Capítulo 5

No lo entiendo. —Faendra sacudió sus rizos cobrizos con gesto de perplejidad mientras agitaba con entusiasmo el batidor dentro de la mantequera—. Puede que padre sea duro, pero es justo. No es propio de él condenar a un hombre por el corte de su capa.

Naoni alzó la vista del pastel que estaba cerrando por el borde.

—Padre no tiene simpatía por las casas nobles. Será mejor que tengas eso muy presente antes de suspirar por sinvergüenzas orgullosos y de barba roja.

—Más bien reiría que suspiraría, y Malark Kothont es un tipo alegre. Aunque supongo que algunas chicas —dijo Faendra intencionadamente— podrían preferir el pelo rubio y las maneras corteses de Korvaun Yelmo Altivo.

Naoni sintió que se le encendían las mejillas. La sonrisa de Faendra se ensanchó y Naoni se apresuró a cambiar de tema.

—¿Y qué pasa si padre tiene razón, si los Señores son todos nobles y controlan las alcantarillas y a los matones que las habitan? Eso coloca al Nuevo Día de padre directamente entre los más encumbrados y los más bajos, y eso es tan peligroso como…

—¿Mear contra un rayo? —sugirió Alondra.

Naoni rio tímidamente.

—Padre no querrá escucharnos, y sus amigos temen demasiado a sus arranques o están deslumbrados por los sueños del Nuevo Día. Yo… yo no sé qué hacer.

—Hay alguien que podría hacer algo —dijo Alondra lentamente apartando del fuego la olla del estofado y volviéndose a mirar a sus señoras—. ¿Habéis oído hablar de Texter, el paladín?

Las chicas Dyre se miraron y a continuación negaron con la cabeza.

—Es eso que tan poco abunda: un buen hombre. Él… me ayudó en una ocasión. —Las palabras de Alondra salieron entrecortadas, no con su seguridad habitual. Naoni sonrió, animándola a seguir—. Se pasa la vida viajando y ayudando a la gente dondequiera que va, recogiendo noticias importantes para Aguas Profundas. Habla con los Señores.

El ruido monótono de la mantequera cesó de repente al levantar Faendra las manos con un gesto exasperado.

—Sí, claro, contémoselo todo. ¡Atraigamos a los Señores a la puerta de nuestro padre y ahorrémosles el trabajo de descubrir por sí mismos su tontería!

—He dicho que habla con los Señores —dijo Alondra sin alterarse—. Texter sabe muy bien cómo guardar un secreto. Confío en él, y es algo que no puedo decir de ningún otro hombre.

Naoni frunció el entrecejo. Jamás había conocido a un paladín, pero todos sabían que eran hombres íntegros, guerreros sagrados que no podían quebrantar sus rígidos códigos sin perder la bendición de su dios y sus propios poderes en el desliz. Además, Alondra tenía buen criterio y nunca la había oído hablar tan bien de ningún hombre.

—¿Puedes hablar con este Texter y pedirle consejo?

—Viaja mucho, pero puedo hacerle llegar un mensaje. Hay un lugar oculto en la villa Viento del Oeste, en el distrito Marítimo.

Faendra se quitó de un tirón los guantes que usaba para que el batidor de la mantequera no le dañara las manos.

—¡Conozco el lugar! ¡En la gran sala cabe la mitad de los nobles de la ciudad, y en ella habrá una gran recepción mañana por la noche!

Naoni arqueó una ceja.

—Y eso, ¿cómo es que lo sabes?

Su hermana sonrió.

—En una diminuta tienda que hay en la calle de las Velas se vende ropa de la que quieren deshacerse las señoras. A veces hablo con las doncellas que llevan las prendas.

—¿Robadas? —preguntó Naoni atónita.

—¡Tranquila! Algunas damas encumbradas les dan sus vestidos viejos a sus criadas, como si las chicas tuvieran dónde lucirlos. De todos modos son vestidos de buena calidad que pueden reformarse. Te voy a enseñar uno.

Faendra salió rápidamente de la habitación y volvió en seguida trayendo un brazado de hermoso color verde.

—Quítate el delantal y la saya, Alondra —ordenó—. El corpiño es demasiado ajustado para mí, pero seguro que a ti te queda bien. Se pone así, con esto hacia adelante.

La criada suspiró, pero se despojó de su ropa y echó mano del vestido. Mientras se lo ponía, se aseguró de que la cinta seguía firme en torno a su brazo izquierdo y miró a Faendra con gesto sorprendido.

—¿Dónde está lo que falta?

La menor de las hermanas rio de buena gana mientras se apresuraba a ajustar las cintas de los lados y colocar el escote en su sitio.

—¡No le falta nada! No tiene mangas, ya ves, y se supone que la espalda va abierta hasta la cintura. Se pega a las caderas, pero la falda se desplegará cuando gires. Está pensado para bailar.

Naoni la miró con estupor.

—¿Es un diseño tuyo, Faen? ¿Un trabajo tuyo?

Su hermana asintió satisfecha.

—Siempre se me ha dado bien la aguja, y trabajar en un vestido es más agradable que hacer dobladillos en la ropa blanca. Giandra, la modista, tiene ropa hecha para damas que no tienen tiempo para encargarla. Ya ha comprado dos de mis vestidos, y está dispuesta a comprarme más.

Tan sorprendida como Naoni, Alondra empezó a sacarse el vestido.

—¡Espera! —le ordenó Faendra batiendo manos con entusiasmo—. ¡Puedes llevarlo para la recepción en Viento del Oeste! ¡Puedes hacerte pasar por una gran dama y dejar tu mensaje para Texter!

—Tengo una idea mejor —dijo Alondra cortante—. Iré al distrito Marítimo cuando acabe mi trabajo aquí y preguntaré en Viento del Oeste si contratan servicio extra. Suelen hacerlo para las grandes recepciones.

—¿Por qué ser criada cuando puedes ir como una dama?

Una expresión obstinada pasó por el rostro de Alondra.

—No me gusta pasar por quien no soy.

Naoni apoyó una mano en el brazo de Faendra para tranquilizarla.

—Estoy de acuerdo con ella —dijo—, pero oí a maese Whaelshod hablando con mi padre y me enteré de que Viento del Oeste ha cambiado de manos recientemente. Ahora pertenece a Elaith Craulnober, un elfo bastante siniestro más conocido en la ciudad como «el Serpiente». Lleva unas cuantas estaciones fuera de Aguas Profundas.

Se inclinó hacia adelante y bajó el tono de su voz.

—Maese Whaelshod dijo que este elfo tenía una asociación secreta con lady Thann. Ella murió hace dos lunas, y Craulnober ha vuelto para solucionar sus asuntos. —Naoni miró a Alondra y luego a su hermana—. Veréis, hay algunas conexiones que no todos conocen. Será mejor que no habléis de esto.

Faendra abrió mucho los ojos.

—He oído hablar del Serpiente. ¿Es ese el tipo de gente con el que se relaciona tu paladín?

Alondra se encogió de hombros.

—No por su gusto, te lo aseguro. En Aguas Profundas un hombre puede elegir a sus amigos, pero no a los Señores que gobiernan.

—¡Claro que no! ¿Entonces crees…?

—Como ya he dicho, algunos de los Señores no son mejores de lo que tienen que ser. Tal vez el elfo sea uno de ellos. ¿Cómo saberlo? Lo único que sé es que hay alguien en Viento del Oeste que puede hacer llegar mensajes a Texter, o tal vez mis notas lleguen por medios mágicos, sin que las toquen otros dedos que no sean los míos y los de Texter.

—Debes ponerte el vestido —dijo Naoni en voz baja—, y asistir como una dama de la nobleza llegada de lejos. Eso te permitirá entrar con más facilidad y sin despertar sospechas. Es muy probable que Elaith Craulnober sea más cuidadoso con sus criados que con sus huéspedes.

La criada dio un resoplido.

—Y sus invitados serán todos de la nobleza, de más está decirlo.

Al abandonar la tranquilizadora presencia de los guardias de la Casa Yelmo Altivo, Korvaun se sintió repentinamente solo.

La mansión Mirt se alzaba ante él como una inquietante fortaleza de piedra oscura, imponente, interrumpida sólo por la verde cascada de la derecha donde los jardines trepaban por la pendiente rocosa del monte Aguas Profundas.

Delante de Korvaun, al final de una avenida formada por dos filas de columnas adornadas con runas y que tenían tres veces su estatura, se alzaba el comienzo de la gran escalera. En lo alto de la misma lo esperaban los guardias del prestamista. Cuatro de ellos, de pie e impasibles con su armadura completa, montaban guardia a ambos lados de las negras puertas dobles, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Korvaun alzó una ceja inquisitiva en dirección a los yelmos inmóviles que se cernían ante él y que cubrían toda la cara sin siquiera rendijas para los ojos o un visor en los óvalos de metal reluciente. ¿Cómo podían ver? ¿O acaso eran estatuas?

Los pájaros marinos graznaban en la brisa no demasiado fresca que llegaba del mar, y su expresión se volvió todavía más inquisitiva. Si eran estatuas, ¿qué impedía que cayeran sobre ellos los excrementos de las aves?

Dio un paso adelante. Al hacerlo, los guardias hicieron lo propio, dando un paso hacia un lado y llevando las manos a las empuñaduras de sus espadas, todo ello al unísono y en absoluto silencio.

Vaya. Ilusiones u horrores con yelmo. Lo cierto es que les iba bien a los prestamistas de Aguas Profundas en estos días.

—Entonces —preguntó avanzando otro paso—, ¿hay una contraseña?

Las puertas se abrieron con un suave gemido femenino… o no: hubo una repentina reverberación espectral en el aire justo delante de los batientes, y la sombra plateada de una dama de alta estatura y grácil esbeltez —Korvaun estaba acostumbrado a evaluar a la gente a primera vista, y esta mujer sin duda era una dama— apareció súbitamente delante de él. Al trasluz de su figura podía ver a los cuatro guardias impasibles, y ella realmente avanzó a través de ellos. Korvaun pudo ver diminutos puntos azules de luz, como chispas que adquiriesen la tonalidad de la luz de la luna, en la línea donde la sombra espectral tocaba las relucientes armaduras azules, y también que el vestido aparentemente ondulante no respondía al vaivén de la brisa marina sino a algún otro viento que él no percibía. Un viento también espectral.

—Bien hallada, lady Viento Espectral —dijo con el tono más amistoso y respetuoso que pudo articular. Gracias a sus varias tías solteras, Korvaun Yelmo Altivo podía parecer sumamente respetuoso cuando la situación lo requería—. Mi nombre es Korvaun Yelmo Altivo, y solicito una audiencia con Mirt, conocido habitualmente como el prestamista.

La dama fantasmal sonrió.

—Viento Espectral me gusta más que los nombres que me suelen dar. —Echó una mirada a la escalera donde, detrás de Korvaun, esperaban sus guardaespaldas—. Espero que no pretendas traer contigo a todos tus matones al interior de la casa.

Korvaun le hizo una reverencia, se volvió e hizo una señal a sus hombres.

—Esperas bien, señora. Entraré solo.

—Se bienvenido, entonces. Lo que te encontrarás al traspasar el umbral no es un ataque sino un sondeo. Sube la escalera y sin duda Mirt saldrá a tu encuentro.

En un abrir y cerrar de ojos desapareció antes incluso de que se hubieran desvanecido sus palabras. Los horrores con yelmo volvieron a su posición inicial cuando las puertas que había a sus espaldas se abrieron hacia adentro, dejando ver un vestíbulo realmente sombrío.

—Debo reconocer que es impresionante —murmuró Korvaun al traspasar el umbral.

La antesala de techo abovedado de la mansión Mirt era más pequeña y mucho menos ornamentada que las de la mayoría de los nobles, pero también mucho más acogedora. Exenta de adornos recargados, no conseguía impresionar a la vista, y sin embargo todo estaba bien hecho. No era un lugar de ostentación sino un hogar, la casa de alguien acaudalado y amante de los placeres, pero, sin embargo, no carente de criterio.

Otros ocho horrores con yelmo esperaban a Korvaun, esta vez cuatro a cada lado. Cuando dio un paso adelante sintió el sondeo del que lo había prevenido la dama espectral como una niebla estremecedora en el aire. De repente se vio rodeado por un humo azul tan tenue que era casi invisible, y tan cargado de poder que se estremeció.

El más joven de los Yelmo Altivo vaciló cuando las radiaciones parpadearon y se intensificaron a su alrededor, y sintió un entumecimiento en la cara y en las manos. Decidió seguir adelante. ¿Qué clase de sondeo era este? El estremecimiento se hizo más intenso alrededor de los anillos que llevaba en los dedos y de la delgada espada que lucía, pero pareció pasar por alto su daga.

Muy curioso.

Entonces todo pasó, desapareció como si nunca hubiera tenido lugar y se encontró pasando entre los inmóviles horrores con casco y circulando sobre losas desnudas hacia la escalera. Ante él, unos postes de madera imponentes como los mástiles de un enorme barco se alzaban en lo alto de la escalera de tan exquisita factura como la de cualquier villa o mansión que hubiera visto jamás, pero mucho más sencilla.

Desde detrás de algunas de las puertas frente a las cuales pasaba llegaban lejanos ruidos de cocina, e incluso aromas de alimentos, pero seguía sin ver a un solo ser vivo.

Había gentes en Aguas Profundas que decían que la mansión Mirt era como una enorme prisión o una serie de sangrientas cámaras de tortura donde personas que habían sido tan imprudentes o desesperadas como para caer en las garras de su señor lanzaban aullidos de dolor cuando les arrancaban de la carne lo que debían. Otros sostenían que era tan gris y descolorida y carente de sentido del humor como debe ser cualquier prestamista, y sin embargo, había quienes…

Evidentemente ninguno de ellos había estado allí jamás. Ninguno de ellos había caminado por una alfombra azul de bella factura y tan larga como la de cualquier noble villa aguadiana, por un pasillo de blancas paredes cuyos laterales se curvaban hacia arriba y en lo alto formando un suave arco ininterrumpido. Korvaun avanzó blandamente a lo largo del corredor, pasó junto a varias puertas cerradas, puertas anchas y lisas en lugar de las intrincadas tallas con cabezas de león y otras cosas por el estilo que eran las que preferían los comerciantes enriquecidos. Se encaminaba hacia lo que parecía un invernadero, donde el pasillo se abría y era iluminado por la luz del sol que fluía desde lo alto y donde crecía una profusión de plantas llenas de flores.

Hermosas plantas, algunas colgadas en cestas. Paseando entre ellas había un hombre vestido con botas de goma y pantalones de marinero sostenidos por tirantes y por el cinturón más grande que Korvaun hubiera visto. Claro que tampoco había visto muchas tripas tan abultadas y sobresalientes por encima de los pantalones con el entusiasmo de la de Mirt.

En este preciso momento, el prestamista de tan mala fama estaba regando sus plantas con una rociada de sudor mientras daba y paraba estocadas, practicando esgrima entre gruñidos y resoplidos como los de un buey cansado con una dama menuda vestida de cuero oscuro y cuyo cabello le flotaba sobre la espalda como la crin de un brioso caballo.

¡Menuda belleza! Korvaun la observó con indisimulada admiración y su mirada se vio atraída por el remolino y el entrechocar cada vez más rápido de las espadas mientras Mirt gruñía, farfullaba y maldecía haciendo retroceder a su encantadora adversaria entre el verdor.

Sobrevino un súbito rugido como de león descorazonado y un retintín de alegre risa femenina. Korvaun siguió los sonidos y se internó en el aire cálido y húmedo del invernadero.

Ambos contrincantes lo miraron con interés antes de que pudieran encontrar el resuello necesario para hablar. Los anillos que lucían en los dedos relucieron, súbitamente activados. Korvaun intentó una sonrisa.

—Yo… no represento amenaza alguna para vosotros ni para ningún habitante de esta hermosa casa. Soy Korvaun Yelmo Altivo, de la Casa Yelmo Altivo, y estoy aquí para solicitar una audiencia sobre asuntos de negocios con el famoso Mirt, el prestamista.

Mirt farfulló algo, se pasó una mano de dedos gruesos por la frente y se apoyó en su espada como si fuera una pala. Korvaun consiguió sostenerle la mirada.

—Con que un adulador, ¿no? Debes de estar desesperado.

Korvaun se encontró sin palabras.

—Tengo ciertas necesidades de dinero, es cierto —dijo, incómodo ante la mirada divertida que observó en la mujer—. Sin embargo, he venido aquí en vez de vaciar el arca más a mano de la familia porque también me hace falta consejo.

El hombre de poblado bigote abandonó el apoyo de su espada y frunció el entrecejo como señal de repentino interés.

—¿Ah sí? Pues veamos.

Una mano como una pala de nudillos peludos le señaló a Korvaun una puerta.

—Descansa ahí dentro, mi joven amigo, y conversaremos un poco. Asper nos traerá algo de beber…, algo no envenenado, espero.

Asper le dedicó una deslumbrante sonrisa, dejó la espada sobre un cojín y se lanzó de cabeza por un tobogán en el que Korvaun no había reparado antes. Los grandes pétalos de una flor de niebla marina, lo bastante grandes como para ocultar varias aberturas de ese tipo en el suelo, se agitaron a su paso.

Consciente de que Mirt lo estudiaba, Korvaun reprimió el deseo de menear la cabeza confundido mientras se dirigía hacia la puerta que le habían indicado. La verdad es que no tenía nada que ver con una villa noble. El hombre al que la mayor parte de la gente de Aguas Profundas llamaba Viejo Lobo lo siguió.

—Veamos, joven Yelmo Altivo, ¿cómo anda tu madre estos días?

¡Por los dioses que era bella! No al estilo emperifollado, recargado, exquisitamente estudiado de las nobles matronas, tampoco con la lasciva exuberancia de las mejores danzarinas de taberna. Tenía más bien la gracia inconsútil de una danzarina de templo, aunque con un toque de diablillo, así vestida de cuero oscuro.

Asper dedicó a Korvaun una sonrisa que lo hizo sonrojarse mientras le entregaba una frasca semejante a la que le había dado a Mirt. A continuación salió de la habitación con paso ligero, soltándose los broches y las hebillas mientras se alejaba.

—Va a la alberca a darse un baño, y no hay nadie más en este sector de la casa —dijo Mirt con voz ronca desde la butaca ruinosa donde se había repantigado apoyando los pies en un escabel igualmente desvencijado. Le indicó a Korvaun otros muebles también ruinosos—. Puedes hablar con total libertad, y rápido.

Korvaun se sentó con prevención en una silla decrépita. Crujió, pero se mantuvo firme.

—Buen señor, estoy aquí porque necesito saldar una deuda que hemos, mejor dicho he contraído con cierto maestro cantero…

—¡No, no, no me cuentes nada, joven lord! No necesito ni quiero saber, ya que no puedo contar a los guardianes insistentes ni a los perros de la guardia lo que jamás me has contado. Además, lo sé todo sobre tu pequeño encontronazo con Varandros Dyre, y…

—¿Lo sabes? —barbotó Korvaun, demasiado asombrado para disimular.

Los viejos ojos penetrantes se encontraron con los suyos debajo de las pobladas cejas.

—Que Tymora te guarde. ¿Acaso las nuevas generaciones nacen ciegas? Cuando andas por la ciudad, joven petimetre, ¿jamás se te ha ocurrido pensar que cada palabra, cada baladronada y cada insulto casual, es observado y recordado y contado a otra persona?

—¿Qué? ¿Por quién?

—A quién, joven, a quién. No querrás parecer ignorante. ¿Cómo crees que se ganan el sustento diario los golfillos callejeros? Pues corriendo a contarle a algún comerciante que tú vas caminando por su calle, o a algún chismoso que lo quiere saber todo para sacarle después mayor provecho… o a algún acreedor a cuyo alcance te has puesto por fin.

Mirt bebió la mayor parte del contenido de su frasca de un solo trago aparentemente sin consecuencias.

—No obstante —prosiguió—, tú dices que tienes dinero suficiente como para que no te preocupara que yo metiese mano en tu bolsa y que, en caso de que llegara a vaciarse, todavía tenías por ahí alguna reserva.

Korvaun frunció el entrecejo.

—En realidad he venido en busca de consejo —dijo en voz baja. Levantando su frasca echó una mirada al fondo y su expresión se volvió más ceñuda.

—Bebe —le dijo Mirt con voz ronca—, es bueno. ¡Ni más ni menos que el mejor pis de caballo que servimos a los jóvenes visitantes nobles lo bastante prudentes como para saber que son unos zoquetes! Yo me voy haciendo viejo y cada vez tengo más sed, de modo que adelante, joven, ¿qué te preocupa?

Korvaun hizo una mueca.

—Dyre está furioso. Dice que a todos nosotros nos llegará un momento en que ya no será posible reírse de las consecuencias, y que sus amigos, todos los mercaderes y tenderos de la ciudad, nos estarán vigilando. La verdad, ¡sonó como si la ciudad estuviera a punto de alzarse para asesinar a todos los nobles!

Mirt bebió un sorbo y lanzó un suspiro de aprobación.

—¿Eso dijo? Qué inocente por su parte. Deberías estar agradecido de que haya hablado de forma tan directa en lugar de ponerse a lanzar improperios como hacemos la mayor parte de los que somos de bajo origen. Espero que recuerdes algo más que esas palabras.

Korvaun se encontró con la boca abierta. Se sentía incómodo bajo el peso de la mirada del Viejo Lobo.

—Jamás se me había ocurrido antes —dijo— que los plebeyos pudieran enfadarse por, por el curso de las cosas.

En la mirada de Mirt asomó una burla y Korvaun se sintió cada vez más incómodo.

—Quiero decir, por lo que los jóvenes nobles hemos hecho siempre: juergas y juegos de espada y diversiones. Siempre dio la impresión de que los plebeyos…

—¿Se hacían a un lado lo mejor que podían o de lo contrario se quedaban y aguantaban?

—Bueno, sí, exactamente. Y sin embargo, ahora veo que tienen derecho a estar furiosos. Destrozamos lo que ellos no se pueden dar el lujo de perder, y nuestras diversiones son una burla para ellos aunque no sea esa nuestra intención…, y sin embargo es lo que hacemos casi siempre.

Mirt asintió.

—Lo mejor para que todos te quieran, ¿no?

—No. —Korvaun reconoció con aire un poco sombrío. Levantó la frasca y tomó un trago.

Sintió que el fuego líquido le subía por la nariz y le bajaba por la garganta y se quedó sin aliento.

El Viejo Lobo rio entre dientes y sujetó hábilmente la frasca para que no se le cayera de las manos al joven Yelmo Altivo al tiempo que le daba una palmada en la espalda que podría haberlo hecho caer de bruces de no ser porque también había colocado la mano que contenía su frasca como una muralla delante del pecho de Korvaun.

—¿Qué es esta… cosa? —preguntó el joven con voz ronca mientras se enjugaba las lágrimas.

—Fuego en la tripa. Es toda la furia de los puertos pirata y va bien con los quesos más fuertes. Suaviza la respiración y despeja las vías, como has comprobado. Hace mucho bien.

A través de sus ojos todavía llorosos, el joven Korvaun vio que Mirt lo miraba divertido.

—¿Es lo mismo que estás bebiendo tú? —preguntó con voz entrecortada.

—Claro que sí, necio. A mi modo, yo también tengo una ética profesional. Veamos, entonces. De modo que al fin te has dado cuenta de que los plebeyos de nuestra hermosa ciudad podrían estar descontentos y de que tienen motivos para estarlo. ¿Y ahora?

—Una revuelta sería terrible. Habría que impedirla, y tú… eres plebeyo por nacimiento, tienes la sabiduría de la calle, y sin embargo se rumorea… bueno… es vox populi que eres… —Los ojos de Mirt estaban brillantes y no pestañeaban, no le ofrecían la menor ayuda, y Korvaun tuvo que respirar una o dos veces incómodo y sonrojado—. ¡Un Señor de Aguas Profundas! —consiguió articular por fin.

—Bueno, verás, los rumores son algo detestable, ¿no te parece?

—También pueden serlo las verdades —le dijo Korvaun en voz baja—. Al menos eso lo saben los nobles. Incluso cuando los secretos… —Hizo una pausa, preguntándose cómo decir lo que tenía en mente.

—¿Son muy divertidos y son el juego al que juegan todos tus mayores? —preguntó Mirt con tono muy seco.

Se midieron con la mirada. Después de un instante, Korvaun asintió.

—Los comerciantes no se diferencian mucho de los nobles por lo que respecta a los secretos —dijo el Viejo Lobo con tono áspero echando la mano por detrás de su silla para coger otra frasca—. La diferencia es que la mayoría de vuestros secretos tienen que ver con el dinero. Los nobles tenéis más tiempo libre para el juego del orgullo y la traición, pero vuestros secretos más grandes, más importantes, también guardan relación con el dinero. Herencias, deudas ocultas, obligaciones, vínculos comerciales que se han ido al garete. Todas esas cosas.

—Todas esas cosas —reconoció Korvaun—. ¿Qué hacer entonces? Mejor dicho: ¿qué puedo hacer yo para que los plebeyos dejen de lado su enfado?

Mirt destapó su nueva frasca, la olfateó y preguntó con curiosidad observando el tapón.

—¿Y por qué deberías hacer algo precisamente tú?

—Bueno, si los nobles somos la causa, debemos hacer que las cosas se arreglen, y me parece que está bastante claro que nosotros somos la causa.

—Ya has dado el primer paso, joven lord. Has admitido eso y ahora tienes una visión diferente de Aguas Profundas como consecuencia de ello. Ahora, si pudieras hacer que tus jóvenes amigos compartieran tu punto de vista…

—Lo haré —dijo Korvaun con repentino ardor—. Iré y les diré…

—¡No! —aulló Mirt—. No lo harás.

El joven lord Yelmo Altivo parpadeó.

—¿Y por qué no?

—Jamás se ha conseguido convencer de nada hablándole a un joven noble exaltado, no cuando todavía tiene la cabeza en la bragueta y cuando el mundo todavía no le ha devuelto su dentadura. Si vas por ahí desgañitándote, te escucharán y pensarán que el pobre Korvaun se ha vuelto totalmente chalado y sin el menor miramiento se dedicarán a ridiculizarte y a hacerte objeto de sus burlas, pero no te harán el menor caso. Son los acontecimientos los que pueden hacer que tus señoritingos compañeros lo vean por sí mismos.

—¿Los acontecimientos? ¿Por ejemplo un alzamiento general en la ciudad?

La réplica hizo aparecer una ancha sonrisa en los labios de Mirt.

—No, eso haría que vieran por todas partes enemigos a los que atravesar con sus espadas de fantasía. Yo pensaba más bien en una especie de «dura lección» que nos hiciera entrar en razón a todos, acontecimientos que a veces, sólo a veces, que quede claro, pueden ser provocados, digamos, por un joven noble que es casi la mitad de listo de lo que cree que es. El tipo de acontecimientos que tu madre y todas las demás mujeres de su edad aprendieron hace mucho tiempo.

—Perdón… —dijo Korvaun frunciendo el entrecejo.

—No, no vas a hacer nada de eso. Si pides explicaciones o cualquier otra cosa en ese tono, es que lo que tú buscas es un desafío. No te dejes llevar por tu orgullo y tómate un instante para considerarlo que estoy diciendo: ¿acaso no es cierto que todas las damas nobles que conoces, jóvenes y viejas, disponen las cosas para que los hombres, o sus hermanos o sus hijos reaccionen como ellas quieren? ¿Tal vez enfadándose e insistiendo sobre algo? ¿O valiéndose de alguna cuestión que araña al honor de la Casa y exigiendo así de ellos la respuesta contraria a la que estaban dispuestos a dar poco antes?

—Ya veo —dijo Korvaun asintiendo con la cabeza.

—Bien. Los dioses nos sonríen a ambos hoy —dijo Mirt abruptamente—. Ahora, ¿cuántas monedas quieres?

—No lo sé todavía. El maestro Dyre dijo que nos mandaría una cuenta.

—Y entonces podrás mandarme recado. Yo tendré las monedas o lingotes comerciales, o ambas cosas, preparados para que los recojas con tus manos. Tenlo bien presente, con tus manos, no con las de algún sirviente o algún señoritingo amigo.

La segunda frasca de Mirt estaba casi vacía. Korvaun lo contempló con cierto estupor. ¡Es cierto que era gordo, pero este fuego líquido…! A estas alturas al hombre por lo menos se le tendría que trabar la lengua. Korvaun empezó a dar las gracias con voz entrecortada.

Una mano grande y peluda le impuso silencio.

—Es lo menos que puedo hacer por ayudar a un ejemplar tan raro, un noble que ve la ciudad con tanta calidad y que hasta se preocupa por lo que ve. Sin embargo, todavía puedo hacer algo más, y creo que lo haré. Si Aguas Profundas te necesita, ¿acudirás a su llamada?

Korvaun parpadeó.

—Por supuesto…

Esa gran mano silenciadora volvió a ejercer su función.

—Si yo, yo mismo, te pidiera que hicieras un servicio, grande o pequeño, peligroso o aparentemente tonto, a nuestra ciudad, ¿lo harías? ¿Dejarías todo lo demás sin preocuparte por la fama o la recompensa?

El más joven de la estirpe de los Yelmo Altivo miró fijamente a los ojos del prestamista.

—Sí, lo juro —dijo en voz baja.

—Bien, entonces fija bien en tu memoria estas dos claves: «estrella buscadora» y «estornino». ¿Las tienes?

—Yo… ¿estrella buscadora?

—Sí, y estornino —confirmó el Viejo Lobo—. Ahora recuerda también esto: si un desconocido te dice «estrella buscadora», tienes que venir aquí a todo lo que den tus piernas y decir «estrella buscadora» a quien te abra la puerta. Si en cambio un desconocido te dice «estornino», haz lo mismo, pero trae contigo a cualquier amigo en quien confíes.

—¿Amigo? Sugieres que debo confiar en…

Mirt lanzó una especie de carcajada.

—Por mucho que me jures lo contrario en este momento, sé que le vas a contar todo esto a un amigo. Los muchachos jóvenes y apasionados siempre lo hacen.

—Yo…

Mirt volvió a alzar la mano.

—Ahórrame tus protestas, pero asegúrate de decírselo a alguien que no vaya a irse de la lengua o descubrirás por las malas que te he visto en mi vida y que esta pequeña charla nunca tuvo lugar.

Korvaun asintió.

—Ya entiendo.

—Todavía hay algo más que debes saber, joven noble y sabio. Debo advertirte que no siempre debes confiar en lo que ves.

Mirt volvió a meter la mano detrás de su destartalada butaca y sacó algo pequeño, tan pequeño que le cabía en la palma de la mano. Relucía, pero se moldeó con facilidad entre los gruesos dedos de Mirt y recuperó su forma anterior en cuanto lo soltó. Parecía un escudo en miniatura con la parte superior plana y el fondo redondeado, o al menos así fue hasta que Mirt lo puso del otro lado y se lo ofreció. Del objeto colgaban unas cintas de cuero que hacían que se pareciera más a un parche para el ojo que a otra cosa.

—Esto —dijo Mirt sencillamente—, es un simulador. Tócalo.

—¿Un qué?

—Un pequeño secreto de la ciudad. Tócalo.

Vacilante, Korvaun hizo lo que se le decía. Era duro al tacto, como la madera, sólido y suave, ni frío ni caliente.

Mirt había musitado algo y ahora retiró el objeto, ató las cuerdas no muy fuerte alrededor de su brazo, empujó el pequeño escudo con un dedo y murmuró algo más que Korvaun no pudo oír.

Las facciones del Viejo Lobo se fundieron, se desvanecieron, y Korvaun se encontró mirándose a sí mismo.

—¿No es cierto que soy guapo? —preguntó su propia voz—. ¿Le darías un beso a un joven noble? ¿No? Mírate las manos.

Korvaun obedeció y descubrió horrorizado que eran peludas y de gruesos nudillos, con dedos anchos y llenos de callosidades. Eran las manos que le habían impuesto silencio y le habían pasado las frascas. Las manos de Mirt.

Alzó los ojos hacia su doble, pero su forma empezaba a desdibujarse, lo mismo que sus manos. Entonces la imagen de Korvaun desapareció y volvió a aparecer el corpulento y viejo prestamista que sostenía en la mano el pequeño escudo y le sonreía. Korvaun bajó la vista rápidamente. También habían vuelto sus manos. O sea que el simulador era un dispositivo que permitía a dos hombres cambiarse el uno por el otro.

—Que ese sea el secreto que comprobaré si guardas —dijo Mirt dejando caer el escudo en la mano de Korvaun—. Ahora será mejor que te vayas, antes de que tus guardaespaldas empiecen a pensar que te ha pasado algo y crean que es hora de ganarse su paga. ¡Hala!, vuelve a la calle y a enriquecerte. Desde el día en que recibas el dinero, tendrás un año para devolvérmelo.

Korvaun se dio cuenta de que todavía tenía la boca abierta. La cerró rápidamente y balbució unas palabras de agradecimiento.

Mirt hizo un gesto displicente y le señaló la puerta mientras daba cuenta de lo que quedaba en su frasca.

—Un regalo. Lo necesitarás, lord Yelmo Altivo.

Korvaun sonrió a duras penas.

—Hablas con convicción. ¿Eres vidente?

El prestamista resopló.

—Estás tratando de hacer lo correcto, muchacho. ¿Crees que serás el primer hombre al que no van a castigar por ello?

Mirt volvió a estornudar e hizo a un lado otro montón de tenaces telarañas. La verdad, no parecía que este túnel se usara a diario. La linterna que llevaba en la mano se estaba recalentando, de modo que debía de estar a punto de llegar.

Bueno, ahí estaba. Y al menos no estaba haciendo este recorrido a toda prisa y resoplando mientras se producía algún desastre en la ciudad que tenía encima de la cabeza. Era bueno que algunos de los jóvenes petimetres de la nobleza por fin dieran muestras de asumir su responsabilidad. Por fin. Y ya era la maldita hora de que sucediera.

¡Y por los dioses! ¡El joven Yelmo Altivo había visto por sí mismo que los plebeyos tenían razón para quejarse!

Mirt tanteó con la mano la pared a la altura de su tobillo y fue recompensado con un momentáneo resplandor.

Siguió con las puntas de los dedos la áspera piedra hacia arriba hasta llegar a los salientes que le eran familiares, asió uno de ellos de modo que los dedos presionaran sobre la piedra abarcando una amplia superficie, y de repente un óvalo de pared del tamaño de una puerta se retrajo dejando ver un débil resplandor azul al otro lado.

Mirt entró y fue saludado por la tos ahogada de una joven muchacha.

La aprendiza de turno estaba sentada en su habitual escritorio con una piedra reluciente sobre las páginas de lo que podría ser un libro de conjuros, aunque también podría ser un libro de baladas de los que se llevan como un relicario. La muchacha, asustada por la apertura de la puerta secreta que se usaba tan pocas veces, había dejado caer tanto el libro como la piedra y había cogido una varita mágica que tenía debajo del libro.

Ese desordenado manoteo la había obligado a bajar los pies rápidamente del extremo del escritorio y sus elegantes botas habían hecho caer de bruces a su auxiliar, que ahora yacía sin sentido en el suelo. Esto era demasiado para las normas de la sala de la guardia, según las cuales el centinela de apoyo debía observar desde la puerta situada al otro extremo.

Mirt paró de sonreír y dejó a un lado la linterna cuando comprobó que la joven maga de pelo enmarañado tenía un auténtico problema. La varita se sacudía en su mano mientras ella hacía unos extraños gorgoritos, una especie de maullido, al escupir una parte de un bollo caliente de mejillones y salsa de carne.

Mirt podía correr a una velocidad sorprendente cuando se veía obligado a ello, y en un instante había arrebatado la varita de su mano temblorosa y la había dejado a un lado, después rodeó el escritorio y cogió a la chica por el tobillo. Por suerte, este calzado ajustado y de punta aguzada no salía con mucha facilidad, lo que le permitió realizar la maniobra siguiente.

Tiró fuerte, puso un pie sobre el escabel, empujó como si fuera a empezar a subir una empinada escalera, y la aprendiza, que estaba a punto de ahogarse, quedó de repente cabeza abajo.

Su elegante falda se dio la vuelta y dejó ver las viejas enaguas llenas de agujeros y un guardainfante que no estaba mucho más limpio que el sayo que habitualmente llevaba el propio Mirt. La cara de la chica pasó de ponerse a azul a ponerse azul y encarnada.

El Viejo Lobo le dio una buena sacudida y a continuación la golpeó vigorosamente en la espalda con tanta fuerza que los brazos y piernas de la muchacha se agitaron como los de una muñeca de trapo.

—¡Esto te despejará las vías respiratorias! —anunció animadamente mientras veía cómo los mejillones y la salsa de carne a medio masticar salían disparados sobre sus botas. Antes de que ella pudiera empezar a respirar hondo para recobrar el aliento, la arrojó al aire, la cogió por la cintura con ambas manos y la dio vuelta como si fuera una rueda.

Era más alta y larguirucha que Asper, y Mirt se llevó un codazo no intencionado en la cara por su intervención, pero un momento después la chica tosía y lloraba sobre su escritorio mientras Mirt le ponía una mano en el costado para mantenerla de pie.

Tardó un rato en recobrar el aliento, y Mirt se entretuvo mientras tanto en leer en voz alta su libro. Realmente era un libro de baladas. ¡Por Sharess!

—«¡La fuerza violenta de su mano hizo que respirara con dificultad, y aunque se debatía furiosamente tratando de desasirse, maldiciendo las elegantes prendas que no permitían llevar encima una daga, ella sabía que se había equivocado, peligrosa, quizá incluso fatalmente, acerca de él!»

»Un momento después, sus dedos encontraron lo que buscaban…, y un momento después también él se enteró».

Mirt se rio con ganas.

—¡Ja, ja, esto es realmente subido de tono! —Pasó unas cuantas páginas, se comió lo que quedaba del bollo con evidente fruición y, tras echar una mirada a los agitados hombros de la chica, le preguntó—: ¿Estás bien, muchacha?

—M—mi… mi… —Todavía trataba de recobrar el aliento mientras se volvía lentamente hacia él, las manos apartadas de la daga que llevaba a la cintura…, o de la que tenía atada al tobillo y que el rudo remedio de Mirt había puesto al descubierto.

—¿Tu varita? Está debajo de mi bota y allí se va a quedar hasta que estés bien.

—¿Quién eres?

Mirt hizo una mueca al ver la cara bañada por las lágrimas hasta donde se lo permitía la enmarañada melena.

—Puedes llamarme Elminster…, y llévame directamente hasta Learal, ¿de acuerdo?

Unos ojos grandes y oscuros lo miraban sin comprender mientras los dedos de la chica se ocupaban frenéticamente en apartar los mechones revueltos.

Por fin, con voz todavía ronca, consiguió balbucear algo.

—L—lady Learal está… fuera en este momento.

—Entonces —gruñó Mirt con tono grandilocuente—, supongo que tendré que conformarme con el viejo charlatán, Khelben para ti.

Una expresión extraña apareció en el rostro de la aprendiza de la guardia, una expresión que era mezcla de diversión, enfado y confusión.

—¡No te muevas de aquí! —farfulló de repente, y salió corriendo de la habitación dando toda la impresión de que luchaba para no reírse.

Mirt esperó a que ella se volviera y después desapareciera en el primer recodo de la escalera que conducía arriba. Después partió en pos de ella. Sabía casi con absoluta certeza a donde se dirigía.

Después de un breve pero agotador recorrido, llegaron casi al mismo tiempo a una puerta donde la aprendiza de la guardia echó a Mirt una mirada furiosa e impotente y susurró algo al cerrojo, casi como si lo estuviera besando.

La puerta hizo un clic y se desplazó un poco, como si se hubiera abierto una cerradura, y la aprendiza entró rápidamente volviéndose de inmediato para volver a cerrarla… Entonces se dio cuenta de que el voluminoso extraño había cruzado en tres pasos el corredor y había metido no sólo un pie sino toda la pierna por la puerta, con lo cual iba a resultarle imposible cerrarla.

El resto de Mirt siguió a su osada pierna por la puerta entreabierta, dedicándole una sonrisa cariñosa.

—¿No deberías volver a tu puesto?

La maga se irguió dispuesta a decir algo realmente agresivo, pero alguien habló en su lugar lanzando una sarta interminable de broncas obscenidades relativas tanto a interferencias de conjuros como a referencias a magos muertos hacía ya tanto tiempo que su calor se había perdido en su propia grandeza apabullante.

—Yo también te quiero —replicó Mirt afablemente cuando el señor mago de Aguas Profundas llegó hecho un basilisco, dejando tras de sí una estela de conjuros que golpeaban como los rayos lanzados por una tormenta, como latigazos que relucían y lanzaban lluvias de chispas y relámpagos.

Tan grande era aquella habitación que no podría haber cabido en todo el vecindario, y mucho menos en la estilizada silueta de la Torre de Bastón Negro. Sin embargo, la mayor parte de la misma estaba ocupada por una gigantesca cabeza de piedra que cualquier aguadiano habría reconocido a primera vista como la de una de las Estatuas Andantes de Aguas Profundas.

Mirt sabía que Khelben las había «convocado a todas» ese mes para aumentar sus encantamientos, pero no podía identificar la peculiaridad del aire que rodeaba la cabeza como otra cosa que «poderosa magia».

Había resplandecientes líneas doradas de fuerza que ahora bajaban lentamente hasta el suelo. A lo largo y por encima de algunas de ellas había complejas runas y palabras escritas en pleno aire en una caligrafía fluida, y podían verse incluso diminutas gemas esparcidas y parpadeantes motas de luz que describían órbitas en torno a algunos de los sigilos. Todo le pareció la obra de horas de trabajo…, y por la expresión de Bastón Negro, era probable que lo fuera.

Por fin la aprendiza de guardia encontró su voz en algún lugar próximo a sus botas. Sonó peligrosamente temblorosa, pero lo suficientemente alta.

—Lo s—siento, mi señor. Traigo a Elminster que solicita una audiencia.

El agotamiento, la confusión y la rabia que se mezclaban en el rostro de Khelben se transformaron en una especie de incredulidad.

—¡Ese no es Elminster! ¡Estúpida muchacha! ¡Él no es ni de lejos tan guapo!

La aprendiza se replegó ante el enfado de su señor, pero miró impotente la forma rechoncha de Mirt cubierta de telarañas. En su cara cambió algo. Se contuvo todavía un momento, como si fuera a atragantarse otra vez, y después no pudo evitar romper a reír.

Cuando el último de su gran despliegue de conjuros se estrelló en el suelo detrás de él sin hacer ruido, Khelben Bastón Negro Arunsun se cogió las manos a la espalda y echó a su impotente aprendiza una mirada de disgusto antes de volver a mirar a Mirt.

—Y bien, ¿qué es lo que quieres?

Mrelder agradeció con una inclinación de cabeza a la mesonera que les había servido la última ronda de cerveza.

La docena de hombres que compartía con él el reservado, aprendices, soldados, mercenarios, desconocidos todos, levantaron sus jarras y bebieron un buen trago.

Su oferta de una comida gratis cuando el sol estuviera alto era el pago por su tiempo, y algunas sugerencias sobre un mercader, rico, gordo e incauto habían conseguido captar su atención.

El robo para el que los contrataba era pura fantasía, por supuesto. Los hombres reunidos en el reservado tal vez se preguntaran siempre cómo se había descubierto el plan, pero no tendrían dudas sobre el destino del hombre que los había contratado…, o más bien del hombre cuya cara llevaba ahora Mrelder. Ese desgraciado aparecería muerto en un callejón antes de que cayera la noche. Los híbridos de Golskyn se encargarían de ello.

Mrelder dejó la jarra sobre la mesa y trató de que no lo vieran rascarse.

Los conjuros de su padre le habían vuelto a unir el brazo, pero siempre sentía los dedos entumecidos y el resto le picaba endiabladamente.

—Se nos está acabando el tiempo. ¿Alguna pregunta?

—¿Qué hay de la guardia? —preguntó un mercenario.

El hechicero disfrazado hizo una mueca.

—Tienen preocupaciones mayores de que ocuparse.

Todos intercambiaron miradas incómodas.

—¿Hay problemas en la ciudad?

—Bastantes problemas —les dijo Mrelder—. Se dice por ahí que lord Piergeiron ha pasado a la Residencia de Tempus.

—¿El Señor Proclamado, muerto? —balbució alguien, incrédulo.

Su vecino le dio un codazo.

—¿Crees que hay alguna otra forma de llegar allí, necio? ¡Y cuando llegue la respuesta, trata de no hablar tan alto!

—Ya —dijo Mrelder con tono sombrío—. Los Señores lo mantienen en secreto. Hasta que ellos lo hagan público, consideraré un favor que vosotros también hagáis lo mismo.

Los doce allí presentes farfullaron su asentimiento, pero hasta el último de ellos bebió su jarra hasta el final y lo miró a la espera de que los despidiera. Mrelder no estaba muy seguro de que la prisa por marcharse se debiera al deseo de volver a trabajar. Los despidió con un gesto, ocultando su sonrisa con la cerveza.

Cuando acabase el día, el distrito del Puerto sería un hervidero con el rumor de la muerte de Piergeiron.