Los postreros rayos del sol se filtraban entre los árboles, bañando la Ciudad de los Muertos con su luz cálida y dorada. Entre tanta serenidad, ni siquiera en su estado de ánimo actual pudo negar Taeros Halcón Invernal la belleza de la morada de los muertos.
No había ningún otro lugar en Aguas Profundas donde tanto se notara la mano de los artistas. Los mejores escultores de diferentes tierras habían esculpido maravillosas estatuas y habían adornado los flancos de altos monumentos con intrincadas tallas. En las paredes internas de muchas tumbas se habían pintado grandes y opulentas escenas, y también había obras de arte vivientes: pequeños arreglos florales y estanques llenos de brillantes peces. Hermosos pabellones atraían no sólo a quienes venían a mostrar su duelo o a sumirse en la contemplación, sino también a gentes que buscaban un lugar agradable para citas y paseos al aire libre. A los niños les gustaba correr y jugar entre las tumbas, aunque hablaban en voz baja movidos por el respeto y por sutiles encantamientos…, y los escasos druidas que llegaban a Aguas Profundas se sentían atraídos hacia los viejos árboles y tranquilas alamedas. Corría el rumor de que aquí habitaban duendecillos y elfos.
Y también había criaturas más oscuras. Las altas paredes del cementerio cubiertas de magia no sólo estaban allí para impedir la entrada de vándalos y profanadores de tumbas. También se decía que no permitían salir a los monstruos que acechan por la noche y a los muertos que no descansan.
Las puertas que había en los muros se cerraban al crepúsculo, de modo que había poco tiempo para un funeral completo. Malark Kothont, noble de Aguas Profundas por cuyas venas corría sangre real, llegaría a su reposo eterno con apenas más ceremonia que la que merece un perro favorito.
Taeros echó una mirada al cielo occidental. El sol estaba cerca del horizonte. El funeral tendría que ser realmente rápido.
Su mirada tropezó con un rostro familiar: una muchacha menuda, delgada, de vivaces ojos pardos. Caminaba con otra chica. ¿Quién? Ah, sí, la criada de las hermosas hijas de Dyre. Tenía un nombre de pájaro… ¿Urraca? ¿Golondrina? Alondra… sí, Alondra.
Se retrasó un paso, dejando que sus amigos siguieran adelante.
—No pensé en encontrarte aquí, señora Alondra.
Ella lo miró pensativa.
—Ni yo esperaba una invitación.
—¿De quién?
Alondra señaló con la cabeza la espalda de los Capas Diamantinas con los que había llegado Taeros.
—Lord Yelmo Altivo vino esta tarde al Hipocampo Rampante. A veces sirvo allí, en el comedor. Me pidió que encontrara a la mujer a la que salvó vuestro amigo. —Dirigió una sonrisa tranquilizadora a la chica pálida y frágil que iba cogida de su brazo.
Taeros también sonrió a la atemorizada joven, preguntándose qué se propondría Beldar con esto. Por lo general estos gestos oportunos eran cosa suya…, pero tal vez el joven Cuerno Bramante estaba tan desasosegado por la muerte de Malark como cierto Taeros Halcón Invernal.
—Parecía un buen hombre. Me refiero a vuestro amigo —dijo Alondra en voz baja.
Taeros la miró sorprendido.
—¿Conocías a Malark?
—Intercambiamos algunas palabras en una velada. Era muy aficionado a las mujeres, pero no las abordaba de una forma tan repulsiva como la mayoría.
Taeros lanzó un bufido.
—¿Y así es como defines a un buen hombre?
—No he conocido a muchos que fueran mejores —fue la tajante respuesta.
Taeros asintió expresando su total acuerdo, aunque sospechaba que él y la criada daban significados diferentes a esas palabras.
Recorrieron en silencio el resto del camino incorporándose al séquito que fue reuniéndose en torno a la tumba de los Kothont. Algunas familias nobles tenía sus propias criptas en mansiones campestres o debajo de sus villas de la ciudad, pero los Kothont difuntos descansaban en la Ciudad de los Muertos, en una pequeña fortaleza de mármol blanco rodeada de los estandartes verdes de la familia. Una constelación de estrellas plateadas rodeando las armas de los Kothont relucía en el techo abovedado en un despliegue grandioso, incluso ostentoso, del que Malark se había burlado repetidas veces en su vida.
Todos guardaron silencio mientras el sencillo ataúd de cedro era transportado hasta los umbrales de la tumba abierta. La costumbre establecía que el homenaje final se rindiera frente a la puerta.
Pasó un buen rato sin que nadie hablara. Alauos Kothont, al que en todo Aguas Profundas se conocía como lord Barbadorada, permanecía con la cabeza gacha y las lágrimas caían a raudales sobre su famosa barba dorado-rojiza, una barba no tan larga ni espesa como la que había lucido su hijo.
¿Cuántas veces se habían burlado los Capas Diamantinas de Malark por la afectación de su familia y lo habían llamado enano de piernas largas entre otras cosas? Jamás se había ofendido el simpático joven. ¡Era un buen hombre, el mejor de todos ellos! ¿Por qué no lo diría nadie?
Taeros tragó saliva. ¿Por qué no podría decirlo él?
El silencio se hizo molesto. Korvaun y Beldar intercambiaron miradas sombrías. Taeros los miró a ambos. Siempre había sido Beldar el que hablaba y Korvaun quien lo disponía todo calladamente. No es fácil romper con los hábitos muy arraigados.
Por fin, Korvaun dio un paso al frente y apoyó las manos sobre la madera lustrada.
—La medida de un hombre —dijo con voz ronca— suele encontrarse en el valor que concede a quienes tiene alrededor. Malark veía el bien en todos, y siempre tenía palabras bondadosas y gestos amables para todos. No murió obedeciendo a algún gran señor en la batalla, sino ayudando a una muchacha asustada.
La mirada de Korvaun se volvió hacia la chica que acompañaba a Alondra y se dirigió hacia ella con una sonrisa tranquilizadora. Sin embargo, sólo el brazo de Alondra, que sujetaba a la chica por la cintura, pudo evitar que se escabullera, tan abrumada se sentía al notar fijos en ella los ojos de tanta gente importante.
Ante la sorpresa de todos, Korvaun echó rodilla a tierra ante la chica y cogió una de sus manos encallecidas por el trabajo.
—Melia Brewer, nunca olvides lo que vales. Un buen hombre valoró tu vida más que la suya propia.
Llevó la mano de la chica a sus labios como homenaje y a continuación se puso de pie y miró lentamente a los presentes.
—Lo mismo puede decirse de todos los aquí reunidos. Un buen hombre nos ha llamado hermano, primo, padre o amigo. Malark Kothont me llamaba su amigo. Si ese es el único homenaje que me vayan a rendir en mi funeral, no necesitaré otro y me consideraré contento.
Taeros parpadeó con ojos empañados y vio a lord Barbadorada colocar la mano sobre el ataúd. No había tiempo para más despedidas.
En un montículo cercano había un monumento conmemorativo con las sinuosas runas del Espruar elfo. Las hojas del árbol que lo cobijaba se estaban volviendo azules, una señal segura de la proximidad de la noche. El Árbol Espectral elfo, que de día era roble y por la noche se transformaba en un hojas azules de Siempre Unidos, un árbol bien amado por los elfos enterrados entre sus raíces. Se contaban cosas muy extrañas sobre él… ¿Y si todas las demás leyendas que se contaban de la Ciudad de los Muertos eran ciertas?
Taeros se puso a la cola, ocupando su lugar entre los que pasaban rápidamente junto al ataúd de Malark para darle el acostumbrado adiós… y salir corriendo.
El comedor del Hipocampo Rampante no era un lugar que los Capas Diamantinas hubieran elegido normalmente para una reunión nocturna. Carecía del esplendor y las pretensiones de las casas ricas, de la pícara exclusividad de los clubes y salas de fiesta atrevidos, y de la pura diversión de los tugurios del distrito del Puerto.
Lo que sí tenía, tal como Taeros había sostenido con éxito, era zzar mezclado con bebidas más fuertes para conseguir una potencia adecuada a la necesidad de todos ellos de recordar a Malark con algo mucho más fuerte que la cerveza. También era, casualmente, la posada en la que trabajaba Alondra, aunque ni Taeros ni Korvaun se lo mencionaron a los otros tres Capas Diamantinas.
Alondra estaba sirviendo mesas en ese momento. Se acercó a la suya con una bandeja cargada y ágilmente reemplazó los vasos vacíos por otros llenos.
Taeros se sorprendió siguiéndola con la mirada mientras se alejaba.
—Este —anunció Beldar alzando su copa— es un tributo mucho más adecuado a nuestro amigo caído. Vino, hermosas mujeres y frívola diversión. ¡Esta es una despedida que Malark agradecería!
Las copas se alzaron en su tercer o cuarto brindis. Taeros vació la suya de un solo trago. Hizo una mueca y aspiró hondo.
—Me parecieron muy oportunas las palabras de Korvaun. Cargó con lo que ninguno de nosotros se atrevía a hacer y no encuentro nada que objetar.
—No me considero ofendido —dijo tranquilamente el vástago de los Yelmo Altivo—. Malark era aficionado a las juergas. Lo que corresponde es celebrar su vida tal como la vivió.
—¡Bien! ¡Bien! —aclamó Roldo agitando su copa. A Taeros no le había pasado desapercibido que el heredero Thongolir apenas había bebido, limitándose a humedecerse los labios en cada brindis. Roldo era propenso a hablar en exceso cuando bebía, y probablemente tenía miedo delo que pudiera decir en la noche del funeral de Malark.
Beldar no tenía esos escrúpulos. El líder del grupo alzó imperativo su copa vacía. Alondra acudió presta con una bandeja en una mano y una botella de zzar en la otra y empezó a servir.
—Deja la botella —le ordenó Beldar sin alzar la vista—. Sí, sí, Korvaun hizo bien. Como él dijo, me siento honrado de haberme contado entre los amigos de Malark. —Negó con la cabeza—. ¡Qué tremendo derroche! ¿Realmente correspondía elevar a una puta criada, una insignificante y pálida muchacha con poca gracia y menos pecho aún, a la altura de los amigos nobles y la familia?
—Entonces, señor, si la muchacha hubiera lucido unos pechos más grandes que tu cabeza ¿la hubieras encontrado más digna del sacrificio de lord Kothont y de tu estima? —preguntó una voz femenina con tono corrosivo.
Taeros miró a Alondra tan sorprendido como horrorizado. Las muchachas de servicio, incluso las que tenían buena presencia y eran poseedoras de un rápido y divertido ingenio, no se metían en la conversación de los clientes, y mucho menos con un reproche.
Beldar miró a Alondra con ojos vidriosos por la bebida.
—¿Lucido? Sí, entonces podría haber sido digna de ser lucida, aunque no del alto honor que le ofreció Korvaun.
La muchacha se lo quedó mirando un momento. A continuación colocó la botella de zzar sobre la mesa con exagerado cuidado, se dio la vuelta para marcharse… y se volvió de pronto sosteniendo en alto la bandeja con ambas manos. Antes de que nadie pudiera hacer algo más que abrir la boca, la descargó sobre la cabeza de Beldar con un sonido como el de un gong.
Beldar cayó al suelo con silla y todo. Alondra se dio la vuelta en redondo y sin más se marchó del Hipocampo arrojando al suelo la bandeja abollada y lanzando el delantal al indignado propietario del local.
Hubo gran ruido de sillas al saltar los Capas Diamantinas para ayudar a su caído líder. Korvaun, que estaba sentado al lado de Beldar, hizo los honores, poniendo de pie al aturdido lord Cuerno Bramante y sacudiendo de la capa color rubí del caído lo que se le había pegado del suelo.
—¿Estás bien?
Beldar se tocó con cuidado la cabeza y asintió.
—Bien —dijo Korvaun amablemente… antes de darle a Beldar un fuerte puñetazo en la mandíbula. El joven lord Cuerno Bramante trastabilló, tropezó con la bandeja que había tirado Alondra y volvió a dar con su cuerpo en el suelo.
Ante la mirada atónita del tabernero, lord Korvaun Yelmo Altivo se dirigió rápidamente a la puerta con su capa de zafiro flotando tras él como una nube de tormenta.
Esta vez Beldar se quedó en el suelo, gruñendo y sin ayuda, mientras Taeros, Starragar y Roldo miraban boquiabiertos la espalda de su amigo que se marchaba.
—Gracias, Hoth —murmuró Mrelder cuando quedó claro que su padre no iba a decir nada.
El hombre alto hizo una silenciosa reverencia y se marchó, dejando solos a Mrelder y a su padre en el despacho de Golskyn con los cuencos de sidra caliente que había traído Hoth. El sacerdote hizo un gesto imperativo, indicando a su hijo que cerrara la puerta con llave.
Cuando regresó, Golskyn de los Dioses estaba sentado en su escritorio mirando el amanecer por la ventana y calentándose las manos con el cuenco.
—Llevas aquí más tiempo que nosotros —dijo abruptamente—, y por lo tanto has visto más de esta ciudad codiciosa y rebosante de actividad. Además, todavía tienes una edad en la que proliferan los sueños y las fantasías, de modo que quiero que me cuentes algunos de tus pensamientos. ¿Por qué debemos luchar los de la Amalgama? Habla con total libertad.
Mrelder se quedó boquiabierto.
En ningún momento apartó su padre la mirada de la calle, pero la sonrisa tensa en la cara adusta y autoritaria de Golskyn le hizo ver a Mrelder que no le había pasado desapercibida la sorpresa de su hijo.
—Aguas Profundas —dijo este lentamente— es una ciudad de secretos y de esfuerzos. Los hombres pelean a diario con su inteligencia y su dinero, y demasiado a menudo con dagas y armas peores. Comprar esto, vender aquello, estafar, engañar y fingir: la gente se pasa la vida persiguiendo el dinero.
Señaló con una mano la calle atestada, donde los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías entre el ruido de las carretas y el apresuramiento de la gente.
—Muchos sueñan con grandes fortunas, aun cuando saben que nunca estarán a su alcance. Algunos trabajan como esclavos todo el día, refunfuñando o resignándose a su suerte, pero muchos tienen el ardor y la ambición que siempre he visto en ti, padre, aunque no tu ingenio ni tu clarividencia.
—¿Y eso?
—Tratan de conseguir una ventaja sobre los demás, un primer paso o un primer asidero que los acerque al poder y que los ponga al borde de hacer realidad sus sueños. En Aguas Profundas no sólo abundan los soñadores, sino también los realizadores.
Golskyn asintió.
—Y eso significa…
¡Daba toda la impresión de que su padre estaba tomando en serio sus palabras! Ansioso de no decir una palabra equivocada, Mrelder respiró hondo y se lanzó al vacío.
—La gente tan ávida de riquezas se ofrece, a menudo sin darse cuenta de lo que hace. Se lanza sobre las oportunidades por miedo de que se le escape la fortuna. No se atreven a rechazar o a volver la cara a cualquier cosa que pueda ponerlos en la senda hacia el poder. A todos les gusta creer que son más inteligentes que los demás, pero una y otra vez alguien urde un nuevo timo, y uno tras otro caen víctimas de él. No pueden resistirse.
Golskyn tomó un sorbo de sidra.
—Entonces, si decimos y hacemos lo correcto podemos «utilizar» a un gran número de estos tramoyistas ávidos de dinero. ¿Con qué fin?
—No estoy seguro. Sin embargo, este descontento, esta rabia contra los Señores y los nobles, estos comentarios en las tabernas sobre los edificios que se vienen abajo… son cosas de las que podemos sacar provecho. Nunca he visto tanto malestar como ahora en la ciudad.
Su padre lo miró con expresión divertida y el hechicero se corrigió rápidamente.
—No es que haya pasado tantos años en Aguas Profundas, por supuesto, pero los aguadianos que peinan canas lo dicen en las calles y en las tabernas, y las mujeres coinciden con ellos en las tiendas.
—O sea que, tal como dicen, esta ciudad está lista para la siega —murmuró Golskyn—. Allí donde cualquier exaltado pueda incitar a los hombres a sacar la espada y a gritar en las calles, los seres superiores pueden controlar o al menos marcar el rumbo de lo que sobrevenga para conseguir los fines que pretenden.
—Exacto —respondió Mrelder con un entusiasmo tal vez un poco excesivo.
Golskyn se volvió de repente y lo miró cara a cara, con su ojo descubierto tan frío y severo como siempre.
—Y entonces, hijo mío de tanta sabiduría y fina percepción, ¿qué planes has hecho para aprovechamos de esta rara oportunidad?
Mrelder tragó saliva, consciente de que pisaba terreno peligroso, y habló con toda cautela.
—Los injertos, padre, son valiosos. Si conseguimos dominarlos, nos mejoran.
La sonrisa de Golskyn fue gélida.
—¿Y?
—Sin embargo, por definición están limitados a nosotros, que ya creemos en la Amalgama, que te reverenciamos por su visión y tratamos de cumplir tus deseos.
El sacerdote le indicó impaciente que continuara.
—Se puede conseguir más mejorando a otros… si y sólo si, con esas mejoras conseguimos cierto control sobre esas personas a las que… mejoramos.
Golskyn asintió.
—Conseguimos instrumentos, ya sea que conozcan o no su servidumbre, y así ampliamos nuestro alcance y nuestro poder. Continúa.
Mrelder tomó su primer sorbo de sidra, más para evitar la mirada penetrante de su padre que para saciar la sed.
—Tal vez sea este control lo que nos resulte más útil, más que los propios implantes —dijo sin apartar la mirada de su jarra—. Que quede claro que no digo nada en contra de los dioses, ni sobre lo correcto de aumentamos como ellos nos impulsan a hacer; ahora hablo sólo de los demás, de los no creyentes. Tampoco digo que esas personas deban seguir siendo no creyentes…, sólo que el control en sí mismo es valioso y que hay otras maneras de conseguir control aparte de…
—¿Cortar partes útiles de bestias a las que la mayoría consideraría monstruos? —El tono de Golskyn era frío—. ¿De modo que no ves más allá que un matón callejero que trata de formar una banda a su alrededor para sentirse poderoso? Dime, oh joven sabio, ¿qué sentido tiene controlar a los tontos y a los débiles?
—Pueden ir a lugares donde los hombres implantados no pueden ir y hacer cosas que ellos no pueden hacer. Si yo hubiera admitido el brazo del sahuagin y hubiera llegado a dominarlo, no se me habría admitido en presencia de lord Piergeiron. Hubiera sido combatido y expulsado por su mago guardián como escoria.
—Hasta que te pongas a prueba ante los dioses —replicó Golskyn con tono gélido—, eres igual que los demás hombres y puedes servirme como el enviado nada sospechoso que pretendes ser. Ya tengo a un débil, ¿para qué quiero más?
—Pero padre…
—Pero hijo —lo cortó Golskyn—, puedes encontrar palabras para no hacer más que tratar débilmente de justificar tus propios fracasos. Tienes una visión bastante clara de Aguas Profundas, pero todavía no la tienes de ti mismo. ¿Acaso tu tan mentada hechicería ha conseguido para nosotros alguna de las Estatuas Andantes? Y si así fuera, ¿cómo podrías protegernos al resto de nosotros contra la Vigilante Orden o contra este señor mago de Aguas Profundas del que todos hablan con admiración? ¿O de esos valientes bufones de la vigilancia local que pueden convocar a la guardia de ruidosas armaduras para hacerla marchar sobre nosotros por todos los flancos o para aplastarnos las cabezas? ¿Tienes un plan para derrotarlos a todos? ¿O algún poderoso conjuro que me hayas estado ocultando?
Mrelder enrojeció y sintió crecer la furia dentro de sí. Una vez más, su padre lo hacía a un lado con desdén. Debería haber sabido que no podía esperar otra cosa. Al parecer, la esperanza era la última víctima de Golskyn.
—Ve y sigue maquinando —dijo lapidariamente Golskyn de los Dioses señalando la puerta—. Y vuelve cuando tengas algo que sea realmente útil.
Los prados estaban preciosos esa mañana de pleno verano, fragante con las flores, hierbas dulces y rocío que se secaba rápidamente. Las tierras despejadas al este de las murallas de Aguas Profundas eran un hermoso terreno de caza. Los faisanes y urogallos anidaban entre la alta hierba mecida por el viento, y las rollizas liebres eran presa fácil para los halcones de brillantes plumas de los nobles.
Taeros y Korvaun cabalgaban en silencio al trote rápido de sus relucientes monturas. La invitación de Korvaun había llegado por mensajero en plena noche. Taeros había accedido a venir cabalgando a esta hora despiadada, apenas dos campanadas después del amanecer, movido, sobre todo, por la curiosidad. Sobre el arzón de la silla de su yegua negra iba un halcón con caperuza casi idéntico al que iba posado en el semental dorado de Korvaun.
El plumaje azul y verde del ave de su amigo era tal vez un poco más brillante, pero el suyo, pensó Taeros, tenía una marca más bonita.
Esperó todo el tiempo que pudo antes de tocar el tema que sin duda había motivado esta salida.
—Pocas veces te enfadas tanto como anoche —señaló cuando hicieron un alto en una pequeña colina desde la cual habían echado a volar sus halcones cientos de veces—. ¿Cómo es que Beldar te ofendió tanto?
Korvaun le quitó la caperuza a su halcón y le soltó las traíllas. El brillante depredador saltó inmediatamente a su muñeca enguantada y Korvaun lo echó a volar.
—Beldar es un buen muchacho, no te confundas —dijo Korvaun sopesando las palabras mientras observaba a su halcón planeando felizmente por el cielo—, pero puede ser demasiado rápido y lenguaraz a la hora de juzgar a la gente común.
Taeros repitió unas palabras que había dicho Korvaun:
—«La medida de un hombre suele encontrarse en el valor que concede a quienes tiene alrededor».
Korvaun esbozó una sonrisa.
—No pareces convencido.
—Coincido en lo fundamental —replicó Taeros cauteloso—. Y sin duda fue una falta de tacto que Beldar hiciera esas afirmaciones en presencia de una chica del servicio. —Desvió de repente la mirada del halcón al que seguía y añadió con picardía—: Especialmente de una pequeña alondra parda al servicio de una blanca paloma.
Korvaun se sonrojó y Taeros rompió a reír.
—Vaya, ya me parecía que le dedicabas demasiadas atenciones a la mayor de las hijas de Dyre. Sin embargo, perdóname, parece… singularmente falta de color a pesar de su pelo rojo.
—Ninguna mujer es la mitad de bella a mis ojos —dijo Korvaun con gran seriedad—. Naoni tiene un espíritu sereno y tranquilo, y sin embargo ve de forma inmediata lo que es necesario hacer. Siempre piensa antes en los demás que en sí misma, y es tan bondadosa como sensata.
¿Bondadosa? ¿Sensata? No eran esas palabras que le vinieran a la cabeza a Taeros Halcón Invernal cuando soñaba despierto con la perfección femenina, claro que a él lo que más le gustaba era justamente la imperfección.
Volviendo a la criada, Alondra no era más bella que su señora, pero Taeros admiraba su lengua afilada.
—Sus manos están tocadas por la propia Mystra —prosiguió Korvaun—. Sólo una favorita de los dioses podría transformar gemas en hilo. La hermosa Faendra dice que Naoni, hilando, podría recomponer los sueños rotos si se lo propusiese.
—Puede que así sea, pero su padre, ese fiero cantero, utilizará tus tripas como tirantes si pones una mano encima de su hija.
—No me preocupa maese Dyre —dijo Korvaun con total tranquilidad—. Naoni es dueña de sí misma. Vaya, y ahí se acaba todo: ella se resiste férreamente a todo lo que tenga tintes de romanticismo.
Taeros miró a su amigo con una mezcla de interés y diversión.
—¿Y cómo sabes tú eso?
—Le he enviado respetuosas cartas solicitando su compañía, y todas las declinó con el mismo respeto.
—Le has enviado cartas —repitió Taeros sin podérselo creer—. ¿No has oído nunca a los bardos cantar «los corazones débiles cobran una bella presa»? ¡Persíguela, hombre! ¡Dale caza!
Sacudió el puño para dar mayor énfasis a sus palabras, y arrancó un graznido al halcón cubierto con la caperuza que estaba posado en él.
—Si fuera esa mi intención, necesitaría un pájaro más grande —dijo Korvaun secamente.
Taeros rio entre dientes.
—Lo que quería decir realmente era que hicieras algo más contundente. Flores y regalos, hermosas palabras y poesía.
Korvaun lanzó una carcajada.
—Ah, ¿y quién iba a ser mi poeta? ¿Tú?
Taeros sonrió lentamente.
—Puede que tengas la prudencia de no emplearme como emisario, pero de todos modos, deberías hablarle.
Korvaun inició un gesto de afirmación, y al ver que su halcón se lanzaba de repente hacia el prado y desaparecía entre la hierba, espoleó a su caballo en esa dirección.
—¡Echa tu halcón a volar —dijo mirando hacia atrás—, estas mañanas tan hermosas son ideales para cazar!
—Precisamente, Korvaun —murmuró Taeros liberando a su ave—. Precisamente.
El halcón describió dos círculos, después se detuvo y casi de inmediato alzó el vuelo con un pequeño urogallo entre las garras.
Taeros guardó la presa en su bolsa y recompensó a su pequeño cazador con una de las menudencias de las que siempre lo proveía su maestro halconero.
Yelmo Altivo había desmontado para recoger la carnosa liebre que había matado su halcón, pero lo echó a volar otra vez sin recompensa, un signo inequívoco de que algo más que la caza le rondaba por la cabeza y por el corazón, tal vez algo más que la hermosa Naoni.
—Da la impresión de que tienes la cabeza ocupada esta mañana —dijo Taeros en voz baja.
Korvaun volvió a tirar de las riendas.
—¿Te ha hablado tu padre de la muerte de lord Piergeiron?
—Rumores, y como la mayoría de ellos, hay más humo que brasas.
—Yo también creo que son falsos, pero de todos modos me preocupan.
Taeros lanzó una risita asombrada.
—¡Tú jamás te has interesado en lo más mínimo por la política! ¿Por qué ahora?
—Es hora de que lo haga —fue la simple respuesta de Korvaun, que silbó a su halcón para que regresara.
Taeros fue sopesando la respuesta mientras regresaban a la ciudad. Por más que lo intentó, no se le ocurrió otra mejor.
Esa misma mañana, más tarde, los vástagos más jóvenes de las casas Yelmo Altivo y Halcón Invernal se encontraron intercambiando miradas frente a un montón de duelas de barril medio podridas y una pequeña puerta desvencijada que quedaba al otro lado, un final poco auspicioso para un estrecho callejón.
Korvaun se encogió de hombros y llamó a la puerta. Nadie respondió.
Volvió a llamar, esta vez con más fuerza. La respuesta fue la misma.
Otra vez volvió a interrogar a Taeros con la mirada y este se encogió de hombros.
—El tipo que nos vendió esta dirección seguramente se está riendo con sus amigos ahora mismo.
En ese momento la puerta de abrió de golpe y los dos nobles se encontraron cara a cara, o, más exactamente, cintura con cara, con un par de halflings de aspecto poco amistoso que esgrimían sendas dagas. No se parecían en nada a las gentes menudas regordetas y complacientes que a veces los Capas Diamantinas veían bebiendo en las tabernas más sórdidas. Estos dos eran delgados, de facciones bien delineadas y tenían una actitud alerta y fría.
La cabeza rizada de un tercer halfling asomó entre los dos guardias observando las capas relucientes de los nobles.
—Tejido de gemas. Vosotros sois la gente grande que acudió a «salvar» a las chicas Dyre y a Alondra hace unos días. Vuestra intención fue buena, aunque la ayuda era innecesaria.
Taeros parpadeó.
—¿Innecesaria? Tres chicas desarmadas no tienen nada que hacer frente a media docena de matones.
—Puede que no, pero estos tampoco tienen nada que hacer frente a la guardia de las señoritas Dyre.
—¡Yo no vi ninguna guardia en aquel callejón!
El del pelo rizado sonrió complacido.
—Entonces es que hacemos bien nuestro trabajo, ¿no?
Korvaun respiró hondo y volvió a la carga.
—Me gustaría hablar con la señorita Naoni Dyre. Nos dijeron que tal vez podríamos encontrarla aquí.
—¿Qué negocios tenéis con la señorita Dyre? —inquirió uno de los guardias. Tenía una voz grave y poco amistosa.
—Tranquilos, hermanos. No pretendemos hacerle daño.
El guardia resopló.
—No podríais aunque lo pretendierais. Ni aquí ni en ningún otro lugar de la ciudad.
—Entonces no tendréis nada que objetar —intervino Taeros con un argumento razonable.
El halfling de pelo rizado se quedó un momento estudiando a Korvaun.
—No está aquí —dijo lentamente—, pero sí hay algo dentro que deberíais ver.
Taeros escudriñó la penumbra interior.
—¿Qué es este lugar?
—El Laberinto. Aquí vive la mayor parte de la gente menuda de Aguas Profundas —replicó el del pelo rizado—. Coged una antorcha.
Los nobles se miraron, se encogieron de hombros y cada uno de ellos siguió a su guía tras encender una antorcha.
—Este túnel está empedrado —musitó Taeros golpeando con la bota en el suelo.
—Antes era una calle. Vosotros, la gente grande no parabais de construir cada vez más alto hasta que este nivel quedó olvidado. Por aquí.
Los llevó a una pequeña habitación donde siete halflings armados hasta los dientes estaban reunidos en torno a pequeñas mesas, bebiendo y jugando a los dados.
De repente, todos guardaron silencio y adoptaron una actitud alerta a la vista de los humanos.
—Necesito mostrarles algo que hay en la caja de seguridad de la señorita Dyre —dijo su guía.
Una de los guardias se dirigió a una pared y se puso a la complicada tarea de abrir un juego de cerraduras mientras otros dos se colocaban formando una barrera para que los visitantes no pudiera ver lo que hacía.
Cuando la puerta se abrió de golpe, el guía condujo a los nobles al sótano de techo bajo y abovedado que había al otro lado. Tras seleccionar una caja de metal de unos estantes llenos de otras aparentemente idénticas, sacó de ella una hoja de pergamino y se la entregó a Korvaun.
—Tú eres el que necesita ver esto.
El joven noble leyó en silencio y en sus ojos apareció una expresión de tristeza. Después le devolvió el pergamino al halfling.
—No vais a volver —dijo el guía. No sonó como una pregunta.
—No —respondió Korvaun en voz baja. Dio las gracias al halfling con una inclinación de cabeza y abandonó rápidamente el lugar.
Taeros siguió a su amigo a buen paso, muerto de curiosidad, pero Korvaun permaneció en silencio hasta que estuvieron fuera del Laberinto, parpadeando ante la luz del próximo sol alto.
Entonces sólo dijo dos palabras.
—Muchas gracias.
Halcón Invernal alzó una oscura ceja con aire inquisitivo.
Korvaun esbozó apenas una sonrisa.
—Por no preguntar. Me imagino lo que te cuesta este silencio.
Taeros le pasó a su amigo un brazo por encima de los hombros.
—Ningún sacrificio es demasiado grande por la amistad —repuso con gesto grandilocuente—. Además, cuando se sepa todo se convertirá sin duda en una gran balada.
—Yo que tú no haría eso…, por temor no a mi furia, sino a las espadas ocultas de la gente menuda.
El vástago de los Halcón Invernal rio entre dientes y echó una rápida mirada a las sombras del callejón. Jamás se le había ocurrido escudriñar los lugares pequeños en busca de peligros ocultos. Aguas Profundas encerraba mucho más de lo que su vida y sus fantasías le habían revelado hasta entonces.
¡Esas eran las verdaderas profundidades!