.
Y si no estaba Taeros, daba lo mismo, pero reunirse aquí para un festín mañanero se estaba consolidando como un ritual diario.
Sin embargo, la puerta estaba cerrada con llave. Clavada sobre ella con un pequeño cuchillo de plata se veía una nota dirigida a Roldo Thongolir.
Era un cuchillo de mesa de los Halcón Invernal. Beldar lo retiró y se sintió más animado al reconocer la firma y la escritura pulcra de Taeros sobre el pergamino.
«Espero que hayas comido ya —se leía en la nota—, en lugar de la habitual panzada nos encontraremos en el lugar de trabajo de maese Dyre, en el callejón de la Capa Roja. Busca el caos y la ruina, últimamente nuestra bandera común. Si no estás allí cinco campanadas después del amanecer, empezaremos sin ti».
Taeros la había firmado con su runa habitual. Beldar torció el gesto ante aquella marca. ¿Capa Roja? ¿El lugar de su simulacro de batalla? ¿Qué asuntos podrían esperarlos allí? ¿Y por qué la nota estaba dirigida a Roldo en primera persona cuando tenía que ver con todos?
No hacía mucho que habían sonado las cinco campanadas después del amanecer. Si se daba prisa, aún podría alcanzar a sus amigos, o enterarse de adónde se habían dirigido e ir tras ellos.
Miró al pergamino con una sonrisa irónica. ¿Acaso no era propio de los líderes ocuparse de sus asuntos de esta manera?
Algunos trabajadores estaban cargando escombros en los carros estacionados en el callejón de la Capa Roja y tanteando malhumorados lo que había quedado de los cimientos de piedra. Su trabajo había dejado al descubierto la causa del derrumbe: un nuevo túnel que conectaba con el viejo y húmedo aljibe que Dyre había cerrado con un muro.
El maestro tanteó la escalera que habían bajado al nuevo túnel asegurándose de que se mantenía firme. Inclinando la cabeza, echó mano de un farol e inició el descenso hacia la oscuridad, afirmando cada paso como si fuera un gato.
Sus hijas le iban a la zaga con soltura provistas de sus propios faroles, seguidas muy de cerca por sus trío de lores: el rubio Yelmo Altivo, mostrándose tan protector con Naoni como lo haría cualquier ninfa del bosque con su árbol; Halcón Invernal, el del verbo fácil; y el de la cara avinagrada y la capa negra cuyo nombre Dyre nunca conseguía recordar.
No tardaron en encontrarse en el túnel. Dieron la espalda al lugar donde el hundimiento lo había bloqueado y a buen paso se alejaron hacia donde no daba la luz del día. Dyre no prestaba demasiada atención a los demás, y casi ni se dio cuenta cuando una de sus hijas resbaló en el suelo.
—Esto no es obra de enanos —musitó manteniendo la linterna en alto para estudiar las piedras del túnel en el punto en que formaban un arco sobre su cabeza, con un dintel de piedra algo burdo a la vista—, pero se le parece mucho.
—Korvaun…
La voz de Naoni sonó suave y firme, pero con una nota que hizo que a Dyre se le erizaran los pelos de la nuca. Corrió hacia ella en previsión de cualquier peligro que la acechara. ¡Ya podría el joven Yelmo Altivo ser más veloz, maldita sea!
Como llegó primero se colocó al lado de Naoni y después de un momento de estupor le rodeó la cintura con el brazo.
El cuerpo de un enano fornido yacía sobre el suelo de piedra. Había recibido una buena paliza. Eso era todo lo que Dyre pudo ver, porque la cara del muerto estaba tan desfigurada que era imposible reconocerlo. Sin embargo, tenía una runa que le resultaba familiar grabada en la frente del cadáver.
Beldar se sorprendió al ver la facilidad con que le franqueaban el paso los trabajadores. Uno alzó la vista, vio su reluciente capa roja y señaló con su martillo una escalera de mano que asomaba por la boca de un pozo.
Beldar se lo agradeció con una inclinación de cabeza, cogió una antorcha de un cubo en el que había un montón de ellas, la encendió con el farol que estaba al lado y bajó hacia la oscuridad.
Después de su última y sumamente desagradable experiencia bajo tierra, sintió gran alivio al encontrarse en un túnel recubierto de piedra, bien construido, seco y que olía casi exclusivamente a tierra húmeda. Empezó a caminar con brío en la esperanza de alcanzar a sus amigos.
No tardó mucho en ver el brillo de varias linternas distantes. Entonces apuró el paso.
En el preciso momento en que estaba a punto de gritarles algo a modo de saludo, pasó por la boca de un pasadizo lateral del que salió una forma oscura como si fuera una explosión.
Beldar echó mano a la espada, pero…
A su alrededor el mundo empezó a dar vueltas. Trató de recuperar el equilibrio, y al manotear se le escapó de las manos la antorcha, que voló hacia la pared y produjo un estallido de chispas mientras Beldar caía de espaldas sobre la dura piedra y se quedaba sin aire.
Boqueó tratando de recobrar el aliento sumido en una repentina oscuridad, y a continuación se quedó quieto, muy quieto. No tenía la menor duda sobre la naturaleza del objeto frío y filoso que le presionaba la garganta.
—¡Ya lo tengo! —gritó una voz familiar justo encima de él—. ¡Traed una linterna!
—¿Korvaun? —La voz de Beldar sonaba entrecortada y sorprendida—. ¿Eres tú, Yelmo Altivo?
Sobrevino un largo silencio que duró el tiempo que tardaron dos luces en aproximarse.
—Hola —dijo por fin Korvaun retirando el acero de la garganta de Beldar mientras Taeros y Starragar, que sostenían las linternas, lo miraban desde arriba.
—¿Cómo supiste dónde encontrarnos? —le soltó Starragar.
Beldar frunció el ceño. ¿Acaso creían que no sabía leer? ¿O es que querían emprender alguna aventura sin él?
—Dejasteis una nota en la puerta del club —respondió sin molestarse en ocultar su exasperación.
Los otros Capas Diamantinas se miraron con expresión sombría. Su talante empezaba a poner nervioso a Beldar, al que ya habían afectado bastante los acontecimientos de los últimos días. Se puso de pie trabajosamente y sin ayuda y le dedicó a Korvaun una mirada furibunda.
—Me habéis tendido una emboscada. ¿Por qué?
Korvaun enfundó la daga.
—Mil perdones. —Su voz era tajante y fría—. Oímos pasos y decidimos apostarnos para ver qué o quién nos seguía.
Beldar alzó una ceja.
—Admirable medida de precaución.
—Tenemos buenos motivos —dijo Taeros cortante—. Las chicas Dyre están con nosotros…, y el aprendiz de maese Dyre fue asesinado mientras las seguía.
Beldar los miró con una mezcla de sorpresa y preocupación.
—¿Y pensabais encontrar al asesino precisamente aquí?
—Las posibilidades de encontrarlo son pocas —reconoció Starragar—. Una especie de runa nigromántica grabada en su frente impide cualquier indagación mágica. Al parecer es un conjuro muy popular; hay otro cadáver en aquel túnel con el mismo signo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Beldar. El sacerdote loco Golskyn, su hijo, el hechicero de mirada fulminante, las Dathran…
—Las formas y variedades de la magia son casi infinitas —murmuró—. Conozco a una maga de lejanas tierras muy versada en las artes oscuras.
Sus amigos intercambiaron otra vez funestas miradas. Starragar inclinó la cabeza hacia adelante.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo entraste en contacto con ella?
—Mi hermano me llevó a verla hace años. Fue una especie de broma —explicó Beldar, impaciente—. Masculló profecías y vaticinó grandes cosas, como de costumbre. ¿Y si conociera una forma de descifrar esas runas? Me llevaré un objeto personal del cadáver que habéis encontrado; podría ayudarnos a encontrar al asesino.
—No se pierde nada con intentarlo —admitió Korvaun. Miró a Taeros quien entregó a Beldar un medallón de hierro con un complejo grabado.
—Teníamos pensado llevarlo a las mazmorras por si alguien lo reconocía y nos decía el nombre del muerto —explicó el joven Halcón Invernal.
—¿El cadáver es de un halfling?
—De un enano.
Beldar esperaba alguna otra explicación, pero Taeros se limitó a mirarlo con cara de pocos amigos.
De repente lo entendió todo. Seguramente Alondra había faltado a la palabra que le había dado.
—¿Qué os dijo la chica? —preguntó.
Sus amigos sólo respondieron con el silencio, un silencio que se prolongó hasta tomarse incómodo.
—¿Desde cuándo andas por ahí pegando a mujeres indefensas? —preguntó entonces Taeros.
Beldar sintió al mismo tiempo vergüenza y alivio. Si esta era la razón de sus quejas, bastaría una verdad a medias para dejarlos conformes.
—Ella traía un artefacto mágico robado: un medallón con una cadena de plata. Traté de arrebatárselo. Aunque no tenía intención de golpearla, se me fue la mano cuando intentó huir. Lamento sinceramente lo sucedido y se lo diré en cuanto se me presente la ocasión.
Con aire ausente, Taeros se llevó una mano al pecho, al lugar donde debería colgar el medallón, y Beldar supo que sus palabras habían dado en el blanco.
—¿Y dónde está ahora ese objeto?
Beldar se encogió de hombros.
—Encuentra a la chica y encontrarás lo que has perdido.
Starragar lo miró con desconfianza.
—Lo mismo dijo ella de ti.
Beldar miró largamente a sus amigos de la infancia y se dio cuenta de que se habían convertido en extraños. Adoptó su actitud más digna.
—Si pensáis que soy un mentiroso y un ladrón, ponedme a prueba. Seguro que alguno de vosotros tiene un buscador de la verdad.
Starragar se quitó un anillo y se lo arrojó a Beldar.
—Póntelo. Estarás obligado a responder verazmente a tres preguntas.
Beldar se puso el anillo y les hizo señas de que empezaran.
Korvaun hizo un gesto de contrariedad.
—¡Maldita sea! ¡Esto no está bien! ¡Beldar Cuerno Bramante jamás nos ha dado un motivo para dudar de su palabra! ¡Nunca olvidó una deuda ni dejó de ponerse del lado de sus amigos! —Se volvió hacia Beldar—. Quítate ese anillo tres veces maldito y dime cara a cara que no tienes en tu poder el medallón ni sabes dónde está y yo te creeré.
Beldar miró a Korvaun y levantó la mano para que se viera bien el anillo.
—No lo tengo y no sé dónde está —afirmó terminante—. Y este anillo es demasiado vulgar y hecho de bronce, lo cual es imperdonablemente vulgar. ¿Es eso verdad suficiente para vosotros?
—Te ruego que aceptes nuestras disculpas —dijo Korvaun—. No deberíamos hablar jamás de conjuros de verdad entre nosotros.
—Está olvidado —repuso el joven Cuerno Bramante devolviéndole el anillo a Starragar—. Me marcho, entonces. ¿Qué tal si nos encontramos en el club a la puesta del sol?
—De acuerdo —respondió Korvaun.
Los demás se limitaron a asentir con un gesto, satisfechos de que Korvaun hablara por ellos. En ese momento Beldar percibió claramente una cosa. Los Capas Diamantinas tenían los ojos puestos en Korvaun, en el firme, decente, honorable Korvaun, y no en él.
Lo percibió como una pérdida y sintió casi dolor. Con una sonrisa forzada balanceó el medallón del enano, giró sobre los talones e inició el largo camino hacia la guarida de Dathran.
La nigromante le devolvió el medallón del enano y meneó la cabeza.
—Nada —su voz reflejaba sorpresa—. Ni un rostro, ni un nombre. Repito, nada. ¿Qué clase de magia le están trayendo a Dathran?
—Esperaba que tú me lo dijeras —respondió Beldar con gesto sombrío.
—Es magia elfa, bruja ignorante —murmuró Elaith Craulnober respondiendo a la pregunta que surgió de uno de sus cuencos de visión levemente relumbrante.
Para ser precisos, la runa era netheriliana, pero el antiquísimo mago que la había creado había basado su Arte en el acervo elfo. Cierto que ahora pocos elfos conocían una magia tan antigua, y todavía eran menos los que la usaban.
Elaith no tenía esos escrúpulos. Además, había añadido una vuelta a la runa agregándole un conjuro de rebote para que cualquier intento de buscar por medios mágicos al asesino se volviera contra el investigador, revelando su identidad.
Pero otro encantamiento había aumentado todavía más los poderes de la runa. Elaith destapó una diminuta ampolla y derramó una pizca del polvo reluciente que contenía sobre el cuenco de visión. Las ondas hicieron desaparecer al noble y a la bruja del campo de visión y en su lugar apareció un mapa en miniatura de la ciudad donde se encendió una chispa roja.
Su luminosidad indicaba precisamente el lugar donde había tenido lugar su conversación. La zona circundante empezó a ampliarse recordando la forma en que se agranda el terreno cuando uno desciende a lomos de un águila gigante. En poco tiempo más Elaith tuvo ante sus ojos un panorama próximo y claro de la guarida de la bruja. Unas pisadas que relucían levemente marcaban un sendero desde allí, subiendo una escalera, hasta una puerta oculta en un callejón que los secuaces de Elaith conocían muy bien.
Con una pequeña cuchara de plata, el Serpiente pasó parte del líquido del cuenco a un frasco de cristal. Mojando un dedo en dicho líquido, el elfo frotó el borde del frasco hasta hacer brotar de él una nota inquietante.
Todos sus agentes llevaban anillos con óvalos planos de plata que se acompasaron con el cristal despertando una magia que les transmitió a todos una visión mental del mencionado mapa. Sólo se mantendría con claridad el tiempo suficiente para ser leído en las mentes de los que estaban cerca del lugar.
El agua del frasco empezó a hervir sin producir calor ni vapor, señal de que su mensaje había sido recibido y comprendido. Elaith devolvió el contenido del frasco al cuenco de visión y esperó a ver en el agua arremolinada los rostros de los agentes.
Cuando vio con claridad tres rostros, un esbozo de sonrisa curvó las comisuras de sus labios.
Se decía por ahí que Beldar Cuerno Bramante era un excelente espadachín. Sin duda la batalla a la que tendría que enfrentarse pondría a prueba su pericia. El espectáculo podría depararle una buena diversión.
Pero tal vez sería corta, muy corta.
Beldar Cuerno Bramante subió los oscuros peldaños de piedra con las palabras de la bruja resonando todavía en sus oídos. A pesar de los cuentos infantiles y de las pretensiones de los sofistas, la magia no podía responder a todos los secretos y disipar todos los problemas en un abrir y cerrar de ojos.
—Vaya sorpresa —murmuró en tono burlón al llegar a la rendija de luz que rodeaba a la puerta que daba al callejón. Cuando volvió a encontrarse entre la basura exterior se preguntó adónde, en esta ciudad de los mil secretos, debía ir ahora para desentrañar este misterio.
El camino hacia la guarida de la nigromante era un callejón cuya única salida era la puerta de un almacén que estaba un poco hacia la derecha y que desde hacía tiempo estaba enterrada bajo una enorme pila de escombros y trozos de madera resultantes de alguna reconstrucción.
No era probable, pues, que las tres figuras que avanzaban con paso decidido por la calzada con las espadas desenvainadas y torvas sonrisas en los labios estuvieran allí por algún negocio… o para consultar a la Dathran.
Venían a por él.
La mano de Beldar dudó entre la espada y el parche del ojo mientras observaba cómo el que iba delante flexionaba unos brazos largos y ágiles. En cada uno de ellos llevaba una espada que había sido untada con alquitrán para matarle el brillo. El movimiento echó atrás la capucha de la capa corta de su enemigo dejando ver una cara que nada tenía de humana.
Una barba plateada cubría el mentón de una cara larga y estrecha rematada con una cresta o mata de pelo o… algo así. Los ojos, tan dorados como los de un elfo del sol, tenían las pupilas situadas verticalmente. Era como si un orgulloso elfo hubiera yacido con un dragón y pasado el tiempo hubiera nacido… esto.
Su enemigo de ojos dorados tenía también otras cosas que no eran propias de un elfo: unos hombros anchos y finas escamas plateadas. Los dos esbirros que lo acompañaban iban un paso por detrás, por respeto o por precaución, y parecían bastante humanos, aunque tenían cara de pocos amigos.
Esto era demasiado. Beldar les dedicó una brillante sonrisa y una grácil reverencia y se dio la vuelta para volver corriendo a la puerta escondida.
La atravesó en un instante e hizo otra vez corriendo el camino por el que había salido. Detrás de él se oía el ruido de grava removida por unas botas rápidas.
Entre carreras y caídas por las resbalosas escaleras, Beldar llegó ante la calavera con los hombros y las rodillas magullados por los golpes contra la piedra.
—Dathran —musitó, introduciendo un puñado de sanguinarias que sacó del bolsillo en la ranura de la nariz—. ¡Debo hacerte una consulta urgente!
—¿Tan rápido? Los años se llevan los recuerdos, y los hombres que peinan canas tienen que volver una y otra vez por cosas que han olvidado. Pero un hombre tan joven y osado…
Por fortuna, las piedras de los dientes ya empezaban a moverse mientras se pronunciaban estas palabras burlonas. Beldar se coló por el espacio que se ensanchaba y se tumbó en las esteras llenas de runas de la cámara de la bruja.
—¡Cierra el portal!
La bruja, con el diablillo alerta sobre su hombro, ya miraba por encima de Beldar a los tres perseguidores.
—¿Esos vienen contigo? —preguntó la vieja.
—No por invitación mía —respondió Beldar con voz entrecortada—. Yo…
Cuando los tres asesinos se metieron en la habitación adoptando posturas de lucha, la bruja se volvió tranquilamente y tocó un tapiz pronunciando a media voz una única palabra. El tapiz desapareció rápidamente, dejando a la vista un estante lleno de calaveras humanas.
Beldar se quitó el parche del ojo y retrocedió mientras los tres atacantes avanzaban amenazadores. El semidragón colocó una de sus espadas en un soporte que tenía en el cinto y sacó algo pequeño de un bolsillo. Echó el brazo hacia atrás como si se propusiera lanzarlo contra la pared de calaveras.
La Dathran dirigió una fría sonrisa al semiwyrm y cruzó los brazos sobre el pecho. Tres calaveras se desprendieron del estante que estaba detrás de ella y volaron por la habitación hacia los intrusos. Dando un paso atrás, el semidragón arrojó contra ellas lo que tenía en la mano.
Beldar se tiró al suelo justo antes de que tres estallidos brillantes y ensordecedores conmovieran la habitación. Se encontró nuevamente de pie, tambaleándose en medio de una nube de polvo arremolinado.
Se oyeron roncos gritos de dolor, un chillido y la risa estridente del diablillo. Entonces vio una luz que surgía en algún punto delante de él.
—Sigue la luz, lord Cuerno Bramante. Ella te guiará a lugar seguro. ¡Ve! —le gritó la bruja.
Beldar avanzó con paso vacilante mientras seguía cayendo polvo y unas piedras diminutas que volaban a su alrededor se le clavaban en la piel. Casi no veía nada. Sólo polvo brillante, tapices y… una puerta.
La abrió y salió a una oscuridad silenciosa, húmeda, y al hedor a retrete y a moho que cualquier aguadiano reconocería como de una alcantarilla.
Un campanilleo inquietante surgió a sus espaldas, y con él llegó una radiación azul verdosa que empezó a arremolinarse, se pegó a Beldar entumeciéndolo y lo arrojó hacia adelante como una marea arrolladora entre oscuras paredes de piedra.
De pronto lo soltó, se retrajo y se transformó en una nube cantarina y burbujeante. Beldar se volvió y se encontró ante una niebla azul verdosa que parecía armada con unos pinchos y cadenas apenas entrevistos. Una cara alargada empezó a tomar forma entre su turbidez.
El semidragón. Beldar desenvainó y lanzó una estocada dirigida a un punto entre esos ojos dorados con la esperanza de matar a la criatura antes de que volviera a materializarse del todo.
Un dolor gélido le recorrió el brazo hasta el pecho, tan agudo y penetrante que lo hizo caer. Beldar se apartó dando una voltereta y respirando con dificultad. ¡Por los dioses, ese frío! Sin embargo, la caída lo ayudó a desprenderse de aquella escarcha mortífera.
La extraña bruma se le acercó más. Flotando en medio del resplandor azul verdoso de la niebla había tres calaveras cuyas cuencas vacías le lanzaban una furibunda advertencia mientras las mandíbulas se movían al unísono.
—Ve a librar tus batallas a otra parte, lord Cuerno Bramante. ¡La próxima vez que vengas, que sea solo! —bisbiseó la voz de la Dathran.
Beldar lanzó un gruñido al percatarse de su estupidez. Este no era un ataque del semidragón, sino de los conjuros de custodia de la bruja.
Se puso de pie, vacilante, y se internó dando tumbos en la oscuridad más profunda. Buscando a tientas el parche del ojo, descubrió aliviado que todavía lo llevaba colgando del cuello. Sin embargo no se lo puso, ya que su ojo de contemplador podía ver en la oscuridad.
La palpitante custodia era casi cegadora, pero mientras procuraba ver con claridad vio algo que se movía más allá de su brillante curvatura, algo plateado y cubierto de escamas.
Cuando pudo ver nítidamente al semidragón, este tenía una de las manos vacía. Por lo menos una forma oscura marchaba con él, un poco rezagada. Beldar maldijo entre dientes y le dio la espalda, buscando…
El primer destello brillante acompañado de un ruido aterrador a punto estuvo de derribarlo, pero consiguió volverse a tiempo de ver al semidragón que, con gesto despreciativo, trataba de alcanzar con el resto humeante y retorcido de su espada a la segunda calavera que se precipitaba sobre él.
Al chocar con la piedra saltaron sonoras esquirlas de acero en todas direcciones desde el bullente centro de la ráfaga que vino a continuación, y Beldar entrecerró los ojos y se replegó al ver a la tercera calavera que salía volando de la niebla. El semidragón le lanzó una daga y retrocedió, chocando con el mercenario que lo seguía. Beldar también se tiró al suelo cuando…
La calavera explotó.
El ruido que hizo al romperse produjo un extraño eco que le quedó resonando en los oídos, pero esta vez nada tiró de Beldar y no oyó gritos de dolor.
Cuando se volvió para hacer frente a la custodia, esta palpitaba como si no hubiera sucedido nada, y el portal de detrás había desaparecido. La bruja los había arrojado a todos a las alcantarillas para que dirimieran allí sus diferencias.
El semidragón ya intentaba afirmarse sobre sus ¿patas?, ¿pies?, y Beldar avanzó y miró con furia a la criatura. Cerró el ojo izquierdo por si esto contribuía a que el ojo del contemplador descargara su plena potencia.
El joven Cuerno Bramante sintió en su cabeza un calor extraño, algo oscuro que se despertaba y que se transformaba en excitación, incluso en avidez…
La magia elfa no era la única que perseguía a Beldar Cuerno Bramante.
Mrelder, Golskyn y Hoth estaban pendientes de un gran cuenco de visión donde observaban cómo intentaba usar su ojo de contemplador.
—Es osado al tratar de aplicar la magia tan pronto después del injerto —dijo el sacerdote con tono de aprobación.
«Más bien tonto». Mrelder se cuidó muy bien de pronunciar estas palabras en voz alta.
—Mirad a esa magnífica criatura —dijo Golskyn entusiasmado. Su único ojo humano brillaba al contemplar al semidragón—. Qué maravilla. Una fusión natural de hombre y monstruo.
«El paradigma de tus descabelladas aspiraciones», pensó su hijo.
—Buena señal —continuó el sacerdote—. El futuro gobernante de Aguas Profundas tiene el buen sentido de relacionarse con seres superiores. Muy bien.
Dicho esto, Golskyn se marchó sin reparar, al parecer, en que la «magnífica criatura» y «el futuro gobernante de Aguas Profundas» estaban empeñados en destruirse mutuamente.
Mrelder llegó a la conclusión de que su padre estaba rematadamente loco.
Al alzar la vista del cuenco se encontró con los ojos de Hoth y vio reflejada en ellos la misma opinión sobre Golskyn.
Hoth sostuvo su mirada. No había en ella desafío, sino expectativa. Daba la impresión de estar esperando algo.
Todavía tardó un momento en darse cuenta de que el segundo de Golskyn, aquel ser de brazos múltiples, esperaba instrucciones. ¡Esperaba instrucciones suyas!
—Ese lugar no está lejos —dijo Mrelder con parsimonia señalando el cuenco—. Acude rápidamente con dos hombres para ayudar a lord Cuerno Bramante. Si es posible, toma prisionero al semidragón. Si no podemos convertirlo, seguramente encontraremos otro uso para él.
Hoth no se burló ni discutió la orden. Hizo una inclinación de cabeza leve pero respetuosa y salió de la habitación a la carrera. El joven hechicero lo miró mientras se alejaba y sintió que una sonrisa se le empezaba a dibujar en la cara.
Ahora el semidragón estaba de pie y tenía otra espada en la mano. Miraba a Beldar con un brillo de furia en los ojos dorados mientras acortaba la distancia que lo separaba de él.
El ojo nuevo de Cuerno Bramante se estremeció y la bestia, gruñendo de dolor, se vio empujada hacia atrás sobre los talones de sus botas. Mientras se tambaleaba bajo el efecto de la hiriente magia de su ojo, Beldar vio que en lugar de orejas tenía unos cuernos plateados que apuntaban hacia atrás.
Después abrió la boca y le lanzó un rugido blanco, semejante a la escarcha, que se expandió con rapidez en una ráfaga mortalmente gélida que hizo que Beldar comprendiera dolorosamente que no era el único capaz de usar la magia.
Retrocedió velozmente, refugiándose en un pasadizo lateral que hedía a desechos humanos. Sintió que un frío mordaz se apoderaba de él. Un talismán de custodia que le había dado una tía suya hacía tiempo se transformó en polvo inservible que se derramó sobre su pecho, y una gema que llevaba en el cinturón estalló hecha añicos produciendo un sonido inquietante, semejante a un quejido.
El frío se cebó en él como si fuera una pequeña bestia con muchos dientes mientras el semiwyrm y los otros dos esbirros avanzaban otra vez espada en mano.
Se acercaban lenta y cautelosamente mientras Beldar se estremecía bajo los efectos del frío que no lo abandonaba y se adentraba de mala gana en el hedor asfixiante del pasadizo. Hubiera preferido atacar y encontrar la muerte empuñando una espada, pero no estaba seguro de que sus dedos entumecidos estuvieran en condiciones de sostener el acero.
Iba a morir allí, en la oscuridad, en algún lugar bajo las presurosas pisadas y la huella de las carretas de unos aguadianos inconscientes e indiferentes. Sería abatido allí, lacerado y apuñalado, sin haber cumplido su destino y sin saber siquiera quién había ordenado su muerte.
Este no era un encuentro fortuito. No era posible que tres asesinos pasaran por casualidad por el callejón que llevaba a la guarida de Dathran. Habían sido enviados para darle muerte.
Beldar sonrió con amargura. Esta era la primera señal de que su injerto lo había elevado a una categoría superior. ¡Menudo consuelo!
Ahora sus tres perseguidores estaban a la entrada del pasadizo, agazapados contra las paredes en previsión de cualquier ataque suyo. Ya conocían las propiedades de su ojo lacerante, de modo que no habría más sorpresas.
De pronto se abrió una puerta casi en sus mismísimas narices, dándole tal susto que casi se le para el corazón. Beldar dio un salto atrás, cediéndole terreno a un hombre muy corpulento cuyos hombros eran casi tan anchos como la puerta y cuya cara le resultaba familiar.
Hoth de la Amalgama acababa de aparecer con una linterna oscura protegida en una mano y un garrote de hierro erizado de púas de aspecto amenazador en la otra. A juzgar por las pisadas que se oían, había traído a otros consigo.
Hoth dirigió a Beldar una mirada que bien podía ser de respeto.
—Hazte a un lado, lord Cuerno Bramante —dijo con voz ronca—, y déjanos la alimaña a nosotros.
Beldar retrocedió vacilante y le cedió el paso a Hoth. Detrás de él aparecieron dos hombres vestidos de cuero y con las espadas preparadas. Uno de ellos tenía en una de las muñecas media docena de sinuosas anguilas que llevaban dagas en las fauces para que la mano humana pudiera disponer de ellas. El otro tenía el antebrazo erizado de púas aguzadas que se alargaban ante los ojos de Beldar, disponiéndose para la batalla. La mano que había en el extremo de ese antebrazo no era humana, sino un muñón del tamaño de una cabeza lleno de espolones óseos, como una gran maza.
El semidragón se apartó de la pared del pasadizo y salió al encuentro de Hoth mientras con una mano se disponía a sacar dagas de lugares ocultos. Los dos humanos también avanzaron, abriéndose para tener espacio donde manejar la espada.
—Matad a los humanos —ordenó Hoth a los dos híbridos. Una daga salió disparada de la mano del semidragón y un rápido movimiento de la linterna oscura de Hoth la hizo caer a un lado.
Entonces Hoth arrojó la linterna hacia atrás. Beldar se quedó boquiabierto cuando vio que se quedaba suspendida en el aire, alumbrando con su luz las carreras repentinas de los hombres. Se oyó el entrechocar de aceros, los hombres gruñían y juraban entre dientes, y el túnel del alcantarillado cobró vida con la sangre y con los hombres ávidos de derramarla.
Beldar volvió a concentrar su mirada furiosa en el semidragón, tratando de herirlo con su ojo mientras buscaba su espada, y saltó hacia arriba para evitar a dos hombres que llegaban enzarzados en una pelea cuerpo a cuerpo.
Demasiado alto. Algo frío y muy, muy duro, le golpeó la cabeza, o fue su cabeza la que golpeó contra él, y todo Faerun desapareció sumiéndose en la oscuridad en medio de un rugido repentino que se fue desvaneciendo…
A Beldar le dolía la cabeza y sentía una sensación ardiente que le hacía cerrar los ojos cada vez que sus botas golpeaban un poco más fuerte en el empedrado desigual. Tenía un vago recuerdo de haber encontrado una escalera herrumbrosa, de haber abierto una trampilla medio podrida que había hecho saltar ratas en todas direcciones y de haber avanzado con paso vacilante por un almacén lleno de porquería hasta encontrarse con la luz difusa de la tarde que se hundía ya en la noche.
Fue poco después del crepúsculo, lo cual significaba que los otros Capas Diamantinas estarían reunidos en el club.
Bueno, de algo estaba seguro: esta no iba a ser una de sus entradas triunfales. Apretando los dientes para combatir el dolor, Beldar se dirigió al cruce de calles más próximo para tratar de orientarse. La muralla de la ciudad que se veía más allá significaba que en aquella dirección estaba el este, de modo que el arrecife de los murciélagos estaría al norte, y el lugar al que se dirigía tenía que estar tres calles hacia ese lado.
Ni siquiera la vigilancia lo molestó durante su doloroso recorrido hasta la entrada y la escalera familiares, de modo que Beldar supuso que debía de parecer lo bastante sucio y borracho como para que lo confundieran con un habitante del distrito del Puerto. La verdad, eso no le importaba un bledo. Habría cerveza fría en el club, y si Korvaun no había perdido sus buenas costumbres, queso fresco y carnes para acompañarla.
Estuvo a punto de caerse en la escalera, pero se mantuvo de pie con un suspiro de alivio.
Lo que vio lo dejó helado por lo inesperado de la escena.
Sus amigos estaban reunidos bajo la acogedora luz de la lámpara con jarras de cerveza en las manos y platos de comida sobre las rodillas, hablando animadamente con dos hermanas que empezaban a convertirse en una presencia demasiado familiar.
—No hemos encontrado nada por el momento —estaba diciendo Starragar con su habitual tono amargo—, pero eso no significa nada. Por lo que sabemos, hasta las ratas podrían ser espías de los Señores. ¡Es posible que a estas alturas todos estemos marcados! ¡No es cosa de todos los días que los nobles hagan excursiones de placer por las alcantarillas del distrito del Puerto!
Fue entonces cuando Naoni Dyre vio a Beldar, y su expresión hizo que todos volvieran la vista. El silencio se apoderó de la habitación.
Naoni y su hermana estaban provistas de jarras de cerveza y platos de queso y encurtidos y tenían los pies apoyados en escabeles, como los amigos de Beldar. Ahora eran conspiradoras y amigas dignas de confianza en lugar de torpes muchachas del montón que lo hubieran mirado escandalizadas.
¡Bueno, al menos se habían librado de su criada chantajista!
—Cerveza para un guerrero sediento —dijo Beldar con voz ronca, tratando de esbozar una sonrisa y dando gracias a Tymora por haberse acordado de ponerse el parche en el ojo.
—¿Dónde has estado? —preguntó Starragar abruptamente.
Beldar sintió que el desanimo se apoderaba de él. Era posible que Korvaun siguiera confiando en él, pero no podía decirse lo mismo de los demás.
Starragar y Roldo lo miraban torvamente, e incluso en el rostro de Taeros se advertía cierta desconfianza.
—Anduve caminando por las cloacas, no lejos de aquí —respondió con tono despreocupado—. ¿No os llega el olor?
—Sí, eso es indudable —murmuró Taeros.
—Pues ahí tenéis —dijo Beldar, animado por la familiaridad de un hiriente comentario propio del joven Halcón Invernal—. Llevé el medallón del enano a mi rastreadora de conjuros, dicho sea de paso, sin el menor resultado, y al salir tuve algún que otro problema: tres asesinos me estaban esperando, uno de ellos parecía un semidragón. Después aparecieron otros, hubo un enfrentamiento con espadas y conjuros. —Se encogió de hombros para dar a entender que había sido una minucia.
—¿Y cómo consiguió escapar el valiente pero solitario lord Cuerno Bramante? —preguntó Starragar con los ojos fijos en su jarra.
Beldar hizo una mueca.
—A decir verdad, no lo sé. En un momento me golpeé en la cabeza. Cuando me desperté estaba solo en medio de la oscuridad. Anduve tropezando por ahí hasta que encontré la forma de subir a la calle y me dirigí aquí lo más pronto que pude. No fue mi incursión más brillante, pero es lo que hay.
—¿No te vio nadie de la vigilancia? —preguntó Korvaun—. ¿Ni nadie que pudiera sentir la tentación de denunciar esta refriega? La vigilancia no vería con buenos ojos que los Capas Diamantinas anduvieran por ahí armando jaleo cuando hace poco nos vimos metidos en la pelea callejera en la que resultó herido Piergeiron.
—No lo creo —respondió Beldar mientras se dirigía a servirse una jarra de cerveza—. Yo no busqué pelea esta noche, y me parece que quienes lo hicieron no estarían muy dispuestos a airear sus asuntos ante los magistrados.
Korvaun adoptó una expresión preocupada.
—¿Por qué crees que venían a por ti?
—No lo sé —replicó el joven Cuerno Bramante con tono cansado y descubriendo al mismo tiempo el queso y su hambre desmesurada. Abrió la espita mientras mordisqueaba el queso—. Contadme ahora lo que pasó y lo que haremos a continuación.
Un silencio incómodo fue la única respuesta.
—Eh, amigos —dijo Beldar con expresión grave levantando su jarra—, ¿no estabais hablando de eso cuando llegué? ¿Es que se os han comido la lengua?
—Nosotros… —empezó a decir Tacros, pero volvió a cerrar la boca.
—Nosotros también estuvimos en las alcantarillas —le tomó la palabra Starragar—. ¿Dices que hubo descargas mágicas?
—Eso dije.
—Pues nosotros no vimos ni oímos nada —dijo Taeros tranquilamente.
Sobrevino otro silencio incómodo.
—En un tiempo —dijo Beldar sin alzar la voz—, mis amigos, los Capas Diamantinas, no hubieran dudado de mi palabra, y no hace mucho de eso.
Starragar, pásame tu anillo y acabemos con esto.
—No —intervino Korvaun decidido—. Tu palabra nos basta.
Sin embargo, los otros tres no hicieron un solo gesto.
El silencio se impuso nuevamente, y esta vez fue aplastante.