La primera sacudida y el primer estruendo hicieron que Golskyn saltara de la cama haciendo volar los cobertores. Se acercó corriendo a la ventana del piso alto y miró hacia el cielo de medianoche buscando con su ojo descubierto las estrellas con un anhelo indisimulado.
—Un corazón de dragón —dijo pensativo—. ¡Eso sí sería un auténtica prueba para la fortaleza de un hombre!
Mrelder se arrastró junto a su padre, frotándose los ojos para despertarse del todo. Sus pensamientos no estaban puestos en el vuelo del dragón, ni en el grandioso reto de capturar, desmembrar e incorporar a esa criatura, la mayor de todas. En lugar de eso, pensaba en la ciudad que los rodeaba y en la gente que vivía en ella. Nuevos estruendos llamaron su atención.
—¡Se ha derrumbado un edificio! —señaló—. Mira, allí. Se ve una polvareda y también hay llamas.
Golskyn escudriñó en la dirección que le indicaba.
—¿Fuego de dragón? —inquirió esperanzado, nada dispuesto a renunciar a su esperanza más cara.
—Nada de dragones —murmuró su hijo.
Mrelder creyó conocer la causa del derrumbamiento. Los híbridos habían cavado un túnel por allí para unir los sótanos de otro de los edificios de Golskyn. Lord Unidad no era el único sacerdote de dioses monstruosos en Aguas Profundas, pero era nuevo para los aguadianos, e indudablemente los impresionaba. La gente acudía a sus rituales ocultos, y el tráfico por debajo de las calles de Aguas Profundas crecía a buen ritmo. Si unos cimientos habían quedado tan debilitados, ¿qué más podría derrumbarse en poco tiempo?
Una vez retirados los escombros se descubriría el túnel, y entonces…
La mirada aguda y desconfiada del ojo descubierto de su padre bloqueó de repente la visión de Mrelder.
—Tú sabes algo al respecto —le espetó Golskyn. No era una pregunta.
Mrelder empezó a darle vueltas en su cabeza para buscar una solución. No serviría ninguna otra cosa. Golskyn no tenía paciencia para los problemas sin resolver.
—¿Y bien?
De repente le vino a la cabeza un mapa del alcantarillado de la ciudad, y con él la respuesta que buscaba.
—Hice que los híbridos socavaran los cimientos de aquel edificio —mintió Mrelder. Golskyn hizo una mueca desdeñosa y su hijo se apresuró a añadir—: La obra que están haciendo pasa muy cerca de un antiguo tramo del alcantarillado. No hará falta mucho trabajo para horadar lo que hay entre ellos y usar la tierra y la piedra para tapar uno de los extremos de nuestro pasadizo y mantenerlo en secreto.
—¿Y qué hay del otro extremo?
—Lleva a un viejo almacén que está lleno a medias con los escombros de nuestras excavaciones.
El desdén no desapareció del gesto de Golskyn.
—Esto decididamente no me gusta. Un riesgo demasiado grande.
—¿Por qué? La investigación demostrará tan sólo que alguien ha estado haciendo túneles y culparán a los Señores. Cuantos más problemas tenga que afrontar lord Piergeiron, tanto más tendrá que mezclarse con la gente, y tantas más oportunidades tendremos de echar mano a la Gorguera del Guardián.
—¿Y ese almacén?
Una sonrisa genuina se extendió por la cara de Mrelder.
—Lo gané a los dados, no hubo monedas que cambiaran de mano, ni documentos. Se lo gané a un viejo comerciante. No tenía familia y, bueno, murió de repente. Poco después de nuestra partida.
—No quedaron de él partes dignas de conservarse, supongo —musitó Golskyn con uno de sus comentarios habituales cuando le hablaban de una muerte, un desmembramiento o un asesinato.
—No, por supuesto. Ni herederos ni nadie que le guardará luto. Si alguien se pregunta a quién pertenece el almacén, la ley es clara: no tenía herederos.
Actualmente es propiedad de la ciudad. Otro dedo apuntando hacia los Señores.
El gesto desdeñoso de lord Unidad había desaparecido.
—Lo has pensado a conciencia.
Mrelder asintió.
—En cuanto se sepa el porqué de este derrumbamiento, todos los ciudadanos estarán dispuestos a culpar a los túneles de otros edificios que se vengan abajo.
—¿Hay otros edificios que se hayan venido abajo?
—Todavía no —sonrió Mrelder—. Antes del amanecer caerá otro lejos de aquí, de modo que las sospechas no nos apunten a nosotros.
Golskyn sonreía ahora abiertamente.
—¿Lo derribarás con tu hechicería?
Mrelder asintió.
El sacerdote escudriñó el cielo.
—Será mejor que te des prisa, hijo mío. Faltan apenas tres campanadas para el amanecer.
«Hijo mío». Mrelder miró hacia otro lado para ocultar su sonrisa ufana. Jamás había pensado oír aquellas palabras dichas de una manera tan distendida, y mucho menos en un tono que se parecía mucho al orgullo. Sólo había sentido una vez tanta felicidad, pero en aquella ocasión había sido lord Piergeiron el que lo había mirado con afecto y lo había llamado amigo.
El hechicero apartó decididamente de su mente aquel recuerdo tan grato y atravesó la habitación a grandes Zancadas en busca de su ropa. Era hora de salir a la calle para sembrar la disensión y la destrucción en la ciudad de Piergeiron.
Los guardias apostados en las escalinatas de palacio echaron a Mrelder una mirada torva, pero lo dejaron pasar.
Los guardias del interior le dieron el alto. No era de extrañar. Las nieblas todavía no habían abandonado el puerto; sin duda era temprano para tener algo honesto que hacer en palacio.
Sin embargo, parecía que la nota cortés que había enviado la noche anterior a Piergeiron poniéndolo al tanto de su llegada a Aguas Profundas e interesándose por la salud del Primer Señor había dado sus frutos. Con sólo mencionar su nombre, los guardias lo saludaron respetuosamente y le indicaron el camino hacia un sirviente vestido con un fino tabardo.
—El Primer Señor te da la bienvenida y desearía que Aguas Profundas tuviera más amigos de tu valor —dijo el hombre con tono de aprobación mientras indicaba a Mrelder educadamente que atravesara una puerta que se parecía a casi todas las demás de aquel vestíbulo amplio y alto.
Estaba claro que el festín matinal de Piergeiron era una comida en la que cada uno se servía a su gusto. Había fuentes humeantes en un aparador donde alrededor de una docena de hombres de aspecto importante, lujosamente ataviados, se servían muy serios salchichas y pez plata ahumado en cuencos de madera, y pescaban huevos cocidos de un mar de mantequilla especiada. Daba la impresión de que esperaban que un futuro funesto se abalanzara sobre ellos antes de que el sol llegara a lo alto, y no estaban dispuestos a que eso los pillara con el estómago vacío.
El Primer Señor alzó la vista de una pila de papeles que un escribiente acababa de ponerle delante, sonrió ampliamente e hizo señas a Mrelder de que se acercara al aparador.
Mrelder le devolvió la sonrisa. Fueran cuales fuesen las intenciones nefastas que su padre tenía para Aguas Profundas y cualquiera que se pusiera en su camino, cosa que no podía evitar el Primer Señor de Aguas Profundas, a él le resultaba imposible no sentir simpatía por este hombre.
—Pronto podremos hablar —prometió Piergeiron cogiendo la pluma que el escribiente le ofrecía.
El hijo de lord Unidad se acercó a los hombres que estaban junto al aparador. Todos lo miraron como preguntando quién era. Se encontró frente a frente con soñolientos oficiales de la guardia de la ciudad, unos cuantos cortesanos que se movían con soltura y algunos magos de gesto hosco de la Vigilante Orden.
A Mrelder le rugían las tripas. Varios de los guardias estaban llenando sus cuencos a rebosar, de modo que él no se privó de llenar el suyo, tras lo cual se sentó junto a ellos a la gran mesa. Por supuesto, se sentó en el extremo opuesto al de Piergeiron, pero en cuanto empezó a hurgar entre los champiñones fritos bañados en una especie de salsa y recibió agradecido una jarra de zzar caliente que le ofreció un solícito sirviente, se dio cuenta por la velocidad con que comían los demás de que pronto saldrían para hacerse cargo de sus obligaciones.
Así fue, y Mrelder acababa de dar buena cuenta de sus últimas salchichas con un suspiro de satisfacción —¡por los dioses de la Amalgama, hacía años que no había comido tan bien!— cuando el mago de más edad se sentó junto a él.
—¿Y tú eres…? —le preguntó.
—Mrelder. Yo…
—Ya sé, combatiste junto a lord Piergeiron en la defensa de la ciudad y eres su amigo personal —dijo el mago fluidamente mirándolo con ojos agudos y brillantes a pesar de la edad—. Tal vez debería haber preguntado por el motivo por el cual estás aquí.
—Ah, para agradecerle su consejo y decirle que he encontrado a mi padre, tal como él me aconsejó. Y para darle un presente.
—¿Ah, sí? ¿Qué clase de presente? —Dos de los anillos que el mago lucía en los dedos cobraron vida.
A Mrelder esto no lo cogió por sorpresa, pero en su cara apareció una expresión preocupada mientras buscaba en su bolsa. Tras encontrar la pequeña moneda de cobre en la cual él y dos acólitos de la Amalgama habían trabajado mucho y apresuradamente, la colocó sobre la mesa.
El mago la miró con desconfianza. Sus orígenes eran evidentes si se la examinaba minuciosamente, pero ahora tenía la forma de un pequeño escudo de cobre que, en un arco, llevaba las palabras: VENCIDOS TODOS LOS PELIGROS.
El mago colocó una mano encima de la insignia. Al cobrar vida un tercer anillo, el mago le echó a Mrelder una mirada hostil. Cogió un tenedor que alguien había dejado en el cuenco y con sumo cuidado volvió del revés el pequeño escudo y leyó en voz alta la leyenda que había en el reverso:
—«Al Señor Proclamado de Aguas Profundas, con el respeto más profundo de sus admiradores del Alcázar de la Candela».
—¡Buena gente, todos ellos! ¡Bienvenido, amigo Mrelder! —tronó una voz a su espalda.
El hechicero se puso de pie para saludar a su anfitrión. Piergeiron, al parecer, era capaz de moverse con tanto sigilo como un gato cuando se lo proponía. Ambos se enlazaron los antebrazos con los que manejaban la espada, en el saludo propio de los guerreros que confían el uno en el otro.
—¿Has encontrado a tu padre?
¡Por los dioses, se acordaba!
Mrelder respondió con una ancha sonrisa.
—Sí, señor, y quería agradeceros en persona por vuestro consejo. Nos hemos reconciliado.
«A nuestro modo, al menos», se dijo.
—¡Bien! ¡Bien! ¿Y qué es lo que mira Tarthus con tanta desconfianza?
—Yo… me temo que me tomé el atrevimiento de traeros un presente, señor, en nombre de todos los que vinimos del Alcázar de la Candela a combatir junto a vos aquel día. Nos sentiríamos honrados…
—¡Y también para mí será un honor! —dijo Piergeiron con sinceridad.
—No hay en él ningún conjuro, señor —murmuró el mago—, pero la prudencia exige…
—Claro, claro.
Mrelder tuvo sumo cuidado de que en su rostro no se dibujara ni la sombra de una sonrisa. Un conjuro no, pero sí un foco de conjuro mediante el cual Mrelder, que tanto trabajo se había tomado para grabar el más burdo de los dos mensajes que llevaba, formulando un conjuro rápido de su propia creación podría seguir fácilmente el rastro a Piergeiron.
El Señor Proclamado cogió el escudo y lo admiró con puro y simple placer.
—«Vencidos todos los peligros». Me gustaría estar a la altura de ese lema. De todos modos, que sea mi objetivo y que me acompañe siempre. —Le dio la vuelta en la palma de la mano—. Hecho de una pieza de cobre. Ingenioso. —Miró fijamente a Mrelder con aquella mirada directa y desconcertante—. Gracias. Es un regalo principesco —dijo sencillamente.
Mrelder sabía que se había sonrojado. Con osadía, antes de perder los nervios y también la ocasión, se puso de pie, cogió la pequeña insignia de manos del Señor Proclamado de Aguas Profundas, y se dirigió a la mesa donde estaba el yelmo de batalla de Piergeiron sujetando las pilas de documentos que todavía aguardaban la firma del paladín.
Deslizando la punta del escudo con firmeza bajo el borde de la visera que quedaba por encima de las ranuras de los ojos, lo colocó en su lugar, centrado sobre la protección de la nariz.
—¡Ahí está!
Piergeiron volvió a sonreír.
—Lo luciré con gran orgullo —su sonrisa se desvaneció—, aunque espero que no sea demasiado pronto. Ahora Aguas Profundas disfruta de una paz que le costó mucho conseguir.
Mrelder volvió a dejar el yelmo con todo cuidado y regresó a la mesa, consciente del reflexivo escrutinio del mago. Sin duda a Tarthus no le había pasado desapercibido el conjuro de ligadura que Mrelder había formulado antes en el escudo para mantenerlo pegado en el lugar donde fuera colocado. Eso no importaba: no había magia más inofensiva que esa.
—La paz es siempre una esperanza también para mí —dijo el joven hechicero en voz baja—, pero encuentro extraño, señor, que la ciudad tenga ahora un talante más sombrío que cuando el pueblo estaba combatiendo a las bestias marinas. Si puedo ser sincero, he estado en ciudades del sur donde el desasosiego era notorio, y aquí he tenido la misma sensación.
Piergeiron asintió.
—Lo que ves y lo que dices es la verdad, joven. —Se apartó un poco con expresión preocupada—. Los aguadianos hacen frente unidos a un claro peligro —añadió lentamente—, pero no son capaces de trabajar juntos en épocas de prosperidad.
Mrelder abrió las manos.
—¿Por qué no recordar a los ciudadanos que en los embates del comercio Aguas Profundas está siempre en guerra, por así decirlo? Hay quienes sólo ven la batalla cuando se desnudan los aceros y corre la sangre.
Ahora también Tarthus miraba a Mrelder con el ceño fruncido.
—¿A qué clase de recordatorio te refieres?
Con los ojos fijos en Piergeiron, Mrelder señaló el yelmo de batalla.
—Vestid vuestra armadura, que sólo os vean vestido para la guerra, con la espada al cinto, despertando no el temor sino los recuerdos de victorias y sacrificios, como una reprimenda a aquellos que se dejan distraer por tontas minucias y como recordatorio para todos del enorme coste de lo que disfrutan.
—Tú ya no eres un muchacho —respondió Piergeiron con calma—. Vas en camino de convertirte en un sabio de barba gris.
Se dirigió donde tenía su yelmo y lo cogió, sonriendo al contemplar sus relucientes formas.
—Siempre he preferido lucir el honesto acero de batalla, a pesar del calor y de la incomodidad, y no las prendas de moda que llevan los petimetres.
Mrelder asintió.
—La gente os conoce con vuestra armadura, y tal vez sea mejor que os vean y reconozcan por toda la ciudad. Esta mañana he oído más de un desafortunado comentario en el distrito del Puerto sobre si estabais muerto o fuera de Aguas Profundas, y los recaudadores de impuestos estaban inventándose sus propias órdenes y cargos en vuestro nombre. En el Alcázar de la Candela tenemos un proverbio: «Si se dice una cosa las veces suficientes, los tontos que siempre abundan acabarán creyendo que es cierta».
El Primer Señor y su mago intercambiaron una rápida sonrisa.
—Barba gris, sin duda —murmuró Piergeiron.
Tarthus se arrebujó bien en su capa. El viento en la alta balconada era, como de costumbre, tan frío como la hoja de un cuchillo. Piergeiron había dejado por fin de mirar el nuevo escudo de su yelmo y ahora tendía la mirada sobre la ciudad. El mago guardaba silencio a la espera de lo que sabía que sucedería.
—¿Y bien, Tarthus?
—Hay algunas cosas que el joven no os dijo. Dudo que el encuentro con su padre fuera tan satisfactorio como quiere haceros creer.
Piergeiron suspiró.
—No tiene nada de raro, me temo, y no nos revela nada siniestro sobre el joven Mrelder. De modo que otra vez andan diciendo que estoy muerto.
Tarthus había sido durante mucho tiempo guardia contra conjuros del Señor Proclamado, pero todavía era miembro destacado de la Vigilante Orden y se mantenía bien informado.
—Aunque me pareció un comentario bastante torpe por parte del joven, lo que dijo era verdad. En los muelles realmente se dice que estáis muerto, por supuesto, que todo tipo de villanos e impostores ponen vuestro nombre en los decretos y gobiernan la ciudad a su antojo.
La sonrisa de Piergeiron fue glacial.
—¿Quiénes podrían ser esos villanos e impostores?
—Nosotros, los del castillo. Hasta el último noble de la última mansión y cripta de la ciudad. El contubernio secreto de magos que ha gobernado Aguas Profundas durante los tres últimos eones. Dragones que, mediante conjuros, llevan rostro humano. Una legión formada sólo por el descendiente bastardo de Elminster. Elegid al que os parezca.
El Señor Proclamado de Aguas Profundas suspiró y se calzó el yelmo de batalla.
—Gracias, no me quedo con ninguno. Vayamos a buscar mi armadura y también podrás comprobar si tiene algún conjuro siniestro.
—Por supuesto, señor —replicó el mago serenamente—. Alguien puede haber formulado al uno desde que la comprobé ayer por la mañana.
La puerta se abrió golpeando hoscamente contra la pared de la nueva sala de reuniones de Varandros Dyre, y un Karrak Lhamphur con cara de sueño entró tambaleándose en la estancia.
—Llegas tarde —gruñó Jaeger Whaelshod—. Mi jornada de trabajo empieza tres campanadas antes del amanecer, no una.
—¡Trabaja un poco más para poder tener tanto éxito como yo —le replicó Karrak Lhamphur—, y podrás dormir hasta tarde!
Whaelshod farfulló algo entre dientes y volvió los ojos de pesados párpados hacia su anfitrión.
—¿Y bien? Exactamente para qué tuvimos que esperar a que llegara este vago.
Esta mañana, el propio Varandros Dyre tampoco parecía muy animado.
—Anoche se desplomaron dos edificios —dijo con tono sombrío.
Lhamphur frunció el entrecejo.
—¿Culpas de eso a los Señores y a los nobles? Dudo que sepan siquiera qué es lo que mantiene en pie los edificios, y mucho menos qué es lo que los hace caer. Para eso nos contratan a nosotros, ¿no es así?
—A mí no me han contratado para excavar túneles que no están en mis mapas —le soltó Dyre—. ¿Cómo creéis si no que se han producido los derrumbes? Ambos edificios fueron engullidos por algo.
—Algo como un pozo que no debería haber estado ahí —intervino con nerviosismo Hasmur Ghaunt.
Dorn Imdrael bebió el resto de su humeante caldo y levantó el cuenco.
—Gracias por esto, Var. Un hombre no puede pensar bien con el estómago vacío.
Volviéndose hacia Whaelshod y Lhamphur, miró con intención sus cuencos todavía llenos.
—¿Quién si no podría pagar un túnel sin que los demás nos enteráramos de ello? ¿O hacer las excavaciones sin que hubiera habladurías en la ciudad? Hay un almacén junto a los muelles lleno de tierra hasta el techo. Es indudable que alguien lo llenó con lo que excavó para hacer el túnel, y no puedo creer que la vigilancia y la guardia y la Vigilante Orden estén tan llenas de idiotas como para que se les escape que está sucediendo algo así. No, Var tiene razón: los culpables son los Señores.
—Bien dicho —apoyó Ghaunt presuroso mirando a Varandros.
Dyre mostró los dientes en un gesto que podría haber sido una sonrisa.
—Gracias, Dorn. Insisto en que debemos averiguar quiénes llevan las máscaras de los Señores…, y de un modo u otro hacer que los verdaderos incompetentes sean reemplazados.
—¿De un modo u otro? —repitió Imdrael—. Var, debemos ser muy cuidadosos. Aunque no hagamos nada que pueda impulsar a alguien a atravesarnos con una espada, haríamos bien en cuidamos de no meternos con alguien. Recuerda el viejo dicho.
Jaeger Whaelshod lo miró torvamente. Esta mañana no estaba para juegos.
—¿Qué dicho?
—Ese que dice que hay que tener cuidado de no pisar hoy algún pie que pudiera estar conectado con un culo que debas besar mañana.
Karrak Lhamphur desechó esas palabras con un gesto impaciente de la mano.
—¿Y exactamente cómo se supone que debemos averiguar quién es un Señor?
—De ahora en adelante, mantened bien vigilada la mansión Mirt para ver quiénes entran y salen, porque…
—¡Ya sé! —interrumpió Hasmur con nerviosismo—. ¡Porque todos saben que Mirt es un Señor!
Naoni cerró sin hacer ruido la puerta bien aceitada, giró la llave en la cerradura con movimiento lento y preciso y se sentó con Faendra y Alondra en torno a la olla del caldo. Una niebla cálida, deliciosa, se elevaba del puchero en el frío del incipiente amanecer, pero ellas ni siquiera tocaron sus razones y permanecieron mirándose las unas a las otras con idénticas expresiones de desánimo.
—Y así es como empieza —susurró—. Padre empieza a recorrer en este momento el camino que puede llevarlos a todos a la muerte.
—Y a nosotras con ellos —dijo Alondra en voz baja.
Faendra las miró a ambas con sus grandes ojos.
—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó tristemente.
Naoni se puso de pie y empezó a pasearse mientras dejaba volar sus pensamientos.
—Tenemos que dedicarnos a Hasmur Ghaunt. Los demás son demasiado listos. Los dejaremos hasta que le hayamos sonsacado a Ghaunt cosas que podamos «dejar traslucir», cosas que hagan pensar a los demás que padre nos ha confiado cosas. ¡Esa es tu tarea, Faen!
Su hermana sonrió dulcemente haciendo aletear las pestañas sobre su inocente mirada azul.
—Querido Hasmur —murmuró—, tan prudente, tan guapo…
—No lo halagues en exceso —la advirtió Alondra—, o el pobre hombre no podrá articular palabra. Necesitamos saber, a medida que vayan desgranándose las cosas, hasta dónde quiere llegar cada una de nosotras.
Se oyó el ruido lejano de unas botas al pie de las escaleras.
—¡Recostaos y fingid que dormís! —dijo Alondra en un susurro.
Apenas tuvieron tiempo de hacerlo cuando la cerradura sonó y la puerta se abrió de golpe. Jaeger Whaelshod echó una mirada desconfiada. Al no ver nada más que tres chicas adormiladas arrebujadas en sus capas, hizo un gesto de satisfacción y se dirigió a la calle sin decir palabra.
Lhamphur e Imdrael salieron casi con idéntica prisa, aunque ambos devolvieron sus tazones y dieron las gracias en voz baja.
Le tocó después a Hasmur Ghaunt, que parpadeó ante la luz del amanecer.
Las chicas se intercambiaron miradas.
Naoni pasó rápidamente al lado del maestro Ghaunt y se dirigió escalera arriba para retrasar por unos instantes la salida de su padre mientras Alondra se ponía de rodillas para avivar el fuego. Faendra se colocó al lado de Hasmur Ghaunt con una sonrisa cómplice.
—Sé lo incómodo que debe resultar esto para un hombre tan prudente como tú —le dijo en voz baja.
Ghaunt la miró incrédulo y a continuación se sonrojó ante la idea de que una joven tan encantadora supiera algo sobre él. ¿Acaso no…? No, no podía ser. ¿Acaso no había dicho que él era prudente?
—¿Esto? —carraspeó.
—Todo este asunto de los Señores —dijo Faendra con los ojos recatadamente bajos—. Siempre has sido el más comprensivo de los amigos de mi padre. Sé que confía en ti más que en nadie en esto del Nuevo Día.
Alzó la mirada a la cara de Ghaunt, que se puso totalmente pálido.
—¿Nuevo…? ¿Cómo? —farfulló con voz entrecortada.
Faendra lo palmeó en el brazo, luego se apoyó en él y lo acompañó en dirección hacia la puerta. Temblando al sentir su suave calidez, Hasmur cometió el error de mirar sus ojos intensamente azules, y eso fue su perdición.
—Padre nos lo cuenta todo desde la muerte de nuestra madre —le explicó Faendra con un toque de tristeza en la voz—. Sé que estaba preocupado pensando que Wfhaelshod y Lhamphur no le creyeron. ¿Te ha dicho por qué cree que los Señores lo vigilan?
—S—sí —vaciló maese Ghaunt—. Nos lo mostró a todos.
—¿Os lo mostró?
Faendra enarcó las cejas y le lanzó una mirada inquisitiva. Hasmur Ghaunt se sonrojó intensamente y empezó a tartamudear.
—T—tienes razón, Jaeger lo presionó para que le dijera por qué está tan seguro de que los Señores lo tienen vigilado, y Var…, es decir, tu padre, nos mostró un pequeño encantamiento que encontró en un túnel cerca de una de sus obras. ¡Un símbolo con un Yelmo Negro del tipo de los que entrega lord Piergeiron como muestra de su favor!
—En un túnel —dijo Faendra con voz apaciguadora y con expresión muy seria.
—Eh… sí… eh, un túnel que tu padre juró que no figuraba en ninguno de los mapas a los que él, como maestro cantero, tiene acceso, de modo que…
—Entonces debe de tratarse de uno de los túneles secretos que usan los Señores para vigilar a hombres honrados como tú y como padre —susurró Faendra con los ojos muy abiertos fijos en Ghaunt.
Él temblaba entre sus garras como un conejillo antes de salir huyendo. Entonces se oyó un rugido familiar a las espaldas de ambos y maese Hasmur Ghaunt se separó tartamudeando una disculpa y salió corriendo calle abajo, desapareciendo en un instante.
—¡Deja de flirtear con ese hombre, Faen! —gruñó su padre acercándose a su hija favorita—. ¡Llevas desde tu duodécimo invierno haciendo ruborizar a los muchachos, pero Ghaunt tiene trabajo que hacer y es intolerable que una hija mía haga babear a un hombre hecho y derecho en la vía pública!
—Padre —protestó Faendra en tono de reproche—, ¡eso no es justo! Maese Ghaunt es como un tío para nosotras. Es el único que tiene tiempo para escuchar nuestras bromas, y es muy gentil cuando nosotras…
—Sí, sí —la interrumpió su padre—. ¡Ahora entra aquí y recoge todo esto! Asegúrate de atrancar bien la puerta y de quedarte dentro, y de dejar el lugar impecable antes de mediodía. Enviaré a algunos de mis hombres para que os escolten a casa. No vais a andar por ahí de excursión solas. ¡Con todos los nobles que andan por ahí, este distrito no es seguro para que unas jovencitas vayan sin protección!
Faendra sabía cuando era el momento de aceptar sin rechistar, fueran cuales fueran sus verdaderas intenciones, y de darle a su padre un beso y un rápido abrazo. Este era uno de esos momentos.
Por fin partió calle abajo como un torbellino, y ella y Alondra colocaron la tranca en la puerta.
Naoni bajó los últimos escalones con aire pensativo.
—Recuerdo una vez que padre tuvo tratos con un viejo reparador de túneles —dijo lentamente—, un tal Thandar Buckblade. ¿Lo recuerdas, Faen?
Faendra negó con la cabeza.
—Padre tiene tratos con muchos hombres viejos. Me cansan sus guiños y sus miradas lascivas. Algunos son tan viejos que ni siquiera pueden silbar. Se limitan a sibilar.
Alondra puso los ojos en blanco.
—No te des tanta prisa en despreciar a los hombres viejos. Pueden tener nieve en el tejado y fuego en los lomos.
—Este Buckblade era un enano del Distrito del Puerto —dijo Naoni con voz firme—. Padre decía que sabía todo lo que pasaba bajo los adoquines de la ciudad. Todo. Se retiró hace años.
—¿Y piensas que deberíamos ir y preguntarle a este Buckblade sobre los túneles secretos de los Señores? Si tenía la costumbre de revelar los secretos de los Señores, ¿cómo es que vivió hasta llegar al retiro?
—Tal vez su reacción nos diga algo.
—¿Y si se enfada y exige saber de dónde sacamos esta absurda idea?
—Le… le diré que oí a Mirt, el prestamista, referirse a los túneles cuando estaba borracho…, y que dijo que también él era un Señor.
Alondra se encogió de hombros al tiempo que Faendra lanzaba un largo silbido de admiración.
—Eso debería funcionar —dijo de mala gana—, pero di que fue el sirviente de Mirt y no este. ¿Quién iba a creer que el Viejo Lobo es un borracho de lengua fácil? —Cuando Naoni asintió, añadió—: Entonces, ¿dónde se supone que podemos encontrar a ese enano?
—Cuando vayamos de compras mañana por la mañana podemos preguntar a algunos de los hombres con los que tiene trato padre si saben dónde vive Buckblade, e iremos a verlo después de nuestro paseo de mediodía al día siguiente.
Faendra asintió entusiasmada y con una ancha sonrisa.
—Señoras, yo diría que nos espera una aventura —dijo Alondra con seriedad—. Pero lo primero es lo primero: aunque la fortuna favorece a los osados, los amos pagan a las criadas limpias y trabajadoras. Pasadme esa fregona.