Prólogo

30 de Ches, año de la Jarra (1370 DR)

Cortantes ráfagas de viento golpeaban a Learal Manodeplata mientras recorría las almenas de la Puerta Oeste de Aguas Profundas, sorteando a los arqueros y a los magos que lanzaban fuego conta las huestes que los asediaban allá abajo. Su hermoso rostro tenía una expresión adusta y el cuerpo esbelto relucía levemente a través de la armadura de cuero que lucía con gallardía. Ese resplandor era la única señal perceptible del gran poder que emanaba de ella por obra y gracia del hombre al que amaba.

A su alrededor, los magos caían exhaustos. Dos de ellos, con las mentes chamuscadas por el uso excesivo del fuego de Mystra, se refugiaban tras las almenas, temblando como los desquiciados que serían ya para siempre. Learal siguió adelante sin alterar el paso. Más tarde lloraría, pero por ahora nada podía hacer por ellos. Aguas Profundas no estaba a salvo ni mucho menos.

Del mar soplaba un viento frío y fuerte, demasiado caprichoso e incluso cruel para la incipiente primavera. La magia feroz estaba en acción. Ráfagas repentinas apagaban las flechas encendidas de los arqueros y hacían que los pequeños conjuros de fuego se extinguieran como lámparas agotadas. El Tejido que rodeaba a Learal crepitaba y sentía en la piel como si se le clavaran incesantemente millares de pequeñas agujas. Learal no había esperado que de los mares llegara semejante magia.

¡Ay de Aguas Profundas! Ninguno de sus defensores tenía esa magia, ni siquiera el poderoso mago que estaba al frente de las defensas sobre la Puerta Oeste.

Khelben Bastón Negro Arunsun, archimago de Aguas Profundas, estaba de pie sobre el gigantesco dintel de piedra de la puerta. En plena tarea de formular conjuros, había abandonado el aspecto y la forma que había lucido durante muchos años. Durante un breve instante, todos los ojos pudieron contemplarlo tal como lo veía Learal: alto, de edad indefinida, con sangre elfa corriendo por sus venas, feroz como un dragón rampante y apenas discernible como un ser mortal. El poder creciente de un poderoso conjuro le arremolinaba los ropajes sombríos y el cabello negro como ala de cuervo, y rayos de luz plateada circulaban a su alrededor como polillas atraídas por las llamas. Sosteniendo con ambas manos su bastón negro por encima de la cabeza, y con una voz que provocaba espanto, semejante a un coro formado por la combinación de todas sus vidas mortales, elevó un sonoro cántico.

Las diminutas luces empezaron a multiplicarse y a crecer, adoptando con rapidez la forma de un enorme pez plateado. Un vasto cardumen de estas fantasmagorías voladoras se arremolinó primero por encima de Khelben y a continuación se precipitó hacia el mar, atrayendo los vientos en pos de sí. El pelo trenzado de Learal que el viento había removido un momento antes se le asentó sobre los hombros y el viento mágico de los invasores cesó.

Al bajar el bastón negro, Khelben pareció replegarse dentro de sí, convirtiéndose una vez más en un hombre de mediana edad e imponente dignidad con barba entrecana y negras vestiduras que, aunque corpulento, no superaba en estatura a la propia Learal.

—¿Y ahora, amor mío? —preguntó ella pasándole un brazo alrededor de la cintura como para sujetarlo.

Por un momento, Khelben guardó silencio y se dedicó a mirar intensamente las murallas de la ciudad. Learal siguió su mirada.

La magia reverberaba en el cielo crepuscular más allá del monte Aguas Profundas como fuegos artificiales que celebrasen un festival de la muerte. Al sur, el puerto ardía. Un fuerte olor a alquitrán en llamas se esparcía desde los muelles, donde el aceitoso humo de las velas y las jarcias ardientes se elevaba sibilante hacia el cielo. Se aproximaba la hora de la marea baja, pero si el mar se retiraba, no así sus secuaces.

Debajo de la Puerta Oeste la arena estaba sembrada de humeantes cuerpos de sahuagin, sin embargo, el número de hombres pez que seguían asediando furiosamente la puerta era incontable y no los arredraba la matanza de la que estaban siendo objeto. A Learal le dio la sensación de que todos los diablos de los Nueve Infiernos hubieran acudido a darse un festín de pescado frito.

Sus incursiones se habían cobrado innumerables víctimas entre los defensores de la ciudad. Muchos magos caían presas del más profundo agotamiento, y bastantes colgaban hacia afuera sobre las murallas, impotentes entre el espeso humo. Unos cuantos permanecían reunidos musitando, dirigiendo miradas torvas al archimago de Aguas Profundas. Circulaba por allí el fundado rumor de que en el bastón de Khelben había magia suficiente para fundir la roca y la arena de las orillas de Aguas Profundas transformándolas en vidrio y para convertir el puerto todo en una caldera burbujeante de agua salada en la que se cocieran vivos todos los sahuagin.

Ahí estaba el problema, Learal bien lo sabía: el Arte siempre tenía su precio. Cuanto más poderosa fuera una magia, tanto mayor era su coste. No necesitaba mirar a la cara de su amado para sentir su angustia y su frustración. Aguas Profundas era su ciudad, su hogar, y su amor más profundo, incluso puede que más que la propia Learal. El señor mago de Aguas Profundas tenía poder suficiente para proteger a la Ciudad del Esplendor…, pero únicamente si se arriesgaba a destruirla.

Khelben volvió la cabeza como un halcón en plena caza.

—No me atrevo a desactivar la defensa de la muralla, sobre todo con el Tejido tan dañado. Lo que necesitamos ahora es la magia menor y la fuerza de todos los brazos.

Con un gruñido señaló la almena más próxima, que explotó hacia afuera como empujada por un gran puño y fue a caer sobre las atestadas arenas.

Ambos observaron cómo rodaban los fragmentos de piedra arrollando a los sahuagin y dejando entre ellos un rastro sangriento. Aún no se habían detenido las grandes piedras y ya avanzaban nuevos sahuagin para reemplazar a los caídos. Salían de las olas teñidas de sangre que arrastraban a gran número de hombres pez hacia la playa.

—Los encantamientos de Ahghairon pesan sobre mí como aquella montaña —gruñó Khelben—. Estoy impidiendo que nos aplasten cayendo ahora mismo sobre nuestras cabezas. De no ser por la cantidad de poder que extraigo de ti, andaría arrastrándome indefenso.

Los miembros de la guardia avanzaban penosamente por las murallas hacia el señor y la señora magos de Aguas Profundas con expresión preocupada y cargada de preguntas.

Khelben los miró mientras se acercaban y suspiró.

—Necesito que vuelvas a la Torre de Bastón Negro y consigas todo el auxilio mágico que puedan convocar, hasta el del último aprendiz de temblorosos dedos. Emplea la magia de la torre para difundir tu petición a todas partes.

Learal echó una mirada al mar arrollador, donde los sahuagin seguían saliendo de las olas tintas en sangre y se derramaban sobre la costa, chocando con sus compañeros.

—¿Quieres decir que podemos contenerlos?

El mago asintió.

—Es posible que unos cuantos escalen las murallas y se abran paso combatiendo, pero la puerta resistirá.

Learal se encogió de hombros, incapaz de entender su razonamiento.

—Hasta ahí han llegado —dijo Khelben señalando con gesto adusto hacia el puerto y abarcando en su gesto los incontables ojos expectantes y las escamas mojadas que se veían abajo—. Sabes que los sirénidos morirían antes que permitir que esta escoria marina se internara en el puerto.

Los labios de Learal se plegaron en un mohín de tristeza. En el furor de la contienda se había olvidado de lo que seguramente significaba el atrevido avance de los hombres pez. Entre los sirénidos del puerto se contaban muchos queridos amigos.

Habían sido queridos amigos.

—Sin ellos —murmuró—, las alcantarillas quedarían indefensas. Todas están bien protegidas, pero quienquiera que sea el que envía a los sahuagin contra nosotros, no es ajeno al Arte.

—Eso es —concedió Khelben rodeándole brevemente los hombros con el brazo al aprestarse ella a marcharse—. Por lo que sabemos, es posible que ya haya sahuagin en todas las alcantarillas de Aguas Profundas…, y en cuanto se hayan introducido en ellas, no habrá en toda la ciudad un solo lugar al que no puedan llegar.

Learal asintió con tristeza.

—Convocaré a todos los que sean capaces de formular un conjuro o de empuñar una espada.

—No tenemos mucho tiempo —le advirtió Bastón Negro—. Y es posible que muchos de nuestros amigos estén ocupados en otros lugares. Este ataque desde el mar no afecta únicamente a Aguas Profundas.

—En primer lugar, me pondré en contacto con el Alcázar de la Candela. —Learal, que no tenía mucho de erudita, dirigió a su señor una sonrisa rápida e irónica—. Seguramente los monjes no tendrán nada más apremiante a que atender.

Una pequeña serpiente, un reluciente ser selvático y deslizante con listas de llamativos colores verde y turquesa, se iba abriendo en silencio un sinuoso camino por las estancias llenas de libros. Con instinto infalible se dirigió hasta un lugar recóndito y polvoriento en lo más profundo del Alcázar de la Candela y con gracia sin igual trepó por una de las patas de una mesa de estudio.

El joven allí sentado saludó a su familiar con un distraído movimiento de cabeza y volvió a concentrar su atención en el libro que tenía abierto ante sí: un grueso volumen de la fabulosa historia de Aguas Profundas. A Mrelder siempre lo había fascinado la Ciudad del Esplendor, y sus ansias de dominar su saber popular superaban casi a las de dominar el arte de la hechicería. Casi.

El hechicero presentaba un marcado contraste frente a la brillante y pequeña serpiente. Era delgado, atlético y fuerte, y su palidez hablaba de las largas horas pasadas entre libros. Su pelo, que había sido oscuro, se había vuelto gris y su rostro alargado estaba lleno de finas y pálidas cicatrices y dominado por unas feroces cejas oscuras que daban sombra a unos ojos desiguales. Uno era de color gris cenagoso, y el otro (un antiguo ojo de vidrio que había comprado en una tienda de artículos varios) tenía una extraña tonalidad verde pálido. Mrelder no era presumido, pero albergaba la esperanza de llegar algún día a tener dinero suficiente como para hacerse hacer un ojo exactamente acorde con el otro. Sería un recordatorio menos de ese horror llamado Golskyn.

Unas leves pisadas sonaron como un susurro sobre la piedra y se aproximaron a su rincón. Mrelder no les hizo mucho caso. El Alcázar de la Candela era un lugar lleno de ruidos ligeros producidos por los muchos que acudían allí en busca de conocimientos o, como él, de un escondite. La pequeña serpiente, en cambio, se alarmó y, saltando hasta el brazo de su amo, se enrolló en su antebrazo.

Alertado por este movimiento, Mrelder apartó los libros y se puso de pie en el preciso momento en que un gigantesco hombre de barba roja aparecía junto a la estantería más próxima. Aunque era uno de los Grandes Lectores del Alcázar de la Candela, Belloch se parecía más a un guerrero que a un erudito. En este momento su rostro reflejaba una sombría expresión más propia de un campo de batalla que de una biblioteca.

—Vamos —dijo con voz ronca, apoyando una manaza sobre el hombro de Mrelder. Sin solución de continuidad se dio la vuelta en redondo y arrastró al joven hechicero con tal violencia que se cayeron los libros. Mrelder se detuvo a recogerlos, pero Belloch lo sujetó con más fuerza—. Déjalos.

Mrelder se sobresaltó. ¡Tratar así los valiosos tomos era algo nunca visto en el Alcázar de la Candela! Asaltado por un repentino aluvión de desordenadas especulaciones, sintió un escalofrío al pensar en la horrible perspectiva de que cierto sacerdote conocido como Golskyn se hubiera recuperado de su última «mejora» y tras haber encontrado la huella de Mrelder hubiera acudido en su busca.

No tenía escapatoria, ni siquiera aquí.

A grandes zancadas, Belloch sacó al joven mago de la habitación y lo arrastró a través de innumerables estancias por las que Mrelder jamás había pasado antes. Poco después de que se encontrara totalmente perdido, bajaron por una escalera de caracol y atravesaron varios salones oscuros hasta salir finalmente a una gran cámara circular.

A Mrelder se le cayó el alma al suelo. Allí estaban reunidos varios de los lectores más ancianos, y entre ellos su guía de estudios favorito, el monje visitante Arkhaedun. También estaban presentes algunos de sus compañeros eruditos que parecían asustados y confundidos. La estancia estaba rodeada de guardias de rostro impasible armados con largas lanzas. Mrelder se preguntó de dónde habrían salido.

Daba la impresión de que habían reunido un tribunal para condenar a Mrelder por su participación en los crímenes de Golskyn…, o tal vez, susurró una vocecita en lo más profundo de su mente, por su propia incapacidad para reproducirlos.

—Archaedun nos ha informado sobre tu formación —dijo Belloch con tono cortante mientras se apartaba de Mrelder y se volvía para mirarlo fijamente—. Dice que posees considerables habilidades para la lucha, no sólo para la magia indocta y de importancia secundaria.

A Mrelder no le pasó inadvertido el tono despectivo del lector. Belloch había sido un mago de batalla y muchos magos despreciaban los poderes innatos, y a su parecer inmerecidos, de la hechicería. Acostumbrado como estaba a un trato mucho peor, a Mrelder no le hacían mella esas ofensas.

—Es mucho lo que he aprendido en el tiempo que llevo aquí, señores —respondió, tratando de mantener la calma—. ¿Puedo saber cuál es el motivo de esta reunión?

—Hemos recibido una convocatoria urgente para reunir a todos los guerreros y magos en ejercicio que tengamos disponibles. Se está librando una gran batalla que hace brotar pequeños focos para cuya eliminación son más aptas las personas como tú —Belloch esbozó una sonrisa cruel—. Hemos notado tu fascinación por la ciudad de Aguas Profundas. Eso te vendrá bien.

—¿Aguas Profundas? ¿Queréis que vaya a Aguas Profundas?

Algo se modificó en la expresión de Belloch al notar el tono asombrado de Mrelder.

—No voy a engañarte, muchacho, es probable que esta sea tu última misión. La formación de un monje no es la mejor para una guerra sangrienta, y que el Encuadernador me perdone, ni en todos nuestros libros y pergaminos están contenidos los innumerables secretos de esa ciudad.

—Iré —dijo Mrelder con ansiedad—. Por supuesto que iré.

El maestro lector asintió y se volvió a los demás eruditos.

—¿Está decidido, entonces? Pues bien. Cuando sea el momento de volver di en voz alta la palabra «Arranath» y se te indicará el camino.

Mientras pronunciaba para sus adentros la palabra a fin de memorizarla, Mrelder tenía el pensamiento fijo en Aguas Profundas. ¡Iba a ver la Ciudad del Esplendor con sus propios ojos!

¡Era algo con lo que había soñado tantas veces sin creer realmente que pudiera hacerse realidad! Pero ¿qué crisis podría amenazar a la poderosa Aguas Profundas como para que hicieran falta sus insignificantes habilidades? ¿Acaso habrían… fracasado los grandes magos de la ciudad?

Ideas disparatadas se mezclaban en la cabeza de Mrelder mientras observaba a Arkhaedun que se colocaba sobre un mosaico circular que había en el centro de la cámara que representaba una intrincada runa dibujada con trocitos de cristales de colores. Un luminoso arco iris fracturado brotó de los fragmentos cristalinos… y el monje desapareció.

Cuando los rayos de luz se desvanecieron, una robusta chica rubia a la que Mrelder había visto absorta ante una alta pila de libros de magia de batalla se colocó sobre la runa. La siguió un erudito alto y callado de las tierras del mar Interior. Cuando el suave resplandor de su traslado se desvaneció, ocupó su lugar un erudito de Tethyr.

Entonces Belloch le hizo una seña con la cabeza. Ahora le tocaba a él. El joven hechicero se dirigió presuroso al círculo.

Pronto sintió un destello punzante de luz blanca, tan doloroso como caer en el fuego de un hogar. Con un gruñido, Mrelder cayó de rodillas y se llevó las manos al ojo que le ardía.

Cuando recuperó su visión borrosa, vio unas puntas de lanza. El círculo de guardias se había cerrado en torno a él con funestas intenciones.

Belloch se abrió camino entre ellos y obligó duramente a Mrelder a ponerse de pie.

—¿Eres un traidor o un necio? —preguntó con voz atronadora—. ¡Sólo un ser vivo por vez puede atravesar la puerta! ¿Qué secreto ocultas?

Con retraso, Mrelder recordó lo que llevaba enrollado en torno al brazo.

—Mi familiar —dijo con voz entrecortada subiéndose la manga. Lo que había sido su serpiente cayó inerte al suelo como un trozo de cuerda cortada.

El Gran Lector hizo un gesto de contrariedad.

—No… no se me había ocurrido que pudieras tener un familiar. Me da la impresión de que tu hechicería no ha sido… debidamente valorada.

—No suelo hablar de mi Arte —murmuró Mrelder—. Si alguien se ha equivocado, soy yo. Tendría que haber previsto algo así. Era lógico que cualquier portal mágico de la más preciada de las plazas fuertes estuviera cuidadosamente vigilado. Permitir que sólo un ser vivo pasara por vez era una sabía medida si se tenían en cuenta los incalculables e irreemplazables tesoros que se guardaban en el Alcázar de la Candela.

Echó una mirada a la pequeña serpiente, la última de muchas criaturas que habían muerto a su servicio, y se permitió un suspiro. Después miró a Belloch.

—Estoy listo —dijo.

El Gran Lector meneó la cabeza.

—No. Andarás débil y vacilante hasta el amanecer. No podrás participar en la batalla.

Mrelder le mostró sus manos firmes como rocas.

—He… aprendido a soportar dolores más terribles. Estoy listo y me necesitan. Envíame.

Tras un momento de vacilación, el corpulento monje asintió y empujó a Mrelder hacia el círculo. El mosaico de cristal se iluminó y dio la impresión de que se deformaba al mismo tiempo, y Mrelder se encontró cayendo por un vacío de tenues colores y silencio fantasmagórico. Ante la absoluta ausencia de sonido, el débil pero constante zumbido de sus oídos, otro recordatorio de Golskyn, le parecía ensordecedor. Casi se sintió aliviado cuando aterrizó sobre los duros guijarros en medio del estruendo de la batalla.

Mrelder echó una rápida mirada en derredor. Se encontraba en una calleja maloliente y llena de ratas entre dos grandes y viejos edificios de piedra semiderruidos; almacenes, al parecer. Por encima del hedor a basura en descomposición y del fuerte olor a humo, le llegó un intenso olor a pescado. A sus espaldas se alzaba el monte Aguas Profundas, las rocas de cuya base estaban a apenas escasos metros de un montón de cajones, barriles y basura que cerraban el callejón. El otro extremo de la calleja daba a una vía transversal más ancha por la que corría una multitud.

Todos huían hacia la izquierda de Mrelder, gritando y gesticulando. El crepitar del fuego y el entrechocar de las armas sonaban muy cerca, a la derecha.

Más allá del almacén que tenía a su izquierda había un edificio más alto, más bonito. Por una puerta entreabierta salían volutas de vapor cargadas del olor salino del agua de mar. Debía de ser uno de los baños calientes de agua de mar que según se decía tan populares eran en Aguas Profundas. Mrelder se acercó.

Un suave chapoteo de aguas removidas llegó a través del vapor. Mrelder hizo un gesto de extrañeza. Era muy improbable que ni siquiera los habitantes de Aguas Profundas, con toda su fama de displicencia, estuvieran disfrutando de un baño mientras la ciudad ardía a su alrededor.

Entonces del interior de la casa llegó algo más. Una conversación en voz baja en una lengua extraña, líquida y gutural a la vez, formada por chasquidos, gruñidos y una especie de graznido vibrante que ninguna voz humana era capaz de reproducir.

Mrelder buscó algo que pudiera usar como arma. Uno de los cajones parecía más sólido y menos podrido entre los que estaban diseminados por el callejón. Trató de desprender una de las tablas y notó con satisfacción que de uno de sus extremos sobresalían dos largos clavos. Deslizándose sigilosamente hasta la puerta de la casa de baños, echó un vistazo al interior.

Tres grandes criaturas de verdes y húmedas escamas chapoteaban suavemente en medio de la sala de techo alto sostenido por columnas, moviendo las colas hacia uno y otro lado. Llevaban lanzas de puntas dentadas en las membranosas garras y miraban fijamente con los negros ojos a la multitud aterrada a través de los cristales de los grandes ventanales que daban a la calle.

Tenían un aspecto vagamente humano y se parecían a enormes ranas erguidas, y sus colas hacían pensar en sirénidos o renacuajos gigantes. Las cabezas de pez estaban erizadas de púas y escindidas por unas bocas enormes llenas de colmillos de aspecto letal.

Sahuagin.

Mrelder tragó saliva, se deslizó hacia el interior y los siguió, corriendo de una columna a la siguiente, tan silencioso como una sombra.

Chorreando, los hombres pez se dirigieron hacia las ornamentadas puertas delanteras de la casa de baños. Se miraron los unos a los otros y a continuación abrieron las puertas de un puntapié, prepararon sus lanzas y salieron a la carga hacia la calle. Un coro de gritos y alaridos desesperados se elevó incluso por encima del estruendo de la batalla.

Mrelder también rompió a correr y, tras salir en tromba del edificio, asestó un fuerte golpe con la tabla sobre la cabeza del sahuagin que iba en el centro, el más corpulento, hundiendo los clavos en las relucientes escamas de la base del cráneo de la criatura… y rompiendo su única arma.

El sahuagin estaba arrojando con saña su lanza por encima del hombro del camarada que tenía a su izquierda contra un alto guerrero con armadura que estaba al otro lado. Al ser alcanzada por el golpe de Mrelder, la criatura se estremeció. Antes de que pudiera volverse, Mrelder se montó de un salto en su lomo y la obligó a inclinarse sobre los adoquines.

El sahuagin se debatía y sacudía, tratando de librarse tanto del arma que llevaba clavada como del tozudo atacante. La tabla rota se movía descontrolada, golpeando a Mrelder en plena mandíbula.

Se afanaba sobre el lomo del monstruo, evitando sus púas lo mejor que podía. A su alrededor todo era confusión, por todos lados se agitaban las espadas, los miembros escamosos se sacudían y de debajo de él llegaban gritos burbujeantes. Los alaridos airados se mezclaban con exclamaciones de rabia y de dolor que no parecían humanas.

Por último, Mrelder consiguió desprender el extremo de la tabla rota. La hizo a un lado y se aferró a la espinosa cabeza cogiéndola por dos de sus pinchos y aplicando toda su fuerza a un rápido y brutal movimiento de torsión.

Algo se quebró debajo de las escamas húmedas. El sahuagin se sacudió una vez más y cayó inerte.

Buscando otra vez los restos de la tabla, Mrelder se bajó de un salto, temiendo que los otros hombres pez pudieran…

Y se encontró mirando por el visor abierto de un bruñido yelmo de guerra a un rostro marcado por los años bien aprovechados y a la mirada, aguda como una espada, de unos ojos bondadosos y sabios.

Este, se dijo maravillado el hechicero, es el aspecto de un rey.

El hombre de aspecto real lo atravesó con la mirada, como si fuera capaz de ver todo lo que el joven era y de llegar a su secreto más íntimo. Un miedo repentino asaltó a Mrelder, pero pronto desapareció al comprobar la mirada de aprobación del hombre.

—Bien hecho —dijo con una voz en la que se combinaban el tono de alguien cultivado con el de un jefe acostumbrado a dar órdenes—. De no haber sido por ti, esa lanza me hubiera atravesado.

Mrelder trató de devolverle la sonrisa, pero la cabeza le daba vueltas. Jamás había visto una armadura de batalla tan espléndida, de color plata azulado. Caballeros también cubiertos de armaduras igualmente hermosas se reunían más allá del alto guerrero de anchos hombros, pero la atención de Mrelder estaba fija en la brillante medialuna de metal que cubría la garganta del alto guerrero, un elemento que llevaba grabada una elaborada y estilizada antorcha: las armas de los señores de Aguas Profundas.

Mrelder había visto aquel diseño inconfundible esa misma mañana en una página de un oscuro libro sobre historias aguadianas. Lo que tenía ante sí era la Gorguera del Guardián, un dispositivo mágico de gran poder creado para ser usado por un solo hombre.

—Mi señor Piergeiron —dijo Mrelder con voz entrecortada, admirado de encontrarse en presencia del Señor Proclamado de Aguas Profundas.

Piergeiron lo palmeó en el hombro con el gesto de agradecimiento de un soldado a un camarada de armas. Sacó una larga daga y se la puso en la mano a Mrelder.

—Bien hallado, muchacho. Esa tabla tuya ya no te sirve para combatir. Toma esto. —El señor sonrió—. Si estás en disposición, tenemos mucho trabajo por delante.

¿Que si lo estaba? ¡En ese momento, Mrelder hubiera seguido alegremente al señor de Aguas Profundas hasta el interior de un volcán!

Un hondo retumbo sacudió las piedras bajo sus pies y todos se volvieron a mirar el monte Aguas Profundas. A ese le siguió otro impacto atronador, y después otro más.

El joven hechicero siguió sus miradas.

—¡Por la sombra sagrada de Mystra! —susurró sin poder salir de su asombro.

Un coloso de piedra erosionada con forma de hombre de diez metros de altura, o incluso más, bajaba a grandes Zancadas por la montaña, encontrando a veces, y abriendo otras, un camino seguro hacia el puerto. ¡Mrelder había pensado en tener ante los ojos una de las fabulosas Estatuas Andantes, y mucho menos en verla andar!

—Eso debería detener a nuestros enemigos —dijo satisfecho Piergeiron observando la trayectoria de semejante coloso.

Volvió la cabeza.

—¿Estás conmigo, muchacho?

—En este momento no desearía estar en ningún otro sitio —respondió Mrelder con firmeza, y ambos intercambiaron sonrisas sinceras.

El tiempo transcurrió en una brillante neblina de sangre y fuego. Sin apartarse demasiado en ningún momento de lord Piergeiron, Mrelder combatió las llamas errantes, luchó contra los crueles sahuagin y contra los hombres que pululaban en las sombras de la defensa de los muelles como ratas dispuestas a robar y a acuchillar.

Era como si el grupo del señor fuese un torbellino incansable. Por fin Piergeiron ordenó un alto en el patio de una grandiosa mansión. A Mrelder le dolían los hombros y le ardían los ojos por el humo y el sudor.

En torno a él, los caballeros de espléndidas armaduras de la guardia de Piergeiron se dejaron caer agotados sobre los bancos de piedra pulida o se recostaron sobre las estatuas, atendiendo sus heridas menores y ocupándose de sus armas.

Uno le pasó a Mrelder una cantimplora con agua.

—¿De dónde eres, monje?

El hechicero bebió con avidez antes de responder.

—No soy monje —dijo en un susurro—. Fui entrenado para luchar como uno de ellos, pero no he hecho los votos al servicio de ningún dios ni de un templo en particular.

El caballero sonrió.

—Chico listo Los dioses son como las mujeres. Si hay tanto donde elegir, ¿por qué habría de limitarse un hombre a uno solo?

Esta filosofía fue saludada con unas risitas cansadas por los hombres que llenaban el patio.

Piergeiron dirigió a Mrelder otra de sus miradas llenas de autoridad.

—No hagas mucho caso a Karmear. Has elegido bien tu camino. Mi padre era un paladín, y yo siempre he sentido el mayor respeto por los que eligen el camino de los altares.

—Mi padre es sacerdote —dijo Mrelder impulsivo. Sorprendido por su arranque, se apresuró a añadir, balbuciente—: O lo era. No estoy seguro…

El Señor Proclamado frunció el entrecejo.

—¿No sabes si tu padre está vivo?

—No, señor. Nos separamos disgustados hace tiempo. —Mrelder vaciló sin saber muy bien qué decir—. Yo era… Yo no podía ser el hijo que él quería que fuera.

—Cuando te marches de Aguas Profundas, debes ir en su busca —dijo Piergeiron con firmeza—. Por lo que hoy he visto, estoy seguro de que cualquier padre se enorgullecería de un hijo así.

Esas palabras pronunciadas con tanta seguridad hicieron nacer la esperanza en Mrelder. ¿Sería posible que él, que se había mostrado capaz en una contienda y se sentía bien tanto como hechicero como monje, pudiera colmar las expectativas del severo Golskyn y ser reconocido por su valía?

De repente, a Mrelder le pareció que no podía haber nada más importante que conocer la respuesta a esa pregunta. Miró al señor de Aguas Profundas.

—Haré lo que tú dices. Lo juro.

Piergeiron asintió. Sin apartar en ningún momento la vista de Mrelder, buscó en un bolsillo que llevaba al cinto y sacó algo pequeño, negro y reluciente.

—Esto es un Yelmo Negro. Me gustaría saber cómo se han resuelto las cosas entre tú y tu padre. Si vuelves a la ciudad, presenta esto en el palacio y los guardias te reconocerán como un amigo mío y de Aguas Profundas.

Mrelder se quedó mirando el encantamiento. Era una réplica diminuta del propio yelmo de guerra de Piergeiron, hecho de hermosa obsidiana y perforado para poder colgárselo al cuello.

—¡Mi señor! —fue todo lo que pudo decir.

El alto paladín sofocó su agradecimiento con un gesto y se volvió para dirigirse a sus caballeros.

—La ciudad está tranquila. Habrá mucho que hacer cuando llegue la mañana, pero esta noche hemos terminado.

Tras estas palabras, los hombres se pusieron de pie lenta y pesadamente, recogiendo sus espadas y yelmos. Mrelder rechazó educadamente el ofrecimiento de alojarse en sus barracones esa noche y dijo adiós con la mano. El Alcázar de la Candela esperaba su regreso y su informe. Lo último que vio de aquel grupo de relucientes armaduras fue el saludo y la sonrisa de Piergeiron.

El crepúsculo se iba convirtiendo en noche mientras Mrelder se internaba en el distrito del Puerto. Ciudadanos aturdidos pasaban dando tumbos, deambulando como fantasmas llenos de hollín entre las ruinas de casas y comercios.

Mientras caminaba agotado, el hechicero pronunció en un susurro la palabra «Arranath». Pronto oyó la voz áspera de Belloch que le respondía mentalmente:

Para encontrar el Alcázar de la Candela busca el mismo símbolo circular que adorna nuestro suelo y di en voz alta «Arranath» mientras lo tocas. El símbolo está en el aljibe que se encuentra detrás de la tienda llamada Elegantes Zapatos y Sandalias de Candiera, del lado oeste del callejón de la Capa Roja, tres tiendas más hacia el sur de la calle Belnimbra, en el Distrito del Puerto.

El lugar al que se dirigía Mrelder tenía un aspecto realmente humilde. Edificios con estructura de madera se cernían sobre las calles estrechas. Balcones y pasarelas ruinosos aparecían entre unos y otros, sumiendo muchos de ellos en sombras las calzadas. Sin embargo, la calle Belnimbra era larga, ancha y conocida, y Mrelder no tardó en encontrar el callejón de la Capa Roja.

El hechicero se internó en él, empujando a su paso a los comerciantes que trataban de salvar lo que quedaba de un revoltijo de carros destrozados y chamuscados… y se detuvo presa del desánimo.

La tienda de la esquina estaba intacta, pero la mayor parte del lado occidental del callejón de la Capa Roja había desaparecido. De los Elegantes Zapatos y Sandalias de Candiera sólo quedaban algunos penachos humeantes que brotaban de las ruinas ennegrecidas.

Mrelder se quedó mirando el destrozo, suspiró y siguió adelante. El hollín hacía a veces que las cosas parecieran peor de lo que lo estaban realmente. Dos o tres edificios a lo largo del callejón permanecían en pie entre los remolinos de humo, como si fueran dientes en la boca desdentada de una vieja. Tal vez…

O tal vez no. El segundo edificio, una tienda que vendía taburetes, bancos y sillas, permanecía casi intacto bajo una gruesa capa de hollín, pero el tercero era una ruina de maderas ennegrecidas en cuyo frente se mantenía en pie el marco de una puerta que ahora no conducía a ninguna parte, pero sin embargo conservaba un cartel que proclamaba a quien le interesara que se trataba de la tienda de Elegantes Zapatos y Sandalias de Candiera.

Mrelder suspiró una vez más y empezó a abrirse camino entre las brasas todavía calientes, evitando los montones de cenizas a su paso.

Sintió que se le calentaban las botas al pasar por encima de vigas caídas y ennegrecidas y de un montón de piedras que había sido una chimenea que daba a una zona abierta que había al otro lado: un tramo de oscuro callejón que no había desaparecido bajo los escombros de los edificios derruidos.

Justo delante de él, como un regalo de los dioses, estaba lo que le habían indicado que buscara: un aljibe comunal, una pequeña construcción de piedra que se había salvado de las llamas.

Abriendo la puerta que se cerraba con un pestillo, Mrelder bajó a tientas los escalones de piedra que había al otro lado. El aljibe era húmedo y oscuro, pero al frente distinguió una luz mortecina. Atravesando el cielorraso alguien había dado hacía tiempo un brochazo de pintura reflectante. Gracias a la luz que difundía pudo distinguir un desigual suelo de piedra, unos cuantos guijarros diseminados y el aljibe, una sencilla pared circular de piedra cubierta por un disco de madera que parecía el fondo de un barril. Mrelder alzó la tapa por la cuerda que la sostenía y la levantó hasta la pintura del techo.

En su parte inferior tenía una runa burdamente tallada que recordaba al mosaico del Alcázar de la Candela que lo había trasladado hasta allí. El hechicero sonrió y fue entonces cuando oyó un leve sonido chirriante casi imperceptible proveniente del otro lado del aljibe que le hizo pensar en lugares ocultos y en sombras acechantes. Mrelder se agachó y dejó que la tapa del aljibe bajara hasta el suelo. Después de dejarla allí, se arrastró rodeando un lado del aljibe y sacó la daga que le había dado Piergeiron… Le pareció mentira que sólo hubiera transcurrido medio día desde aquello.

En la penumbra distinguió algunas cosas. Había pensado que el sótano terminaba justo al otro lado del aljibe, pero ahora vio que sus sombras más profundas ocultaban la entrada de un pasadizo de piedra.

¡En la oscuridad del mismo unos pies húmedos golpeaban la piedra, avanzando rápidamente hacia él! Un enorme sahuagin estaba agazapado en el sótano del aljibe, y su espinosa cabeza de ojos oscuros se movía de un lado al otro como para detectar cualquier peligro. Era más grande que cualquier diablo marino que hubiera visto jamás Mrelder, y su torso imponente presentaba nada menos que dos pares de brazos largos y musculosos. Uno de ellos colgaba inerme, inútil, y por una profunda herida de espada asomaban los extremos astillados del hueso, pero en los otros tres sostenía espadas de diversos tamaños todas ellas bañadas en sangre. Seguramente las habría arrebatado en batalla a los hombres a los que la bestia acuática había matado.

Un silbido salió de entre sus dientes al ver a Mrelder y se inclinó hacia adelante tratando de llegar con sus espadas al otro lado del aljibe.

Con los brazos extendidos al máximo sus espadas apenas podían cubrir la circunferencia de piedra, y no constituían una seria amenaza para el hechicero mientras este tuviera libertad de movimientos.

Mrelder retrocedió hacia los escalones esgrimiendo su larga daga. Subió a tientas el primer escalón sin apartar la vista del sahuagin.

La bestia marina volvió a resoplar y las agallas de su cuello se agitaron convulsas, como las de un pez enganchado por el anzuelo a la orilla de un río. Mrelder pensó que el sahuagin se estaba muriendo asfixiado por falta de agua.

La criatura intentó una vez más alcanzarlo desde el otro lado, pero el esfuerzo hizo que se estremeciera de dolor y retrocediese, tambaleándose. En un momento elegiría entre uno u otro lado del aljibe y rodearía las piedras atacando.

Mrelder preparó su daga para arrojarla. Era un arma bien equilibrada, el mejor acero que había empuñado en su vida, y su tiro sería certero y mortal. A esta distancia no podía fallar. Primero amagó, en un intento de hacer que el sahuagin moviera los brazos y las espadas para bloquear su golpe, y sólo entonces arrojó la daga. El sahuagin no tendría tiempo para esquivarla o desviarla. La rapidez de su movimiento le daría tiempo para subir velozmente los escalones y perderse entre las cenizas y el humo.

«Por lo que hoy he visto, estoy seguro de que cualquier padre se enorgullecería de un hijo así».

El recuerdo de las palabras de Piergeiron detuvo el brazo de Mrelder.

Extendió la otra mano, con la palma hacia abajo y los dedos abiertos, y formuló el que prácticamente era el más sencillo de todos los conjuros.

La tapa de madera se elevó en el aire y salió dando vueltas hacia el sahuagin. Tres espadas golpearon contra el disco giratorio, pero la fuerza de la magia de Mrelder hizo que siguiera su curso. La tapa alcanzó a la bestia marina justo debajo de las costillas y la hizo retroceder tambaleándose.

El sahuagin se dio de espaldas contra la pared de piedra y se deslizó hasta el suelo, demasiado vapuleado para recobrar el aliento.

Mrelder avanzó, formulando otro conjuro, uno de cosecha propia que había usado con su último familiar, la brillante serpiente Chultan, que en una época había sido tan grande como para tragarse a dos de los sirvientes de Golskyn.

El sahuagin empezó a encogerse. Se retorcía, debatía y sacudía manoteando el aire en una violenta y vana lucha contra la magia.

Cuando quedó reducido al tamaño de la mano de Mrelder, el mago puso fin al conjuro. En cuanto se vio liberado, el sahuagin dio un resoplido y se lanzó hacia el interior del túnel, pero Mrelder levantó a la diminuta criatura con una mano mientras con la otra buscaba un frasco en un bolsillo que llevaba al cinto. Sin hacer el menor caso de los esfuerzos desesperados del sahuagin, cosa que no resultaba muy difícil ya que sus garras y los colmillos eran ahora comparables a los de un gatito, el hechicero sacó el corcho del frasco con los dientes y vertió apenas una gota de su contenido en la cabeza del sahuagin.

Las agallas de la criatura se activaron, tratando instintivamente de recoger la humedad vertida sobre él, y la diminuta criatura se quedó rígida e inmóvil.

Tras guardar el frasco y al inmovilizado sahuagin en su bolsa, Mrelder trasladó el frasco con la tapa de madera invertida hasta un tramo de suelo despejado y se puso de pie sobre la runa. Una palabra, y él y su presa estarían de vuelta en el Alcázar de la Candela. Arr…

Justo a tiempo se acordó del triste destino de su familiar. El sahuagin no le serviría de nada muerto.

Pronunciando entre dientes uno de los juramentos más envilecidos de su padre, Mrelder lo sacó de la bolsa y lo miró con rabia. A un hombre como Golskyn no podía resultarle difícil conseguir un sahuagin muerto. Capturar a uno vivo era algo muy diferente, pero ¿cómo podría mantenerlo con vida hasta estar preparado para enfrentarse a su padre… y para soportar la dura transformación que debería sobrevenir?

Mrelder se retiró del portal para pensar.

Sólo veía una posibilidad: esconder a la criatura por aquí y volver a buscarla en otro momento. Si no podía llevar su presa a Golskyn, traería a su padre a Aguas Profundas. ¡Seguramente, ni el gran Golskyn desdeñaría la oferta de un sahuagin de cuatro brazos ni al hijo que se lo trajera!

Levantó un puñado de guijarros por si tenía que arrojarlos o dejarlos caer para calcular distancias que no se veían a simple vista y a continuación se adentró en el túnel oscuro. Desagradables olores de humedad y podredumbre lo asaltaron mientras avanzaba a tientas por aquel lugar cada vez más frío y húmedo palpando las paredes en busca de posibles escondites.

Por fin encontró uno: una pequeña oquedad entre las piedras desiguales que tenía a su izquierda, bastante por encima de la cabeza y cerca de lo que, al tacto, le pareció el soporte de hierro de una antorcha. Mrelder escondió allí al diminuto monstruo y lo tapó con parte del puñado de piedras que llevaba. A continuación cortó uno de los cordones de cuero que le sujetaban las botas para asegurarse un encaje sólido. Ató el cordón al soporte de modo que colgara y le sirviera a su regreso para identificar el escondite.

Mrelder se quedó un par de segundos escuchando, temeroso de que los pequeños ruidos que había hecho hasta entonces pudieran haber atraído a otro sahuagin, o a algo todavía peor.

No oyó nada, ni siquiera el goteo del agua, y con un suspiro de alivio volvió al aljibe, ocupó su lugar sobre la puerta y murmuró: Arranath.

Una vez más, el suelo pareció hundírsele bajo los pies y sintió que se precipitaba en una silenciosa caída libre, como en un sueño.

Salió a la cálida luz de las lámparas de la cámara circular del Alcázar de la Candela, donde un ansioso Belloch se paseaba de arriba abajo.

La mirada desdeñosa del monje desapareció y corrió hasta Mrelder sujetándolo por los hombros.

—¡Eres el primero en regresar! ¿Qué noticias traes?

—Aguas Profundas es un lugar seguro —musitó Mrelder súbitamente presa de un profundo cansancio—. El Señor Proclamado me ha dicho que hemos hecho nuestro trabajo.

El Gran Lector palmeó al joven hechicero en el hombro, lo que le trajo a Mrelder a la memoria el saludo de Piergeiron.

—¡Victoria, muchacho! ¡Una gloriosa victoria!

—Sí —confirmó Mrelder, ingeniándoselas para sonreír.

Sin embargo, no pensaba en las calles de Aguas Profundas sino en una futura confrontación, una confrontación en la que no combatiría codo con codo con el Señor Proclamado de Aguas Profundas y con una veintena de los veteranos caballeros de su guardia personal.

Cuando volviera a enfrentarse con Golskyn, él y el sahuagin sin duda ganarían.

Ni siquiera mientras se hacía esa promesa para sus adentros dejaba Mrelder de oír el eco de la voz burlona de su padre diciendo que esa apuesta también la perdería como la habían perdido muchos antes que él.

Los monstruos, observó Beldar Cuerno Bramante con gesto sombrío, eran unos malditos traicioneros. Según todos sus conocimientos sobre el combate a espada y los monstruos, y se preciaba de saber de ambas cosas, ese feo bastardo verde debería haber ganado la pelea, y con facilidad.

Contó los diez dragones que había perdido en apuestas por el semiogro lleno de cicatrices, y con un ademán ostentoso que daba a entender al mundo que dilapidaba el oro por lo menos doce veces al día, deslizó las monedas por encima de la mesa. El marinero de la pata de palo que estaba esperándolas les dedicó una desagradable mirada lasciva.

Beldar lo estudió. Daba la impresión de que aquel tipo extraño, mugriento, parecido a una serpiente se mantenía en pie gracias a la suciedad acumulada a lo largo de muchos años. Tenía los brazos largos, delgados y abultados por la ahora flácida musculatura. No tenía camisa, pero llevaba los pantalones de un color rojo descolorido sujetos por el cinturón por encima de una barriga redondeada que no parecía tener nada que ver con sus delgaduchos miembros. No llevaba calzado en el único pie que le quedaba y en cuyos dedos lucía anillos de oro que brillaban a través de las capas de suciedad.

El viejo le dedicó a Beldar una sonrisa que dejó al descubierto tres dientes ennegrecidos y le arrojó una de las monedas al semiogro. El bruto la cogió en el aire con habilidad y saludó a Beldar con una burlona inclinación de cabeza.

—¡Hijo de un sahuagin! —masculló entre dientes el joven noble. —Mi amigo Gorkin no es lo que podría llamarse un peón de los hombres pez —dijo el viejo marinero con aire de suficiencia—, pero no tardarás en ver a muchos de esos. ¡La noticia es que Aguas Profundas está siendo atacada ahora mismo! No estaría de más que tus bellezas perfumadas atrajeran a los escamosos a esos baños públicos para un rápido… chapuzón.

La expresión en el rostro de Beldar hizo estallar al desgraciado en sonoras carcajadas que no tardaron en convertirse en un acceso de tos. Le llevó un tiempo considerable escupir al suelo una buena porción de hierba de pipa, respirar trabajosamente y volver a sonreír a Beldar.

—¿A que te gustaría volver a casa —dijo desafiante—, en Aguas Profundas, y encontrarte con que a tu mujer le habían empezado a gustar las algas? Tal vez habría llegado a la conclusión de que los diablos del mar se parecen más a un hombre de verdad que esas calzas de fantasías, manos suaves y sangre de horchata.

Las palabras del viejo marinero terminaron abruptamente con un grito ahogado cuando Beldar, rápido como un relámpago, saltó de la silla y le asestó un fuerte puñetazo en el estómago.

El marinero cayó de rodillas jadeando y las monedas salieron volando en todas direcciones. En un instante, la improvisada pista de combate se quedó desierta cuando el variopinto trío de bandidos que de hecho competía por el entretenimiento de los bajos fondos de Luskan se lanzó en pos de una presa más espléndida, y eso por no mencionar al joven noble que la había proporcionado.

Los ojos de Beldar se iluminaron ante la perspectiva de una batalla. Con una anchurosa sonrisa llevó la mano a la empuñadura de la espada.

De repente, una mano más grande lo cogió por el cuello de la camisa y se vio arrastrado hacia atrás con tal violencia que sus pies se separaron del suelo.

Unos músculos verdes se hincharon cuando el brazo se retorció, haciendo que la nariz del sofocado Beldar prácticamente se tocara con la de… Gorkin. La otra mano del semiogro se cerró sobre la mano de Beldar que empuñaba la espada impidiendo que este pudiera desenvainar su magnífica arma.

—Tranquilo, muchacho. Me limito a impedir que te hagas daño.

Beldar parpadeó. No había nada de amenazador en la cara del bruto. Avaricia sí, pero ¿qué cara de Aguas Profundas no la llevaba grabada?

—Muy amable por tu parte —respondió—, pero te aseguro que no es necesario.

El semiogro todavía mantuvo a Beldar suspendido en el aire un momento más, simplemente porque podía, y luego lo bajó, dio un paso atrás y giró la calva cabeza de piel verde para mirar la gresca cada vez más encarnizada en la que, cuchillo en mano, los hombres morían por unas cuantas monedas esparcidas.

—Más de lo que tú piensas. Ahí está Boz. —Un grueso dedo verde señaló a un híbrido no mucho más grande que un halfling—. Lo mismo podría meter tu brazo en la boca de un dragón que clavarle a este su acero. Pequeño y tacaño bastardo.

—Vaya. —Beldar observó al pequeño luchador que pateaba, mordía y apuñalaba durante un momento, y vio cómo Boz clavaba los dientes en otra garganta del mismo modo que su puñal letalmente curvo había servido para cercenar la anterior—. ¡Por los dioses! Da la impresión de que su madre hubiera tenido trato carnal con un tejón.

—Realmente combate como uno de ellos —dijo Gorkin con una sonrisa.

—Ya veo —murmuró el noble.

El pequeño híbrido mantenía a un enemigo de los orcos con los colmillos pegados al suelo y le retorció un brazo sobre la espalda hasta tal punto que a Beldar le pareció oír el ruido del hueso y el tendón al romperse a pesar de que eso era imposible con el griterío reinante. Boz se dedicó con toda la calma a arrancarle un dedo tras otro con los dientes para acceder a las monedas que el otro tenía apretadas en el puño.

Beldar se acarició el mentón con aire pensativo. Tal vez aquel híbrido de lugares remotos resultase ser la criatura que hacía tiempo venía buscando. Sin duda valía la pena presentarse a él para averiguarlo.

Se enfrentó a la mirada inquisitiva del semiogro.

—¿Tú sabes quién soy?

El bruto asintió.

—Sé quién eres, pero lo que no sé es por qué.

Beldar esbozó una sonrisa. En algunos círculos era conocido por la fascinación que ejercían los monstruos sobre él. Cierto que no era el primero de buena cuna y rico con predilección por las criaturas exóticas, pero el interés de Beldar no tenía una explicación muy fácil. Él no mataba por dinero, ni por entretenimiento. Él no atiborraba las paredes de las mansiones de Cuerno Bramante con trofeos ni coleccionaba especímenes vivos. De vez en cuando compraba algunas de las partes más interesantes de los monstruos muertos para usos mágicos, pero ¿no era algo que hacían todos los hombres de recursos?

La verdad era algo que Beldar sopesaba a diario pero de lo que nunca había hablado de viva voz. Sonaba demasiado pretencioso incluso para un noble de Aguas Profundas anunciar que lo esperaba un destino importante. Y todavía más extraño resultaría proclamar que su camino hacia la grandeza empezaría cuando se mezclara con monstruos. Eso era lo que le había dicho hacía años una vidente de Rashemen, y él se lo había creído a pies juntillas.

Y no era Beldar Cuerno Bramante de los que se sientan a esperar que el destino vaya a buscarlos. Él aprovechaba cualquier oportunidad de procurarse la compañía de criaturas monstruosas. Por fortuna, los viajes que se consideraban lógicos en el ocioso hijo menor de una casa noble de Aguas Profundas le daban a menudo la ocasión de hacerlo, sin testigos molestos de su familia y lejos de las expectativas de la sociedad aguadiana.

Osadamente, palmeó al semiogro en el hombro.

—Gorkin, ¿es así como te llamas? ¡Deja que te invite a un trago! Es posible que descubramos que tenemos intereses comunes.

—¿Posible? —dijo el bruto con un resoplido—. ¿Acaso piensas que te protegí de la lucha llevado por mi buen corazón?

—Eso ni se me pasó por la cabeza —replicó Beldar torciendo el gesto—. ¿Qué tal es la cerveza en este establecimiento?

—No lo sé. No se me permite beber aquí. Dicen que me vuelvo mezquino y violento. —Gorkin mostró los colmillos con una sonrisa irónica.

—Vaya. De haberlo sabido —respondió Beldar secamente—, me habría ofrecido a pagarte un trago antes de apostar sobre el resultado de tu combate.

La risa rasposa del semiogro sonó como una lima aplicada sobre la hoja de una espada oxidada. Le dio al noble una palmadita en la espalda.

—Hay un lugar en los muelles donde sí me admiten…, o solían hacerlo antes de que comprara a una de sus chicas.

Sus pequeños ojos rojos y porcunos estudiaron al joven noble con expresión pensativa.

Lo que vio fue una cabellera castaño oscuro que caía en ondas sobre los hombros, un rostro de bellas facciones, una piel que evidentemente mantenía el bronceado todo el año y unos ojos oscuros enmarcados por unas espesas pestañas que debían de ser la envidia de más de una mujer. Su aspecto era el de alguien más sabio que la mayoría de los jóvenes gandules de Aguas Profundas, y tenía todo el aspecto de ser hábil con la espada. Un pequeño y pulcro bigote y ese aire elegante que todos los jóvenes ricos de familias aguadianas lucían como una capa dorada.

—Podría ser que me consiguiera otra chica si fueras tú quien lo pidiera —dijo el semiogro riendo entre dientes.

Beldar trató de que su cara no reflejara la repulsión que sentía.

—Empecemos por un trago. Si las chicas te ofrecen sus favores, a ti te tocará elegir.

—Pero ¿pagas tú?

El noble rechinó los dientes. Esta especie de «convivencia con monstruos» no formaba parte de sus sueños y especulaciones.

—Pago yo —dijo secamente.

Gorkin esbozó una sonrisa aviesa. Girando sobre sus talones se abrió camino entre la muchedumbre y se internó en la noche oscura conduciendo a Beldar por una calle empinada hacia los muelles. El Cortahielos estaba en la dársena más larga de Luskan. Era el primer puerto en el que desembarcaban los marineros recién llegados de aguas heladas. La taberna a la que fueron estaba apenas menos desvencijada que el reñidero del que acababan de salir, y los parroquianos que la llenaban no eran mucho más respetables que los de la otra. Resultaba extraño que el lugar estuviera escrupulosamente limpio. Ocuparon la primera mesa que encontraron vacía.

Una moza pequeña y delgada se acercó a ellos en seguida con una bandeja de jarras desportilladas en las manos enrojecidas por el trabajo. Puso ante ellos dos espumosas cervezas y se retiró hábilmente para evitar las manos avariciosas del semiogro.

—La cerveza viene con los respetos de Vornyk —dijo sin más—. No quiere ningún problema. Bebe y márchate, Gorkin.

El semiogro vació una jarra sin respirar, la colocó con un golpe sobre la mesa y lanzó un poderoso eructo.

—Otra —pidió señalando a Beldar con la cabeza—. Paga él.

La chica miró al aguadiano. Sus ojos pardos lanzaban relámpagos.

—¿Pagarás también todos los daños? ¿Y un médico, si hiciera falta?

—No creo que vaya a ser necesario —replicó Beldar con calma.

—Eso díselo a Quinta —le esperó la muchacha—. Disfruta de tu cerveza. Eso es todo lo que os serviremos esta noche.

Beldar observó la rápida retirada de la chica hacia la cocina. No tenía una belleza corriente; demasiado delgada para ser una beldad, y le faltaban los encantos lascivos que Beldar siempre buscaba en mujeres de vida alegre. Pero a diferencia de la mayoría de las chicas de los muelles, tenía un aspecto limpio y aseado y llevaba el pelo largo y castaño cuidadosamente peinado en una sola trenza. Sus ojos eran pardos y muy brillantes, y en sus movimientos ágiles, ligeros y eficientes había cierto atractivo. Un pequeño pajarillo pardo que se había posado en un nido poco propicio…

—Esa es la que quiero —anunció Gorkin.

El noble chasqueó la lengua con gesto de desánimo.

—Yo diría que no tienes la menor posibilidad. ¿Quién es esa tal Quinta?

Gorkin cogió la jarra de Beldar y la vació de un trago.

—Mi última chica. No la he vuelto a ver.

Antes de que Beldar pudiera indagar más a fondo para enterarse de lo que significaba aquello, un hombre enorme se dirigió hacia ellos a toda prisa. Apoyada en su mandil salpicado de restos de comida llevaba una bandeja bien cargada de alimentos.

Le dirigió a Beldar una sonrisa untuosa y con rapidez y habilidad les sirvió más cerveza y les puso delante una comida sorprendentemente apetitosa: un pescado a la cazuela servido con unos panecillos redondos ahuecados, una pequeña bandeja de queso y una fuente de vegetales encurtidos.

—Dos monedas de oro por todo.

Un precio desorbitado, pero como el semiogro ya estaba devorando el queso y el pescado como si estuviera muerto de hambre, Beldar depositó dos dragones de oro en la mano tendida del hombre y añadió un suspiro elocuente. El hombre se apresuró a morder una de las monedas y luego gruñó satisfecho, hizo una breve reverencia al ogro y se marchó.

—Tu socio de la pata de palo es sorprendentemente bueno en los juegos de azar, considerando lo mal que se tira los faroles.

—¿Mal? A ti bien que te embaucó, ¿o no?

—Me refiero a sus comentarios sobre Aguas Profundas.

El semiogro metió la mano en la cazuela de pescado y sacó un mejillón bien gordo. Se lo metió en la boca y lo tragó sin masticar.

—Eso no fue ningún farol. Kypur se lo oyó decir a un antiguo conocido al que le falta una oreja por hablar de hechicerías. Habrá mucho revuelo por aquí cuando la gente se entere. Por supuesto que algunos barcos luskanos chocarán con los diablos del mar, pero la mayor parte se dará de bruces contra la desgracia mientras Aguas Profundas contraataca.

Beldar asintió con aire ausente, pero sus pensamientos nada tenían que ver con la proverbial rivalidad entre los dos puertos del norte.

De modo que era cierto. Aguas Profundas estaba siendo atacada por los sahuagin en número suficiente como para constituir una seria amenaza. Su familia y sus amigos estaban en peligro, su hogar amenazado. Sintió en sus venas la sed de sangre de un guerrero de estirpe y formación, pero no con intensidad suficiente para silenciar una verdad única y devastadora:

¡Aguas Profundas estaba siendo atacada, por monstruos, y Beldar Cuerno Bramante no estaba allí para hacerse cargo de su destino!

Tuvo la tentación de salir corriendo en busca de una diligencia o un barco a punto de zarpar y de hacerle a Gorkin un montón de preguntas…, pero el semiogro frenó sus primeros intentos con un gesto displicente mientras se llenaba la boca de encurtidos.

Sin dejar de hacer gestos, los empujó con los restos ensopados de su hogaza de pan y a continuación echó mano de los de Beldar. El noble le indicó que se lo comiera todo y esperó con impaciencia hasta que desapareció la última migaja.

Gorkin se echó hacia atrás y se palmeó la tripa con satisfacción.

—Tengo una necesidad a la que atender —gruñó—. Después hablaremos.

Se puso de pie y se dirigió a la parte trasera de la taberna, probablemente para aliviarse en un oscuro callejón al que se salía por allí. En opinión de Beldar, la calidad de la cerveza era tan mala que Gorkin podría devolver su parte directamente al barril y considerarlo un préstamo. Nadie notaría la diferencia.

Un grito de mujer atravesó el bullicio de la taberna. Las sillas se arrastraron sobre el piso de tablas al volverse los bebedores para ver lo que sucedía, pero ni un solo parroquiano se dispuso a prestar ayuda.

Gorkin salía de la cocina con la moza que les había servido debajo de un brazo. Se dirigió a la escalera que llevaba a lo que Beldar supuso eran habitaciones que se alquilaban por noches. La muchacha gritaba y se debatía, pero el semiogro se limitaba a sonreír.

La chica dirigió una mirada de terror al tabernero del mandil.

—¡Vornyk, por favor! ¡A Quinta estuvo a punto de matarla a golpes!

El hombre se encogió de hombros, impasible.

—Si él compra, yo vendo.

La rabia atemperó el miedo en el rostro de la muchacha.

—¡Eso me han dicho, este y cien más como él! —le espetó—. ¡Cuánto antes me suelte, tanto antes podréis los dos seguir con vuestras cosas!

Gorkin soltó a la muchacha el tiempo suficiente para darle un revés en pleno rostro.

—Sujeta la lengua o te la cortaré y me la tragaré —gruñó mientras la chica se levantaba del suelo medio aturdida—. Lo mío son las mujeres, y nadie se atreverá a decir lo contrario.

—Pues esta mujer no es para ti —dijo ella entre dientes—. ¡Prefiero morir!

El semiogro hizo una mueca desdeñosa.

—De una manera u otra, a mí me da lo mismo.

La muchacha cogió un pesado recipiente de la mesa más próxima y se lo arrojó, con su contenido y todo. Gorkin lo esquivó, y cogiendo a la chica empezó a subir la escalera con ella sobre el hombro.

Entre las aclamaciones provenientes del salón, la chica pateaba, maldecía y gritaba, pero en ningún momento pidió auxilio a los parroquianos. Beldar pensó que sabía que era inútil.

Gorkin sonrió y adoptó una pose afectada mientras su presa se debatía inútilmente sujeta por su brazo. Hizo alarde de desatarse los pantalones mientras los hombres reían y lo festejaban con sugerencias soeces.

Por un breve instante, el joven Cuerno Bramante puso en un platillo de la balanza su búsqueda de toda una vida de un monstruoso aliado y en el otro la virtud mancillada de una moza de taberna. Y entonces, con un gruñido de disgusto, se puso en pie y echó mano a su espada.

Otra espada sonó más rápida. Todos los presentes se volvieron casi al unísono al oírla y se encontraron ante un guerrero maduro que lucía una armadura completa. Llevaba el martillo y las hojuelas de Tyr en el peto y en sus ojos brillaba una ira tremenda.

Por todos los dioses. Un paladín de Tyr atraído por los gritos. Las puertas del local todavía se balanceaban tras él. Beldar le echó una mirada. Le pareció conocido, como si lo hubiera visto antes. Seguramente en Aguas Profundas, pero…

El paladín avanzó a grandes zancadas y de repente los parroquianos del Cortahielos cobraron vida. Poniéndose de pie de un salto hicieron a un lado las mesas para despejar un buen campo de batalla. Empezaron a circular las apuestas y en una docena de mesas se depositaron las monedas.

El paladín ni siquiera reparó en ellos. Atravesando la sala en unas cuantas zancadas, arrancó a la muchacha de las garras del semiogro como si no pesara nada.

Gorkin se volvió con un bramido y se encontró de cara con una espada lista para atacar y con la muchacha a salvo detrás de quien la esgrimía.

Sin vacilar, el semiogro dio un paso atrás, sacó el acero y a continuación cargó contra su enemigo. Se oyó el entrechocar del metal y saltaron chispas al aire. La espada del viejo paladín burló el acero de Gorkin por arriba y por debajo, y el semiogro escupió sangre sorprendido, miró hacia el techo… y cayó, con los ojos muy abiertos por el asombro.

Beldar tuvo la tentación de aplaudir. Cuatro movimientos rápidos, precisos, en menos tiempo del que se tardaba en contarlos de viva voz, y Gorkin estaba allí, muerto. Fue una maravilla de dominio de la espada, aunque Beldar echó en falta sus florituras favoritas.

El santo caballero limpió su arma sobre el cuerpo caído del semiogro y la envainó, tras lo cual paseó una mirada escrutadora por el interior de la taberna. Beldar tuvo la inquietante sensación de que el paladín estaba estudiando a todos los presentes. Su expresión torva daba a entender que no encontraba gran diferencia entre los que cometían actos indignos y aquellos que se limitaban a contemplarlos.

Entonces el paladín se dirigió al tabernero.

—La chica se va conmigo.

La avaricia asomó a los ojos del hombre y finalmente se impuso.

—Bueno, si antes pagas su precio.

La expresión fría del paladín se convirtió en escarcha.

—¿Acaso la esclavitud es legal ahora en Luskan?

—Ella tiene deudas —gruñó Vornyk—. Una escritura. No es lo mismo.

—Antes retaría a una mofeta en un concurso de meadas que discutir de ética con tipos como tú. Di cuál es el precio.

La cantidad era absurdamente elevada, pero el paladín la pagó sin rechistar y se marchó llevándose a la chica suavemente de la mano. Al pasar junto a Beldar, la muchacha mostraba una expresión cautelosa, tal vez algo cínica, pero lo más probable es que prefiriera correr el riesgo con un extranjero de aspecto severo que con un semiogro borracho y violento.

El noble pensó con amargura que sin duda correría mejor suerte con un campeón de Tyr que con Beldar Cuerno Bramante de Aguas Profundas, un proyecto de héroe.