Spirali
El roce de una capa negra sonó en la oscuridad. El sonido era intencionado; el Muy Anciano anunciaba su llegada a los demás. Pero había algo más; el susurro de la seda informaba a sus compañeros que había tomado su decisión; había que actuar.
—¡Kizzwryll!
La palabra mágica, murmurada por el Antepasado, despertó al Fuego Oscuro. El líquido negro se agitó en el caldero, y tendió un manto tenebroso sobre los reunidos bañándolos en una luz turbia.
El Fuego Oscuro se instaló en la olla, y los Muy Ancianos miraron a Spirali, que era el recién llegado.
—El clérigo es demasiado débil, hasta para ser humano. No podemos confiar en su capacidad para realizar el trabajo. —La voz de Spirali, un murmullo ronco, resonó en la enorme caverna.
—Tus palabras son ciertas. —El Antepasado brujo aparecía envuelto de pies a cabeza en su manto, mientras que los demás mostraban sus rostros; todos asintieron.
—Ahora hay una cosa que debo hacer.
Sonó el rumor de las telas; representaba un asentimiento mudo a la afirmación de Spirali, y un comentario acerca de lo drástico que debía ser.
—No deberás mostrarte a menos que sea imprescindible. Pero, si los humanos fallan, tienes que matar a la muchacha. —El Antepasado dio la orden sin alzar la voz. Sabía que Spirali había entendido la situación, mucho antes que cualquiera de ellos hubiese captado su gravedad. «Algunas veces, nuestras deliberaciones nos demoran», pensó el Antepasado. Los humanos actuaban mucho más rápidamente.
—Cumpliré la voluntad del Consejo —dijo Spirali. Hizo una profunda reverencia, y desapareció en la oscuridad.
Erix no podía ver los ciclos del sol, y, por lo tanto, no tenía manera de saber exactamente cuánto tiempo llevaba en la celda. Había recibido diez comidas —consistentes en una porción miserable de maíz frío y agua— y calculó que habrían pasado unos diez días.
Aparte de los silenciosos servidores que le llevaban la comida —la cual pasaban por una abertura de la puerta—, no había tenido contacto con ningún otro ser humano. A su alrededor se extendía un reino de silencio. El frío húmedo de su calabozo le hacía pensar que se encontraba en algún lugar subterráneo.
No había pasado mucho tiempo desde que le habían llevado su décima comida, cuando Erix escuchó los pasos de pies calzados con sandalias, al otro lado de la puerta, y llegó a la conclusión de que debía de tratarse de una visita inesperada. Se agazapó contra la pared opuesta a la puerta, y esperó. La hoja se abrió de golpe y la luz de las antorchas inundó el calabozo, al tiempo que iluminaba a un par de hombres vestidos con taparrabos.
Con un grito que contenía toda la rabia y la frustración de su vida, Erix saltó sobre el primer hombre. Pillado por sorpresa, éste dio un paso atrás, mientras las uñas de la muchacha le desgarraban el rostro. La víctima gritó de dolor y cayó al suelo, con la cara cubierta de sangre.
El segundo hombre dudó por un momento, y Erix, llevada por el impulso de su ataque, lo hizo caer de un empellón. Le pisó el estómago cuando pasó sobre su cuerpo, y echó a correr. ¡Había escapado!
Entonces chocó contra algo duro, algo que respondió a su empuje. Erix se desplomó, atontada, y sintió que unos dedos como garras la sujetaban por los brazos. A la luz vacilante de la antorcha, vio el terrible rostro de un Caballero Jaguar. Sus ojos oscuros la observaron furiosos a través de las fauces abiertas del yelmo. Los dientes de la fiera, largos y blancos como el marfil, parecían dispuestos a hundirse en su garganta.
—¡Has cometido una tontería, pequeña! —siseó el hombre. La levantó con toda facilidad y la sostuvo en el aire—. Podrías haber dejado ciego a uno de mis esclavos.
La sacudió como a una muñeca de trapo, y a ella le pareció que le volarían los dientes.
—¡Ahora, compórtate! —la advirtió el guerrero, antes de soltarla. En cuanto la dejó, Erix descargó un puñetazo contra su pecho, y se lastimó los nudillos con la armadura hishna de piel de jaguar. Le escupió en la cara, y él la abofeteó; ella le dio un puntapié en una rodilla, y él la tumbó de un empujón. Harto de su resistencia, la cogió como un saco y se la echó al hombro—. ¡Vaya genio que tienes! ¡Zaltec disfrutará con el sabor de tu corazón!
Por un momento, la confirmación de sus sospechas la privó de sus fuerzas, y colgó como un peso muerto sobre el hombro del guerrero. Pudo sentir cómo el caballero se relajaba. También comprendió que el comentario no le había informado nada nuevo, porque jamás había dudado que acabaría en el altar de los sacrificios.
Erix se retorció para descargar un golpe terrible con la rodilla contra la garganta del guerrero, quien jadeó desesperado por recuperar el aliento mientras ella lo golpeaba en los hombros con los codos. La joven se escurrió como un gato salvaje cuando el caballero cayó de rodillas. Vio que él intentaba sujetarla y, sin saber cómo, esquivó la zarpa que se cerraba sobre su brazo.
Corrió a lo largo del pasillo, y atravesó una cortina de junquillo que comunicaba con un patio pequeño. Una pared muy alta le impidió ver cualquier cosa excepto el cielo estrellado. Cruzó el patio y encontró un portón cerrado con una tranca.
Mixtal esperaba nervioso en el patio, paseándose inquieto de arriba abajo, mientras Gultec iba a buscar a la muchacha. Para el sacerdote, los últimos diez días habían sido un período de angustia. Era difícil pensar que alguien pudiese descubrir el paradero de la joven, pero su sola presencia le había causado un miedo que casi no podía controlar.
¿Qué ocurriría si Kachin conseguía alguna prueba de la participación de Mixtal? Este pensamiento sacudió el cuerpo esquelético del clérigo. El sacerdote de Qotal había sido muy persistente en su interrogatorio, y no había callado sus acusaciones contra los Jaguares.
La cofradía había alegado no saber nada del secuestro. Se había limitado a insinuar que el hecho quizá podía atribuirse a algunos guerreros jóvenes borrachos de tanto octal. No se conocían sus nombres; si los descubrían, Kachin recibiría la información.
Mixtal volvió a mirar por enésima vez la boca oscura de la entrada a los calabozos. ¿Por qué se demoraba tanto Gultec?
Un grupo de seminaristas esperaban en el exterior, listos para ser testigos del sacrificio. El ritual sería secreto y lo realizarían fuera de la ciudad. Todos sabían que los sacerdotes de Qotal, a pesar del pacifismo que predicaban, no vacilarían en descargar una venganza terrible contra el templo de Zaltec, si se demostraba la participación de sus fieles en el rapto de la sacerdotisa.
Ahora, algo no iba bien.
El clérigo vio una figura ágil que salía de la casa, y echaba a correr a través del patio hasta llegar al portón. ¡La muchacha había escapado! Con un gemido ahogado, Mixtal se volvió hacia la cortina, deseando ver aparecer a Gultec.
Escuchó los golpes de la joven contra la puerta, y el alma se le fue a los pies. No se hacía ilusiones respecto a su propia suerte si la muchacha conseguía huir. La orden de los Muy Ancianos había sido muy explícita. Mixtal corrió a través del patio, y vio a Erix que se movía a lo largo del muro.
Mixtal sujetó su collar de colmillos de serpiente, e invocó la brujería hishna de Zaltec. Después, sacó de su bolsa una piel de serpiente que se movía como si estuviese viva y, sosteniéndola ante los ojos, se concentró en la muchacha. Vio cómo ella se volvía al escuchar el sonido de su voz.
—¡Zaltec Tlaz-atl qool!
El sacerdote señaló a la muchacha y soltó la piel. El objeto atravesó el patio como una anguila voladora y comenzó a dar vueltas alrededor de Erix.
—¡Tzillit! —Mixtal completó el hechizo con la orden para que la piel estrangulara a la víctima.
Pudo ver cómo la joven se encogía ante el anillo mágico, y cómo después su mano buscaba algo en su garganta, en un gesto mecánico. El sacerdote escuchó una detonación, y de pronto soltó un chillido de dolor. La piel de serpiente cayó al suelo, y Mixtal no tuvo otra preocupación que la de soplarse las quemadas manos. De alguna manera, la muchacha había resistido al hishna, y con la fuerza suficiente para enviar ondas lacerantes contra el hechicero.
Sin dejar de gemir, Mixtal miró a Erix. Vio, o imaginó, una aureola en el amuleto emplumado que llevaba la muchacha en el cuello. Su hishna había sido derrotado por alguna cosa, y entonces notó la frescura de la pluma, que emanaba de la mujer que tenía delante.
Erix soltó el pendiente como si fuese una piedra caliente. Atónita, observó el fracaso del ataque mágico y, un segundo más tarde, comprendió que el regalo de su padre sólo podía ofrecerle la salvación si lo sujetaba en el acto.
Vio que las ramas de un árbol cercano pasaban por encima del muro, y corrió hacia aquel lugar con la velocidad del viento; de un salto esquivó por los pelos un banco del patio. En cuestión de segundos, alcanzaría la seguridad de las ramas. Entonces una figura oscura se cruzó en su camino, para desaparecer en las sombras junto al muro. Erix se detuvo, pero no alcanzó a ver nada en la profunda oscuridad.
Un gruñido ronco —un gruñido animal terrible— sonó en la sombra, y la muchacha gimió aterrorizada. Dio un paso atrás, y las fuerzas la abandonaron; agotada y dominada por el miedo, aceptó la derrota.
Un jaguar surgió de la oscuridad; sus zarpas la golpearon en el pecho, y cayó al suelo con tanta fuerza que se quedó sin respiración. Boqueó angustiada sin poder apartar la vista de los brillantes ojos amarillos llenos de odio, y sintió la baba caliente de la fiera sobre la cara y el cuello.
Entonces desapareció el jaguar, y en su lugar apareció el caballero que había atacado en el pasillo.
Sin muchos miramientos, el guerrero la levantó y le ató las manos con tanta fuerza que la cuerda le cortó la piel. Le metió un trapo sucio en la boca y después la amordazó. Hecho esto, la sacó a empellones del patio y la colocó en el centro de una columna formada por varias docenas de acólitos. Erix no tuvo necesidad de oler el hedor de la sangre seca para saber que se trataba de sacerdotes de Zaltec, porque bastaba verles las cabezas con los pelos como púas.
Comprendió que el sacrificio tendría lugar fuera de la ciudad, cuando se desviaron por una calle lateral y cruzaron los campos de maíz. No tardaron en entrar en la selva, pero unos minutos más tarde la abandonaron al llegar a la costa. Durante casi una hora, caminaron por la playa. Erix, embotada, apenas si notó la aparición de las primeras luces del alba.
Por fin la procesión llegó a un farallón muy alto. La joven vio dos enormes rostros de piedra esculpidos en la pared del acantilado, las imágenes de un hombre y una mujer que miraban hacia el mar. Reconoció el lugar como uno de los que había mencionado la niña en Pezelac; lo llamaban los Rostros Gemelos. Estos rostros, recordó con ironía, habían sido esculpidos por los seguidores de Qotal, como una muestra de esperanza y reverencia a la espera del regreso del dios. Ahora serían el escenario de un sacrificio al sangriento Zaltec.
Los sacerdotes iniciaron el ascenso del farallón por un sendero que serpenteaba entre las dos esculturas. La marcha les llevó mucho tiempo, porque la altura era mucho mayor de lo que parecía. Abajo, las olas descargaban contra la playa, invisibles en la penumbra, aunque en el cielo la luz de la aurora había barrido casi todas las estrellas.
La fatiga y el aturdimiento de Erix se disiparon ante la proximidad de su muerte.
En lo alto del farallón se levantaba una pequeña pirámide de roca desnuda. La muchacha intentó oponer resistencia, pero los acólitos la alzaron y la cargaron a hombros, por los cincuenta y dos escalones de la pirámide.
Los acólitos formaron un círculo en la plataforma superior. Por su parte, el Caballero Jaguar y el sumo sacerdote se acercaron al altar. El bloque de piedra manchado de sangre se encontraba en uno de los costados y junto al ara había una escultura bestial de Zaltec. La boca del dios de la guerra aparecía abierta, a la espera de su repugnante festín.
Erix vio las manchas negras en el altar, en sus costados y en gran parte de la plataforma. Una vez más, pretendió luchar contra sus captores, pero fue inútil.
La luz rosada se volvió naranja, y después roja. Erix contempló, con horror y fascinación, cómo se aproximaba el momento de la salida del sol; también todos los sacerdotes tenían las miradas puestas en el horizonte. Apenas si advirtió que el caballero le desataba las manos y le quitaba la mordaza. Sabía que cuatro oficiantes la mantendrían tumbada sobre el altar, mientras Mixtal blandía su puñal de obsidiana. Alcanzó a ver el arma, sujeta en la faja; una hoja negra resplandeciente con empuñadura de turquesas y jade.
Entonces la concentración de los sacerdotes se rompió. Uno susurró una exclamación, otro comenzó a rezar. La atención se volvió hacia el océano. Erix no percibió el cambio hasta que el propio Mixtal miró hacia el mar, y una expresión casi de pánico apareció en su rostro.
—¿Qué es aquello? —murmuró el sumo sacerdote, nervioso.
Los demás clérigos continuaron con sus murmullos, e incluso Gultec miró hacia el mar para descubrir el motivo de tanta alarma.
Erix permaneció como hechizada mientras la luz de la aurora tocaba la pirámide y la costa. Vio criaturas, monstruos elegantes, unas cosas barrigudas y blancas, más grandes que una casa. Parecían volar, apenas rozando el agua, y su curso las traía hacia la playa. Sus alas eran enormes, pero no batían; en cambio, parecían mantenerse erguidas como si quisieran contener el impresionante impulso de las criaturas. Los acólitos se apiñaron en el lado este de la pirámide, desde donde se podía contemplar mejor la aparición.
—¡Es una señal de Zaltec! —gimió Mixtal.
—¡Tonterías! —replicó Gultec, apartando a los clérigos que le impedían la visión; sin embargo, no hizo más comentarios.
La joven se quedó sola con Mixtal en el centro de la pirámide. El sacerdote no hacía otra cosa que retorcerse las manos, sin desviar la mirada del mar, y Erix no dejó pasar la oportunidad.
Su mano voló hacia la faja de Mixtal, se apoderó de la daga y, con el mismo movimiento, descargó un golpe con la empuñadura contra la cabeza del hombre, justo por encima de la oreja. Mixtal se desplomó en silencio.
El cuerpo no había tocado el suelo, cuando Erix ya corría escalera abajo por el lado oeste de la pirámide en busca de la tenue protección de la selva.
De la Crónica del Ocaso:
¡Que la luz del Plumífero ilumine mi miserable ignorancia!
Mi mano tiembla de tal manera que a duras penas puedo escribir este relato. Sólo puedo contar lo que he visto, y espero que el tiempo y quizás el sueño me permitan sumergirme en sus profundidades. El momento es el ocaso del día de hoy…
Naltecona asiste a los sacrificios en la gran pirámide, y realiza dos él mismo; corazones ofrecidos a Zaltec y Tezca Rojo. La muchedumbre en la plaza, e incluso los sacerdotes en la pirámide, parecen estar sumidos en una especie de hechizo. Los movimientos se retardan, aumenta la percepción.
Un gran ruido atrae nuestras miradas hacia el cielo, y allí aparece la bestia, una criatura enorme nunca vista en Maztica. Tiene la forma de un pájaro, aunque carece de plumas, y está cubierta de una piel correosa como la de un cocodrilo. Un pico largo, que parece una sierra puntiaguda, sobresale de su garganta. El monstruo se posa lentamente en la cumbre de la pirámide mientras los sacerdotes retroceden espantados. Yo mismo caigo de rodillas.
Naltecona se mantiene firme ante la presencia. Su sobrino Poshtli, vestido con su armadura de Caballero águila, se coloca delante del canciller y levanta su maca para defender a su tío. Las plumas blancas y negras de la capa de Poshtli se extienden desde sus hombros en abierto desafío al monstruo.
La bestia despliega y bate sus alas, enviando un huracán de viento que barre la pirámide; los sacerdotes se alejan aún más. Por fin también cae Poshtli. Y entonces vemos la voluntad de los dioses.
En el ancho pecho de la criatura aparece una superficie brillante, como obsidiana pulida o una capa de hielo impoluta. Contemplo, atónito, mi propio reflejo en este espejo celestial. Los demás, según me entero después, han visto lo mismo que yo: un reflejo de la pirámide y de los sacerdotes apiñados.
Excepto Naltecona.
El reverendo canciller retrocede dos pasos, la mirada puesta en el espejo. La bestia se adelanta hacia él, y Naltecona no oculta su pavor. Mira durante un minuto y, si bien ningún otro ve la visión concedida a sus ojos, él gime y llora. Se golpea el pecho aterrorizado e incrédulo. Habla de monstruos de dos cabezas, de lanzas de plata y de casas que flotan en el océano.
Entonces la bestia despliega sus alas y remonta el vuelo, y el viento que provoca en su ascensión casi nos arroja al vacío. También Naltecona cae de rodillas y besa las piedras delante de las huellas de la criatura.