8

Chitikas

El águila ganó altura impulsada por las corrientes ascendentes de la costa. Mucho más abajo, las rompientes castigaban un trozo de playa que desaparecía en la distancia por el norte y el sur.

De pronto el pájaro batió las alas un par de veces para conseguir más velocidad y se lanzó en picado. El aire se llenó con la humedad de la espuma, pero la aguda mirada del águila atravesó la niebla para estudiar las formas extrañas en el agua.

Los ojos eran animales; en cambio, la mente que recibía las imágenes era humana. El Caballero águila en su forma de ave era Poshtli, sobrino del gran Naltecona, que realizaba una misión de reconocimiento para el reverendo canciller.

El águila hizo una segunda pasada por encima de los objetos con forma de nube, sin perder ningún detalle. Nadie observó su vuelo a varios centenares de metros del agua.

Entonces picó hacia el mar, en un descenso que en cuestión de segundos alcanzó una velocidad vertiginosa. Después, niveló el vuelo y batió las alas mientras volaba en línea recta hacia la costa casi tocando las olas. Sólo remontó lo suficiente para evitar las montañas ocultas tras el horizonte.

Volaba en dirección noroeste, en busca de la lejana Nexal.

Erix se escurrió entre los matorrales sin hacer caso de las agudas espinas que le arañaban los miembros, preocupada sólo por la necesidad desesperada de escapar del altar de Zaltec. Utilizó el puñal de ceremonia para cortar la vegetación, pero la hoja de obsidiana no resultaba práctica como machete. Optó por abrirse paso apartando las ramas con las manos y aguantar el dolor de las heridas.

Después de dos minutos de carrera, hizo una pausa, y contuvo la respiración en un esfuerzo por escuchar los sonidos de los perseguidores. Un pájaro chilló en un lugar cercano, invisible en la hojarasca, y una nube de insectos gordos zumbaron alrededor de su cabeza.

Sin embargo, no había ningún ruido humano. Durante varios minutos, Erix permaneció atenta a los sonidos de la selva. Muy a lo lejos sonaba el rumor de las rompientes.

El sonido del mar le recordó las grandes cosas aladas que había visto. Por alguna razón, desconfiaba de que fuesen criaturas. No obstante, su aparición le había salvado la vida.

Por unos momentos más, Erix mantuvo la vigilancia, extrañada de que no la persiguieran. ¡No podían haber pasado por alto su huida! Sólo se le ocurrió una explicación: los objetos frente a la costa mantenían hechizados a los sacerdotes y al Caballero Jaguar.

Pensó en el espectáculo, y su curiosidad pudo más que el miedo. Buscó orientarse, y recordó que tenía el océano a sus espaldas. Con más lentitud y precauciones que antes, se volvió hacia la izquierda y comenzó a caminar paralela a la costa.

Poco a poco se alejó de la pirámide de Zaltec, y no tardó en verse en medio de la profundidad de la selva. Empapada de sudor, y sin hacer caso de las moscas y los mosquitos que la asaltaban, se abrió paso penosamente hacia el sur. Por fin encontró un angosto sendero, y aquí torció otra vez, para ir a buscar la costa.

Le sangraban los brazos cubiertos de rasguños, y las espinas habían convertido en harapos su túnica de algodón. Pero ahora avanzaba sin obstáculos, y se olvidó de sus dificultades, estimulada por el deseo de contemplar otra vez las grandes alas sobre el océano.

Por fin cruzó entre las lianas de un árbol inmenso, y se encontró en el acantilado. Una franja de matorrales recorría el borde del precipicio. Sin descuidar la vigilancia, se arrastró al abrigo de la vegetación hasta encontrar un punto desde el cual podía contemplar el océano.

Las alas blancas de las cosas marinas colgaban fláccidas, más pequeñas que cuando las había visto desde la pirámide. Si bien los objetos caían a su izquierda, a una distancia de casi dos kilómetros, podía ver más detalles.

En un instante comprendió que eran grandes navíos, como unas canoas inmensas llenas de hombres. Mientras los observaba, pudo ver embarcaciones más pequeñas —más parecidas a las canoas de verdad, aunque más grandes que las utilizadas en Maztica— que se apartaban de los barcos. Como ballenas gigantescas dando a luz, cada uno de los navíos descargaba un bote más pequeño, que comenzaba a moverse lentamente hacia la costa.

Erix se sintió maravillada. ¿Tenía la ocasión de ver un milagro? ¿De dónde provenían estos visitantes? Desde luego no eran originarios del Mundo Verdadero. Entre los extranjeros divisó figuras diminutas, que parecían humanas, pero no podía creer que fuesen humanos como ella. ¿Podían ser mensajeros de los dioses? ¿O incluso dioses?

—¡Bonita!

La voz, que habló en mal payit, la volvió a la realidad. Erix se volvió y levantó el cuchillo dispuesta a defenderse; no vio a nadie. De espaldas al abismo, observó la fronda que tenía delante.

—¡Vaya, si tiene un cuchillo! ¡Cuidado, cuidado! —El tono no disimulaba la burla.

—¿Quién está allí? —siseó furiosa.

—Estamos todos, bonita. —Un súbito estallido de color le hizo dar un respingo. Lanzó una exclamación, y casi dejó caer el puñal, cuando un pájaro de plumaje multicolor surgió de un arbusto junto a su cara, y voló para instalarse en lo alto de una palmera—. ¡Ahora tiene miedo! —Erix se quedó boquiabierta al descubrir que la voz misteriosa pertenecía a un guacamayo.

—¡No tengo miedo! ¡Me has pillado por sorpresa, cabeza de chorlito! —Movió la cabeza en dirección al pájaro, un tanto avergonzada. Había escuchado hablar de guacamayos y loros que podían imitar voces humanas. Entonces advirtió con un escalofrío que el pájaro no había imitado ningún sonido. ¡Había hecho comentarios acerca de cosas que había observado, como su cuchillo!

—¡Un pajarraco muy listo! —murmuró otra voz. El sonido sibilante emergió de un arbusto.

Erix se quedó boquiabierta al ver aparecer una cabeza alargada y multicolor entre las hojas. La siguió un cuello de serpiente y parte de un cuerpo delgado pero ágil y nervudo que se ondulaba para avanzar. Los ojos de la serpiente le dirigieron una mirada inteligente y un poco pícara.

—¡Hoy eres una muchacha afortunada, Erixitl! —La criatura movía los labios con suavidad mientras su negra lengua bífida entraba y salía de la boca—. Tienes suerte porque yo estoy aquí.

»Yo soy Chitikas.

Día 10 desde la recalada, a bordo del Halcón:

Helm nos ha concedido un fondeadero magnífico, un lago profundo rodeado de promontorios. La costa áspera que nos recibe se distingue por las dos caras enormes esculpidas en el acantilado.

Cada una representa un rostro humano, al parecer macho y hembra, en un tamaño muchas veces superior a la altura de un hombre. En lo alto del farallón, hay una estructura con forma piramidal.

Nos apresuramos para poner la legión en tierra, dejando una tripulación mínima a cargo de las naves. Los infantes ya reclaman la posesión de este territorio; dentro de unas horas, desembarcaremos a los caballos.

«¿Quién los habrá esculpido?», pensó Halloran, asombrado. La luz del amanecer iluminó una pareja de rostros enormes tallados en el acantilado que tenían delante.

—¡Míralos! —murmuró Martine, con una discreción poco frecuente, al tiempo que sujetaba el brazo de Hal.

Él no pudo menos que sentirse molesto al pensar en la excitación que este contacto le habría producido unos pocos días antes. Ahora la mano de Martine le parecía un helado grillete de hierro, que le oprimía la carne. Sus atenciones, que tanto lo habían entusiasmado, lo mantenían prisionero, y cada nueva frase, cada mirada, era una cadena más alrededor de su cuello.

Ella no se había separado de su lado durante los tres días que llevaba a bordo del Cormorán, excepto para dormir. Hal le había ofrecido de buen grado su camarote, el único alojamiento privado de la nave, y la joven aceptó como si le correspondiera por derecho propio. El capitán había pasado las tres últimas noches en compañía de los caballos y los perros debajo del entoldado en cubierta, y había llegado a valorar aquellas horas como su único tiempo libre.

Daggrande los había evitado en todo lo posible —algo muy difícil en una carraca de treinta metros— y a Halloran le parecía escuchar la incesante charla de Martine hasta en sueños. Quizás esta recalada le diera la oportunidad de volver a ser un soldado, aunque tenía sus dudas.

Halloran y Martine permanecieron junto a la borda del Cormorán, mientras bajaban la chalupa hasta las aguas de un azul cristalino. En las profundidades, grandes cantidades de peces exóticos se movían entre las ramas del coral.

Pero la atención de los dos jóvenes se centraba en las dos caras gigantes. Representaban a un hombre y a una mujer, ambos con la boca ancha, labios gruesos y la nariz aplastada. Los rostros eran redondos y chatos; el masculino no tenía barba. Los ojos —agujeros tallados en la piedra— parecían contemplar las naves con gran interés.

—Tu padre dice que estas gentes carecen de dioses —dijo Hal—. Sin embargo, al ver estas caras creo lo contrario.

—¡Venga, vamos allá! —exclamó Martine, sin hacer caso del comentario. Señaló la chalupa amurada al navío.

—¡Ya lo hemos discutido antes! —protestó Hal. Gimió para sus adentros—. ¡Debes permanecer a bordo hasta que hayamos explorado la costa!

—¡No seas tonto! —respondió Martine, encaramándose en la regala.

—¡No puedes ir a tierra con los primeros infantes! —Halloran sintió pánico, al ver cómo la muchacha se descolgaba por la escala de cuerda con la habilidad de un marinero. Resignado, inició el descenso mientras Martine se acomodaba a popa—. ¡Prométeme que te quedarás cerca de los botes!

Halloran sintió la misma mezcla de emociones que lo confundían desde el momento en que Martine había subido al Cormorán, tres días antes. La atracción que sentía por ella se unía al miedo que le producía no saber cómo oponerse a sus caprichos, y esto lo mortificaba.

Además, estaba el tema del padre. El fraile representaba el pilar moral de la legión, una autoridad espiritual equiparable a la de Cordell en lo militar. Hasta donde sabía, Domincus servía sin faltas a un dios severo e implacable. El poder de Helm había curado las heridas de Hal cuando el fraile había rezado al Vigilante. A su juicio, era un gran riesgo provocar la ira del sacerdote.

Hal aceptaba a Helm igual que aceptaba la existencia de otras deidades. En realidad, el dios de la vigilancia eterna representaba un gran consuelo para los hombres de armas. Pero ahora parecía querer provocar el disgusto de los dioses con sus acciones, aunque… ¿qué había hecho de malo? Sólo había permitido que Martine se saliese con la suya, y no había nada que él pudiese hacer al respecto.

Soltó un suspiro, se volvió hacia proa y contempló las caras gigantes, que ahora parecían observarlos con burla, mientras los botes penetraban en la sombra del acantilado.

—¡Despierta, maldito imbécil! —Gultec propinó un puntapié al sacerdote tendido en el suelo.

Mixtal abrió los ojos; a duras penas podía ver el rostro furioso del Caballero Jaguar.

—¿Qué…, qué ha ocurrido? ¿Dónde está la muchacha?

—Ha escapado. Al parecer, es mejor guerrera que tú.

—¿Cómo…? —Mixtal se sentó alarmado, sin hacer caso del terrible dolor en su cabeza—. ¡Las señales de Zaltec! ¿Dónde están?

—No son señales de Zaltec, idiota. —Gultec señaló hacia el este, y Mixtal advirtió que lo habían bajado al pie de la pirámide—. Son hombres, guerreros, que ahora se reúnen en la playa en gran número.

Mixtal miró hacia el mar. Un terror helado se mezclaba con un asombro incoherente en su pecho. Temía el castigo de los Muy Ancianos, por haber dejado escapar a la muchacha, al mismo tiempo que era testigo de algo que parecía un milagro.

—¿Qué te hace creer que son guerreros? —preguntó—. ¡A mí me parecen mensajeros de los dioses!

Gultec le dirigió una mirada de desprecio.

—Primero enviaron a sus exploradores a tierra. Investigaron el bosque junto a la playa. Ahora puedes ver cómo desembarcan y forman por compañías.

—¡Pero si no llevan plumas! ¡No llevan garrotes! ¡Y, mira, algunos son de plata!

El Caballero Jaguar gruñó mientras estudiaba el panorama.

—Me preocupa ver la plata. No entiendo por qué un guerrero ha de cargarse a sí mismo con tanto peso. Sospecho que deben de ser muy fuertes. —Se volvió hacia el sacerdote—. Quédate aquí y vigila. No dejes que te vean. Iré a Ulatos para avisar al canciller.

Mixtal asintió, atontado. Gultec le dio la espalda y trotó hacia el borde de la jungla. En cuestión de segundos, desapareció entre los matorrales. El Caballero Jaguar apoyó las manos sobre un tronco caído y dio un salto; cuando aterrizó al otro lado se había transformado. Su piel manchada se confundió con el fondo vegetal mientras corría con el paso elástico y poderoso de los grandes felinos.

Para acelerar la marcha, Gultec se encaramó a un árbol y voló de rama en rama con una velocidad aterradora. Sólo tardó unos minutos en recorrer el camino que la procesión había hecho en dos horas, y recuperó la forma humana antes de salir de la selva. En cuanto pisó el sendero que atravesaba los campos de maíz, comprendió que las noticias acerca de los extraños visitantes lo habían precedido. No había nadie trabajando en los cultivos; en cambio, en las calles de Ulatos parecía reinar una actividad poco habitual.

Gultec entró en la ciudad al trote. La muchedumbre se apartó al paso del Caballero Jaguar, y en unos momentos llegó a la plaza.

—¡Gultec, ven aquí! —La voz procedía de una pequeña pirámide en el centro de la plaza, y el caballero vio a Caxal, el reverendo canciller de Ulatos, que le hacía señas, desesperado. Gultec subió los doce escalones de la pirámide, y descubrió que Caxal se encontraba en compañía de otros cuantos Jaguares y Caballeros águilas, además de Kachin.

—¡Nos han invadido! —gritó el canciller, furioso.

—Los he visto con mis propios ojos —asintió Gultec—. Hombres extraños que viajan en canoas enormes. Se han concentrado en la playa delante de los Rostros Gemelos. Son seres misteriosos, aunque pocos en número.

—¡No sabemos si se trata de una invasión! —insistió una voz, y Gultec se giró para mirar a Kachin, clérigo de Qotal—. ¡Debemos intentar hablar con ellos, ver quiénes son y qué quieren!

Caxal miró alternativamente a Kachin y a Gultec.

—¿Cuántas tropas podríamos reunir ahora mismo? —El reverendo canciller desconfiaba de sus guerreros, pero la situación indicaba que sus servicios eran necesarios.

—Quizás unos doscientos Jaguares, y el mismo número de águilas. —Gultec interrogó con la mirada a Lok, jefe de los Caballeros águilas.

—Es probable… Desde luego, más de un centenar —respondió Lok, pensativo. Los guerreros no eran amigos pero se respetaban como hombres valientes, capaces y sensatos.

—Podríamos tener diez mil lanceros para el anochecer, tal vez el doble para mañana —afirmó el Caballero Jaguar.

—¡Reúnelos! —ordenó Caxal—. Lleva a las tropas hasta el acantilado, cerca de los Rostros Gemelos. ¡Pero no ataques! ¡Debemos saber más cosas de ellos!

El grupo se separó; Kachin se colocó junto a Gultec, sin darle tiempo a dejar la pirámide.

—¡La muchacha, Erixitl! —siseó Kachin, con una mirada reluciente por el fuego de la venganza, que inquietó a Gultec—. Sé que tú o alguno de tus lacayos la secuestró. ¡Su muerte será castigada!

El caballero, un hombre de gran coraje, un veterano de mil combates, esquivó la terrible mirada del clérigo.

—No sé a qué te refieres —respondió Gultec, y se apresuró a bajar los escalones, mientras maldecía en su interior a todos los sacerdotes y a sus dioses.

Chitikas salió de la espesura, y Erix se quedó boquiabierta. En primer lugar, vio que la piel de la serpiente no tenía escamas, sino que la cubría algo parecido al plumón sedoso y brillante del pecho de los loros. El guacamayo que había sido el primero en hablar con Erix permaneció inmóvil, contemplando el espectáculo que ofrecía el ofidio en su marcha.

Su asombro aumentó cuando un par de alas muy grandes, de plumas rojas, oro, verdes y azules, que apenas si aleteaban, quedaron libres del follaje. Colocadas a un par de metros de la cabeza, tenían la altura de un hombre. La serpiente parecía no tener peso porque ninguna parte de su larguísimo cuerpo tocaba el suelo.

El ofidio se enroscó y desenroscó perezosamente en el aire, sostenido por la lenta cadencia de sus alas. Los ojos amarillos observaron a Erix, que no tuvo miedo de la mirada. Para descansar sus músculos agarrotados, la muchacha se sentó en un tronco caído.

—Tienes problemas —siseó la criatura—. Quizá yo pueda ayudarte.

—¡Sí, ayudarte! —chilló el guacamayo, que abandonó su rama para ir a posarse sobre la cabeza de la serpiente.

Por fin Erix se relajó. Sin saber por qué, se sentía a gusto en presencia de la extraña criatura. El zumbido de los insectos y el intenso calor de la mañana contribuyeron a serenarla. Suspiró. Le pareció que los ojos de la serpiente giraban en direcciones opuestas, mientras el cuerpo continuaba con su danza aerea.

—Vengo de Nexal —dijo Erix, soñolienta—. Muy lejos de aquí. —No pudo continuar porque se quedó dormida.

Mixtal gimió, con el alma torturada por el miedo. Los Muy Ancianos lo matarían, pero no antes de haber sometido su cuerpo a todo tipo de tormentos. Apenas advirtió la presencia de los veinte acólitos que lo rodeaban, inquietos; poco a poco, comprendió que esperaban sus órdenes, que asumiera el mando.

Varios jóvenes vigilaban los movimientos de los extraños visitantes, que todavía no habían hecho ningún intento de escalar el acantilado. Sin embargo, Mixtal no dudaba que, después de un viaje tan largo desde el lugar donde estuviese su hogar, los forasteros no limitarían sus exploraciones a un trozo arbolado de la costa.

De inmediato comprendió que la pirámide sería uno de los primeros sitios que investigarían los recién llegados cuando avanzaran tierra adentro.

—¡La muchacha! —dijo—. ¿Alguien ha visto la dirección que tomó?

Los acólitos miraron al suelo. Los tirabuzones erguidos de sus cabelleras remojadas en sangre se sacudieron lentamente, como un grupo de puercos espinos en una danza ceremonial.

—Hacia la selva —apuntó uno de los acólitos, un joven corpulento llamado Atax.

Mixtal lo recordaba por haber utilizado el puñal de sacrificio con una habilidad excepcional en sus primeros intentos. Como cualquier otro aprendiz, Atax había cometido fallos, y se había tenido que repetir el sacrificio; en una ocasión se habían necesitado tres víctimas antes de conseguir el corte correcto. Pero Atax había aprendido deprisa, y su fuerza podía ser ahora de gran ayuda.

—¡Debemos encontrarla! —exclamó Mixtal, incorporándose. Se acercó al borde del acantilado para observar a los extranjeros; reconoció que parecían ser hombres. Sus grandes canoas habían plegado las alas, y apreció que los reunidos en la playa sumaban una centena.

»¡Dame tu cuchillo! —ordenó a uno de los acólitos. Intentó olvidar la vergüenza de la pérdida de su propio puñal, pero los colores le subieron a la cara—. ¡Al bosque! ¡Seguidme!

Durante muchas horas, y con un calor cada vez más intenso, los clérigos recorrieron la selva a lo largo de la costa. Caminaron en dirección este y, en muchas ocasiones, cruzaron las huellas de Erix, pero ninguno fue capaz de descubrir el rastro. Después, volvieron sobre sus pasos, a medida que la atmósfera se hacía más opresiva y la mañana daba paso a la tarde.

—Descansemos un momento —jadeó Mixtal, apoyado en el tronco de un árbol. Observó enfadado que ninguno de los jóvenes parecía tan cansado como él. No obstante, sus tirabuzones se habían convertido en una masa de cabellos empapados de sudor.

—Venerable maestro, quizá deberíamos buscar ayuda —sugirió Atax.

—¡No! —Mixtal se irguió en el acto; el pánico le devolvió el vigor—. ¡La encontraremos nosotros! ¡Es nuestra obligación!

Atax retrocedió asustado por el estallido, y Mixtal sonrió satisfecho. ¡Al menos había algunos que debían tratarlo con respeto! Entonces se quedó de una pieza al ver que Atax se desplomaba al suelo. ¡El hombre dormía!

Furioso, Mixtal se volvió hacia los demás acólitos. En un instante, su furia se convirtió en algo casi rayano al miedo cuando vio que todos dormían.

—¿Qué pasa aquí? —chilló—. ¡Despertad!

—No tan fuerte, venerable maestro —dijo una voz muy suave.

—¿Quién es? ¿Dónde está?

—Yo hablaré, y vos me escucharéis. —La voz calmó su inquietud, y Mixtal se sentó en el suelo, dispuesto a escuchar.

»Buscar a la muchacha de esta manera es una tontería. En cambio, debéis buscar guerreros. —Mixtal buscó sin mucho entusiasmo la fuente de la voz, pero sólo vio pájaros y flores, colores que se movían a su alrededor. No recordaba la selva como un lugar tan colorido; resultaba muy hermosa.

—¿Guerreros? —preguntó. Le pareció que su voz sonaba lejana—. ¿Cómo? —El sacerdote notó como si le hubiesen cubierto los ojos con un velo; era como mirar algo a través de un humo de colores, sólo que el humo estaba dentro de sus ojos.

—Espera aquí. —La voz tenía una seguridad que lo tranquilizó del todo. Mixtal no podía desconfiar de sus palabras—. Los guerreros vendrán a ti. Después, no tendrás que ir muy lejos para encontrar a la que buscas.

Entonces también Mixtal se durmió; soñó con flores cantarinas, serpientes locuaces y pájaros charlatanes. No despertó hasta que una voz gutural lo arrancó de su sueño.

—Sacerdote, ¿por qué duermes aquí?

—¿Qué…? —Mixtal abrió los ojos y se sentó. Vio a tres Caballeros Jaguares, incluido el que lo había interrogado, y más allá una columna de lanceros que se perdía en la selva. Cada lancero vestía el taparrabos típico de los payitas y cargaba con tres jabalinas con punta de obsidiana, un lanzador y un escudo redondo de madera revestida de piel de jaguar. Todos tenían la nariz atravesada por una aguja de madera o hueso, y se cubrían la cabeza con un tocado de plumas naranja.

—¡Guerreros! —El sacerdote se puso de pie, entusiasmado—. ¡Despertad, pandilla de holgazanes! —Propinó puntapiés a los acólitos que tenía más cerca—. ¡Los guerreros están aquí!

—¿Nos esperabas? —preguntó el caballero, mientras los jóvenes se despertaban.

—¡No dudes de la voluntad de Zaltec! —replicó Mixtal—. ¡Recibí un aviso directamente de los Muy Ancianos! —Esto al menos era lo que pensaba. Las cosas ocurrían demasiado rápido para poder seguirlas. Pero disfrutó del miedo que apareció en el rostro del Caballero Jaguar al escuchar su respuesta.

»¡Tenemos una tarea muy importante que cumplir! ¡La escogida para un sacrificio exigido por Zaltec ha huido, y ahora provoca las iras del dios! ¡Debemos encontrarla!

—¿Qué historia es ésta? —preguntó el caballero—. Nos han enviado aquí, con una centuria, para vigilar a los invasores. Diez mil guerreros más vienen hacia la playa. No sé nada acerca de un sacri…

—¡Los invasores! —En la mente de Mixtal surgió una idea. Su mirada aún parecía ver a través de una cortina de humo, pero su cerebro discurría a toda velocidad—. ¡Sí, ellos son los responsables! ¡La arrebataron del altar de Zaltec! ¡Está muy claro! ¡Son una afrenta para nuestros dioses! ¡Debemos reclamar lo que es de Zaltec!

—Tengo mis órdenes, dadas por Gultec en persona —gruñó el caballero, nervioso.

—¿Aceptaría Gultec que no hicieses nada, mientras insultan a nuestros dioses, arrebatando la mujer destinada a su sacrificio? —Mixtal se sintió imponente, como si los guerreros fuesen enanos reunidos a su alrededor.

El caballero se reunió con los otros dos Jaguares para decidir la actitud a seguir. El sacerdote los observó gesticular mientras hablaban en susurros.

—¡Debemos irnos! —gritó—. Os guiaré hasta los invasores, y vosotros me ayudaréis a reclamar lo que es nuestro.

Mixtal abrió la marcha, seguido por sus acólitos. Poco a poco, la columna de guerreros formó tras ellos.

—¡Allí! ¡Vamos a acompañarlos! —exclamó Martine. Halloran miró resignado a los cuatro espadachines que se abrían paso a golpe de machete por el acantilado. A su alrededor, otros pequeños grupos de exploradores se movían a lo largo de la playa, o buscaban senderos entre la vegetación que condujeran hacia la tierra alta.

—¡No! —Hal se volvió, enfadado—. ¡Ni siquiera deberías estar en la playa! —El joven desesperaba por asumir el mando de uno de los grupos, pero sabía que Martine no se separaría de él. Miró a Cordell, que se encontraba unos cuantos centenares de metros playa arriba, en compañía del fraile y Darién. Tenía la impresión de que el sacerdote no lo perdía de vista. Se volvió para enfrentarse a la mirada de la muchacha.

—¡Para que lo sepas, no soy una niña! —exclamó Martine—. ¡Puedo cuidar de mí misma, y, si no quieres acompañarme, no tienes por qué hacerlo! ¡Me basto y me sobro para explorar por mi cuenta! —Le volvió la espalda, y una vez más él corrió tras ella.

Se disponía a sujetarla por un brazo, cuando ella le dirigió una mirada tan furiosa que él se quedó como paralizado.

—De todos modos, ¿a qué viene tanta preocupación? —preguntó Martine, provocativa.

—Puede haber otro hakuna. ¿Acaso piensas que la gente es amistosa en todas partes? —El enfado de Hal fue en aumento. Lo frustraba la manera en que ella lo engatusaba para obligarlo a aceptar todos sus caprichos. Sin embargo, no podía mostrar su enojo. Había algo en su interior que lo contenía mientras se veía manipulado, por lo que su cólera se convertía en frustración y disgusto contra sí mismo.

—¿Acaso no te tengo a ti para protegerme? —Martine le tocó el brazo, y él enrojeció—. ¡Mira, una escalera!

Llegaron al pie del acantilado y vieron a los cuatro soldados que Martine había señalado antes, que se abrían paso entre la vegetación. Descubrieron que el sendero era en realidad una escalera de anchos escalones de granito, que ascendía por la cara del farallón en ángulos muy agudos. A la derecha, tenían los Rostros Gemelos que miraban el mar.

La muchacha inició el ascenso, y los jóvenes no tardaron en unirse a los soldados. Halloran deseó haber traído al sabueso con él. Los perros de la legión eran expertos en la detección de emboscadas y otras sorpresas desagradables.

La presencia de estos peldaños, al igual que los rostros y la pirámide, era la prueba de que existía una cultura más organizada y numerosa que la encontrada por la expedición en las islas. No obstante, la cantidad de matorrales de la escalera daba fe de que no era utilizada con frecuencia. En cualquier otro momento, Halloran habría disfrutado con la exploración, del magnífico espectáculo de la laguna, las extrañas esculturas y la escalada. En cambio, se sentía disgustado consigo mismo por su flaqueza ante la conducta de Martine.

Les llevó algún tiempo alcanzar la cumbre del acantilado, y Halloran observó las naves que se hacían cada vez más pequeñas a medida que subían. La mayoría de la legión se encontraba en tierra, pero él se sintió aislado. Vio que Daggrande marchaba al frente de una compañía de espadachines y ballesteros en dirección a la escalera, y esto lo animó.

—Capitán… —Uno de los soldados se apartó para dejar paso a Halloran cuando llegaron al último peldaño. Hal vio que se encontraban en una franja cubierta de matojos que se extendía de norte a sur por el borde del acantilado. Unos centenares de metros hacia el oeste aparecía la vegetación selvática.

—¡Allá está la pirámide! —gritó Martine. El joven miró en la dirección señalada, y vio la estructura rechoncha que asomaba entre los matorrales a poco más de un kilómetro al norte.

—¡Vamos allá! —sugirió el capitán, consciente de que encontrarían en el lugar a otros miembros de la expedición.

Se sorprendió al ver que Martine no protestaba.