Capítulo 17

Mirando torvamente a Beldar Cuerno Bramante, Mrelder echó mano a la daga que le había dado Piergeiron hacía una eternidad.

La mano escamosa de Golskyn aferró la muñeca de su hijo antes de que pudiera desenvainar el arma.

—Ya basta —dijo lord Unidad de la Amalgama con frialdad—. Encontraste al hombre adecuado y desde ahora me tomaré muy a mal cualquier intento de perjudicarlo.

Mrelder abrió la boca, volvió a cerrarla y se tragó su furia. Si este necio noble hubiera conseguido la muerte de Golskyn habría sido un gozo, pero ahora…

Jamás había previsto que el hombre volviera y había hecho planes con Korvaun Yelmo Altivo. Sin embargo, este Beldar hacía gala de un atrevimiento y una sagacidad inquietantes. ¿Acaso habría dado por casualidad con un heredero digno de lord Piergeiron? ¿Podían reírse así los dioses de él?

—Tu hijo tiene derecho a desconfiar de mí —le estaba diciendo Beldar al sacerdote—, porque en el momento mismo en que yo llego ante vuestra puerta, este contemplador, creo que de la clase que llaman gauth, entra en tu casa por la fuerza por otro camino.

Echó una mirada a la ruina chamuscada en que había quedado convertida la recámara de Golskyn, más allá del estudio. Lo que antes era una ventana era ahora un agujero de bordes desiguales abierto sobre el callejón al que daba la parte trasera de la casa.

—Debo asegurarte que sólo soy culpable de un exceso de confianza. Pensé que los conjuros que había adquirido sin especificar eran suficientes para mantener cautivo al monstruo hasta que vosotros pudierais controlar no sólo al contemplador sino también los conjuros.

Con un gesto, Golskyn restó importancia a todo aquello.

—Olvídalo, todos cometemos errores. Mientras no lo tomes por costumbre ni muestres el menor atisbo de malicia respecto de la Amalgama o de nuestros fines, no me interesa si compraste, pediste prestado, robaste o pariste tú mismo a este contemplador ni si lo venciste por la fuerza, con argucias o con engaños. Lo que importa son los resultados.

—Padre —dijo Mrelder tranquilamente—, hay una cuestión relacionada con la magia de la que debo hablarte en privado sin más dilación. Sólo te robaré unos instantes de tu tiempo y no pretendo faltaros al respeto ni a ti ni a lord Cuerno Bramante, pero la magia ya ha hecho suficiente daño aquí y es posible que todavía llame a nuestra puerta la vigilancia para indagar. Sin duda vendrán en caso de que haya más… erupciones.

—Ya he tenido mis escarceos con la vigilancia —se apresuró a intervenir Beldar—, y me retiraré gustoso todo el tiempo que necesites. La magia puede ser peligrosa, y la vigilancia está en permanente alerta Golskyn asintió.

—Lo que dices es cierto. Quédate pues en lo alto de la escalera mientras hablo con Mrelder.

En cuanto Beldar se hubo retirado con una inclinación de cabeza, el sacerdote se volvió a su hijo.

—¿Y bien? —le dijo con acento feroz.

—¡Me alarma la rapidez con que hemos aceptado a este noble y el poco tiempo que ha tardado en traernos a un contemplador! —dijo manteniendo bajo el tono de la voz—. Padre, si ha sido elegido como sucesor de Piergeiron, ¿no crees que una docena de magos habrán indagado en sus pensamientos hasta el cansancio y estudiado a fondo sus motivos? ¿No habrá sido entrenado durante años para poner a Aguas Profundas por delante de todo y eliminar todo lo que constituya una amenaza para…?

Golskyn alzó la mano con un gesto tajante. Mrelder sabía muy bien lo que significaba eso y cerró la boca de inmediato.

—Ya he dicho lo que quería decir —afirmó el sacerdote—. Encontraste para nosotros al hombre adecuado: este debe ser el siguiente Señor Proclamado de la ciudad. Creo que ahora hablas con mucha prudencia. Sí, por supuesto que es formidable, agudo y leal a Aguas Profundas, pero hasta ahora no se ha enfrentado nunca a Golskyn de los Dioses, y eso por no hablar de aquellos a quienes sirvo. ¿En tan poco valoras mi capacidad para transformar a alguien? ¿Has olvidado tan pronto a Braeldra? ¿Y a Aummaduth de Calimport? Los dos querían mi cabeza antes de que los convirtiera a la fe verdadera, y ya sabes cuál fue el precio eterno que pagaron al final. Y yo diría que voluntariamente.

—Cierto —musitó Mrelder sin exteriorizar su sospecha de que la orgullosa Braeldra había emprendido su última y temeraria misión sólo para escapar del lecho de Golskyn en cuanto vio que nada podía contra su magia—. Perdóname, padre. Si sólo me permitieras asegurarme de que no hay en él conjuros de rastreo que pudieran permitir que otros en Aguas Profundas…

—¿Puedan sobrepasar mis custodias? Imposible, a menos que lleve consigo artilugios de foco, y de esos lo despojaremos, «por su propia seguridad», por supuesto, antes de empezar. —El ojo de contemplador de Golskyn pareció encenderse apenas un instante—. Después de que hayamos hecho el injerto, él estará muerto o será nuestro, ¿no es así?

Padre e hijo se quedaron mirándose un momento y después asintieron al mismo tiempo.

Juntos volvieron al encuentro de Beldar Cuerno Bramante.

—Mi hijo está preocupado por la magia que se ha consumido en esta habitación y por el estado de los conjuros de custodia que la rodean —anunció Golskyn—. ¿Todavía quieres perder para siempre uno de tus ojos, con un pequeño riesgo para tu vida, y tener en su lugar un ojo de contemplador?

Beldar enarcó una ceja.

—¿Después de haberme introducido por mi propia voluntad en una guarida de esos monstruos? Por supuesto.

—Entonces estoy listo en este mismo momento. ¿Estás dispuesto tú también?

El joven lord Cuerno Bramante asintió cruzando los brazos para ocultar su nerviosismo.

—Así es —dijo.

—Mrelder —murmuró Golskyn—, trae todo lo necesario.

Atrayendo al noble con dos de sus tentáculos, apuntó al suelo.

—Quítate todo lo que lleves encima que tenga el menor atisbo de magia y déjalo al otro lado de la puerta antes de tenderte aquí —ordenó—. Y cuando digo todo, quiero decir todo. Si no estás seguro de algo, despójate de ello. La intromisión de conjuros erráticos puede resultar desastrosa.

Beldar se quedó mirándolo y empezó a desvestirse. Cuando terminó, sólo lo cubría una camisa de seda.

Para entonces Mrelder había quitado de en medio los enseres destrozados y había tendido en el suelo un lienzo limpio, manteniéndose en todo momento a una distancia prudente del silencioso e inmóvil contemplador.

Un grupo de seguidores de la Amalgama se había reunido a la puerta. Golskyn alzó una mano para impedir que entraran.

Beldar se tendió sobre el lienzo mientras el sacerdote y su hijo contemplaban al gauth inmovilizado.

—Ese, ese y este están suficientemente extendidos —murmuró Golskyn—. Creo recordar que esos dos se abalanzaron sobre mí. ¿Lo recuerdas tú?

—Ese hiere por conjuro, no por fuego —replicó el hechicero señalando a uno de ellos.

—Entonces ese es el que quiero —decidió Golskyn. Miró a Mrelder que sostenía el delicado anillo. Incorporado al injerto, prácticamente en el cerebro de Beldar Cuerno Bramante, la Gorguera del Guardián le daría a este el control de las Estatuas Andantes, y los conjuros le darían al sacerdote control sobre él. Si los conjuros de Mrelder se formulaban con destreza suficiente, Cuerno Bramante no tenía por qué saberlo hasta que fuera necesario obligarlo por medios violentos a hacer algo, o a no hacerlo.

Golskyn dio un paso atrás.

—Comienza —ordenó.

Mrelder depositó cuidadosamente el anillo en lo que quedaba de una mesa, extendió las manos y musitó el encantamiento que lo sintonizaría con la última de las muchas custodias de esa cámara, la única que Golskyn le había dejado instaurar a él.

Respondió. El aire mismo pareció transformarse en algo sólido, silencioso, pesado, en un rincón distante de la habitación. De repente, Mrelder empezó a sentir las gotas de sudor que le corrían por la cara mientras volvía la custodia con movimiento lento, deliberado, acercándola hacia el gauth atrapado en el ángulo preciso.

Las custodias hechas de una determinada manera, con bordes rotundos en lugar de un campo desdibujado y reverberante, eran capaces de atravesar cualquier cosa: piedra, metal…, pedúnculos oculares de contemplador.

Golskyn extendió las manos con las palmas hacia arriba y musitó la plegaria que haría que las otras custodias recibieran con suavidad y sostuvieran el ojo cercenado.

Beldar Cuerno Bramante permanecía tendido de espaldas, esperando, sintiendo el aire frío en la piel, preguntándose cuánto iba a dolerle esto y si sería su primer paso hacia la gloria o estaría cometiendo el peor, tal vez el último, error de su vida.

Mrelder respiró hondo y se estremeció. Ahora el sudor que le resbalaba por la nariz casi no le permitía ver. Parpadeó con furia. Hasta que esa custodia no estuviese otra vez en su sitio, vinculada una vez más a sus vecinas, no podía permitirse el menor titubeo a menos que pretendiese que la casa se les cayera encima transformándose en una trampa mortal de piedras amontonadas capaz de matarlos a todos y tal vez de abrir una nueva sima en las profundidades de las montañas, demasiado…

Un diminuto trozo de piedra del que Golskyn no sabía nada estaba preparado en el cinto de Mrelder. Ya llevaba adherido el pegamento que la mantendría dentro del óvalo del anillo, y un cabello de su padre estaba metido dentro del pegamento.

Había formulado siete conjuros en aquel cabello solitario, confiando en algo que había leído en el Alcázar de la Candela. Cada paso mágico captaba la mano de su padre, o su reflejo, o algún hecho o propiedad de Golskyn de los Dioses como si estuvieran tomados desde el propio punto de vista de Golskyn. Si los magos de la Vigilante Orden o los representantes de Mystra, los Señores Magos de Aguas Profundas, sondeaban el anillo en algún momento, Mrelder no quería que vieran nada que tuviera relación con un joven hechicero, pero sí con un hombre que se hacía llamar lord Unidad.

Era probable que el momento de ese descubrimiento no estuviera muy lejos. Por lo poco que había visto de los altos y poderosos de Aguas Profundas, no de los ostentosos nobles, sino de quienes tenían el poder verdadero en el palacio y sobre la magia y las defensas de la Ciudad del Esplendor, Mrelder estaba absolutamente seguro de una cosa: cualquier intento de controlar a una Estatua Andante llamaría de inmediato la atención y atraería la ira de los Señores, de la guardia de la ciudad y de los Señores Magos de Aguas Profundas.

Cuando eso sucediese, el hijo de lord Unidad quería que fueran su padre y los ambiciosos necios de la Amalgama, y no Mrelder el hechicero, quienes se enfrentaran a la tormenta de conjuros.

Golskyn estaba de rodillas, con las manos abiertas como garras acechantes sobre la cara de Cuerno Bramante. No permitía que ningún otro realizara la hábil operación por la cual el noble perdería su ojo derecho y recibiría el globo ocular del contemplador en su lugar.

Surgieron destellos mágicos rojos y blancos.

—Cierra el ojo izquierdo y mantenlo cerrado —murmuró el sacerdote.

Saltó un chorro de sangre.

Todos los que estaban a la puerta respiraron hondo al mismo tiempo, reprimiendo casi un grito ahogado.

En ese momento, un Beldar Cuerno Bramante tembloroso, sudoroso, se debatió contra las rodillas de Mrelder que le tenían sujetas las muñecas. Al empezar el injerto dejó escapar una desgarrada maldición.

El sonido de las campanas lejanas del templo entró por las ventanas abiertas de la sala de los Dyre, el sexto repique desde el sol alto. Alondra sacó brillo una vez más a los candelabros de plata y dio un paso atrás para estudiar con mirada crítica la disposición del funeral.

Había unas filas de jarras al lado de un barril de cerveza, y platos de tortas de almendra dispuestos a lo largo de la mesa. Naoni y Faendra, vestidas de un suave color gris perla, estaban preparadas para servir la tradicional merienda del duelo.

Había sido idea de Naoni, y a Alondra le había parecido muy inteligente. Cuando los trabajadores de maese Dyre llegaran de la Ciudad de los Muertos, verían cómo se honraba a Cael y recibirían el callado mensaje de que también a ellos se los consideraba como de la familia. Alentados por esa idea, se quedarían más tiempo y beberían tranquilamente.

Alondra se volvió hacia sus señoras.

—¿Estáis seguras de que no queréis que me quede?

Naoni negó con la cabeza.

—Todo está preparado —dijo, y luego se acercó más a Alondra—. Faen les servirá con cariño; ella sabe lo bien que le queda ese vestido.

Las dos sonrieron.

—Vete de una vez —añadió Naoni en voz más alta—. Será mejor que no llegues tarde a tu segunda noche en el Desfiladero.

Alondra se soltó las tiras del delantal y lo puso en manos de Naoni.

—Hay algo que debes saber —dijo en voz baja—. Alguien ha estado siguiendonos todo el día.

—Mis guardianes halfling —explicó Naoni con una suave sonrisa.

—Pues no. —Faendra tenía un oído muy agudo cuando quería—. Yo también llegué a verlo…, nunca con mucha claridad, pero era un hombre, no un halfling.

—Ya veo —murmuró Naoni mirándose las magulladas muñecas—. Tal vez sea mejor no decírselo a padre. Ya visteis cómo se puso cuando se enteró de la reyerta callejera. No quiero preocuparlo.

Alondra puso cara de contrariedad.

—Tal vez harías bien en preocuparlo. Si le importara más su familia, tal vez no se metería tanto en los asuntos de los Señores. —Luego recordó las preguntas de Elaith Craulnober—. Dicho sea de paso, ¿qué giro va a dar ahora al Nuevo Día? No creo que se tome a la ligera las muertes de sus hombres.

Naoni suspiró.

—Padre ha estado demasiado callado desde la reyerta. Me gustaría saber qué pensar al respecto.

A Faendra se le encendieron los ojos.

—A lo mejor fue él quien puso a alguien a vigilarnos. Si es así, alguno de los hombres lo sabrá. —Su sonrisa se convirtió en un mohín—. Y a mí me dirán todo lo que quiera saber.

Algo que en otra ocasión hubiera provocado en Naoni y Alondra una mirada de resignación, esta vez contó con su aprobación.

—Me lo contaréis por la mañana —dijo la criada—. Me voy al Desfiladero.

En el Desfiladero, el puesto del encargado estaba atestado. Una voz desconocida que sonó cerca de su codo hizo que Alondra alzara la vista de las notas garabateadas de las mesas mientras todavía luchaba con el nudo de su delantal.

Una alta camarera elfa a la que había visto antes estaba junto a ella atándole a otra el delantal. Alondra trató de no mirar su atractivo aspecto. Tenía la piel pálida como la luna y un pelo negro como la noche que enmarcaba un rostro alargado y anguloso donde dominaban unos ojos del color de las hojas nuevas.

Alondra parpadeó, confiando en que esas facciones aristocráticas no fueran acompañadas de un carácter altivo, pero la nueva camarera le sonrió, le preguntó su nombre y rio encantada cuando se lo dijo.

—¡Es perfecto! Yo soy Ezriel: «Pájaro cantor». Trabajaremos bien juntas. Como dice un antiguo proverbio: «L’hoira doutre mana soutrel».

—¿Los pájaros de un mismo plumaje vuelan juntos? —adivinó Alondra.

Los ojos verdes se abrieron como platos.

—¿Hablas elfo?

—No, pero si una sirve vino a los hombres durante mucho tiempo oye muchos proverbios antiguos —dijo con ironía—. La mayoría del tipo: «¿Si te dijera que tienes un bonito cuerpo pensarías mal de mí?».

Ezriel soltó una risita.

—No me lo creo.

—Hagamos una apuesta. Un cobre para ti si pasa la noche sin que algún parroquiano te haga una proposición deshonesta, pero un plumín para mí cada vez que lo oigas.

—¡Hecho! —Una sombra cruzó rápida por el alargado rostro—. Aunque si pierdo tal vez tengas que buscar tu ganancia debajo de las uñas del que lo diga, porque esa es la moneda que estaría dispuesta a pagar por un cumplido así.

Alondra hizo una mueca.

—Eso es… imaginativo.

Una mirada severa del encargado hizo que salieran a la carrera a atender las mesas y casi no hubo tiempo para hablar más. Sin embargo, a medida que la noche avanzaba, Alondra se encontró buscando con la mirada a Ezriel más a menudo de lo que requería la estricta cortesía. En realidad, le resultaba difícil no mirarla.

No había muchas elfas sirviendo mesas en Aguas Profundas, y todavía escaseaban más en Luskan. Alondra no había tenido mucho trato con la gente Bella, y esta belleza juncal parecía totalmente fuera de lugar en una taberna del distrito Sur. Daba la impresión de que debería llevar hermosos vestidos y estar reclinada sobre almohadones de seda mientras jugaba perezosamente con una pluma de urogallo.

Alondra hizo una mueca ante aquella fantasía. Esas eran ideas para los señores ociosos y para sus damas, no para una trabajadora como ella.

La elfa salió de la cocina cargada con una gran fuente humeante de harake de mar, y Alondra acudió corriendo a ayudarla.

—Permíteme que la lleve yo —dijo decidida cogiendo las asas—. Está caliente y no tiene sentido que te estropees las manos.

Ezriel la miró duramente, como si pensara que se burlaba de ella. Al ver que iba en serio le mostró las palmas de las manos.

—Es muy amable de tu parte, pero, como puedes ver, no soy una delicada flor. —Se pasó el pulgar con orgullo sobre los dedos endurecidos y luego por la palma de la mano izquierda.

A Alondra se le congeló la sonrisa. Sus propias manos tenían marcas similares por años de trabajo manual. Echó una rápida mirada a la mano derecha de la elfa.

Tenía la piel pálida tan suave como la de una cortesana, y su antebrazo izquierdo, aunque delgado, era algo más musculoso que el derecho. Alondra sólo conocía un trabajo que dejara esas huellas, y no tenía nada que ver con servir mesas.

Miró a Ezriel torciendo el gesto.

—Perdona por la equivocación. Yo serviré este pescado en la mesa de al lado de la chimenea si tú llevas las bebidas.

La elfa asintió y se desplazó hasta la barra. Alondra la miraba con el rabillo del ojo mientras servía el harake.

En una mesa próxima a la barra, un trío de sastres lanzaba sonoras risotadas después de su cuarta ronda de aguamiel. Uno de ellos pellizcó a Ezriel cuando pasó a su lado.

Ella se volvió llevándose la mano a la cadera, y la mirada propia de un guerrero que lanzó al sastre hizo que los ojos se le transformaran en hielo verde.

Alondra desvió la vista presurosa, riendo exageradamente la ocurrencia que el mercader calishita más próximo acababa de decirle. Esquivó hábilmente su mano codiciosa y se quedó de piedra al ver a Elaith Craulnober sentado a solas en una mesa próxima a la puerta.

Alzó una mano elegante en una imperiosa llamada. Tras respirar hondo, Alondra se abrió camino hacia él no sin antes coger al paso uno de los platillos de mejillones ahumados que se servían esa noche como aperitivo.

—Buenas noches, milord —dijo con tono chispeante mientras colocaba el plato ante él—. ¿Qué puedo traerle para beber con esto?

El elfo de la luna miró con disgusto los moluscos grisáceos.

—Lo único adecuado sería una buena copa de cicuta. Llévate esta porquería y tráeme algún pescado de mar adentro, preparado de la forma más sencilla posible. Una botella de cerveza elfa si la tenéis, si no un vino ligero, sin aguar.

—Por supuesto, ¿alguna otra cosa?

—¿Qué tienes? —preguntó en voz baja con una mirada que indicaba que se refería a información, no a pescados.

—Muy poco —respondió ella inclinándose para retirar los despreciados mejillones—. Varios hombres resultaron muertos o heridos en la refriega, y los de Dyre casi no tuvieron tiempo para nada más, pero alguien estuvo siguiendo a sus hijas, y a mí, por supuesto, durante todo el día.

—¿No te parece interesante que el propietario de El Desfiladero del Remolino haya decidido contratar a guerreras elfas para que se hagan amigas de sus camareras?

—¿Cómo se ha…? —preguntó Alondra abruptamente sin querer ofenderlo.

Elaith tenía una expresión algo divertida.

—Está tan fuera de lugar aquí como un unicornio entre rothés, sin ánimo de ofender.

Alondra reprimió una réplica. Después de todo, ¿no había pensado ella lo mismo?

—Olvídate de quien te sigue —murmuró el Serpiente—. De eso me ocuparé yo. A cambio, necesito que despojes al joven lord Halcón Invernal del medallón plateado que lleva al cuello.

Al asentir, Alondra cayó en la cuenta de que le resultaría difícil explicar todo el tiempo que había estado hablando con él. Miró hacia el encargado y se encontró con su mirada dura y hostil.

Se volvió hacia Elaith.

—Mil perdones, señor, pero tal vez deberías pellizcarme el trasero, o… algo. —El elfo enarcó las plateadas cejas—. Es para explicar por qué he estado tanto tiempo aquí —se apresuró a explicar—. Esperan que las camareras se opongan a las impertinencias de los hombres. Si no las hay, se preguntaran qué otra cosa podía entretenernos tanto.

—Ya veo.

Lanzó la mano tan rápido como una serpiente al ataque, y cogiéndola de la muñeca la hizo caer en su regazo. Antes de que Alondra pudiera lanzar un grito de sorpresa sintió los labios del elfo sobre los suyos.

Por un momento la muchacha no pudo pensar en otra cosa que no fuera la sorpresa de encontrarse mirando al fondo de esos ojos ambarinos. Ahora sabía con exactitud cómo debía sentirse una liebre cuando un halcón se lanzaba sobre ella…

A continuación sintió una ligera caricia en la espalda, como si el elfo estuviera escribiendo sobre ella con las puntas de los dedos.

El mundo desapareció entonces y todo se volvió oscuro, en una arrolladora oleada de algo, algo maravilloso y aterrador al mismo tiempo, que la recorrió entera como una tormenta inesperada y la dejó debilitada, temblorosa y desconcertada. Parpadeando ante la sonrisa maliciosa de Elaith, Alondra se soltó de… lo que fuera y se puso de pie de un salto con el corazón desbocado.

—¡Has usado magia conmigo!

El elfo la miró con una sonrisa indescifrable.

—O alguna otra cosa —respondió con un tono de voz que era una imitación perfecta del suyo.

Elaith se la quedó mirando mientras Alondra volaba hacia la barra con aire de dignidad herida. Mantuvo una acalorada conversación en voz baja con el encargado, durante la cual la mirada del hombre estudió más de una vez al corpulento vigilante del local y a Elaith, como si calculara qué posibilidades tenía el fortachón en un enfrentamiento con el elfo. Por fin negó con la cabeza. Alondra señaló a otras de las chicas que servían las mesas, hablaron algo más y el encargado asintió.

Todo esto significaba que no echaría a Elaith Craulnober del local, pero permitiría que Alondra enviara a otra chica a servir la mesa del elfo.

El Serpiente sonrió satisfecho. Sí, la chica era lista y perspicaz. Ahora, si demostraba tener unos dedos lo bastante ligeros como para arrebatarle a Taeros Halcón Invernal el simulador sin llamar la atención, quedaría realmente impresionado.

Los Capas Diamantinas le estaban resultando realmente entretenidos. El joven Korvaun Yelmo Altivo estaba desenterrando información sobre las propiedades de Elaith a una velocidad sorprendente, escarbando en sus negocios con una determinación más propia de los mineros enanos. A estas alturas sin duda estaba enterado de que Elaith era el propietario de El Queso Añejo y de la casa alta que antes pertenecía a Danilo Thann o, para ser más precisos, de esas dos pilas de escombros. Resultaría interesante ver qué hacía el joven lord Yelmo Altivo con esa información.

Todavía más interesante resultaba la presencia de un simulador aquí, en Aguas Profundas. ¿Acaso Taeros Halcón Invernal sabría qué tipo de tesoro poseía? Lo más probable era que no; su magia era casi imposible de detectar.

Elaith dio vueltas al pequeño anillo de plata que le había advertido de un simulador en acción y lo había llevado a rastrear a su portador y a confirmar con sus propios ojos que se trataba de un cachorro de noble casi imberbe que tenía la audacia de llevar el escudo del halcón invernal, el simulador que otrora había protegido al propio rey Zaor. El apellido del joven, Halcón Invernal, era un mal remedo de uno de los grandes secretos de Siempre Unidos.

Los simuladores nunca habían proliferado. Sólo los llevaban los guardias reales de Siempre Unidos cuya función era hacerse pasar en algún momento por un miembro de la familia real. Eran un secreto tan bien guardado que, supuestamente, sólo los gobernantes Florlunar y sus guardias sabían lo que era. No había nadie en Aguas Profundas, absolutamente nadie, capaz de adivinar la auténtica naturaleza de lo que llevaba al cuello Halcón Invernal.

Elaith lo sabía demasiado bien. El anillo de plata que llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda le permitía captar conjuros de simulación. Había dejado un anillo similar al huir del reino insular hacía ya mucho tiempo. Jamás se le habría ocurrido hacer otra cosa, ni en momentos de infortunio, pero Amnestria, su princesa, su amor perdido, le había traído el suyo cuando lo siguió a través de los mares con la esperanza de que le ayudara a recordar lo que antes había sido.

Elaith desalojó de su mente esos pensamientos para volver a lo del simulador. ¿Cómo podía ser que este invento tan secreto de los elfos hubiera llegado a Aguas Profundas?

Alzó la copa que una nerviosa camarera colocó delante de él y tomó unos sorbos con aire ausente. Una magia tan especial, casi tan especial como los humanos de Aguas Profundas que podrían tener tratos con Siempre Unidos…

Learal. Learal Mano de Plata, la esposa del archimago. Ella era amiga de Amlaruil de Siempre Unidos. Tal vez la reina elfa le hubiera concedido esta magia después del ataque de los sahuagin como contribución a la protección de la ciudad. Era poco probable que alguien en Siempre Unidos o en Aguas Profundas supiera que un tal Serpiente podía detectar los simuladores.

De repente, Elaith se puso de pie y abandonó el local internándose en la noche. Las sombras se lo tragaron incluso antes de que el furioso encargado pudiera enviar a los hombres encargados de perseguir a los clientes que no pagaban.

No encontraron ni rastro del llamativo elfo, pero el encargado se habría estremecido de haber sabido lo cerca de él que se escondía Elaith, aguardando sin ser visto, con paciencia de elfo, a que el Desfiladero quedara vacío.

Pasó un buen rato antes de que apareciera Alondra, sola, dirigiéndose hacia el norte con su particular andar ligero y rápido. Uno de los mejores matones del Desfiladero salió de un portal y se puso a seguirla. A Elaith no lo sorprendió en absoluto que la camarera elfa de ojos verdes surgiera de la oscuridad y empezase a seguirlos a ambos.

El Serpiente se puso a la cola de esta silenciosa procesión, a una discreta distancia de la elfa. Cuando quedó claro que Alondra se dirigía directamente a la deprimente posada donde se alojaba, Elaith tomó una calle paralela y se desplazó velozmente. Eligiendo un camino lateral del que no sabía nadie que él conociera, salió justo por delante de la guerrera elfa.

Ella se quedó un instante mirándolo con los verdes ojos muy abiertos por la sorpresa. Entonces fue Elaith quien vio atónito y disgustado que ella echaba rodilla a tierra y se llevaba el puño de la mano con que manejaba la espada al corazón y luego a la frente, en un saludo de guerrero. Era un saludo arcaico que hacía ya muchos veranos que no se veía en la corte de Siempre Unidos pero que Elaith conocía demasiado bien. Las antiguas costumbres tenían mucho arraigo en lo más recóndito de las tierras salvajes del norte del reino.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Te conozco?

—Ezriel Vientomarino, milord —respondió ella con respeto—. Y no, nos hemos visto.

Elaith se quedó inmóvil. Conocía ese nombre. Vientomarino era uno de los clanes de pescadores que vivían en sus tierras ancestrales, a la sombra de las ruinas chamuscadas del castillo de Craulnober.

Era un inconveniente. Le había dicho a Alondra que se ocuparía de los que la seguían. Los señores feudales humanos a veces mataban a sus siervos, pero eso era considerado una descortesía en Siempre Unidos. Sin embargo…

—No estamos en Siempre Unidos —dijo con toda la calma.

La joven guerrera se puso de pie, suponiendo obviamente que él estaba prescindiendo de las formalidades de los elfos.

—Empecé mi entrenamiento el año antes de que dejaras tu puesto como capitán de la guardia del rey, pero he oído hablar de ti —dijo la mujer con la admiración que suscitan los héroes en sus brillantes ojos—. De modo que vine al continente en busca de aventuras, igual que tú.

Sus palabras le produjeron a Elaith una mezcla de pena y diversión. ¡Así que eso era lo que se decía para explicar su repentina partida! Era una historia como cualquier otra.

—Sí, he oído muchas cosas preocupantes sobre ti desde que llegué a la ciudad —añadió Ezriel en voz baja mirándolo a los ojos en un mudo ruego de que las desmintiera.

—Los humanos dicen muchas cosas extrañas —respondió con despreocupación—. Cosa que te confirmo dándote la mano.

Ezriel Vientomarino leyó la respuesta que esperaba en sus palabras y cogió con ansiedad la mano que le ofrecía.

Elaith apretó con fuerza y el rostro de Ezriel perdió toda expresividad antes de caer al suelo como una marioneta a la que acaban de cortarle los hilos.

El elfo alzó la mano con la palma hacia arriba para mostrarle el pequeño alfiler que sobresalía de uno de sus anillos. Al retraerse, desapareciendo en el cintillo, de su punta hueca cayó una diminuta gota reluciente.

—Statha. La Perdición de los Elfos. Un veneno no tan escaso como debería ser —le dijo con toda naturalidad.

Esos labios temblorosos no podían responder, por supuesto, pero sus ojos, oh, sus ojos…

No estaba preparado para el dolor que veía en ellos, ni para su propia reacción. Llevaba décadas traicionando a sus aliados, pero por alguna razón la acusación silenciosa de esta joven guerrera condenada fue como una puñalada en el corazón.

Podía ver cómo se debatía denodadamente contra los músculos que ya no la obedecían. Los ojos verdes miraban en todas direcciones aunque cada vez con más lentitud hasta que el statha pusiese fin incluso a ese último vestigio de libertad.

De repente, Elaith comprendió lo que quería, lo que trataba de decirle. Su mirada señaló repetidas veces la espada que llevaba sobre la cadera y después su propio cuerpo y vuelta a la espada.

Estaba claro. Esta muerte sin dolor, sin sangre, no era el final adecuado para una guerrera de Siempre Unidos. Se había ganado la vida con la espada y por la espada quería morir.

Vivía como él mismo había vivido y deseaba la muerte que él ya no merecía.

Elaith volvió a enfundar el arma que había sacado a medias y con un gesto impaciente hizo que se abrieran las cintas de una bolsa que llevaba al cinto y una ampolla allí guardada saltara a su mano.

Con la velocidad de una serpiente, la destapó e hincó una rodilla junto a la elfa moribunda. Le cogió la mano y vertió unas gotas del líquido brillante en la diminuta herida.

Unos débiles puntos de luz parecieron bailar bajo su piel pálida, recorriéndole todo el cuerpo. Después de un momento tuvo un estremecimiento y a continuación se incorporó con gesto desconcertado pero sin retirar la mano de la del elfo.

—Lo que se dice de mí es cierto —dijo Elaith en voz baja—. Habiendo oído esas historias fuiste una tonta al confiar en mí.

—Y sin embargo estoy viva —dijo ella respirando hondo mientras esperaba una explicación.

—En Aguas Profundas las cosas no siempre son lo que parecen.

Al oír esto, Ezriel se desasió de su mano. Se puso de pie, y él junto con ella.

—¿O sea que al envenenarme me estabas advirtiendo de que me anduviera con cuidado? —Su voz sonaba baja pero incrédula—. Perdóname, lord Craulnober, pero fue una lección muy dura. No soy una niña ni una necia incapaz de entender lo que se transmite con palabras.

—Entonces escucha estas: un señor elfo de Siempre Unidos sólo podría gobernar un imperio comercial extenso, complejo y poco presentable.

Ezriel se lo quedó mirando.

—Pero a pesar de todo gobiernas, ¿no es cierto? En el fondo, ¿no es casi lo mismo?

—¡Más bien no!

—¿Y por qué no?

Su pregunta dejó helado a Elaith. ¿Y por qué no? Se había acostumbrado a considerar la Ciudad del Esplendor —tamaña arrogancia la de estos nombres humanos— como un cofre del tesoro en el que meter la mano y a sus habitantes como meros secuaces y posibles víctimas. Acataba las leyes de la ciudad cuando era conveniente hacerlo y sólo protegía a Aguas Profundas cuando estaban en juego sus intereses.

¿Por qué, entonces, lo desazonaba tanto el hecho de haber estado ausente de la ciudad durante el ataque de los sahuagin?

Si la atacada hubiera sido Siempre Unidos habría vaciado sus reservas de riquezas y su magia para ayudarla. Habría muerto de buena gana defendiéndola, como correspondía a un antiguo capitán de la guardia del rey Zaor, pero Aguas Profundas no era Siempre Unidos. Tenía aquí unas cuantas moradas pero no era su hogar ni lo sería nunca.

Sin embargo, ¿qué encanto había encontrado en los dominios de su familia? Las tierras de los Craulnober casi no tenían atractivo para él. Jamás se había molestado en reconstruir la torre ancestral destruida por el fuego cuando era un niño. La reina Amlaruil lo había tomado como protegido en la corte y lo había criado junto a sus propios hijos. Allí donde estaba Amlaruil, donde estaba Amnestria…, ese era el único hogar que el corazón de Elaith conocía, y no esperaba encontrar otro.

No obstante, gobernaba las tierras de Craulnober, ¿o no? Hasta ahora se había reunido con su administrador todos los solsticios para discutir cuestiones de importancia para las gentes sencillas que cultivaban la tierra, cazaban en la zona más septentrional de Siempre Unidos y pescaban en las aguas que rodeaban a las islas exteriores. Estas cosas no las hacía movido por un profundo amor hacia esos lugares salvajes, sino porque era su deber para con sus tierras ancestrales y con las gentes que allí habitaban. Su gente.

¿En qué era diferente Aguas Profundas? Aquí no había heredado tierras ni títulos, pero era ampliamente reconocido como un señor del crimen con poder e influencia considerables. ¿Tenía derecho este pozo de inmundicia humana a esperar que él asumiera las responsabilidades y obligaciones de un señor para con la ciudad que había saqueado durante tanto tiempo?

—¿Lord Craulnober? —La voz de Ezriel lo sacó de su ensimismamiento.

—¿Ante quién respondes? —le preguntó de repente.

—En este momento soy una mercenaria de los Halcón Invernal.

—No es un trabajo digno de una mujer guerrera de Siempre Unidos. Llegaré a un acuerdo con lord Halcón Invernal y me ocuparé de que consigas un empleo más adecuado en una de mis empresas legales.

Los ojos verdes se encendieron de entusiasmo.

—Sí, me gustaría concluir con honor mi acuerdo con los Halcón Invernal. Al margen de eso, no me preocupan mucho las leyes humanas.

—¿Que no sientes respeto por las leyes humanas? ¡Sorprendente! —Elaith volvió a cogerle la mano y la colocó amistosamente bajo su brazo—. Paseemos juntos y cuéntame más cosas.

El sol matutino se colaba en la cocina mientras Naoni secaba la última jarra. Faendra entró bailando alegremente, fresca y chispeante a pesar de la noche en vela.

Puso los ojos en blanco.

—Gennior se ha marchado por fin. No estoy del todo segura, pero es posible que piense que estamos prometidos.

—De ser así, padre oirá la noticia de sus labios antes del sol alto —dijo Naoni sin inmutarse—. ¿De qué te has enterado?

Faendra se sentó sobre un cajón y se alisó la falda gris.

—Padre no ha contratado ningún guardia. Tampoco creo que tenga a uno de sus hombres vigilándonos ya que ninguno de ellos comentó nada ni se jactó de ello.

—¿De modo que pasaste la mayor parte de la noche coqueteando con un aprendiz de fabricante de cola para nada?

—No exactamente —dijo Faendra mirándose las uñas con un pequeño mohín—. El primo de Gennior sirve en la casa de los Halcón Invernal. Parece ser que lord Taeros contrató a un guardia en nombre de su amigo Korvaun Yelmo Altivo que fue quien pagó por él.

Naoni sintió que la sangre abandonaba su rostro y experimentó un pequeño mareo.

—¿Que está pagando para hacerme… hacernos vigilar?

—Yo diría que proteger.

—No tengo ningún deseo de su dinero ni de su protección —susurró Naoni, tan furiosa que casi no se daba cuenta de que tenía los puños apretados—. Y voy a decírselo… en cuanto me ponga algo más adecuado para una audiencia con la nobleza.

Dicho esto salió de la cocina con un aire muy digno.

—O para acercarte más a la verdad —le dijo Faen en tono burlón yendo tras ella—. ¡Tan pronto como te pongas un vestido más atractivo!

Naoni hizo como que no la oía.