Recalada
Día 40, a bordo del Halcón:
Los quince navíos permanecen apartados de la costa, detrás de la protección de un pequeño arrecife. Sopla viento de tierra, pero, si cambia a oeste con un poco de fuerza, lanzará a los barcos sobre la playa como si fuesen palillos.
Correré el riesgo de plantar mi estandarte en ésta, la primera costa occidental que hemos encontrado.
—¡En nombre de Helm el Vigilante, el Centinela Siempre Atento y Protector de la Legión Dorada, reclamo estas tierras! —El estandarte flameó con la brisa, y el águila bordada batió sus alas con el movimiento de la tela. El ojo en el pecho del ave, el símbolo de Helm, parecía no perder detalle de la ceremonia.
El capitán general hundió el mástil en la arena de la playa, rodeado por una sesentena de legionarios, y con el fraile, Darién y Kardann, el gran asesor, a su lado. La hija del fraile permanecía cerca de la costa, contemplando a los hombres encargados de llenar las barricas con el agua fresca del arroyo. Las cinco chalupas destinadas a transportar al grupo, descansaban en la arena lejos de la rompiente.
Halloran y unos cuantos guerreros escogidos montaban guardia para proteger de cualquier ataque imprevisto a los reunidos, mientras Kardann enumeraba las cantidades que se repartirían entre los príncipes mercaderes de Amn y la legión.
El joven contempló con curiosidad la masa tropical que amenazaba con tragarse la playa. Caporal, el sabueso, se mantenía junto a él; al parecer, lo había escogido por amo.
Volvió a mirar la selva y tuvo la impresión de que lo espiaban. A sus espaldas, Cordell pasó a definir los confines de su nuevo dominio, una región que comenzaba aquí para extenderse a una distancia poco precisa, pero muy grande hacia el oeste.
—Hola. —La voz sonó como música celestial en los oídos de Halloran, al tiempo que el corazón se le hacía un nudo en la garganta. ¡Martine! ¡Ella lo había saludado!
—Eh… —Se volvió para mirarla, con el rostro arrebolado—. ¡Soy Halloran! ¡Y tú eres Martine!
Ella rió, y su risa alivió un tanto el nerviosismo del joven.
—Y esto es el paraíso, ¿no crees? —Martine abarcó con un gesto la playa y la fronda.
—Sí, este…, eh, sí…, ¡sí, lo es! —tartamudeó Halloran, y ella rió una vez más. A él le pareció que jamás había escuchado antes un sonido tan encantador.
—He oído hablar de ti —dijo la hija del clérigo, con una mirada coqueta—. El general te tiene en gran estima, por tu arrojo en la carga que acabó con Akbet-Khrul.
Hal farfulló una respuesta; su entusiasmo le impedía articular las frases. ¡Apenas si podía dar crédito a sus oídos y a su suerte! Aquí estaba la mujer que había admirado durante todo el viaje, la única en medio de una fuerza integrada por centenares de hombres —Darién no contaba—, y ella hablaba con él.
—Me gustaría dar un paseo por la playa. ¿Quieres acompañarme?
Jamas Hal se había sentido tan masculino, tan romántico, pero tampoco tan ligado, tan frustrado por sus obligaciones de soldado.
—Me…, me gustaría —gimió, apenado—. Pero debo mantener la guardia… ¿Qué es aquello? —Miró atento hacia la espesura donde le parecía haber visto una silueta humana.
Martine, quien, enfadada por el rechazo, se disponía a marcharse, imitó a su acompañante.
El sabueso soltó un ladrido de advertencia, y los demás perros le hicieron coro. Las miradas de todos se centraron en las figuras que, vacilantes, aparecieron ante ellos.
Las criaturas surgidas de la selva —poco más de una veintena— eran humanos, de piel cobriza requemada por el sol, y abundantes cabelleras negras. Iban desnudos excepto por un taparrabos, y no llevaban nada que pudiera parecerse a un arma. Varios sostenían calabazas, y otros, bultos envueltos en hojas.
Halloran dio un paso al frente para proteger a Martine, con el sable en la mano. Sin embargo, el aspecto de esta gente no era amenazador. Mantuvo la guardia, aunque tenía la sensación de que venían en son de paz.
—¡Qué salvajes más patéticos! —comentó Martine, en voz baja. Halloran compartió la opinión.
Cordell había esperado el recibimiento de los señores de las especias de Oriente, y al ver a los indígenas sufrió una gran desilusión. El primer encuentro con Kara-Tur no resultaba muy prometedor.
Uno de los nativos, más alto que los demás, pero una cabeza más bajo que Cordell, avanzó hacia el grupo reunido en la playa. El general lo observó, sin ocultar su desencanto. Por fin él y Darién salieron a su encuentro. El hombre hizo una reverencia —correspondida por Cordell—, y dijo algo en un idioma incomprensible.
Entonces intervino Darién con uno de sus encantamientos, y de inmediato respondió al cabecilla en su propia lengua. El nativo se embarcó en un largo discurso, acompañado de gestos que señalaban a su alrededor y hacia las naves más allá del arrecife.
Varios de los otros indígenas, todos varones, se acercaron a Halloran y Martine. La pareja miró con curiosidad los rostros chatos y de nariz ancha. Todos llevaban una aguja larga que les atravesaba la nariz y sobresalía unos cuantos centímetros a cada lado.
Uno de ellos saludó con muchas reverencias al capitán, a la joven y a los legionarios, para después ofrecerles la calabaza que sostenía en sus manos. Hal la cogió y escuchó el ruido del líquido que se movió en el recipiente. Otro de los nativos los obsequió con uno de los bultos envueltos con hojas; en su interior, había un surtido de frutas.
En aquel momento Hal miró al cuello del hombre, y lo invadió una gran excitación. Escuchó la exclamación de asombro de Martine, al tiempo que se emocionaba por el contacto de la mano de la muchacha en su brazo.
—Parecen tan pobres, tan miserables… —susurró Halloran.
—Pero no lo son, ¿verdad? —Martine también habló en voz baja, sin dejar de mirar a los aborígenes—. Creo que la expedición es un éxito.
Colgado del cuello del indígena, y también en casi todos los demás, había un grueso medallón de oro puro.
Erix despertó con un terrible dolor de cabeza y, durante un buen rato, le fue imposible recordar dónde estaba o cómo había llegado hasta allí. Había ocurrido algo desgraciado, pero ¿qué había sido?
No había más que oscuridad a su alrededor, y el aire olía a argamasa. En el suelo de piedra no había esteras ni un jergón de paja, comodidades comunes hasta en un cuarto de esclavos. Tampoco sabía si era de día o de noche.
Recordó un poco más, pero su mente parecía insistir en volver a tiempos muy lejanos. Vio en su imaginación la casa familiar, en Palul, el rostro de su padre. Con una exclamación de sorpresa, llevó su mano al cuello, y suspiró aliviada al tocar el amuleto que le había regalado su padre, el único vínculo con aquel pasado feliz.
El recuerdo del Caballero Jaguar y su rapto trajo a su mente las memorias de Kultaka, donde había servido al gentil Huakal y soportado la brutalidad de Callatl. Soltó un gemido cuando recordó todo lo demás: su venta a Kachin, el viaje a Payit.
Hizo un esfuerzo por superar el dolor de cabeza, y pensó en la acción cometida por los Caballeros Jaguares que habían irrumpido en su cuarto de baño. ¿Habrían herido a Chicha? Deseó con todas sus fuerzas que la muchacha no hubiese sufrido ningún daño. ¿Por qué la habían secuestrado? ¿Adónde la habían llevado?
Erix casi lloró de desesperación. Había pasado toda su vida obedeciendo los dictados de la autoridad. Desde la niñez, había estado sometida a gente que la había raptado o comprado. Incluso la comodidad de la litera de pluma en su largo viaje hasta Ulatos, no era más que una cadena envuelta en seda.
La celda miserable donde permanecía encerrada indicaba que ahora se encontraba en manos de un amo despiadado. De hecho, la falta de lo imprescindible era una muestra de que no pensaban destinarla a la esclavitud, sino al sacrificio. Sabía que a aquellos que podían resistirse a ser inmolados en el Altar Florido, los encerraban en mazmorras oscuras hasta el momento de la ceremonia.
No obstante, la perspectiva de morir en el ara no la asustaba; al menos, no más que su venta a Kachin, o su pelea con Callatl. En cambio, la ira brotó de su pecho, y, a medida que aumentaba, se transformó en un enorme resentimiento contra el destino.
—¡No! —gritó con una vehemencia que no esperaba.
Sin preocuparse por el dolor de cabeza y el mareo, se puso de pie. Descansó por un momento apoyada en la pared, antes de iniciar la exploración. Dio un paso, después otro, y su mano extendida tocó la otra pared; se encontraba en un recinto cuadrado de unos tres pasos por lado. En una de las paredes había una puerta de madera de poco más de un metro de altura.
«¡Me escaparé!». Llegó un momento en que temblaba de ira. Se apartó de la puerta para acomodarse en la pared opuesta. Tarde o temprano, alguien abriría la celda.
Aquél sería el momento del ataque.
—¡No me gusta! ¡No me gusta, en lo más mínimo! —exclamó Mixtal, sacerdote de Zaltec, nervioso. Cogió un puñado de cenizas frías y se lo frotó por el rostro y los brazos como correspondía al ritual de un sumo sacerdote de la guerra.
—¡Silencio! —La voz de Gultec sonó como un gruñido feroz. El Caballero Jaguar, reclinado en un banco, miró con desprecio al clérigo a través de las fauces abiertas de su armadura moteada—. ¿Quién eres tú para discutir la voluntad de los Muy Ancianos? ¡Incluso yo sé que cuando tu dios y sus consejeros envían una orden, la gente como nosotros sólo deben obedecer!
Los dos hombres conversaban en el patio delante de sus aposentos, donde tomaban el fresco, mientras contemplaban el cielo nocturno de Ulatos. A sus espaldas había una pirámide pequeña, no muy alejada de la inmensa mole de la pirámide de Qotal.
—¡El templo de Zaltec en Payit no merece el mismo respeto que disfruta en Nexal! Hoxitl lo sabe, pero no se lo ha dicho a los Muy Ancianos, por miedo. ¡No me gusta! —Mixtal se llevó las manos a la cabeza, y tironeó las puntas de sus cabellos empapados de sangre.
—¡El signo de la Mano Viperina es la orden suprema! —afirmó Gultec—. Y es concedido al patriarca de Zaltec en Nexal, y no en Payit. Hoxitl tiene la potestad de mandar y tú debes obedecer. Deberías rogar para que podamos cumplir nuestro trabajo, sin más tropiezos. —El nerviosismo del monje lo irritaba.
—¿Y era necesario raptarla en los aposentos del templo? —protestó Mixtal—. ¡Esto no es Nexal, donde Qotal es un dios olvidado y silencioso! ¡Oh, no, no aquí! ¡En Payit adoran al padre Plumífero! ¡No pasarán por alto una transgresión como ésta! —El sacerdote miró a su alrededor.
»Caxal no nos protegerá. ¡Incluso él, gobernante de todo Payit, teme desafiar el poder del templo de Kachin!
Mixtal no se equivocaba. Caxal, reverendo canciller de Ulatos, jamás interfería en la actividad de los templos, pero éste era un caso muy grave. Además, sólo el hecho de que los Caballeros Jaguares formaran el grupo de presión más numeroso e influyente de la urbe, debido a su capacidad de combate, impedía que no cerraran los templos de Zaltec.
—¿Qué propones? —Gultec se levantó de un salto y dominó con su altura al clérigo tembloroso—. ¿Devolverla? ¿No obedecer a aquellos que son tus amos… y los míos?
—¿Cuántos días? —El sacerdote miró inquieto en dirección a la escalera, y gimió.
—¡Ya te lo he dicho: diez días! Mantendremos a la muchacha oculta hasta la luna nueva. Tu cuchillo se encargará del resto. —El Caballero Jaguar se apartó en silencio de Mixtal, y su armadura manchada se confundió en la oscuridad.
—¡No me gusta! —siseó el clérigo a sus espaldas, pero Gultec ya había desaparecido.
Día 7, desde la recalada, a bordo del Halcón:
Cada día nos encontramos con nuevas islas, con más conocimientos, con nuevos límites para estos reinos sin descubrir. Darién habla con los nativos, que nos informan de territorios aún más grandes hacia el oeste.
Comienzo a sospechar que no hemos llegado a Shou Lung, ni siquiera a su periferia. En cambio, hemos descubierto nuevas tierras, desconocidas del todo, tanto para oriente como para occidente; tierras reclamadas en nombre de la Legión Dorada.
¡Son tierras de riqueza! Nuestras barricas rebosan de agua fresca, nuestras bodegas están hasta los topes de carne salada, frutas y verduras. También un cereal que los nativos llaman maíz, y que parece crecer en gran abundancia.
Pero aparte del agua y la comida, éstas son tierras de oro. Hemos recalado en cuatro islas, y en todas hemos sido recibidos por grupos de nativos. Nos han regalado comida y oro, y vemos que, cuanto más viajamos hacia el oeste, mayor es la abundancia de oro.
Las aldeas de los isleños son pobres, pero todos nos hablan, a través de Darién, de las grandes tierras al oeste, de «un mundo que sube hacia el cielo». Esto sólo puede significar montañas, y tierra firme.
Y la fuente del oro.
Halloran permaneció junto al fondo de la cascada, y dejó que la nube de agua lo refrescara. De espaldas a la profunda laguna donde la flota había encontrado un fondeadero al abrigo de los vientos, contempló los saltos de agua escalonados que se perdían en las montañas interiores. La flora tropical formaba una barrera infranqueable en las márgenes de la corriente, pero sólo una franja de hierba muy verde limitaba la playa.
—Bonito panorama. Sin embargo, no es más que otra isla —protestó Daggrande, mientras se unía a su amigo. El enano desenfundó la daga y gritó alarmado al ver unos pocos granos de arena pegados a la hoja—. ¡No estaré tranquilo hasta poner los pies en tierra firme!
—¡Nunca estás contento! ¿Cómo sabes que es una isla? Los barcos exploradores sólo llevan un día fuera.
—Puedo sentirlo en los pies.
Los enanos tenían unos dones que les permitían saber cosas de la tierra, fuera del alcance de los sentidos humanos, y Halloran no puso en duda la afirmación de su compañero.
Miraron hacia la parte central de la playa, donde Cordell, Darién y el fraile mantenían conversaciones con un grupo de nativos. La novedad era que esta vez había mujeres en la delegación. Una docena de muchachas permanecían en silencio cerca de los reunidos, mientras los caciques hablaban con los visitantes.
—Aquí viene la hija del fraile —masculló el enano—. Ve con cuidado. Creo que te ha echado el ojo.
Halloran se puso rojo como un tomate.
—¡No seas ridículo! —exclamó, aunque ansiaba que Daggrande estuviese en lo cierto. Si bien sólo había hablado con ella en los desembarcos, la joven parecía sentirse a gusto en su compañía.
El enano se alejó casi a la carrera para no tener que conversar con la muchacha.
—¡Hola! —Martine saludó alegre a Hal, al tiempo que dirigía una mirada divertida al enano—. Quizá sea éste el momento adecuado para ir de paseo.
—Desde luego. —Halloran le ofreció el brazo, y se estremeció al sentir el toque de su mano. Buscó el camino más adecuado para cruzar el arroyo y la ayudó a mantener el equilibrio, aunque no parecía que la muchacha fuera a caerse.
—¡Es tan maravilloso! —Martine señaló la cascada y las tierras altas cubiertas de una vegetación exuberante—. ¡Cada playa parece más hermosa que la anterior!
—Yo pienso en estas gentes —murmuró Hal—. ¡Son bárbaros!
—Oh, papá opina que son maravillosos. Escuchan todo lo que les dice acerca de Helm. Desde luego, jamás habían oído hablar de él. Al parecer, esta gente no sabe nada de ningún dios, pero él cree que los está convirtiendo a todos.
—Pero ¿no crees que en ellos hay algo más de lo que aparentan?
Ella soltó una carcajada, y él se estremeció con el sonido.
—No lo sé. En realidad, no me preocupo. Es divertido ver cada vez un lugar diferente. ¡No seas tan serio!
—De acuerdo —respondió Hal, dispuesto a complacerla.
Caminaron a lo largo de la playa, donde grupos de marineros y soldados descansaban en la arena. Todos los hombres habían desembarcado al menos una vez, y ahora más de la mitad se encontraban en tierra.
Halloran miró el bosque que marcaba el límite de la playa. Desde el mar, habían divisado las laderas que subían poco a poco hasta unas montañas, no muy altas, en el interior de la isla. En cambio, desde la costa sólo podía ver los árboles, que con su altura ocultaban todo lo que había detrás.
Martine no dejaba de lanzar exclamaciones ante la belleza de las flores o el colorido plumaje de las aves. Por su parte, el lancero no dejaba de preguntarse qué habría más allá de la fachada vegetal. ¿Cómo sería en realidad este lugar?
—Será mejor que no nos alejemos mucho —dijo, al ver que habían dejado atrás al último grupo de soldados.
—¡Oh, deja de preocuparte! ¡Por una vez quiero estar en un lugar donde no tenga a centenares de hombres sudorosos a mi alrededor!
—Pero… —Halloran hizo una pausa, sin saber qué decir. Habría hecho cualquier cosa por satisfacerla y, desde luego, los deseos de la muchacha coincidían con los suyos. No obstante, la naturaleza áspera y protectora del fraile era conocida por todos, y Domincus no dejaría de advertir su ausencia. Tembló al pensar en la ira del hombre.
El estruendo de una explosión surgió de la selva, y la onda expansiva hizo caer de rodillas a Halloran, y tumbó de espaldas a Martine. El rugido de un gran felino, amplificado hasta el volumen de una erupción, resonó en la playa mientras el capitán se ponía de pie y empuñaba su espada.
Una criatura que parecía escapada de una pesadilla salió de la espesura, y se plantó en la arena a unos diez pasos del hombre. Halloran vio una gran melena negra que rodeaba un rostro felino contorsionado en una mueca feroz. Un par de alas correosas se sacudían entre los hombros del ser, provocando una nube de arena. La cola larga y peluda batió el suelo mientras la bestia, más grande que un caballo, se preparaba a saltar.
Martine, sin poder moverse, balbuceó algo, pero Hal no la oyó pues el rugido lo había dejado sordo.
Halloran se acercó a la muchacha y colocó su cuerpo a modo de escudo para defenderla de las feroces mandíbulas y las afiladas garras del monstruo, que en aquel momento saltó sobre ellos. El capitán descargó su mandoble contra la testuz de la criatura.
Su golpe chocó contra el hueso, en el mismo instante en que las garras le desgarraban las costillas. Hal dio un paso atrás, sin dejar de proteger a Martine, mientras el ser infernal soltaba un chillido de sorpresa, y sacudía la cabeza.
Hal se incorporó de un salto, sin hacer caso del terrible dolor y la hemorragia de su costado. En la cara de la bestia, que se disponía a reanudar su ataque, se apreciaba un tajo de arriba abajo. El joven comprendió que esta vez no podría rechazarla.
De pronto, una saeta, y después varias más, aparecieron en el flanco del monstruo. ¡Flechas de ballesta! ¡Los hombres de Daggrande venían en su ayuda! La criatura se volvió para hacer frente a los dardos, y Halloran aprovechó la ocasión para hundir su sable en el flanco desprotegido. Vio que un grupo de espadachines corría hacia ellos, tropezando en la arena blanda.
El ser soltó otro terrible rugido, esta vez en dirección a los hombres que se acercaban, y Halloran observó atónito cómo varios de ellos caían de bruces en la playa, al parecer aturdidos por el estruendo. Antes de que alguien más pudiese reaccionar, el monstruo retrocedió hacia la selva a gran velocidad con la ayuda de sus alas, y en unos segundos se esfumó entre los árboles.
—¿Estás bien? —preguntó Hal, al tiempo que ayudaba a Martine a ponerse de pie. Notó el eco de su voz en el cráneo, pero le pareció que recuperaba la audición.
—Sí… En cambio tú estás herido —respondió la joven. Miró el pecho del jinete, preocupada—. ¡Me has salvado la vida!
Hal experimentó la reacción posterior típica de un combate mortal. Le temblaron las rodillas y sus músculos se quedaron sin fuerzas. No opuso ninguna resistencia cuando la joven le cogió uno de los brazos y lo pasó por encima de sus hombros para evitar que cayera. En aquel momento, llegaron unos cuantos hombres dispuestos a auxiliarlos.
—¡Id a buscar al fraile! —gritó Martine, y uno de los soldados la obedeció en el acto. Hal tuvo la visión de sus últimos ritos, y le pareció ver su alma servida a Helm en bandeja de plata.
No tardaron en llegar a donde se encontraba el grupo principal, y fray Domincus salió a su encuentro. Por la expresión feroz de su rostro, Hal no dudó que el fraile estaba dispuesto a enviar su alma al seno de Helm.
—¡Ayúdalo, padre! ¡Me salvó la vida! ¡Aquel ser… era horrible! ¡No sé qué era! —Martine hablaba con tanta prisa que apenas si se podían entender sus palabras.
—El cacique lo llamó hakuna. —Hal desvió la mirada y vio a Cordell junto al fraile. En el rostro del capitán general había una expresión casi complacida—. ¡Bien hecho, capitán!
A pesar del dolor, la felicitación del comandante hizo vibrar de orgullo hasta la última fibra de su cuerpo. Sonrió casi sin fuerzas mientras Martine lo ayudaba a tenderse sobre la arena. Domincus, sin abandonar su mueca feroz, se arrodilló a su lado.
—Helm, libra a este guerrero de sus heridas —rezó el fraile, con los ojos cerrados—. Ha luchado con valor y lo ha hecho en tu nombre. ¡Concédeme el poder para cerrar sus heridas, y que pueda volver al combate en defensa de tu noble causa!
Halloran sintió que el dolor desaparecía de su cuerpo, como si hubiesen cerrado la brecha por donde se colaba el sufrimiento. Su brazo, que parecía muerto, recuperó la fuerza, y él intentó levantarse.
—Descansa —dijo Martine, en voz baja—. No te levantes todavía. —Su tono era tan suave y placentero como la arena y el calor del sol, y Hal no opuso ninguna resistencia. Ella apoyó una mano sobre su frente, y a él le pareció que el agua le refrescaba el cuerpo. En unos segundos, se quedó dormido.
El sol se aproximaba al ocaso cuando lo despertó Daggrande.
—Último bote para el Cormorán —anunció el enano—. A menos que prefieras quedarte aquí y disfrutar esta noche de otro encuentro con el hakuna.
Hal se levantó de un salto, lleno de vigor.
—¿Nos vamos?
—Sí. Han vuelto las naves exploradoras. No me había equivocado: ésta es una isla. Pero, según los informes, hay montañas de verdad, y un territorio enorme al que estas gentes viajan en canoas. Creo que nuestra próxima recalada será en tierra firme.
—¡Fantástico!
—Esto no es todo. ¡Dicen que allí hay una ciudad auténtica… y una pila de oro tan grande que te puede cegar a plena luz del día!
Halloran vio que unas cuantas muchachas nativas embarcaban en las chalupas. Un poco más allá, Martine y el fraile mantenían una discusión muy acalorada, aunque no alcanzó a escuchar las palabras. La muchacha gesticuló furiosa, y su padre le dio la espalda.
En el momento en que Hal y Daggrande llegaban al bote del Cormorán, Martine llamó al jinete. Él aguardó en la playa mientras el enano embarcaba, sin ocultar su impaciencia.
—Voy contigo —anunció la muchacha, con una expresión muy decidida que llamó la atención del oficial.
—Encantado —respondió Halloran, sin ocultar su entusiasmo—. Pero ¿qué dirá tu padre? ¿No querrá que permanezcas a bordo del Halcón?
—¡Bah! —Martine pasó a su lado para después volverse y señalar al fraile. Domincus ayudaba a un grupo de nativas a subir en una de las canoas—. A mi padre le han hecho un «regalo». —La joven le indicó una doncella de piel cobriza—. ¡Una esclava!
Halloran se quedó boquiabierto; adivinó que la docena de mujeres habrían sido repartidas entre los demás capitanes y oficiales de la flota.
—¡Le dije que debía liberarla! —añadió Martine—. ¡Helm no aprueba la esclavitud! Pero él ha puesto mil y una pegas. «Sería una ofensa para los indígenas», y cosas por el estilo.
La furia en la mirada de la muchacha era tremenda, y Halloran no pudo menos que alegrarse de no ser el blanco de ella. No supo qué decir cuando Martine lo miró, como si quisiera saber su opinión.
—¡Creo que le gusta tener una esclava joven y bonita! ¡Le he dicho que no estoy dispuesta a viajar en la misma nave que ella! ¡Así que aquí estoy!
—Entonces ¿vendrás con nosotros?
—Por favor, esta noche manda a buscar mi equipaje —dijo Martine.
Halloran asintió, atónito ante el ímpetu de la joven, e inquieto por las posibles consecuencias.