Capítulo 21

Por primera vez en su vida, Taeros Halcón Invernal se quedó en vela hasta el amanecer. Toda la noche había estado paseando entre las sombras que arrojaba la luna en el exterior de la Ciudad de los Muertos, rezando a todos los dioses que conocía para que acelerasen la llegada del nuevo día, y aterrorizado por lo que las primeras luces del alba pudieran dejar al descubierto. La rígida línea de guardias armados no se había conmovido ni por sus ruegos ni por el uso del nombre Halcón Invernal. Montones de veces se había maldecido por haber avisado de que Varandros Dyre se marchaba de aquella posada. Si no hubieran encontrado a Faendra para preguntarle a dónde había ido su hermana, Korvaun nunca habría salido a toda prisa para encontrar a su Naoni, y…

Se acabó. Ya estaba hecho, tan seguro como la agonía de Malark; al que los dioses protejan.

Taeros no era el único que experimentaba aquel temeroso desasosiego. Una multitud se había congregado en las puertas del cementerio, ansiosa por saber qué suerte habían corrido los amigos y seres queridos que se habían quedado dentro, o para reclamar a los muertos y a los agonizantes que podían verse a través de las altas verjas de hierro. Un formidable ejército de guardias armados, vigilantes y magos de la Vigilante Orden cerraban el paso con determinación, inmunes a las amenazas, a las espadas en alto y a los ruegos acompañados de sollozos.

A lo largo de toda la noche, numerosas personas desesperadas habían tratado de escalar los muros, pero sólo habían conseguido que los rechazasen los magos vigilantes. Otros habían llorado desconsoladamente al reconocer alguna voz familiar, dentro de los muros, que se elevaba presa del terror o del dolor. Los gritos cesaban pronto, dejando paso a un silencio amenazador, y pese a ello los ciudadanos esperaban, temblando en medio de la gris y fría humedad de las noches de niebla.

Finalmente, la oscuridad empezó a abrirse y los hombres empezaron a gritar.

—¡Adentro! ¡Adentro!

A ellos se sumaron en seguida otras voces y rápidamente la demanda se convirtió en una consigna voceada a coro. Taeros permanecía de pie frente al guardia armado que con firmeza le había negado varias veces la entrada, y percibió un cambio en los ojos de aquel hombre, como si alguien le estuviese hablando dentro de su cabeza.

El oficial se dio la vuelta y se dirigió a sus hombres.

—Abrid las puertas —ordenó secamente.

Se aflojaron con un susurro los conjuros de cierre, giraron las llaves en las grandes cerraduras y chirriaron las enormes trancas laterales, y las colosales puertas de hierro se abrieron silenciosamente permitiendo la entrada. Con un clamor colectivo, la multitud que esperaba a las puertas empezó a entrar como una riada.

Taeros empujó junto con docenas de sacerdotes con hábitos y escuchó tras él el avance chirriante de muchas carretas de carga. Los carreteros transportaban a los muertos conocidos hasta los domicilios de sus afligidas familias y cargaban a los que nadie reclamaba hasta El Último Baño, en el distrito Sur, la sombría casa en la que se almacenaba a los muertos sin identidad con la esperanza de que alguien los echase de menos y viniese a reclamarlos. Taeros rezaba en silencio para que no lo obligase a desplazarse hasta allí para identificar a Korvaun Yelmo Altivo entre aquellos rostros impasibles.

Se abrió paso entre el creciente trasiego de ruidosas carretas, mirando aquí y allá en busca de su amigo. Descorazonado ya, no veía nada de nada…, ni el menor rastro de la preciosa capa azul entre los cuerpos desperdigados.

Y entonces, a lo lejos, entre los árboles y las tumbas, por encima de las cabezas de la ingente muchedumbre de buscadores, vislumbró una revuelta melena rubia. Korvaun era más alto que la mayoría… Podría ser… Taeros echó a correr, esquivando y empujando.

¡Sí! ¡Korvaun estaba vivo, por todos los dioses vigilantes! Y a su lado, abrazada a él y sirviendo de apoyo a un lord Yelmo Altivo bastante desaliñado, estaba una esbelta muchacha de melena pelirroja que no podía ser otra que Naoni Dyre.

Una sensación de alivio invadió al joven Halcón Invernal. Riendo a carcajadas corrió hacia ellos y los tres se fundieron en un abrazo, riendo y llorando, mientras las carretas chirriaban y muchos otros lloraban.

Finalmente, necesitado de aire, Taeros se apartó.

—¡Hay que dar gracias a Torm por tener amigos que se resisten tozudamente a morir!

Una sombra cruzó el rostro de Korvaun y Taeros hizo una mueca. ¿Porque qué eran los fantasmas que los habían atormentado de aquella manera sino gente demasiado empeñada en no morir?

—Entonces, ¿me cuentas entre tus amigos, lord Taeros? —preguntó tranquilamente Naoni—. ¿Haciendo tan poco que nos conocemos y siendo yo una muchacha de origen plebeyo?

La mirada de la joven hizo comprender a Halcón Invernal que su respuesta realmente le interesaba. En seguida se le vinieron a la mente frases elocuentes y vacías, pero eso fue todo. Taeros pestañeó, comprobando que lo que estaba a punto de decir era la pura verdad.

—Por extraño que pueda parecer, sí, te cuento entre ellos —dijo asombrado.

Antes de que pudiera castigarse a sí mismo por aquel lapsus lingüístico, sus dos amigos, el antiguo y la nueva amiga, rompieron a reír.

Taeros percibió con extrañeza el tono elevado y la risa de Naoni.

—Vámonos de aquí. No he visto ni a tu padre ni a tu hermana a las puertas del cementerio, pero para serte sincero, no los estaba buscando —le dijo sin pérdida de tiempo.

—No los habrías encontrado. Mi padre nos dijo la noche anterior que no lo esperásemos, asuntos del Nuevo Día, no me cabe duda, y yo ocupé su habitación, así pude dormir mientras Faen se marchó a una fiesta. Es probable que ella no haya vuelto todavía, y ninguno de los dos sabe que yo vine aquí. Pero muy pronto se darán cuenta de que he desaparecido y se preocuparán.

—Tengo un coche esperando, si puedes caminar cuatro calles hacia el oeste.

El alivio y el agradecimiento asomaron a la cara de Naoni, haciéndola aparecer como una lámpara iluminada desde dentro, y Taeros se preguntó por qué había pensado alguna vez que era un poco simple.

Los tres se apresuraron a abandonar la Ciudad de los Muertos. Empezaban a pasar quejumbrosas carretillas de mano cargadas con cadáveres. Naoni hizo una mueca cuando el brazo de uno de ellos se quedó colgando y balanceándose, pero Taeros clavó la vista en la emborronada pintura de labios de la cara del hombre muerto y dijo en un susurro:

—Tengo la impresión de que este nunca pensó, apurado como iba a una cita vespertina, que en realidad iba camino de su tumba.

—Pocos piensan en su propia muerte hasta que están agonizando —respondió Korvaun, que observó a Naoni con ojos de futuro y añadió—: Y mucho menos en lo que viene después. Yo nunca tuve ningún motivo para hacer esa reflexión hasta la noche pasada.

Taeros se puso rígido con la aclaración. ¡Primero Roldo, ahora Korvaun! Ahora que Malark ya no estaba y que Beldar estaba tan hondamente preocupado, muy pronto sólo le quedaría Starragar para beber y recorrer burdeles.

Y lord Starragar Jardeth estaba destinado a casarse joven: ¿qué mejor manera de mantener su habitual malhumor?

Lo dejaban solo, con sus libros y sus tinteros.

Pasó otra chirriante carreta, que transportaba a un único hombre muerto. La seguía una afligida y sollozante mujer. Taeros hizo una mueca. Bueno, había maneras y maneras de estar solo.

—¡Nao! ¡Naoni!

El desesperado susurro se fue apagando, y lo mismo ocurrió con el chirrido del pesado cerrojo.

Avanzando entre los enfervorecidos comerciantes para ocupar su puesto en la brillante mesa donde los ciudadanos podían consultar públicamente con los Señores de Aguas Profundas —todos ellos sin máscaras y levantándose para aplaudir su entrada—, Varandros Dyre frunció el entrecejo. Aquello sonaba a la voz de Faendra. Pero ¿qué podría estar haciendo aquí, llamando a su hermana en medio de aquel tumulto?

—Naoni Dyre, ¡despiértate! Si no te levantas y sales de aquí en seguida, padre estará de vuelta y entonces qué…

Varandros Dyre dejó de recibir aplausos de pronto, y la torneada silla en la que apoyaba las manos era… era el suave embozo de la cama de la posada, y él estaba parpadeando en la puerta cuando el cerrojo volvió a chirriar.

—¡Naoni!

Sin molestarse en ponerse sus pantalones —cubierto sólo con la camisa de dormir hasta las rodillas que llevaba puesta—, Dyre salió como un rayo de la cama y corrió el cerrojo.

Faendra se echó hacia atrás, los ojos abiertos de par en par.

—¡Padre!

—¿Qué ocurre, muchacha?

Su hija más joven miró por encima de su hombro frenéticamente buscando a alguien.

—¡No está aquí!

—¿Naoni? ¿Por qué habría de estar aquí? ¡Habla! ¿Dónde está?

—¡Yo… yo no lo sé! —Faendra parecía estar a punto de gritar—. ¡Pensé que estaría aquí! E—ella…

El miedo atenazó la garganta de Dyre. ¡Había habido una especie de revuelta en la Ciudad de los Muertos la noche anterior, que había congregado a las puertas a la vigilancia a la mitad de la guardia! ¿Y si Naoni estuviera allí? Algunas veces iba al cementerio a llevar flores…

¡Dioses! ¿Y si aún estuviera dentro cuando cerraron las puertas a la caída de la noche?

—¡No! —gritó con todas sus fuerzas—. Es una chica demasiado obstinada amante de su casa como para desaparecer. Lo más probable es que haya vuelto a casa por alguno de sus encargos y se quedase trabajando, confiando en que podría tenerlo a tiempo si los lores venían a buscarlo para… bueno, por puro orgullo.

El tembloroso esbozo de una sonrisa iluminó el confundido rostro de Faendra.

—Sí, eso es propio de Naoni. ¡Debemos salir corriendo a comprobarlo!

—Me parece bien —asintió Varandros Dyre mirando a su hija más joven, tan pálida ojerosa. Su madre tenía ese mismo aspecto cuando las fiebres se apoderaron de ella…

—Alquilaré un coche.

Ella hizo una mueca.

—Si no tienes inconveniente, padre, yo prefiero ir andando.

Hacía ya mucho que había amanecido y Alondra caminaba a toda prisa calle abajo. Llegaba tarde al trabajo por segundo día consecutivo, y maese Dyre no era de los que pasaban por alto esas cosas.

El día anterior, su contratiempo con Beldar Cuerno Bramante la había mantenido alejada de sus obligaciones demasiado tiempo. En el momento en que llegó a la casa de los Dyre la encontró vacía y la puerta cerrada. Sus patrones debían de haber estado visitando las obras que tenían en construcción, al no tener ni el fuego encendido ni la comida preparada, probablemente habrían almorzado fuera, tal vez en el Desfiladero.

Por eso había ido a servir allí a la hora de su cita, planeando llegar a la casa de los Dyre muy temprano a la mañana siguiente, pero tenía la mejilla tan enrojecida por la bofetada que le había dado lord Cuerno Bramante que se la veía asustada. Se había asado mucho tiempo delante del espejo tratando de disimular la erosión con un ungüento coloreado que le había prestado una simpática chica de la posada.

La cara se le veía acartonada y rara bajo el desacostumbrado maquillaje, pero entró por el jardín de la cocina de los Dyre con su habitual paso rápido. Ante su sorpresa, la puerta de la despensa aún estaba cerrada. La puerta de la cocina, la entrada principal: todo estaba cerrado a cal y canto. Ni salía humo de la chimenea ni sonido alguno del interior.

Una mano fuerte se le apoyó sobre el hombro y le hizo dar la vuelta quedando frente a…

Allí estaba su amo con una expresión espantosa en la cara, acompañado por la llorosa Faendra, cuya mirada estaba fija en la chimenea.

A Alondra el corazón le dio un vuelco. Todas las mañanas Naoni se levantaba antes del amanecer para encender el fuego de la cocina. A esa hora ya tendría una olla de caldo o de sidra con especias al fuego, y la comida de la mañana estaría borboteando y crepitando. La chimenea apagada y fría proclamaba en voz alta que la dueña de la casa estaba ausente.

Los ojos de maese Dyre apenas daban crédito a lo que veían.

—¿Dónde está Naoni?

Alondra meneó la cabeza negativamente al tiempo que tragaba saliva.

—No lo sé. La casa está más cerrada que un harén calishita.

A sus espaldas se oyó el traqueteo de un coche que se acercaba y el lento repiqueteo de los cascos de los caballos. Todos se dieron vuelta justo a tiempo para ver saltar a lord Korvaun Yelmo Altivo incluso antes de que el coche se detuviera por completo.

Varandros Dyre observó con mirada desconfiada. El noble no vestía su preciosa capa azul y su elegante vestimenta estaba tiesa por la sangre seca.

Mientras los caballos resoplaban y piafaban, Korvaun se aprestaba a ayudar a alguien a descender del coche. De pronto, la grácil figura de Naoni Dyre, adornada por su brillante melena, se destacó en el hueco de la portezuela.

Varandros Dyre gruñó algo ininteligible y dio un paso adelante, pero Faendra se le había adelantado dando un grito y lanzándose a los brazos de su hermana al tiempo que rompía a llorar.

Naoni la consoló, susurrándole palabras con las que trataba de calmarla y acariciando el cabello de su hermana mientras ambas se mecían al unísono fuertemente abrazadas.

Mientras salía del coche lord Taeros Halcón Invernal, Korvaun hizo una reverencia al ceñudo maestre de gremio.

—Tu hija no ha sufrido daño alguno, maese Dyre. Te pido disculpas por mi desastroso aspecto. Hemos compartido la desgracia de quedarnos encerrados en la Ciudad de los Muertos la pasada noche junto con algunos cientos de personas.

Varandros Dyre tragó saliva, se tambaleó, se puso pálido y luego se le volvió a subir la sangre a la cara, todo ello en el tiempo que dura un suspiro.

—¿Estuvo encerrada toda la noche en la Ciudad de los Muertos? ¿Y con gente como tú?

Los labios de Korvaun se contrajeron, pero su voz no se alteró, incluso adoptó un tono respetuoso.

—Hubo algo que convirtió a la multitud de visitantes habituales en una masa de asesinos; la lucha era tan encarnizada que amenazaba con trasladarse a las calles de la ciudad. A la propia guardia y a los vigilantes les faltaron tiempo y espadas suficientes para sofocar la revuelta antes de la caída de la noche y… se vieron obligados a tomar esa decisión extrema. Murieron muchas personas. Nosotros fuimos de los pocos afortunados que sobrevivieron.

Naoni se desasió suavemente del abrazo de Faendra y fue hacia su padre, que ahora la miraba como si fuera uno de los fantasmas del Descanso de los Muertos.

—Lord Yelmo Altivo vino en mi ayuda —le dijo—. Primero me salvó de un hombre que trataba de… —En este punto le falló la voz, pero respiró hondo y prosiguió—: Luego luchó por mí contra una banda de hombres armados que nos atacaron presas de la locura. Ambos… nos refugiamos en una de las tumbas. Korv… lord Yelmo Altivo tenía un talismán santificado que mantuvo alejados de nosotros a los rugientes espíritus durante toda la noche. Además, él me dio esto.

Sacó un fino puñal de su cinturón y lo mantuvo en alto. Su aguda y brillante hoja destelló con la luz del amanecer.

—Lord Yelmo Altivo me animó a usarla si en algún momento yo consideraba que él amenazaba en algún sentido mi honor. Como puedes ver, no tuve motivo alguno.

Varandros Dyre observó el rostro resuelto de Naoni, la brillante hoja del puñal, y finalmente al joven noble.

—Parecería que es mi deber agradecerte una vez más que hayas protegido a mi hija —dijo con palabras mesuradas.

Korvaun hizo una nueva inclinación de cabeza.

—Me complació el hacerlo, y además era mi deber, señor —respondió con tranquilidad el joven—. Si no tienes inconveniente, ¿podríamos tus hijas y yo hablar un momento en privado con tu criada? Estamos preocupados por un amigo y creemos que ella puede saber algo que podría ayudarnos.

—De acuerdo, eso es lo que debe hacerse cuando se presenta algún problema. Durante todo este día la gente andará dando vueltas buscándose unos a otros. —Dyre pareció preocuparse también y añadió rápidamente—: Debo marcharme para comprobar cuántos trabajadores me quedan después de esto.

—¿Debemos quedarnos aquí, padre? ¿O conviene que volvamos a la posada? —preguntó Faendra tirándole de la manga.

El maestre de gremio dio un hondo suspiro.

—No hay un lugar que sea realmente seguro en este mundo, muchachas, y preferiría que os quedaseis en casa en lugar de andar por ahí entre turbas espíritus. Enviaré a algunos de mis hombres para que traigan vuestras cosas aquí.

Echó a andar calle abajo y luego se volvió e hizo una inclinación de cabeza en dirección a Korvaun que casi resultó una reverencia.

Y allí se quedó Alondra, ahora el blanco de muchas miradas frías e inquisitivas.

Ella se volvió hacia Korvaun.

—Si vuestro amigo se llama Cuerno Bramante, no soy la persona indicada para guiaros.

—¿Y quién sino? —saltó Faendra—. Ayer por la mañana, tú y lord Cuerno Bramante os quedasteis atrás en el club después de que nos fuéramos. Como tú no volviste aquí para la comida del sol alto ni la fabricación del queso como dijiste que harías, se me ocurre pensar que podrías tener alguna idea de lo que le había sucedido.

—Ninguna en absoluto. Es cierto que estuvimos hablando y que me retuvo un momento, pero cuando llegué aquí ya os habíais ido todos, aparentemente a una posada.

Naoni frunció el entrecejo.

—Tendríamos que haber dejado una nota, pero padre tenía tanta prisa…

—Se derrumbó otro edificio —explicó Faendra—. El que estaba en construcción en el callejón de la Capa Roja.

Alondra hizo una mueca al ver con claridad por qué maese Dyre se había llevado a sus hijas con tanta urgencia.

—Entonces, ¿no sabes nada de Beldar? —volvió a presionar Taeros Halcón Invernal—. No hemos sabido nada de él desde que salimos del club.

Alondra no tuvo necesidad de fingir enfado.

—¡No sé donde está, ni me importa!

Sacando un pañuelo del bolsillo del cinturón, se limpió la mayor parte del ungüento que se había aplicado en el rostro. Levantando la barbilla, miro desafiante a Taeros y le mostró cómo le había dejado la cara marcada.

Su expresión se volvió más ceñuda.

—¿Beldar?

Alondra asintió.

—¿Tienes… alguna otra lesión?

—No la tengo, pero creo que encontraréis a vuestro amigo en condiciones algo peores.

Korvaun suspiró.

—Beldar a no es el mismo últimamente. Todos nos afligimos por Malark, pero…

—Cuando pareció que te habías marchado con él… —murmuró Naoni.

—Después de aquella conversación sobre Elaith Craulnober —añadió Faendra llorosa. Luego rodeó con sus brazos a la sirvienta—. Oh, Alondra, ¡lo siento tanto!

—Bueno…, no importa —respondió Alondra, palmeando con embarazo la espalda de su joven señora antes de librarse del abrazo—. Tuviste razón en ser cauta. Eso no me ofende y sólo espero que se os hayan despejado las dudas.

Faendra asintió con gesto feliz, pero Naoni… resplandeció.

Alondra observó aquel rostro radiante. Luego su señora movió la mano y Alondra pudo ver el brillo del oro en uno de sus dedos.

«¡Dioses del cielo! De aquí no puede salir nada bueno», se dijo. Miró de reojo a Korvaun, y lo que vio no la dejó muy tranquila.

—Aún queda algo por resolver —dijo este con parsimonia—. Al parecer, lord Halcón Invernal ha perdido un medallón de plata que llevaba al cuello en una cadena. ¿Sabes algo de eso, Alondra?

El corazón de Alondra empezó a latir un poco más rápido, pero no se reflejó en su cara. Ninguna chica criada en los muelles de Luskan se libraba de acusaciones de ese tipo, y se aprende rápido a disimular cuando un rostro culpable puede significar la muerte o el quebranto físico.

Enfrentándose a todas las miradas expectantes, decidió bordear la verdad.

No se sabía qué clase de artilugios mágicos podían llevar los lores, y si la pillaban en una mentira…

—Después de que todos os hubierais marchado con semejante prisa, encontré un medallón caído en las escaleras. Un copo de nieve y un halcón. —Después de decir esto les contó la triste verdad—. No se me ocurrió hasta este momento que el diseño significaba «Halcón Invernal».

—¿Dónde está ahora? —preguntó Taeros con mucho más interés del que cabía esperar de un rico noble por un simple medallón de plata.

Alondra se encaró directamente con él.

—Lord Cuerno Bramante se había demorado en la habitación, por eso le pedí que me dijera algo más del amuleto. Me llevó hasta una anciana, una maga o una especie de sacerdotisa que intentó leer sus secretos. Si estás preocupado por haber perdido un objeto mágico valioso, lord Halcón Invernal, puedes quedarte tranquilo. El medallón no tiene nada que la anciana haya podido descubrir.

Taeros se agitó exasperado.

—¿No se te ocurrió preguntar simplemente quién de nosotros había perdido el medallón?

Alondra se arriesgó a contar una mentira.

—Por supuesto, y se lo pregunté a lord Cuerno Bramante.

Los nobles intercambiaron miradas ceñudas.

—Él no lo sabía —explotó Taeros—. Pero ¿por qué lo llevó a una bruja o lo que fuera en lugar de seguimos y preguntar de quién era?

—Eso mismo me pregunté yo —respondió Alondra—. Como sirvo en las tabernas, ya he visto ese tipo de amuletos antes. Algunos hombres los regalan a las chicas cuya virtud sería imposible de conquistar de otro modo.

Todas las miradas convergieron en ella.

—Son cosas que pasan —comentó Alondra encogiéndose de hombros.

—Te aseguro que no pasan entre los Capas Diamantinas —intervino Korvaun con firmeza.

—¿Qué fue, finalmente, del medallón? —volvió a preguntar Taeros.

—Lord Cuerno Bramante dijo… cosas raras. Habló de que al Serpiente le gustan estas cosas. Luchamos y él me arrebató mi bolsillo. Yo se lo volví a coger y salí corriendo. No sé lo que se hizo de él después, pero el medallón ya no estaba en el bolsillo.

Eso era casi cierto, porque ahora el amuleto estaba dentro de una bolsita de tela bien cosida a su enagua y escondida bajo la falda. Si ambos lores llegaban a la conclusión de que estaba en poder de lord Cuerno Bramante, tanto mejor. Él lo negaría, pero las caras adustas de los dos nobles sugerían que iban a dar tanta credibilidad a las palabras de Cuerno Bramante como a las de una criada.

Además, no tenía mucho sentido exponerse a ser descubierta. Tocándose con un dedo la mejilla enrojecida, Alondra se volvió hacia Naoni.

—Con tu permiso, señora, me gustaría dedicar esta mañana a arreglar algunos asuntos personales.

Naoni echó mano rápidamente de su bolsillo.

—Toma estas monedas y ve a ver al sanador.

Alondra retrocedió con las manos a la espalda.

—¡No puedo aceptar tu dinero por algo tan insignificante! Lo único que necesito es descansar.

Su señora le dedicó una sonrisa fatigada.

—Eso es lo que todos necesitamos. Tómate un día, o dos, si ves que lo necesitas.

—Todo esto está muy bien —murmuró Taeros en un tono que sugería que eso era todo de momento—, pero no ayuda a encontrar el medallón.

—Quizá haya un modo de seguirle la pista… —terció Korvaun con tono tranquilo.

Alondra hizo una breve reverencia y salió a toda prisa; las palabras de lord Yelmo Altivo la hicieron apurar el paso aún más.

Si la magia podía seguir el rastro del medallón, era preferible que lo siguiesen hasta la puerta de Elaith Craulnober que hasta la suya.

Varandros Dyre puso al lado otro mapa de las alcantarillas lleno de correcciones y se frotó los ojos fatigosamente. Sus hijas divirtiéndose con nobles ociosos —prepotentes cabezas huecas que lo que mejor sabían hacer era insultar a la gente y destrozar cosas—, los edificios que se le desplomaban y provocaban la muerte de honrados trabajadores, y para colmo, él había atraído la torva mirada de los Señores de Aguas Profundas.

Se reían de él detrás de sus máscaras, pavoneándose mientras se ponían de acuerdo para machacar a otro hombre que había sido lo suficientemente loco como para hacerles frente.

Sin embargo, ¿cómo iba un hombre a ganar dinero honradamente? ¿También en Aguas Profundas los dioses lo decidían todo? ¡Esto no era Thay, ni Calimshan ni Zhentil Keep! Aquí los gremios eran un escudo de la gente contra los funcionarios tiranos o los rencorosos Señores, ¿o acaso no era así?

¿O se trataba simplemente de un juego y todos los comerciantes de Aguas Profundas que trabajaban sin descanso eran unos inocentones a los que se dejaba trepar con dificultad como si fueran hormigas mientras sus «superiores» se burlaban de ellos?

Si conseguían aplastarlo como se aplasta a un insecto molesto, ¿qué sería de Naoni y de Faendra? ¿Quién se pondría de su lado contra…? oh, dioses.

¿Quién sino esos nobles: Yelmo Altivo, Halcón Invernal y el resto? Hombres que sólo deseaban dos cosas de sus hijas, sus encantos y su dinero, y que desaparecerían en el momento en que consiguiesen ambos.

—Tymora, manténme vivo —murmuró Varandros para sus adentros.

—¿Padre? —La voz de Naoni tenía un marcado tono de preocupación.

Dyre levantó la cabeza. ¿Cómo pudo abrir la puerta sin que él se diera cuenta?

Sus dos hijas estaban de pie frente a él. Faendra sostenía una bandeja con tres jarras de sidra humeante con especias. Sí, tres, no sólo la suya.

—¿Sí? —respondió Varandros frunciendo el entrecejo.

—¿Estás… bien?

—Muy bien —y al decirlo echó una mirada a las jarras.

—¿Tenéis algo que tratar conmigo?

—Sí —respondió Faendra con tono firme.

Dyre apartó a un lado un montón de planos de edificios para que ella pudiese apoyar la bandeja, mientras Naoni se disponía a acercar dos sillas para sentarse frente a la mesa de maestre.

—Padre, Faendra y yo tenemos ojos y oídos —empezó a decir Naoni—. No podemos ayudar, pero nos damos cuenta de cuando las cosas van mal.

—No lo estoy haciendo mal del todo —respondió Dyre bruscamente—. ¿En qué momento os faltó algo necesario o se os negó algún pequeño capricho?

Naoni hizo una mueca.

—No se trata de vestidos hermosos ni de chucherías, padre. No somos niñas. Yo dejé de serlo desde que cumplí doce inviernos.

Aquella verdad de doble filo fue un golpe muy duro.

—Sentaos, pues —gruñó Dyre—, y hablad.

Las muchachas se sentaron a la vez, centrando en él con gravedad sus ojos grises y azules.

—Te preocupan los Señores de Aguas Profundas —empezó Naoni sin rodeos—, y piensas que están detrás de la caída de tus edificios. Crees que la han tomado contigo y con tus amigos del Nuevo Día.

—¿Qué sabéis vosotras del Nuevo Día? —preguntó entrecerrando los ojos.

—Oí que lo gritaban como si se tratase de un grito de guerra cuando la Ciudad de los Muertos se volvió loca —respondió ella—. Vi morir a la gente con el Nuevo Día en los labios. Cuando el sol estaba en su cenit, eran muy pocos los que no habían oído hablar del Nuevo Día en Aguas Profundas.

—Y estas preocupaciones están acabando contigo, padre —añadió Faendra levantando una jarra—. Día tras día revisas tus sótanos y tus planos del alcantarillado, pensando que los Señores los están minando…

—Sí, sí —cortó Varandros—. ¡Eso es lo que hago! Y vosotras…

—¿Qué tenemos que ver con eso? —lo interrumpió Naoni. El repentino tono acerado de su voz desarmó la arrogancia de su padre, que se quedó mirándola boquiabierto y en silencio—. Faendra y yo no podríamos, de ningún modo, ponernos a picar piedra, pero nos ocupamos de tu hogar y de tu despacho, ofrecemos hospitalidad a tus amigos del gremio, hacemos tus recados, visitamos tus obras en construcción… y enterramos a tus trabajadores. ¿Por qué nunca confías en nosotras cuando es tan poco lo que aún no conocemos de tus cosas? Habla con nosotras.

—Y escucha nuestras opiniones —añadió Faendra, cuyo voz trémula delataba su estado de tensión nerviosa.

Varandros se volvió hacia ella siguiendo un viejo hábito: sopesar cualquier debilidad en las negociaciones y hacer fuerza en ese punto…

—Siempre nos has dicho que un hombre prudente nunca entra solo en un túnel —recordó Naoni al tiempo que golpeaba los planos de las alcantarillas—. Sin embargo, eso es lo que te propones hacer, ¿no es así? Si es cierto lo que dices de los Señores, te estarán esperando… y encontrarás la muerte.

—Y si contratas a una cuadrilla de obreros sin un contrato con la ciudad —terció Faendra, mirando al techo como si tratara de recordar su discurso para decirlo con toda precisión—, ellos lo sabrán, y otros difundirán la noticia. Y por uno u otro conducto los Señores tendrán que actuar contra ti.

Varandros Dyre aspiró una honda bocanada de aire y echó mano de su jarra con una mano que no parecía firme del todo. Luego la volvió a apoyar en la bandeja sin haberla probado.

—Bueno —dijo con tono grave—, acabáis de plantear mis posibilidades con la misma claridad con que yo las veo. Sí, esos son los mismos caminos que yo veo ante mí. ¿Qué me aconsejáis, pues?

Naoni lo miró fijamente a los ojos y dijo con voz tranquila:

—Necesitas hombres que te acompañen por los túneles, hombres cuyo estatus sea tu armadura y tu escudo: nobles.

—No vuestros…

Reprimió su propio gruñido y miró a sus hijas sin pestañear. Tal vez hubiera algo aprovechable en aquella idea…

—Los lores Yelmo Altivo, Halcón Invernal, Jardeth y Thongolir —añadió Faendra—, hombres de probado honor, padre.

—Hijos de casas muy poderosas —completó Naoni—. Desde luego, los Señores tendrían que odiarte mucho para arriesgarse a molestar a tantos nobles.

—Uno de esos jóvenes lores es el heredero de su Casa —dijo pensativo Varandros—. Otros dos están muy cerca de serlo. Los Señores dudarían antes de verter sangre tan azul —volvió a mascullar—. Pero ¿qué pasaría si son esos mismos lores los que andan tras de mí, o si trabajan para los Señores?

Faendra rugía de desesperación, pero Naoni le hizo un gesto fulminante para que se contuviera. Era un gesto familiar. El mismo que él utilizaba.

Varandros parpadeó viendo surgir en él un afecto repentino. De pronto, su serena y tranquila hija mayor no era la desconocida que siempre le había parecido.

—Si son lo que tú estás temiendo, entonces estás bien donde te encuentras ahora, padre, salvo que ellos estarán a tu disposición, si tú… decides tomar ese camino.

—Ibas a decir si soy lo suficientemente loco como para tomar ese camino, ¿no es así? —preguntó sin alzar la voz.

Ella asintió, rehuyendo un poco su mirada, luego levantó la barbilla.

—Sí, porque sería algo de locos —dijo.

Varandros la miró de soslayo y se sentó. Con la jarra caliente en las manos, alzó la mirada al techo.

—Gracias a los dioses por haberme dado dos hijas como estas —dijo con voz ronca. Luego bebió otro sorbo de sidra y les preguntó—: ¿Podéis pedir a esos jóvenes nobles que vengan aquí? ¿O sería mejor que yo fuese a reunirme con ellos?

Las hermanas intercambiaron una mirada de sorpresa.

—Bueno, vaya… —empezó a decir Naoni.

—No contábamos con haber llegado tan lejos en esto con tanta rapidez, padre —exclamó Faendra un poco avergonzada—. Por el momento sólo pensábamos bebernos esa sidra.

Varandros Dyre la miró fijamente un instante y luego rompió a reír a carcajadas. Sus alegres risotadas rebotaron en el techo. Hacía muchos años que no reía con tanta fuerza.

Tras unos instantes de duda e incertidumbre que dieron a su padre ganas de llorar —dioses, ¿acaso le tenían tanto miedo?—, Naoni y Faendra Dyre se echaron también a reír.

Elaith Craulnober avanzó por el túnel y con cada paso su humor se volvía más sombrío. El suelo estaba seco, bien pavimentado, y la bóveda de piedra era lo suficientemente alta como para que su pequeña banda pudiese caminar sin agacharse, pero seguía siendo una cloaca. Peor aún, se trataba de una cloaca tan nueva que no figuraba en los planos más recientes.

Se dio la vuelta para quedar frente a los dos matones que arrastraban al enano. Las piernas recién rotas del cautivo colgaban totalmente sueltas, y su barba entrecana estaba moteada de sangre seca, pero nada de eso había disminuido ni lo más mínimo la mirada de desafío de sus legañosos y viejos ojos. Tampoco lo había conseguido la daga que Elaith sacó de una vaina del antebrazo.

—¿Quién mandó hacer esta obra? —exigió el Serpiente, haciendo girar su pica en círculos que abarcaban todo el túnel.

Los labios magullados y entumecidos se retorcieron en una mueca.

—Montón de basura maloliente. Digamos que conocían muy bien a vuestra madre.

—Muy divertido —ironizó el elfo mientras miraba a sus hombres—. Matadlo.

Brillaron las hojas de los cuchillos, y el enano, que había sido durante años el constructor de túneles más apreciado de Aguas Profundas, se desplomó sin ceremonias en el duro suelo de adoquines.

—Maldito bastardo —dijo uno de los ejecutores limpiando el cuchillo en la ropa de su víctima—. Sin embargo, no habló mucho.

—Así es —asintió Elaith.

El enano había sido su «invitado» durante algunos días, y durante todo ese tiempo se había negado rotundamente a soltar ni una sola información útil acerca de las recientes actividades bajo las calles de la ciudad.

No importaba. Vivos o muertos todos acababan por hablar a su debido tiempo. Elaith hizo una señal con la cabeza a la mujer de negro y púrpura que cerraba el pequeño grupo. El símbolo del dios de la muerte, la mano esquelética aferrada a la escala dorada, estaba bordado en su tabardo con hilos brillantes, tal vez procedentes del hilado de piedras preciosas que ahora hacía furor en la moda aguadiana, y que era la prueba contundente de que estaba pagando demasiado a esta sacerdotisa.

Este asunto le estaba resultando condenadamente caro. Sus recientes aventuras en Tethyr habían medio vaciado sus arcas, y en esa semana había perdido dos valiosas propiedades. Había que ponerle fin a eso, y cuanto antes.

Elaith observó con interés cómo la kelemvorita se arrodillaba al lado del cuerpo, levantaba las manos, con las palmas hacia abajo, y entonaba una sobrecogedora plegaria.

Del cadáver brotó una reluciente y débil nube que poco a poco fue tomando la forma del enano, pero intacto, sin las señales de las heridas que le habían infligido durante los últimos días.

La aparición miró a la sacerdotisa con desprecio y luego lanzó otra mirada de odio a Elaith con impaciencia.

—¿Y bien? Vayamos al asunto. Tengo lugares a los que ir, amigos con los que encontrarme y jarras que vaciar.

—Tres preguntas —recitó la hermana de la calavera como si no hubiera escuchado al espíritu—. El Señor de los Muertos me da el poder de retenerte hasta que respondas totalmente a las tres y lo hagas con la verdad.

El fantasma del enano lanzó un bufido.

—Larga las preguntas.

La sacerdotisa miró a su jefe.

—¿Quién puso este empedrado? —preguntó Elaith, y la sacerdotisa reprodujo exactamente sus palabras.

El espíritu se burló de eso.

—Ya te dije que no lo sabía. Prueba a decir la verdad con más frecuencia, Slyboots, de ese modo podrás saber cómo suena. —La aparición pareció difuminarse un poco—. Piedras bien talladas y bien ajustadas; no es un trabajo a medias. Debe de haber llevado mucho tiempo, no alcanza los niveles de los enanos, desde luego, pero se acerca mucho a lo que pueden hacer los canteros. Está hecho o bien por recién llegados a Aguas Profundas o por Varandros Dyre. No cabe la menor duda.

Elaith lanzó una maldición. Estúpidos humanos, estaban poniendo en peligro sus propiedades y, lo que es infinitamente peor, ¡también las del elfo!

—Si el túnel es seguro, ¿qué es lo que provoca la caída de los edificios?

La respuesta del espíritu del enano fue rápida y firme.

—Esta excavación está demasiado cerca de uno de los antiguos distritos de Ahghairon. Existe una red de alcantarillas bajo esta ciudad, y bajo ella varios niveles de cavernas y mazmorras y todo lo que se te ocurra. ¿Crees que Aguas Profundas se mantiene sobre ese hormiguero gracias a la «albañilería» humana? ¡Bah! —Ahora la forma del fantasma era acusadamente más difusa.

Ahora le tocó a Elaith burlarse. ¿Albañilería? A duras penas. ¿Ahghairon? Bueno, tal vez los humanos habían renovado o ampliado la alta magia que habían encontrado, abandonada por Aelinthaldaar. Eso era lo que evitaba que la mitad de Aguas Profundas se precipitase en las profundidades… Se le vino a la mente un vivo recuerdo de su muy lejana infancia. Una ama de cría especialmente creativa trajo en una ocasión a la guardería real un juguete de extraordinaria complejidad hecho de azúcar hilado caramelizado con los colores del arco iris. Mientras contaba un cuento sobre un poderoso mago humano cuyos conjuros perforaban las profundidades por debajo de su ciudad en busca de oro, los niños se habían turnado rompiendo y comiendo trozos de caramelo hasta que el juguete se deshizo en fragmentos; desde luego había sido una lección sobre la fragilidad de la magia y de los peligros que le son propios a causa de la avaricia.

Ese juego había grabado el cuento en su memoria con tanta fuerza que Elaith aún lo veía claramente, a pesar de que habían transcurrido tantos años.

Él había tenido la prudencia de arrancar trocitos, no pedazos que eran parte de los apoyos, pero la pequeña Amnestria, con el cabello zafiro formando un halo que le enmarcaba la cara pegajosa de caramelo, había tenido menos contención. Su avidez, su naturaleza impaciente y sus manitas codiciosas derribaron rápidamente la dulce maravilla.

Apartando con decisión ese recuerdo de su mente, Elaith extendió el plano de los pasadizos subterráneos de Aguas Profundas que estaban en el mismo nivel del túnel. Sacando pluma y tintero de un bolsillo, se dirigió al espíritu del enano para hacerle la tercera y última pregunta.

—¿Dónde están las defensas del mago Ahghairon? Describe detalladamente los lugares y la naturaleza de todos los que conoces.