Un trío de matronas que se dirigía a la recepción pasó rápidamente al lado de Alondra. Sus capas emplumadas revoloteaban con la brisa nocturna. Irradiaban un aura de confianza y autosatisfacción como si fuera un perfume, por más que parecían un hatajo de gansos engordados.
Alondra apartó una pluma que llevaba el viento y tuvo que combatir un momento de pánico.
—Los dioses tienen caminos retorcidos —murmuró para sí—. No sé si voy a poder con esto.
Las estrellas titilaban sobre el elegante distrito Marítimo y el aire de la noche estaba empezando a soplar más frío. Alondra había abandonado subrepticiamente su vieja capa sobre una de las barandillas ornamentales que adornaban una gran balaustrada a dos manzanas de allí, y la brisa imperceptible que acariciaba sus hombros desnudos la hizo estremecerse.
Reprimió el impulso de tirar de su escotado corpiño. El vestido de Faendra no tenía mucho por la parte de arriba y se aferraba a sus caderas como si estuviera empapado. Alondra nunca había salido con una vestimenta tan escasa, ni tampoco lo había hecho su madre. ¡Sin duda esta era una ciudad extraña donde las damas refinadas mostraba al mundo más carne que las prostitutas de los muelles de Luskan!
Claro que, pensó Alondra con indisimulado cinismo, a juzgar por las piedras preciosas que se lucían en abundancia a su alrededor, estas mujeres nobles cobraban mejor por sus… servicios.
Las joyas relucían en la noche al bajar de los dorados coches tanto las mujeres como los hombres. Recorrían la calle hacia la villa Viento del Oeste en un grandioso desfile acompañados por los acordes de músicos contratados.
Andando entre ellos, pero sintiéndose muy sola, Alondra mantenía alta la cabeza sin mirar a nadie. Sentía pesar sobre ella las miradas de los guardias de la villa, que vigilaban silenciosos en cada escalón vestidos con elegantes trajes negros. Se recordó que no debía mirarlos muy fijamente mientras subía los anchos escalones de mármol blanco. Los nobles por lo general no reparaban en los sirvientes.
«No te des prisa. Levanta el vestido como si lo hubieras hecho toda la vida y NO TE DES PRISA. Sólo unos escalones más», se dijo.
En lo alto de la escalinata, las altas puertas de varias hojas estaban abiertas dejando ver la luz dorada y la fiesta del interior. Podía oír las presentaciones por encima del murmullo de las conversaciones y de la algarabía reinante.
—Lord y lady Gauntyl —proclamó el maestro de ceremonias en tono rimbombante. Todos subieron un escalón más. Ella era la única que subía sola.
Alondra tragó saliva.
—Lord y lady Thongolir —se repitió la cantinela.
Otro escalón. Alondra se recordó que Texter la había creído digna del precio de su libertad y de servirlo de aquella manera callada, secreta, oculta bajo su cinturón, dentro de su traje.
—Lord Ulboth Tchazzam y lady Carina Tchazzam —anunció el hombre, cuya voz resonó imponiéndose al ruido de la fiesta. Ah, seguramente eran hermanos, no una pareja.
Uno de los guardias del escalón más alto la miraba ahora con desconfianza.
«¡Oh, Señora de la Suerte, no me abandones ahora!», rogó la muchacha interiormente.
Alondra procuró alzar todavía un poco más la barbilla y mantener la mirada fría y el esbozo de sonrisa que había aprendido hacía tanto tiempo.
—Lord y lady Manthar.
Ahora estaba en el último escalón y el maestro de ceremonias la miraba con expresión inquisitiva.
Volvió levemente la cabeza como para dirigirle su media sonrisa y murmuró:
—Lady Evenmoon, de los Evenmoon de Tashluta.
Eso estaba lo bastante lejos como para no correr el riesgo de que una docena de tashlutanos proclamase en voz alta que era una impostora, y sin duda sonaba mejor que: «Una mesonera de Luskan, hija de un estibador del puerto, con un vestido prestado».
Hubo un momento de silencio mientras el hombre intercambiaba miradas con dos hombres situados al otro lado de la puerta que lucían puños de encaje, unos hombres que les sacaban una cabeza a la mayoría de los presentes.
«¡Oh, por los dioses! ¿Tendría que haber dicho «me esperan» o mencionado el nombre de Craulnober? ¿Debería…?».
—Lady Evenmoon, de los Evenmoon de Tashluta —proclamó el maestro de ceremonias, alzando su voz un poco más de lo normal para dar un poco de emoción a la cosa. ¡Una huésped de lejanas tierras!
Unas cuantas cabezas se volvieron entre el caos rutilante de hombres y mujeres elegantes que conversaban entre diligentes sirvientes cargados con bandejas de copas altas, pero el bullicio general se mantuvo.
Lady Alondra Evenmoon de Tashluta dejó caer el ruedo de su vestido con un elegante movimiento de muñeca y siguió adelante en medio del reluciente vacío hacia aquellas copas que ahora tanta falta le hacían con la misma gracia y altanería que si lo hubiera estado haciendo toda su vida.
—¿Estáis seguros de que Korvaun va a venir? —preguntó Beldar con expresión preocupada pasando revista a la rutilante multitud.
—Envió a un sirviente disculpándose. Asuntos familiares, al parecer —murmuró Taeros—. Extraña excusa para un hijo menor cuya única obligación es andar por ahí con sus amigos y desafiar a sus padres a desheredarlo. A mí me han amenazado con ese destino tres veces esta semana.
—¿Sólo tres veces? —Beldar adoptó una pose y se examinó las uñas con altanería, como un espadachín invicto—. Entonces sigo manteniendo mi supremacía, señores.
Taeros hizo una mueca burlona.
—Seguiré intentando superarlo, por supuesto, pero si nuestro Korvaun sigue desplegando tan increíble responsabilidad, es probable que quede fuera del juego.
—Es trágico —dijo Malark con afectación, fingiendo estar al borde de las lágrimas—. Sencillamente trágico. Sólo quedamos nosotros tres. —Puso los ojos en blanco—. ¿Cómo nos consolaremos de nuestra soledad?
—Supongo que de la manera acostumbrada —apuntó Beldar secamente—. Ahora recordad, mis galantes Capas Diamantinas: ni una palabra sobre nuestro anfitrión que no podamos decirle a la cara. Sin duda utilizará uno de esos conjuros que permiten oír, cada vez que se pronuncia su nombre, las palabras que lo acompañan y la consiguiente réplica.
Malark enarcó las cejas.
—Entonces lo maldeciré para mis adentros. ¿Para qué organiza si no toda esta ostentosa algarabía? ¿Para demostrarnos que tiene dinero más que suficiente para alquilar una villa y dar una fiesta? ¿O para recordarnos a todos que somos unos perros arrastrados, que él puede tirar de la correa y todos acudiremos corriendo con la esperanza de ver al Serpiente hacer algo infame?
—Lo que yo supongo —dijo en tono confidencial Taeros Halcón Invernal examinándose el reverso de los dedos para ver si quedaba algún resto de tinta—, es que el tan viajado lord Craulnober quiere mostrarse una vez más en los escenarios sociales de Aguas Profundas para recordar a los escenarios… bueno… mucho más oscuros que en caso de que necesiten contratar a alguien para hacer algo un poco… sombrío, digamos, él está aquí. A mano por así decirlo.
—Estimulante —dijo Beldar con aire grandilocuente—. Sencillamente estimulante. Hagamos nuestra entrada triunfal antes de que se acabe el mejor vino.
—¡Entonces, por supuesto, le dije que se montara en su caballo y volviera directamente a Myratma…, y que también se llevara con él a su harén de traseros peludos!
Los hombres reían y silbaban, y las mujeres elevaron sus risitas tontas a alturas insospechadas al tiempo que echaban atrás la cabeza para que los reflejos mágicos captaran todo el esplendor de las piedras preciosas que llevaban en los lóbulos de las orejas y en torno a la garganta. Hábilmente, Alondra ladeó un hombro para evitar que se posara en ella una mano descuidada.
—¡Por Tempus! ¡No te fastidia, Braerard! ¡Imagina que un cogote roñoso de Tethyr pretende atravesar a caballo nuestras puertas y empezar a comportarse como si fuera el dueño del lugar! ¿Acaso cree que nos importa un bledo que se haga llamar «duque» o cualquier cosa por el estilo? ¡Lo siguiente será que entren arrollando y proclamándose «emperadores»!
Alondra sonrió con aire ausente por nada en especial y siguió adelante, tratando de aparentar que no tenía la menor prisa. Más de un sirviente le había dirigido una mirada intrigada, como si la hubieran visto antes pero sin poder recordar dónde. En Aguas Profundas, eso podía desembocar en un grito de «al ladrón». Sin duda no era ella la primera persona que acudía a una recepción sin haber sido invitada para fines que nada tenían que ver con el baile y el lucimiento personal.
¡Pero, por el Sol de la Montaña, estos viejos tenían un concepto demasiado elevado de sí mismos! A juzgar por sus caras enrojecidas, sus carrillos colgantes y… sus barbas, la mayor parte daba la impresión de haber dominado el arte de comer desde hacía mucho tiempo, pero casi nada más, considerando su parloteo vacío y grandilocuente.
Sus chismes eran un poco más interesantes que los de la servidumbre, claro que eso se debía a que Alondra no conocía buena parte de los nombres ni entendía todavía las pequeñas chanzas. La verdad, no sonaba mucho más sutil y elevado que las bravuconadas de trastienda a las que estaba acostumbrada.
—¿Brokengulf? —rugió una voz de borracho—. ¿Eres tú?
—¡Lo que queda de mí! —fue la respuesta igualmente aguardentosa.
Esa broma, pensó Alondra con desánimo, era casi tan vieja como el hombre que la había usado.
Bien pensado, aquí no había muchos jóvenes nobles, descontando unas cuantas chicas que llevaban a sus madres a rastras como perrillos falderos de rostro pálido y cargadas de joyas. Hasta el momento, Alondra no había visto por ninguna parte al atractivo Elaith Craulnober ni, a decir verdad, a ningún otro elfo, ni de la luna ni de otra clase.
De repente, Alondra se quedó paralizada. Al otro lado de un tramo de relucientes y parpadeantes piedras preciosas lucidas por mujeres que aparentemente creían que nadie debería ser visto en público llevando menos de la mitad de su propio peso en llamativas joyas, vio a tres de los Capas Diamantinas cogiendo como al desgaire unas copas de pie alto y coronas de mejillones ahumados que pasaban a su lado. Todos parecían igualmente aburridos.
En ese aburrimiento estaba el peligro. Seguramente andaban buscando algo que los divirtiera. Alondra se apartó unos pasos hacia la izquierda para ocultarse detrás de alguien y se encontró frente a frente con dos viejos patriarcas de caras coloradas y poblados bigotes que competían a ver quién escupía más al hablar. Perdidos en sus joviales bramidos, ambos tenían enormes copas en la mano y demasiado a menudo aspiraban de sus anillos de rape. A través de las volutas de humo resultantes le echaron miradas curiosas cargadas de lascivia y, cambiando de mano las copas con una habilidad que revelaba una larga práctica, intentaron acariciar a la recién llegada.
Alondra se puso fuera de su alcance, llevada por una urgente tentación de coger las cuatro copas, vaciarlas sobre los peinados teñidos y empolvados de sus propietarios y usar a continuación los pesados recipientes de metal para acariciarlos a ellos a su manera, bien duro y donde más doliera.
Los dos no tardaron en olvidarse de ella.
—¿Asustado? —bramó uno de ellos—. ¡Por Bane, señor, claro que lo estaba! ¡No habían pasado dos minutos y los guías ya habían salido corriendo como conejos asustados, gritando como un hatajo de mujeres que hubieran visto a Piergeiron en los baños! ¡A la segunda noche de nuestra partida nos quedamos solos y sin comida ni equipo, pues todo se lo llevaron consigo! ¡Fue entonces cuando encontramos las huellas… y la sangre!
—¿Un dragón?
—¿Uno? ¡Tres dragones por lo menos! Y grandes, con garras tan largas como mi brazo, y…
Alondra vio que alguien le sonreía desde el otro lado del codo de uno de los cazadores de dragones. Parpadeó y volvió a tragar saliva.
Era lord Kothont, el joven noble de la barba roja. Malark, ese era su nombre. Tenía los ojos casi tan brillantes como su capa esmeralda.
—¡Vaya, vaya! Estoy seguro de que nos conocemos, lady…
—Hacha de Combate —le dijo Alondra con voz calma—. La vieja lady Hacha de Combate.
Malark entrecerró los ojos.
—¿Debo interpretar que los dos lados de tu lengua son tan afilados como el arma a la que te refieres?
—Puedes interpretarlo como quieras, milord —le dijo Alondra tapándose a medias la boca con el dorso de la mano—. Te voy a hacer una advertencia. Muchas veces me han dicho que mi rodilla es tan afilada y tan rápida como cualquier arma que puedas mencionar.
—Ja, ja, ja —rio Malark entre dientes, auténticamente divertido—. Soy muy cuidadoso a la hora de mencionar mis armas, puedes estar segura, pero me gustan todavía más los nombres que les dan las damas cordiales.
Alondra lo miró muy fijamente.
—Ve, pues, con tus damas cordiales —murmuró— y cosecha algunos nombres nuevos. Me temo que no vas a conseguir nada muy útil de mí. —Acompañó su sonrisa brillante y quebradiza con un destello de los ojos para no darle ocasión de ponerse furioso.
Pero lord Kothont no parecía nada dispuesto a la furia. Sus ojos la saludaron con algo parecido a la admiración en sus ojos y ladeó la cabeza para dedicarle una sonrisa casi afectuosa.
—Ofreces una diversión poco común, milady Hacha de Combate. Espero impaciente poder reanudar nuestra conversación en futuras recepciones, en muchas de ellas. Sin embargo, parece que vuestros deseos van en otro sentido esta noche.
—No debes suponer nada sobre mis deseos —fue la fría réplica—. No son en absoluto tan obvios como pareces pensar.
Alzó el mentón y lo miró altanera, movida por un sentimiento de orgullo que nunca había sentido antes. No huiría de este hombre ni de ningún otro. Era fundamental no abandonar el terreno, que fuera él quien se marchara.
Malark se rio casi como si lo hubiera entendido, y tras despedirse con un gesto de la mano se marchó dejando a Alondra, que súbitamente tomó conciencia de dos miradas ceñudas e inyectadas en sangre fijas en ella.
—Tú no eres lady Hacha de Combate —dijo el viejo cazador de dragones con aire acusador—. Yo la llevé de vuelta en el 06. Descarada extranjera.
Dicho esto, los dos viejos guerreros le dieron la espalda y Alondra que se quedó preguntándose si por descarada se referían a ella o, lo que parecía más probable, a que lo había sido lady Hacha de Combate allá en el 06. ¿1306? ¡Por todos los dioses!
Súbitamente necesitada de una copa, Alondra se dirigió a la bandeja más próxima. El sirviente de librea estudiadamente inexpresivo que la portaba tendría órdenes de volver a la fuente de abastecimiento cuando le quedaba menos de una quinta parte de su carga bebible, y ahora estaba próximo a ese nivel.
El avance de la muchacha se vio bloqueado abruptamente por una mirada oscura que le resultaba familiar. Beldar Cuerno Bramante había alzado la cabeza del parloteo entusiasta de una matrona de pelo verde —«por Sune, ¿de dónde sacarían estas mujeres esos tintes? ¿O la necia ceguera para pensar que esos colores las favorecían?»— y se encontró frente a frente con ella.
Alondra se quedó un momento paralizada hasta que se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de mostrar semejante reacción. Se obligó a seguir avanzando con aire despreocupado y coger una copa de la bandeja. Mientras bebía un sorbo de vino, echó una mirada de soslayo al señoritingo Cuerno Bramante. Sí, todavía la seguía mirando.
Y también la miraba lord Halcón Invernal, Taeros, que estaba junto a Beldar, pero Alondra se dio cuenta de que sus expresiones no mostraban nada más amenazador que un leve interés. En sus rostros no había la menor muestra de haberla reconocido, y eso a pesar de que Beldar ya se había encontrado con ella dos veces en circunstancias que Alondra consideraba memorables.
Dejó escapar un pequeño suspiro de alivio. Probablemente estos se contaban entre las legiones de nobles que no prestaban gran atención a las criadas que no ponían ante sus narices sus encantos desnudos. Al parecer, como «noble invitada» merecía un examen más detenido. Además, tenían prácticamente su edad, y aunque no era una belleza arrebatadora, una «desconocida de lejanas tierras» constituía una novedad.
A pesar de su tenso nerviosismo, Alondra comprendió su aburrimiento. Si esto era lo que hacían los nobles en las recepciones, no había gran diferencia con las interminables peroratas de los peores charlatanes de feria que se reunían en torno a las tiendas, con el agravante de que estos tenían trabajo que hacer y en un momento dado tenían que irse con la música a otra parte.
Malark Kothont había vuelto ya junto a sus amigos, y Alondra decidió que era un momento muy conveniente para quitarse de en medio. Cualquier comentario sobre la joven con una lengua deliciosamente afilada atraería una atención que prefería evitar.
—No creo que jamás hayas conocido a lady Ammakyl —dijo alguien a su lado. Alondra puso los ojos en blanco y se alejó. ¿Nada menos que tres tías solteras juntas? ¡Esa sería una casa encantadora para servir en ella!
—¡Ah, sí, ja, ja, ja, ja! —La voz del hombre sonó tan estrepitosa y falsa que Alondra no pudo por menos que hacer una mueca.
Y otra vez hizo una mueca al reparar en su propia estupidez. Por los dioses, ¿es que con su propia ropa había perdido también el juicio? Como criada, tenía criterio suficiente como para no dejar ver lo que pensaba. Esbozó una vacua sonrisa y sus hombros desnudos adoptaron una pose más relajada.
El gran salón abovedado se iba llenando rápidamente, lo cual significaba que algunos de los que habían llegado temprano y que querían evitar a sus rivales o hacer el vacío a aquellos con los que tenían alguna rivalidad pronto empezarían a marcharse. Esta recepción no era una reunión relajada donde el libertinaje no tardaría en manifestarse. Los grandes personajes de Aguas Profundas estaban inquietos porque su anfitrión, que por el momento brillaba por su ausencia, era Elaith Craulnober, al que se conocía como el Serpiente.
Alondra pensó que tal vez esa fuera su mejor oportunidad para desaparecer sin llamarla atención. Debía dejar su informe en el estudio que daba al gran salón del lado del mar, y este sin duda debía de ser el gran salón.
Se acercó donde estaba el sirviente, dejó su copa vacía en la bandeja y hábilmente buscó una copa de algo que le permitiera ver a través. Echó la cabeza hacia atrás para examinar lentamente el salón mientras bebía a sorbos.
Muy acostumbrado a ese comportamiento, el sirviente la rodeó y siguió su recorrido sin que ni uno ni otra se hubieran mirado siquiera a la cara, lo cual era bueno, porque la forma menguante del hombre le resultaba familiar. Probablemente había trabajado con él, limpiando los restos de alguna otra recepción en alguna parte.
Alondra volvió a alzar la mirada y la copa y encontró lo que estaba buscando. El salón tenía una galería o balconada contínua que dominaba la planta atestada desde todos lados, y un segundo nivel por encima de aquel de balcones sobresalientes e independientes. Uno de ellos, que daba al mar, era más grande que la mayoría y estaba acristalado. Todo estaba oscuro en aquellos dos niveles superiores; el Serpiente evidentemente quería que sus invitados se apiñaran y mezclaran bajo las luces y los candelabros para dejar bien claro ante todos la cantidad de los mejores y más brillantes habitantes de Aguas Profundas que podía reunir su invitación.
—¡Eltorchul! ¡Eltorchul! ¡Eh, orejas de conejo! ¡Aquí!
Alondra hizo una mueca ante aquel ruido ensordecedor y rápidamente le volvió la espalda. Si alguien miraba hacia allí, prefería que vieran su espalda desnuda y no su cara. No había nadie en esta ciudad que pudiera reconocer esa zona de su cuerpo, ya que no tenía costumbre de desnudar su columna vertebral ni en mansiones nobles ni en otras partes.
—Verás, estaba hablando con lady Hiilgauntlet el otro día y me dijo que…
Alondra empezó a desplazarse hacia la pared del lado del mar. Si uno fuera una escalera ascendente, ¿dónde estaría? Lo bastante cerca de un escusado como para servir de justificación, o eso esperaba…
—Qué ladina pequeña serpiente eres, Bedeira. ¿Me pregunto a cuántos hombres babeantes has destrozado tan completamente como lo hiciste con el pobre Laeburl?
—A cuarenta y seis, milord —fue la respuesta satisfecha—. ¿Quieres ser el número cuarenta y siete?
El camino de Alondra afortunadamente le impidió oír la respuesta que dio Bedeira, fuera cual fuese, y más afortunadamente todavía, la llevó hasta unos anchos escalones de piedra, flanqueados por unas armaduras demasiado antiguas como para que en su interior hubiera hombres vivos, dentro de la tercera arcada de la pared que tenía ante sí. Aquí la luz era menos brillante y, como es lógico, se hablaba en voz más baja y maliciosa y algunas manos ensayaban movimientos atrevidos.
Alondra sorteó a una pareja tan perdida en sus devaneos que la mitad femenina de la misma sostenía con el mentón la parte de la falda que tenía recogida. Más allá de ellos estaba la arcada que daba a la escalera.
Con la copa en la mano e imitando el gesto contrariado de una dama de alcurnia que empezaba a experimentar una necesidad y buscaba el escusado más próximo, atravesó la arcada, miró escalera arriba y descubrió algo más.
No había ningún guardia a la vista, y sobre un descansillo situado más arriba colgaban las luces roja y azul que proclamaban la presencia de un escusado.
Con un suspiro de alivio que en realidad no sentía, Alondra empezó a subir la escalera.
—Pareces tan aburrido como yo —dijo Taeros a Beldar en voz baja, sorteando hábilmente a una matrona Brokengulf totalmente ebria. La dama de edad madura parecía decidida a cambiar su estatus antes de que acabara la noche; pasó junto a ellos, vacilante y manoseando a todos los hombres sin excepción.
Beldar examinó los restos de su última copa.
—Estoy mortalmente aburrido. Uno piensa en el conocido Serpiente con su aura de peligro, sus insultos elfos no demasiado velados, un tufillo a cosas prohibidas y muchas más especies sinuosas que nunca ha visto. —Hizo con la mano un gesto que abarcaba todo el salón—. Pero esto, esto no son más que nuestros padres charlando de sus pequeñas cuestiones políticas e intrigas. Lo de siempre.
Para subrayar su apreciación, Beldar señaló con la cabeza a Laranthavurr Irlingstar justo cuando al viejo pelmazo de cara arrugada se le caía como de costumbre el monóculo en la mano con que el mayor de los solteros Irlingstar sostenía su copa. Gotitas de un líquido verde luminoso saltaron en todas direcciones cuando se produjo el chapuzón, y Aeramacrista Gauntyl, a la que había estado dando una conferencia sobre la precedencia adecuada cuando uno se enfrentaba a «esos nuevos visitantes de Amn, todos ellos nuevos ricos y con un concepto demasiado alto de sí mismos», se apartó precipitadamente para evitar la salpicadura con un pequeño graznido de alarma que torpemente transformó en una risita.
Su retirada hizo que tropezara con Mornarra Cassalanter. Se exageró la ofensa y surgieron palabras hirientes.
Taeros puso los ojos en blanco.
Beldar miraba con expresión sombría una reluciente gota esmeralda que había aterrizado en el dorso de su mano.
—Aumbruril calishita. ¡Hacía ya tres décadas!
Taeros rio entre dientes recordando lo mismo.
—Entonces ¿nos vamos a otra parte?
—Por supuesto. Hay un baile en El Queso Añejo. ¿Quieres buscar a Malark?
—Dalo por hallado. Mira a nuestro real amigo…, asediado, como de costumbre.
Taeros señaló con su nueva copa a un corro inexpugnable de nobles matronas, todas las cuales manoteaban expresivamente con sus manos cargadas de anillos y decían tonterías con la misma facilidad con que respiraban. Los dos Capas Diamantinas apenas pudieron ver la sonrisa hastiada de Malark por encima de los fantasiosos peinados de las nobles de menor estatura. Al parecer, los galeones de plata estaban de última moda, ya que nada menos que tres de esos navíos estaban navegando sobre olas craneales de pelo artificiosamente teñido, recogido y engominado.
Mientras lo observaban vieron que la sonrisa de Malark se ensanchaba un poco. Taeros hizo un gesto comprensivo, lanzó su copa más o menos hacia la bandeja del sirviente más próximo y se dirigió a la aglomeración de risas sonoras, perfumes asfixiantes y prendas brillantes del estilo «mi gusto es todavía peor y más caro que el tuyo». Hubo gorjeos de alarma y lo atacaron abanicos cargados de flores, pero él avanzó imparable.
—Vamos, lord Kothont —anunció Taeros con decisión, al llegar a su destino—. Ya es hora de que atendamos a tu pegaso campeón. ¡Ya sabes que el pobre se vuelve loco si no le das su dosis antes de que suenen cuatro campanadas después de oscurecer!
—¿Se vuelve loco? —graznó una matrona con deleite—. ¿Y cómo es eso, joven señor?
—¿Darle su dosis? —chilló otra, con su cara regordeta reluciente por la ávida fascinación de alguien cuyos propios males son legión, interminablemente fascinantes y totalmente imaginarios—. ¿Qué clase de medicina?
Malark ya sonreía impotente ante la fantasía que Taeros estaba desgranando con tal soltura mientras el más joven de los Halcón Invernal le posaba una mano en el hombro y empezaba a liberarlo de su gorjeante prisión.
—Un destilado secreto —dijo Taeros con gran seriedad.
—¿Secretos, señor mío? ¡Vamos! ¡No te atreverás a tener secretos con nosotras, que somos mayores y mejores que tú!
—Muy bien —dijo Taeros con dulzura volviéndose a echar un vistazo a la hueste de rostros excesivamente pintados mientras Beldar, con un gesto que no era precisamente de satisfacción, cogía a Malark por el otro brazo—. Se trata de un destilado de… la sangre de mujeres nobles.
Se marcharon en medio de un ruidoso caos de exclamaciones escandalizadas, risas encantadas y alegría indefinida. Taeros sospechó que Malark tendría un poco más de espacio para respirar en la siguiente recepción a la que acudiese.
Por la sonrisa ladeada que lucía en su rostro, Malark evidentemente pensaba lo mismo.
—¿No podrías haber dicho la sangre de viejas mujeres nobles?
Por las risitas ahogadas que salían del interior, era evidente que el escusado lo estaban usando para otros fines que no tenían mucho que ver con la forma habitual de aliviarse. Bien, eso le daba una buena excusa. Alondra se internó con aire distraído en la oscuridad para mirar por encima de la barandilla de la balconada y vio a los tres Capas Diamantinas que se dirigían hacia las puertas. Bien, mejor que bien.
Se retiró de la barandilla como si estuviera matando el tiempo y el aburrimiento y se dirigió hacia el tramo de escalera que subía al segundo nivel. Ahora estaba casi por debajo del estudio, si es que no se equivocaba sobre su ubicación. Una trama de nervaduras se elevaba desde las columnas hasta las claves de bóveda talladas y las estatuas en las que se apoyaban. Alondra dedicó apenas una mirada al pasar a su belleza en sombras porque ninguna joven noble aburrida hubiera hecho otra cosa.
Avanzó por la galería y, como al azar, subió la segunda escalera. Seguían reinando el silencio y la oscuridad.
Cubriendo el descansillo al final de la escalera había alfombras de piel cuya blancura reflejaba levemente una luz azul que salía de la puerta abierta del estudio que tenía inmediatamente a su derecha.
Alondra tragó saliva. No era posible que las cosas resultaran tan fáciles.
Era difícil mantener su aire despreocupado y todavía más difícil avanzar sobre las gruesas pieles, sin embargo creía haberlo conseguido cuando se acercó a la puerta y echó una mirada al interior.
La luz provenía de un gran mapa o plano extendido sobre una mesa y era lo bastante intensa como para que pudiera ver una silla y detrás una estantería llena de libros. Había butacas mullidas al otro lado de la mesa, y una especie de planta grande pero recortada en una maceta. Por lo que pudo ver en la penumbra, no había nadie en la habitación.
Enarcando las cejas en lo que esperaba que pareciera un gesto de lánguido interés. Se dirigió a la entrada. Si aquella mesa tenía tallado un medallón con un barco de velas hinchadas en el otro extremo, era el sitio donde Texter quería que dejara su informe. Se alisó el vestido y sintió debajo la tranquilizadora rigidez del mensaje escrito por la cuidadosa mano de Naoni.
Alondra atravesó la puerta y se deslizó con atrevimiento por encima de las mullidas alfombras. Al acercarse a la mesa observó que el pergamino que tenía encima mostraba muchos dobleces rectangulares. Demasiado plegado para ser un pergamino, pensó, porque no se había resquebrajado. En él estaba representado un laberinto muy bien dibujado de cámaras y pasadizos, más de los últimos que de las primeras, como si fueran unas extensas mazmorras. Era fascinante, pero no se atrevió a dedicarle más tiempo. Los mapas eran cosas valiosas y peligrosas. Alondra había visto a marineros y buscadores de tesoros matándose por la posesión de una tela con unos garabatos encima. Si la pillaban aquí, estudiando un mapa, no habría explicación posible.
Pasó junto a la mesa en dirección a la ventana que daba al gran salón.
—Vaya —dijo con tono indolente—, esta sí que es una buena vista. Y no es que haga que esas plumas del sombrero de lady Eirontalar luzcan mejor desde arriba.
Se volvió hacia el escritorio. ¡Sí! Ahí estaba el medallón del barco. Una rápida mirada le permitió comprobar que estaba sola.
En un instante se puso de rodillas, tocó la vela del barco, sintió que el medallón se abría como una pestaña y, metiendo la mano bajo el vestido, sacó el informe que introdujo detrás del medallón. Cerró otra vez el pequeño panel y se puso de pie…
En la oscuridad se encontró de frente con la mirada fría y divertida de un esbelto elfo de la luna, con jubón y medias enjoyadas, que estaba apoyado contra la jamba de la puerta, una mano apoyada cómodamente sobre la empuñadura de una espada larga y fina mientras otra jugueteaba con una daga cuya hoja era poco más que una aguja.
Una aguja tan larga y reluciente como el antebrazo de Alondra.
—El peinado de lady Eirontalar es realmente extravagante —dijo Elaith Craulnober con tono singularmente matizado y musical—, pero su atrevimiento se queda corto al lado del de otras damas que visitan mi casa esta noche. ¿No te parece?
El Queso Añejo no era la sala de fiestas más grande de Aguas Profundas ni por su categoría ni por sus dimensiones, y ni un hombre ciego ni un hombre poco exigente habrían considerado que las bailarinas que allí acudían eran las mejores ni de lejos, pero en ese momento hacía furor por la novedad y por sus palcos colgantes.
Ahora los Capas Diamantinas estaban en uno de ellos, y desde allí dominaban la pista oval donde las bailarinas se desnudaban en una sucesión de pequeñas imitaciones de amor verdadero, de picardía y de fuga, con el acompañamiento de algunos aires agradables pero más bien difusos tocados con laúd, arpa y una sarta de campanillas.
No es que nadie pudiera oír mucho la música entre los lascivos bramidos de los parroquianos ebrios que gritaban sugerencias subidas de tono a las danzarinas, el bullicio de la conversación y la algarabía de los atestados palcos. Esta noche, El Queso estaba a rebosar.
Malark se sirvió otra generosa porción de queso tarsultano a la pimienta del pequeño «castillo» de quesos que había en la mesa central. Los quesos exóticos eran el reclamo de la casa, todos ellos lo bastante fuertes y curados como para que incluso los parroquianos con garganta de hierro pidieran más bebida.
—¿Sediento? —preguntó Beldar con tono burlón al ver cómo miraba Malark a un despliegue de carnes prominentes en la pista.
El lugar que ocupaban era uno entre las docenas de pequeños palcos profusamente adornados con imágenes obscenas que sobresalían tanto sobre la pista que se encontraban a menos de dos metros de las cabezas de las bailarinas. A su alrededor caía una lluvia constante de monedas arrojadas desde los palcos con mayor o menor pericia para que cayeran en el seno de las bailarinas que, avisadas, bailaban con la boca cerrada pues corrían el riesgo de morir atragantadas por una moneda de plata recién acuñada.
Malark observaba encantado cuando algunas de esas monedas daban en el blanco mientras que otras erraban y rebotaban provocando gran jolgorio.
Una de ellas golpeó en el puente de la nariz a una bailarina, y las carcajadas que brotaron de toda la sala fueron ensordecedoras.
Los palcos se sacudieron y estremecieron bajo los pies de los Capas Diamantinas, y seguramente bajo los de todos los demás cuando los asistentes empezaron a aporrear el suelo al mismo tiempo. Hasta el escenario se sacudió.
—¿Magia? —musitó Beldar—. ¡Es como estar en un barco luchando contra las olas embravecidas en el puerto!
—¡Vaya! —exclamó Taeros de repente golpeando el brazo de su amigo—. ¡Mira! ¿Esa no es Jessra Belabranta?
Señalaba al palco de al lado, situado a apenas dos pasos de ellos. Su gesto no pasó desapercibido para los ocupantes del otro palco, que saludaron agitando las manos y sonriendo.
Beldar y Malark miraron y por un momento olvidaron a las danzarinas que hacían que se estremeciera el palco.
Jessra Belabranta tenía fama de ser la más tonta y lerda de las hermanas Belabranta…, y también la más gorda. Sus encantos naturales eran amplios en todas direcciones, y en ese momento estaba mostrando un par de ellos a todos los presentes.
Era evidente que Jessra acababa de comprar un corpiño de gran tamaño, una prenda cubierta de perlas de las profundidades del mar del tamaño de un pulgar y con forma de lágrima, del tipo de las que, según se decía, sólo «pescaban» ciertos piratas de Nelanther. Obviamente, quería que todo Aguas Profundas las viera, y el diseñador de su nueva prenda pensó que donde más lucirían sería colgando de algo, por lo que diseñó el corpiño para que todos pudieran ver la magnífica delantera de quien las llevaba.
La delantera de Jessra era… expansiva, y las gemas que habían dispuesto sobre ella en azaroso desorden no hacían nada por ocultarla.
Se veía a las claras que ella era de las que creen que cuanto más mejor, y había espolvoreado su busto con una pizca de polvo brillante. El efecto era como si se hubiera encendido una linterna encima de dos… dos… Taeros se volvió para mirar a Beldar, apartó unos cuantos quesos de la mesilla y con un dedo escribió en el polvo que había quedado debajo: «¡Dos ballenas ciegas tratando de saltar cada una más que la otra!».
Beldar se quedó mirando los símbolos, un código que no habían utilizado desde su niñez, bostezando de aburrimiento por tanta juerga. Entonces todo le volvió a la memoria. Volvió a mirar a Jessra Belabranta y empezó a reír con irreprimibles carcajadas.
Taeros no tardó en sumarse a él, y rio hasta casi atragantarse mientras Malark los miraba sonriendo y con los ojos en blanco.
Jessra les echó una mirada algo molesta a través de la barahúnda reinante, como si preguntara: «¿Qué es lo que os resulta tan divertido?».
Eso hizo reír todavía más a Beldar, que empezó a aporrear la mesa.
Como si hubiera sido el último golpe del hacha del leñador, la mesa cayó a través del suelo del palco. El crujido de la madera fue creciendo en intensidad hasta convertirse en un estruendo casi ensordecedor, y el sorprendido Taeros se puso de pie y se volvió a tiempo para ver… que todos los palcos se balanceaban, se inclinaban y cedían al doblarse las columnas que los sostenían.
Empezaron a soltarse las tablas, la gente gritaba y los asistentes caían indefensos por encima de las balaustradas.
Todo se vino abajo en medio de un estruendo atronador.