Capítulo 2

La mañana llegó lentamente al distrito del Puerto. Los abigarrados edificios proyectaban sombras pertinaces que las mortecinas farolas callejeras no conseguían dispersar. Desde distintos lugares, los gallos cantaban como conjuradores invocando al sol. Juramentos en tono menor seguían a la mayor parte de sus llamadas en medio de entrechocar de herramientas. Algunos de los habitantes de la ciudad tenían que levantarse temprano para reunir dinero suficiente para comer.

Mrelder se encaminaba hacia el callejón de la Capa Roja maravillado por los cambios que podían producirse en un año. La última vez que había hecho este camino teniéndose apenas en pie por el agotamiento, buscando la forma de regresar al Alcázar de la Candela, la mayor parte de estos edificios estaban chamuscados o eran ruinas humeantes.

Las estructuras reconstruidas tenían paredes de piedra del doble de la altura de un hombre, rematadas con una o más plantas de sólida madera. La mayor parte de los tejados eran de paja nueva, pero nadie se había olvidado de los incendios ya que también habían colocado unas cuantas filas de tejas. Mrelder se preguntó cuánto podría sumar un tejado así al coste de su nuevo establecimiento.

Se detuvo en el lugar donde antes se levantaba Elegantes Zapatos y Sandalias de Candiera. Los escombros habían sido retirados y una nueva estructura de madera se alzaba hasta alturas impresionantes sobre unos cimientos reforzados de piedra recubierta. No obstante, la falta de techo hacía que uno se encontrara un poco húmedo y desprotegido incluso en la fabulosa Aguas Profundas.

Uno de los trabajadores que removían y clavaban tablas en aquel interior atiborrado de materiales lo vio y se acercó a él, maza en mano.

—¿Tienes algo que hacer aquí?

Mrelder esbozó una sonrisa.

—Albergaba la esperanza de dedicarme a mis negocios aquí antes de las ferias de verano, pero al parecer los trabajos progresan lentamente.

El hombre abrió mucho los ojos.

—¿No serás el hechicero que compró Candiera?

—El mismo. ¿Por casualidad eres tú maese Dyre?

Un trabajador que pasaba les sonrió.

—Si le ofreces hacer un conjuro para transformarlo en Dyre, probablemente te tomará la palabra, siempre y cuando pueda conservar su propia nariz. —Una risotada generalizada fue la reacción de todos sus compañeros a sus palabras.

—¿Debo entender que maese Dyre no está aquí? ¿Podría… podría echar un vistazo?

El carpintero se encogió de hombros.

—El lugar es tuyo, comprado y pagado. Sin embargo, no pises las estructuras ni tires de ninguna cuerda; no están debidamente fijadas.

—Está bien —asintió Mrelder—. Sólo quiero echar una mirada para ver qué habitación es la mejor para cargar los carros y cosas así.

—¿Allí atrás? De acuerdo, aunque hay que retirar algunas carretillas. Mira bien donde pones los pies y lleva una antorcha. Junto al aljibe está todo tan oscuro como el corazón de Cyric.

—Vaya. ¿Qué pasó con la pintura reflectante?

—Es probable que se haya desgastado. Todo se desgasta con el tiempo. Soy sincero si te digo que no había magia en el lugar cuando empezamos. Maese Dyre siempre se asegura de eso; dice que cuesta menos contratar a un hechicero para detectar la magia que pagar su propio entierro si tropieza con una protección.

—Un hombre prudente —señaló Mrelder.

Aceptó una antorcha y fue avanzando entre las virutas que le llegaban por el tobillo hasta la luz de un pequeño fuego encendido en un brasero de cobre cerca de los recipientes con la cola. Desde allí se dirigió sorteando obstáculos hasta el aljibe.

También aquello había cambiado. Detrás de una puerta nueva, la piedra prolijamente enfoscada había reemplazado a los antiguos escalones desvencijados. Tal como había dicho el carpintero, la pintura reflectante había desaparecido.

Cuando Mrelder echó una mirada al aljibe, el desánimo se apoderó de él. Tenía una tapa tan nueva que la madera era casi blanca y los herrajes de bronce brillaban. A un lado estaba tirada la tapa antigua, entre un montón de maderas medio podridas.

No había el menor vestigio de la runa del Alcázar de la Candela en aquellos maderos mohosos. La magia había desaparecido. Probablemente la madera se había deshecho al desactivar el encantamiento.

Mrelder suspiró. Sin duda las entradas mágicas al gran templo fortaleza estaban pensadas para que se desvanecieran en cuanto la magia actuara sobre ellas.

También era posible que ahora los monjes creyesen que tenían motivos para desconfiar de él.

Mrelder meneó la cabeza. No, habían dado su beneplácito a su decisión de dedicarse al estudio de los sahuagin. Después de un año, cuando había declarado su intención de partir en busca de relatos de ataques sahuagin y compilar información sobre su magia y sus métodos, el propio Primer Lector le había dado su aprobación personal e incluso una modesta ayuda económica. No, esas ideas no eran más que imaginaciones suyas.

Levantó la antorcha y, cuál no sería su asombro al ver que la luz inestable se reflejaba sobre un óvalo recién construido de piedra maciza. ¡El túnel había desaparecido!

Mrelder recorrió toda la circunferencia del estanque tanteando y golpeando las piedras: grandes y sólidos bloques tan bien encajados que daba la impresión de que ni la más delgada de las dagas podría deslizarse entre uno y otro.

Mrelder miró en derredor totalmente atónito y a continuación se volvió, corrió escalera arriba y recorrió la obra hasta que consiguió coger por la manga a un trabajador que pasaba por allí.

Era el carpintero, que se quedó boquiabierto ante la ferocidad con que Mrelder hizo su pregunta.

—¿Qué pasó con el aljibe?

El carpintero frunció el entrecejo.

—El propio Dyre se encargó de su reconstrucción. La cantería tenía que ser más apretada que un prestamista enano.

—Y lo está, es verdad, demasiado apretada —le soltó Mrelder.

Al ver la expresión de incredulidad del carpintero, improvisó una excusa.

—Tengo pensado vender quesos muy curados. Necesito un lugar frío y húmedo donde dejar que maduren.

El hombre pareció comprender.

—Bueno, entonces no tendrás problema. Allá abajo quedará un buen sótano cuando hayamos terminado. —Echó una rápida mirada en derredor y luego se inclinó hacia el hechicero—. Había un túnel en el aljibe que sólo los dioses saben adónde conducía. Tienes suerte de que maese Dyre lo haya clausurado. No querrías que llamara a tu puerta lo que allí encontramos.

El corazón de Mrelder le galopaba en el pecho. Deslizó una moneda de plata en su mano al tiempo que se volvía para asegurarse de que estaban solos.

—Un hombre prudente conoce tan bien los peligros que sortea como aquellos a los que se enfrenta.

—Fue una señal —dijo el hombre en voz baja con los ojos fijos en la moneda—. De Aquellos que vigilan, cuyas narices nadie quiere que husmeen en sus asuntos.

—La señal era negra —dijo Mrelder en un susurro. El carpintero asintió.

Mrelder consiguió sonreír y tendió la mano.

—Gracias por tu ayuda. —En el apretón que siguió, la moneda cambió a la palma del carpintero.

Después de esto, Mrelder dijo adiós con un gesto y se marchó. A su regreso al Alcázar de la Candela, hacía ya un año, había buscado en vano el pequeño yelmo negro que le había dado Piergeiron, y al final había llegado la conclusión de que seguramente debía tener algo de mágico y que las defensas de la puerta lo habían despojado de él.

Al parecer, se le había caído en el túnel del aljibe, y los trabajadores lo habían interpretado como una señal del Primer Señor para que se mantuvieran alejados.

¿Qué hacer ahora? Solicitar la reapertura del túnel podría hacer que lo consideraran como un hombre vinculado a… bueno, a aquellos cuyas narices era mejor mantener fuera de los asuntos del común de la gente. Maldito si necesitaba él una reputación que atrajese la atención sobre su persona.

Ya lucía la mañana en todo su esplendor y las calles se iban llenando rápidamente. Mrelder caminaba a buen paso esquivando las inevitables carretillas quejumbrosas y los ojos velados por el sueño de los cargadores de los muelles hacia la casa que iban a compartir él y su padre.

Golskyn había indicado con notable perspicacia que iban a necesitar más de una base en la ciudad. Ya hacía varias semanas que los seguidores de su padre, híbridos que seguían al sacerdote con devoción de perros falderos, desarrollaban una febril actividad conectando alojamientos y almacenes con nuevos túneles. Los servidores de Golskyn no podían andar abiertamente por ninguna ciudad, de modo que se habían vuelto expertos en las costumbres de los lugares tenebrosos, así como en la construcción de túneles y en esconder todo vestigio de esos trabajos.

Mrelder enviaría a algunos de ellos al callejón de la Capa Roja cuando se extendiera la niebla desde el puerto y la oscuridad se cerniera sobre la ciudad para que abrieran un túnel entre el sótano del que había hablado el carpintero y el pasadizo de piedra donde esperaba el diminuto sahuagin.

La idea de lo que tenía por delante arrancó a Mrelder una sonrisa. El sahuagin recuperaría su tamaño formidable y se convertiría en aliado de un joven hechicero en una nueva guerra.

Para ser más precisos, sólo determinadas partes del sahuagin se unirían a Mrelder.

—Nunca ha trabajado —gruñó Varandros Dyre a los dos aprendices que le iban pisando los talones—. Un hombre que pasa más tiempo sobre sus posaderas que sobre sus pies. Esa es precisamente la razón por la que vamos de una obra a otra a pie, para que los muchachos no nos vean llegar desde tres calles más allá. Y escúchame bien, joven Jivin, nuestras pequeñas visitas son la razón de que Construcciones y Viviendas Dyre puedan permitirse contratar a chicos como tú y Baraezym y de que yo, que los dioses me ayuden, me pueda costear los hermosos vestidos que tanto les gusta llevar a mis hijas.

Dyre se abrió camino a empujones entre la multitud cada vez más densa que bloqueaba la entrada al callejón de la Capa Roja, despejando el paso para sus dos aprendices como un coche de alquiler. No había quien se atreviera a ponerse en el camino de Varandros Dyre. La energía del hombre bastaba por sí sola para remover obstáculos y atraer las miradas hacia él.

No era que resultase muy agradable mirarlo. Con el pelo gris y la mirada penetrante, Dyre tenía el aspecto de lo que era, un maestro cantero de piel curtida por el sol y de dedos endurecidos por el trabajo. Tenía una nariz tan grande que Baraezym, el mayor de sus aprendices, había dicho una vez que parecía «el morro de un tiburón». Esas palabras resonaban en los oídos de Jivin cada vez que miraba a su maestro y a duras penas podía contener la risa.

La vida de Jivin no era precisamente cómoda, pero se podía aprender mucho de este maestro. Un edificio tras otro se habían ido levantando de las ruinas de la batalla del año anterior bajo el estandarte Dyre, y Baraezym y Jivin sabían muy bien que Varandros los había contratado porque necesitaba hombres que supieran escribir, contar monedas y prevenir las amenazas inminentes y los timos, no trabajadores de confianza capaces de colocar piedras y ajustar postes y clavos con precisión. De esos ya tenía muchos.

Baraezym y Jivin también sabían que Dyre era más inteligente de lo que le gustaba aparentar, y que los había estado poniendo a prueba con errores deliberados en los libros y con monedas «olvidadas» en algún que otro cofre o caja de seguridad. Los había estado vigilando para ver si se quedaban con una sola moneda.

Como un vendaval o como el monte Aguas Profundas, Varandros Dyre se cernía fiero e implacable. En este preciso momento había levantado el morro para echar una mirada calle abajo al andamio distante al que se dirigían.

—¿Qué especie de idiota con cerebro de mosquito ha montado semejante revoltijo? —dijo con brusquedad volviéndose a mirar a sus aprendices como si ellos fueran personalmente responsables del aspecto deplorable del andamio. Sin aguardar una respuesta, se dio media vuelta y salió a tal velocidad que los dos tuvieron que correr para no perderlo.

—¡Baraezym! —gruñó por encima del hombro—. ¡Dile a Jivin qué está mal en ese andamio!

El aprendiz más antiguo echó una mirada.

—Veamos…, tablas rotas…, uniones mal sujetas —frunció el entrecejo—. Casi da la impresión de que hubiera estado a punto de caerse o de soltarse y lo hubieran vuelto a poner en su sitio con cuerdas y unas cuantas tablas de refuerzo. Todo está…

Baraezym levantó las dos manos como si con ellas pudiera coger las palabras que quería del mismísimo aire. Lo único que consiguió fue quitarle de la cabeza la gorra a un presuroso marinero que tenía a su derecha y golpear sin querer la mejilla de una mujer que iba a su izquierda muy arrebujada en una capa.

El marinero soltó una maldición y consiguió coger su gorra en el aire antes de que llegara al suelo y se perdiera. La mujer se dio la vuelta para que el impacto del golpe no fuera tan grande y lo increpó.

—¡Eh, tú! ¡Que sepas que yo cobro por eso! —le espetó bruscamente.

Baraezym balbució unas palabras de disculpa que se perdieron cuando salió presuroso tras su maestro y cuando este dio su veredicto ferozmente aprobador.

—¡Exactamente! ¡Esa estructura amenazaba con desplomarse y la sujetaron en lugar de reconstruirla como es debido! ¡Van a rodar cabezas!

El jefe de Construcciones y Viviendas Dyre se paró en seco en mitad de la calle, tan repentinamente que Jivin a punto estuvo de chocar con él. El Tiburón miraba hacia arriba, pero apenas tuvo tiempo de ver nada antes de que unos tableros rotos cayeran desde lo alto. Con un grito de terror, un trabajador se precipitó al suelo tras ellos.

Desde muy alto, encima del callejón de la Capa Roja, el hombre cayó, y con él una maza, y desapareció entre la multitud que llenaba la calle con sus carretillas y sus cestos al hombro.

El estrépito fue tremendo, y por todo el callejón de la Capa Roja se volvieron las cabezas para ver lo que pasaba. Varandros Dyre corrió abriéndose paso entre los curiosos y soltando una retahíla interminable de palabrotas. Cuando llegó hasta un tiro de tres mulas bien sujetas al yugo, fueron las mulas las que se pararon en seco.

El hombre que iba al pescante maldijo a Dyre mientras este pasaba a su lado, pero la respuesta de este fue tan feroz que el hombre reculó. Baraezym y Jivin sonrieron al hombre a modo de disculpa y pasaron corriendo en pos de su jefe.

Cuando por fin se encontraron libres del gentío, encontraron a Dyre en medio de un círculo de trabajadores prometiendo a un hombre que vociferaba en el suelo que se lo compensaría hasta el último dragón por los daños que hubiera sufrido. El hombre sonrió, asintió y rápidamente perdió el sentido.

Cuando Varandros Dyre alzó la cabeza en sus ojos se preparaba ya una negra tormenta. Miró con furia al carpintero de la barba entrecana como si fuera a lanzar centellas por los ojos.

—¿Llamas a eso un andamio, Marlus? Para una vez, una única vez, que me fío de ti para levantar una estructura, vas y…

—¡Fueron otra vez los nobles! —balbució un trabajador—. ¡Jóvenes gamberros con capas brillantes y espadas! ¡Jugaban a los espadachines! ¡Derribaron lo que habíamos construido de ese lado y nos amenazaron con sus espadas mientras trataban de incendiar el lugar! Esta parte cayó y quedó colgando, y tuvimos que dedicar un montón de tiempo a volver a levantar la otra…

Los ojos de Dyre no se apartaron en ningún momento de los del carpintero.

—¿Es eso cierto? —preguntó con voz calma.

Marlus asintió con expresión de rabia.

—¡Palabra por palabra! ¡Estropearon la cola, rompieron tablones, lo tiraron todo por todas partes y encima se rieron de nosotros y trataron de ensartarnos con la espada, como si fuéramos pequeños goblins que corrían de un lado a otro para divertirlos!

Jivin esperaba casi con impaciencia la explosión. Pensó que el Tiburón era más terrible cuando parecía calmado.

—¿Y la guardia? ¿Por casualidad se presentó?

—Sí —dijo Marlus contundente—, y los disolvieron. De no haber sido por ellos no podríamos haber apagado el fuego.

—¿Y adónde llevaron a nuestros felices nobles?

—A ninguna parte —dijo otro trabajador con amargura—. Dejaron que se fueran. Oh, el capitán de la guardia era frío como un témpano, pero así y todo, salieron libres.

—Ya veo —murmuró Dyre entrando en el edificio como si estuviera disfrutando de un paseo por un prado lleno de flores. Con las manos cruzadas a la espalda avanzó entre las virutas, las marcas chamuscadas y las maderas reapiladas apresuradamente.

—Escucha bien lo que voy a decir, Jivin —dijo de repente en voz baja sin volverse siquiera a comprobar si el menor de sus aprendices estaba detrás y al parecer indiferente al hecho de que un corro de hombres se moviera junto con él como pegado a sus hombros y pendiente hasta de su respiración—. Escúchalo bien: esta es la última vez que un grupo de nobles mocosos se divierte con mis trabajadores. Esos jóvenes idiotas, demasiado cargados de oro como para trabajar y demasiado estúpidos y ociosos como para pensar en dedicar su tiempo a algo que valga la pena…, me hacen objeto de sus desmanes y me cuestan dinero. Pues bien, ya hemos tenido suficiente, más que suficiente.

Baraezym y Jivin intercambiaron miradas preocupadas. Sin necesidad de hablar, ambos coincidieron inmediatamente en que temían más a este Varandros Dyre peligrosamente tranquilo que a su versión gritona y autoritaria.

La bota de Dyre tropezó con algo duro entre las virutas. Se agachó y levantó una fina daga de cuidada manufactura. La empuñadura tenía la forma de una punta de lanza en la que había impresa una estrella, y a ambos lados de la hoja había un complejo monograma de letras y arabescos entrelazados.

Varandros Dyre no era ni heraldo ni calígrafo, pero era un maestro en dejar de lado los adornos de fantasía e ir al meollo de la cosa.

—M.K. —murmuró, y enarcó las cejas mientras paseaba lentamente su mirada por los trabajadores que lo rodeaban en silencio—. Supongo que esto no pertenece a ninguno de vosotros.

Todos se apresuraron a negarlo, aunque no era necesario. Ninguno de ellos podía darse el lujo de poseer un arma tan cara, y ninguno era tan tonto como para llevar encima una daga que podría haberse caído de entre las páginas de algún antiguo volumen de heráldica. Era evidente que la empuñadura representaba la orgullosa divisa de alguna casa noble.

Y las casas nobles podían encontrarse.

Varandros Dyre sonrió, con una sonrisa creciente y amenazadora. Por primera vez en su vida, Jivin no envidió a la nobleza.