Primera sangre
Erix despertó de pronto. Se sentó, con la mente totalmente despejada, sin el menor resto de la confusión que suele acompañar al despertar. Su primer pensamiento fue para Chitikas, y vio que la serpiente había desaparecido.
Todavía era de día, y hacía mucho calor. Su posición en el acantilado le ofrecía una cierta protección, pero sabía que los extranjeros no tardarían en explorar la zona. El matorral no la mantendría oculta de las miradas cercanas.
A la búsqueda de un refugio más seguro, se arrastró a través de la franja de matojos hacia la espesura de la selva. No tardó en encontrar el sendero que había seguido antes, y se adentró en el bosque, sin dejar de mirar a su alrededor, alerta a cualquier sonido a sus espaldas.
Pasó por uno de los recodos de la senda, y en aquel instante comprendió, desesperada, que su atención debía haber estado dedicada a lo que podía haber delante. El sumo sacerdote Mixtal apareció en la siguiente revuelta, marchando hacia ella, con el rostro retorcido por una expresión de fervor religioso. Él la miró directamente a los ojos mientras ella se lanzaba fuera del camino para ir a caer en medio de un zarzal.
Sin perder un segundo se acomodó detrás del tronco de un árbol enorme, y esperó el grito de alarma. El sacerdote tenía que haberla visto, y pese a ello pasó por delante de su escondite sin detenerse, con su mirada de fanático siempre al frente.
Erix intentó calmar los latidos de su corazón, inmóvil debajo de un techo de hojas húmedas. Vio desfilar los pies de los acólitos de Mixtal, y después los pies calzados con sandalias de una larga columna de guerreros. Poco a poco, aceptó que, sin saber por qué, había conseguido escapar de sus perseguidores. Mixtal la había visto y había hecho caso omiso de ella, y los demás, ocupados en seguir el ritmo del patriarca, ni siquiera habían tenido ocasión de verla.
Aun así, la joven permaneció oculta después del paso de la columna durante varios minutos. Cuando se sintió más calmada, salió del escondrijo para volver al sendero.
Los sacerdotes y los guerreros habían desaparecido. Sabía que lo más adecuado sería marchar tierra adentro, en la dirección opuesta a la de Mixtal, e intentar llegar a Ulatos. No podía olvidar la expresión fanática de Mixtal, y le pareció algo tan antinatural, tan extraño, que provocó su curiosidad.
Sin dejar de reprocharse por su decisión, Erix avanzó por el sendero detrás de Mixtal y su columna de lanceros.
Mixtal marchaba como una tromba, estimulado por el propósito de su misión. Todo había quedado claro. ¡Las palabras susurradas a su oído debían provenir de los Muy Ancianos! ¿Acaso no habían aparecido los guerreros tal cual le habían anunciado? Ahora su mirada, si bien un tanto borrosa, permanecía fija en el linde del bosque que tenía delante. Abandonó la protección de los árboles y se detuvo, asombrado.
Mixtal se frotó los ojos incapaz de creer lo que veía, pero no había lugar a equivocación. ¡Allí estaba ella, la muchacha que había escapado del altar con la primera luz del alba! Caminaba por el claro junto al borde del acantilado, acompañada por cinco de los extraños guerreros.
—¡Es ella! —siseó. Dio un paso atrás para ocultarse mientras los caballeros se unían a él.
Los acólitos y guerreros permanecieron en la selva, espiando a través de la vegetación a los extranjeros. Los cinco hombres, uno de ellos envuelto en plata, marchaban formando un pequeño círculo protector alrededor de la mujer. El grupo se movía lentamente por el claro, a tiro de las jabalinas.
Atax miró a Mixtal, asombrado, y después miró a la mujer de cabellos rojos. No tenía el menor parecido con Erix.
—Muy venerable maestro… —dijo, pero se interrumpió al comprender que Mixtal no lo escuchaba. En cambio, el sumo sacerdote no dejaba de mirar y asentir. Atax seguía viendo a una extraña de cabellos de fuego, mientras que Mixtal veía a alguien diferente. El acólito pensó en si él mismo no se habría vuelto loco, aunque sospechaba que la locura tergiversaba la visión de su maestro.
—¿Lo veis? —explicó Mixtal, ansioso, a los Caballeros Jaguares—. ¡Son los villanos que la arrebataron de nuestro altar!
El clérigo observó una vez más a la muchacha. La niebla que molestaba sus ojos lo enfurecía, si bien podía ver sin dificultad a la joven, pues a ella no la oscurecían las sombras. Veía sus cabellos negros, la piel cobriza, incluso los rotos en la túnica, con una perfección cristalina.
—Nos han ordenado no atacar a los extranjeros —protestó uno de los caballeros.
Por un momento, Mixtal parpadeó confuso. Vio a los guerreros que observaban curiosos a la joven, y después a él. Pensó otra vez en las perspectivas de la derrota, de tener que enfrentarse a los Muy Ancianos con el relato de su vergonzoso fracaso, de perder su propia vida a cambio de la muchacha que se le había escapado de las manos.
¡No podía fallar! No cuando estaba tan cerca, cuando tenía a la presa ante sus ojos.
—¡Que la furia de Zaltec caiga sobre vuestras cabezas! —les espetó a los guerreros—. ¡La muchacha será mía!
Mixtal lanzó un grito de desafío y salió al claro. Levantó el puñal de obsidiana por encima de su cabeza y, sin dejar de gritar, echó a correr.
En obediencia a instintos más fuertes que su disciplina militar, los Caballeros Jaguares sólo vacilaron un segundo después de que el clérigo inició el ataque. Entonces, los caballeros se irguieron, un centenar de lanceros se levantaron a sus espaldas, y los guerreros de Payit siguieron a su sacerdote en la carga.
—¡Envía a Alvarro a buscarla! —exigió el fraile, furioso, con la mirada puesta en lo alto del acantilado—. ¡Halloran no tenía por qué llevarla con él a territorio salvaje!
—Daggrande va de camino —replicó Cordell, con toda la calma de que fue capaz. Conocía a Halloran. Además, el capitán general comprendía el fuerte temperamento de Martine, una característica que su padre parecía desconocer, y sospechaba que no había sido idea de Hal el apresurarse a desaparecer de la vista de la legión.
—¡Que la maldición de Helm caiga sobre ese tunante! —vociferó el clérigo, poco dispuesto a entrar en razón—. De todos los caraduras…
—Escucha, amigo mío. —El capitán general maldijo para sus adentros al fraile, aunque su voz mantuvo el tono aplacador—. No tardarán en regresar. Alvarro está ocupado en el flanco derecho; busca un lugar donde los caballos puedan pastar. —Cordell señaló costa arriba, hacia el norte. Sabía de la mala voluntad entre los dos hombres, y no concebía nada peor para la confianza de Halloran que enviar a su rival en su búsqueda.
»Dentro de unos minutos, estarán de vuelta, y hablaré con el muchacho. Es un buen soldado.
Cordell conocía el profundo amor que el fraile sentía hacia Martine. Pero para Domincus la importancia que tenía su hija era algo más profundo, hasta un punto que el comandante no alcanzaba a comprender del todo; quizá porque ella era el único vínculo del sacerdote con sus tiempos de juventud, mucho más tranquilos. No siempre había sido un capellán militar.
—Si deja que le ocurra algún daño… —manifestó el fraile, con aire belicoso. No tuvo tiempo de añadir nada más.
El maníaco grito de batalla volvió la atención de Halloran hacia la selva. Comprendió la importancia del grito antes de ver al nativo armado con un cuchillo, seguido un segundo más tarde por una fila de guerreros. Sus tocados de plumas naranjas se sacudieron al unísono cuando la fila hizo una pausa, y el legionario pudo ver cómo colocaban las jabalinas en los lanzadores.
Halloran saltó para colocarse delante de Martine mientras las jabalinas surcaban el aire, y levantó el escudo para protegerle la cabeza y el torso. Soltó un gruñido de dolor cuando uno de los proyectiles le rozó el muslo. Otro se estrelló contra su peto, y otro en el escudo.
Uno de los soldados tardó en reaccionar, y una jabalina le atravesó la garganta. Los demás levantaron los escudos y lograron desviar casi todas las lanzas, si bien uno de los hombres recibió una herida en el antebrazo. Las corazas de cuero trenzado de los infantes no resultaban tan efectivas contra estas armas como la de acero que llevaba Hal.
—¡Escudos juntos! —ordenó, y los tres soldados unieron sus escudos al suyo para formar un arco delante de los guerreros nativos, y defender con sus espadas a Martine, acurrucada detrás.
Observaron, sin poder hacer nada, la agonía del cuarto espadachín, que murió unos segundos más tarde.
—¡Retrocede…, corre! —le ordenó Hal a Martine, sin mirarla—. ¡Baja la escalera! ¡Busca a Daggrande!
Miró sobre el hombro y vio que la mujer permanecía conmocionada ante el espectáculo de los aborígenes que corrían hacia ellos con las lanzas en alto, sin dejar de gritar. Las plumas se bamboleaban en sus cabezas, y las muecas hacían que las agujas atravesadas en sus narices oscilaran arriba y abajo. Los silbidos y alaridos provocaban un estrépito tremendo.
Los atacantes se detuvieron cuando estaban a medio camino de sus presas, y echaron hacia atrás los brazos para lanzar otra andanada.
—¡Por Helm, corre! —Se volvió hacia Martine y la sujetó por un hombro. La muchacha salió del marasmo; dio media vuelta y echó a correr, pero de inmediato tropezó con unas raíces y, para desesperación de Halloran, cayó de bruces. ¡Tenía que ponerla a salvo! Esto era lo más importante.
—¡Capitán! —gritó uno de los soldados.
Halloran alzó su escudo en el acto, y se colocó en cuclillas junto a Martine, acurrucado con los otros tres hombres. La segunda andanada de jabalinas, a pesar de haber sido lanzada desde menor distancia, no encontró blancos entre los bien protegidos soldados de la Legión Dorada.
Los atacantes reanudaron su carrera, detrás de su fanático líder. Sorprendido por el aspecto roñoso y la cabellera empapada de sangre del cabecilla, Halloran observó boquiabierto el avance del enemigo. Vio la daga de obsidiana, y el emblema negro en el mango.
El hombre intentó esquivar a Hal, y éste estrelló su escudo contra el rostro del hombre vestido de negro, que cayó al suelo como fulminado por un rayo. Sin embargo, los demás prosiguieron su avance.
—¡Golpead a matar! —ordenó, sin mucha confianza en las posibilidades de salir con vida. Echó una última mirada a sus espaldas y vio que Martine se había puesto de pie, aunque el miedo le impedía dar un paso. Desesperado, Halloran la arrastró al interior del pequeño círculo formado por los legionarios.
Su escudo detuvo una lanza, y su espada atravesó la armadura acolchada de un nativo. Otro hombre lo atacó, y Halloran le partió en dos la espada de madera, al tiempo que con el escudo asestaba un golpe en la cara de un tercer agresor.
Vio el relampaguear de los aceros de sus soldados a cada lado. Entre los cuatro rodeaban a Martine, defendiéndola contra un aluvión de lanzas. Halloran fintó, paró y descargó mandobles, y le pareció que estaba en medio de una tromba de rostros cobrizos, plumas naranja y sangre.
Escuchó un grito de dolor cuando cayó uno de los espadachines, con una profunda herida en la pierna. Los tres hombres restantes estrecharon el círculo, y entonces perdieron a otro soldado cuando una lanza se abrió paso entre las trenzas de su coraza.
Dos docenas de cuerpos cubiertos de sangre yacían en el suelo a su alrededor, pero el número de atacantes era muy grande. A Hal le pesaban los brazos y casi no podía levantar su sable, mientras luchaba de espaldas a su compañero. No vio a los acólitos que se arrastraban entre los dos, para sujetar a Martine, y llevársela con ellos.
En cambio, Halloran vio cómo el primer sacerdote, el fanático que había iniciado el combate, se ponía lentamente de pie, justo fuera del alcance de su espada. Durante una fracción de segundo, los nativos detuvieron su carga y los dos espadachines intentaron recuperar el aliento en medio del montón de cadáveres. En aquel momento, Halloran escuchó el grito de su compañero que cayó sobre él, alcanzado en el vientre por una jabalina.
Entonces el sacerdote cogió un trozo de cuerda de su cintura, y lo mantuvo extendido en el aire; la cuerda se retorció como una serpiente en sus manos. En un primer momento, Halloran creyó que se trataba de una serpiente, pero después vio que sólo era la piel de un ofidio, aunque por sus movimientos se podía pensar que estaba viva.
El hombre gritó algo que pareció una orden, y Halloran fue incapaz de reaccionar antes de que la cuerda volara hasta él, para enrollarse como una red alrededor de su cuerpo y tumbarlo.
Un segundo después, una docena de guerreros se lanzaron sobre su cuerpo; lo ataron de pies y manos, y lo despojaron de su espada.
De la crónica de Coton:
En busca de la verdad en el corazón del Plumífero.
Los heraldos del Ocaso han desembarcado en las costas de Maztica. Poshtli, en su forma de pájaro, ha observado su llegada. Dice que su número es pequeño, pero que sus navíos son enormes.
Ahora Naltecona sufre un período de angustia y de presión. No ve a nadie, no habla de sus problemas. En cambio, envía más águilas a espiar a los recién llegados, mientras aguarda escuchar palabras que no le ofrecen ningún consuelo.
Mientras tanto, los comandantes de los ejércitos de Naltecona, águilas y Jaguares por igual, exigen que se reúnan las tropas, que se prepare una fuerza para echar a los extranjeros al mar. El joven sobrino de Naltecona, el honorable señor Poshtli, es el más ardiente defensor de esta postura. Pero Naltecona no hace caso de sus palabras de consejo.
Él está seguro de que estos visitantes no son otros que el Canciller del Silencio y sus servidores, que por fin han vuelto a su reino en el Mundo Verdadero.