A través del mar insondable
Día 1, a bordo del Halcón:
Llevaré un diario del viaje de mi legión mientras exploramos hacia el oeste. Los preparativos se cumplieron sin tropiezos, y estamos bien provistos. Ayer, Darién y yo compramos pócimas en abundancia, lo último que faltaba en nuestras bodegas. El resto está en manos de Helm, ayudado por los fuertes brazos de nuestros legionarios.
Con el alba, la marea nos saca de la bahía: un viento frescachón por el cuadrante de estribor acelera nuestra partida. La tierra firme ha desaparecido para el mediodía.
Anochece. Los promontorios de Tethyr aparecen con la última hora del crepúsculo. Prevemos el cambio de rumbo hacia el canal de Asavir para el amanecer.
Durante diez años, he reclutado guerreros bajo mi estandarte; creo que son los mejores soldados de los Reinos. Los capitanes son, hasta el último hombre, leales y valientes. Daggrande y Garrant, los más veteranos. Halloran y Alvarro, jóvenes e impulsivos.
Mi corazón revienta de orgullo a la vista de estos hombres espléndidos, embarcados en una misión hacia lo desconocido, llevados por su lealtad y su coraje. Al ver la multitud de velas desplegadas a mi alrededor, estoy seguro de que triunfaremos.
—¿En qué piensas, padre? —Martine se unió al fraile en la proa del Halcón.
—En las muchas glorias de Helm —replicó Domincus, reverente—. ¡Piensa en ello, querida mía! ¡Multitudes de paganos que desconocen la existencia de nuestro todopoderoso vengador! ¡Tú y yo tendremos la gloria de llevarles la palabra de Helm!
—¿Has de ser siempre tan serio, papá? —preguntó la muchacha—. ¡Piensa en la aventura, en las vistas, los olores y sonidos de todo aquello! ¡No sé qué encontraremos, pero ya estoy fascinada!
—No lo tomes tan a la ligera. —El fraile frunció el entrecejo, y unos surcos profundos aparecieron en su frente—. ¡Ya comienzo a arrepentirme de haberte traído en semejante viaje!
—¡No seas ridículo! ¡No habrías podido retenerme en casa!
—¡Lo sé! —suspiró el clérigo—. De todas maneras, ve con cuidado.
Día 6, a bordo del Halcón:
Vientos suaves por la parte de proa hacen que tardemos dos días en pasar el canal de Asavir, pero desde entonces hemos navegado sin problemas. Hemos recogido agua y alimentos en la isla de Lantan; es la última tierra que veremos durante no sé cuánto tiempo. Las bodegas están a tope.
Las tripulaciones han embarcado de buena gana. Los habitantes de la isla, adoradores de Gond, el Milagrero, son una gente inquietante, muy estrafalarios y furtivos.
Zarpamos con el crepúsculo con rumbo 15 grados oeste-sudoeste hacia aguas desconocidas.
Me impresiona la tranquilidad de los hombres. Nuestro viaje será largo y peligroso. ¡Ninguna otra tropa excepto la Legión Dorada se hubiese atrevido siquiera a embarcar!
Mis capitanes, asignados a las distintas naves, ayudan a motivar a los hombres. Me preocupan un poco Alvarro y Halloran; el primero todavía guarda rencor por su postergación. Quizá debería haberlo dejado en tierra, pero es demasiado buen guerrero como para recibir semejante afrenta. ¿Por qué es incapaz de comprender que su valía está en su espada, y no en su cerebro?
Tendré que mantener un ojo atento a estos dos.
—¿Cuándo acabarás de afilar el hacha?
—¡Cuando esta nave embarranque en la arena de las playas de Shou Lung, y no antes! —bufó Daggrande, sin dejar de pasar la piedra por el acero ya afiladísimo.
—¡Pensaba que no creías que fuéramos a llegar a Kara-Tur! —replicó Halloran. Shou Lung era el imperio más grande del lejano continente.
—No lo creo. ¡No llegaremos y lo digo en serio!
—¡Y si no afilas el hacha, te dedicas a tensar el resorte de tu ballesta o a pulir el casco! —Halloran insistió en incordiar a su amigo.
—¿Qué otra cosa se puede hacer en esta maldita barcaza? —preguntó el enano. Resopló una vez más, y prestó atención a su trabajo. En realidad, el mar lo inquietaba, y su compañero lo sabía.
Un perro enorme y delgaducho se acercó a Halloran y se apoyó contra su cuerpo. Era uno de los sabuesos que acompañaban a la legión. Éste, al que Hal había bautizado Caporal, buscaba al joven lancero para que le diera comida.
Cerca del palo mayor, Tormenta y otro par de caballos se movían impacientes debajo de la toldilla que les servía de cobijo. Una travesía muy larga, pensó Hal, sería más dura para los animales que para los hombres.
De pronto Halloran se olvidó de los corceles, porque el Cormorán se había acercado a unos cincuenta metros del Halcón, y el jinete sólo tenía ojos para la nave capitana.
Mejor dicho, para uno de los pasajeros de la nave. La hija del fraile, Martine, acababa de salir de su cabina, y el sol convirtió en fuego su cabellera pelirroja. La joven paseó lentamente por la cubierta, como hacía varias veces al día, conversando con los marineros o apoyándose de vez en cuando en la borda.
En una ocasión, había advertido la presencia de Halloran que la observaba, y lo había saludado con la mano. Él le había devuelto el saludo, avergonzado, y, desde entonces, se había esforzado en disimular su interés, aparentando estar ocupado con los caballos o equipos.
Sin embargo, cada vez que los dos barcos navegaban cerca, él no dejaba de vigilar al Halcón para poder ver a Martine. Cuando conseguía su propósito, vivía feliz el resto de la jornada.
Mientras tanto, Daggrande comenzó a afilar su daga, sin apartar su mirada de la proa.
Día 20, a bordo del Halcón:
Anoche hemos soportado el peor tiempo de la travesía; aliviados, contamos quince naves, al alba. El Cisne perdió un mástil; pasamos la mañana reparando los daños. Para el mediodía, navegamos otra vez, empujados por un buen viento del nordeste.
La incertidumbre comienza a pesar sobre todos nosotros. Jamás los hombres han navegado tan lejos hacia el oeste. A nuestro alrededor no hay nada sino la inmensidad del mar.
¿Cuándo avistaremos tierra? Hay algunas quejas entre los hombres, pero era de esperar. Las tropas sanas y vigorosas tienden a mostrarse inquietas durante los períodos de inactividad demasiado largos.
Me disgusta el asesor, Kardann. El Consejo de los Seis ha escogido mal. No es un aventurero. Ha estado enfermo durante todo el viaje y ya habla de volver a casa. Lo creo capaz de frenar mis ambiciones a menos que consiga tenerlo a rienda corta.
Por desgracia, los términos de mi acuerdo con Amn confieren todo el poder del Consejo a este hombre sin agallas, incluido el control del dinero que financia la expedición. Tendré que dejar bien clara una cosa: ¡la legión sólo responde a mis órdenes y a las de nadie más!
Darién se movió en silencio en la intimidad de su pequeño camarote. La llama de la vela oscilaba con el cabeceo del Halcón, pero la luz era suficiente para sus propósitos; prefería la semipenumbra a la luz del sol, que le producía dolor en los ojos.
Recogió un macuto de lona fuerte que había en un banco, y buscó un bolsillo secreto. Sus dedos hábiles quitaron el cierre, y sacó un volumen flexible. El libro encuadernado en cuero contenía docenas de páginas de pergamino, y en cada una aparecían uno o dos de sus hechizos más poderosos.
Llevó el libro hasta el pequeño escritorio, oculto en las sombras, lejos de la vela; la casi oscuridad no la molestó cuando comenzó a leer.
Pasaba las páginas con cuidado, y repetía en silencio las palabras mientras leía con toda atención las complicadas fórmulas de los encantamientos. Se preparaba para los desafíos del viaje y de lo que podrían encontrar al final de éste.
Cuando llegase el momento, estaría lista.
Día 32, a bordo del Halcón:
Las quejas y la cobardía son cada vez más evidentes. Esta mañana hubo un intento de motín en el Golondrina. Condené a la horca a dos hombres; después conmuté la pena de uno y presencié la ejecución del otro.
Seguimos sin ver nada excepto el mar; ni un solo pájaro o un madero a la deriva que nos dé una señal de tierra. Se debe extirpar la falta de fe.
Oscurece. Ha desaparecido el viento. La flota permanece inmóvil con las velas flojas, en medio de la calma chicha de los trópicos. ¡Debemos hacer algo, lo que sea!
—¿Qué hacen? —preguntó Halloran, con los ojos entrecerrados para protegerlos del sol. El Halcón flotaba a unos pocos centenares de metros más allá, con las velas fláccidas como una patética muestra de su situación. El estandarte de la Legión Dorada colgaba del palo mayor, el águila oculta entre los pliegues de la tela.
Faltaba poco para el ocaso y los rayos del sol corrían casi paralelos a la superficie inmóvil del mar.
—¿Eh? ¿Quién hace qué? —Daggrande dejó la ballesta recién aceitada, y se unió a Halloran.
—Míralo tú mismo.
Juntos observaron cómo la tripulación de la nave insignia se agrupaba junto al palo mayor, para dejar despejado el castillo de popa.
—¡Es la maga! —exclamó Daggrande mientras la figura encapuchada salía a cubierta y subía la escalerilla de popa. Una vez allí, dio la espalda al sol y a la flota.
El sonido de su voz les llegó a través del agua, al tiempo que la veían alzar las manos al cielo y pronunciar palabras desconocidas.
—¡Por Helm, magia negra! —comentó el enano, burlón—. ¡Quizá la dama de orejas puntiagudas pueda resultar útil, después de todo!
—¿A qué te refieres? —Halloran sintió un escalofrío y fue incapaz de controlar la inquietud. Recordó la magia de una década atrás, la aparición que había matado a su tutor y a él mismo le había hecho huir al desierto. Desde aquel momento no había vuelto a emplear jamás ninguno de los pocos encantamientos aprendidos. Lo consoló acariciar el pomo de su sable, pero su aprensión no disminuyó mientras observaba a Darién completar el hechizo.
De pronto la maga bajó los brazos y permaneció en silencio. Halloran dio un salto sorprendido por el movimiento inesperado.
Por unos instantes, no se apreció ningún cambio; ni el más mínimo soplo de viento agitaba el agua o las velas. El sol pareció tocar el agua, y Halloran casi esperó escuchar el siseo del vapor cuando el astro desapareció en el horizonte.
Después, tuvo la impresión de que algo fresco le había rozado la mejilla. Oyó el grito de un marinero desde una de las cofas, y a continuación vio las ondulaciones que se desparramaban sobre la superficie del mar. El estandarte de la Legión Dorada se extendió y todos pudieron ver el águila en su centro.
Entonces se hinchó la mayor del Halcón, y Halloran sintió la sacudida del Cormorán bajo sus pies. Su propia vela se combó con un chasquido, y la madera de la carabela crujió con la presión del viento en los mástiles.
Muy pronto una fuerte brisa que soplaba del nordeste llenó todo el trapo de la flotilla.
Una vez más, la Legión Dorada navegaba hacia poniente.
El arroyo serpenteaba entre la maraña de la selva, tan espesa que impresionaba a Erix, a bordo de la estrecha canoa que compartía con Kachin. El clérigo manejaba con mano experta un gran abanico de pluma, que con su magia impulsaba el bote a través de los nenúfares y plantas de la corriente. Los guerreros y los esclavos los seguían en otras dos canoas más grandes movidas a golpes de remo.
Kachin acababa de explicarle la naturaleza de la magia de la pluma y su fuerza opuesta, la zarpamagia.
—El poder de la pluma es la magia de las plumas. Fluye del dios Plumífero, Qotal, y es la esencia de la belleza, el aire y el vuelo. —El sacerdote agitó un dedo regordete ante el rostro de Erix para que no desviara su atención—. Puede proteger el pecho de un Caballero águila, llevar una litera sin que toque el suelo, e incluso propulsar una canoa a través del agua.
»La fuerza oscura de hishna es la magia de la zarpa del jaguar y de los colmillos de la serpiente, que fluye desde Zaltec, en vez de Qotal. Puede servir de coraza a un Caballero Jaguar o hacerlo invisible en la espesura de la selva. Puede enviar un mensaje de muerte a grandes distancias, desde un poseedor de hishna a otro. Puede ser utilizado para capturar, retener o matar.
—¿Cuál es el más poderoso? —preguntó Erix.
—Ambos… y ninguno —fue la respuesta críptica del sacerdote—. El poder de la magia depende más de la habilidad del usuario que del tipo de poder.
Pensar en una amenaza de la zarpamagia resultaba difícil, casi imposible en el esplendor del bosque. Flores de brillo tropical adornaban cada planta, mientras los pájaros trinaban, graznaban y piaban, exhibiendo en su vuelo los mil y un colores de sus plumas, con una variedad de tonos que ella jamás había visto. El agua verde se deslizaba rumorosa por debajo del casco, y Erix no salía de su asombro ante el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.
Una semana antes, habían pasado de los palmares de Pezelac a las selvas de Payit. Durante la noche se habían alojado en pequeñas chozas de poblados primitivos, después de muchos kilómetros de camino bajo un sol ardiente. Algunas veces habían caminado por senderos estrechos, donde Erix había utilizado la litera de pluma. En otras, habían comprado canoas y seguido el curso de los arroyos a través de la selva o cruzado grandes lagos poco profundos.
Kachin se complacía en enseñarle las hierbas medicinales que los payitas empleaban para curar las enfermedades, las flores cargadas de néctar que daban a los viejos que buscaban visiones celestiales, y las hojas suculentas que al ser cortadas daban un agua fresca y cristalina.
Junto con la belleza de las plantas y los animales, había conocido la otra cara de la selva: su oscuridad, los peligros, los venenos y la muerte. Se había acurrucado ante las nubes de mosquitos que ocultaban el sol, había visto arañas grandes como su puño, e incluso escuchado el aullido solitario del jaguar, mientras el felino hacía su ronda nocturna en busca de sus presas.
El sacerdote le había señalado las serpientes venenosas, que se confundían con la maleza. Y una noche, mientras el grupo compartía una choza sucia y calurosa, había sentido terror al oír un grito escalofriante.
«Hakuna», había murmurado el anciano, sin dar más explicaciones. Por su parte, los guerreros habían empuñado sus lanzas y vigilado la puerta de la cabaña.
Entonces un día, después de una semana en la selva, el clérigo se volvió hacia Erix.
—¡Muy pronto, Ulatos! —exclamó, feliz. Su rostro mostró más arrugas de las habituales, por la amplitud de su sonrisa—. ¡Te gustará la ciudad, estoy seguro! —Hablaba en su propia lengua, pero Erix no tuvo problemas para entenderle—. ¡Mi templo es grande, ya lo verás! ¡Tendrás aposentos dignos de una princesa de los payitas!
Erix quería preguntarle acerca del templo, de su dios. Quería saber por qué la habían ido a comprar a un lugar tan lejano para después traerla hasta aquí. Sin embargo, fue incapaz de formular ninguna pregunta. En cambio, miró al frente con una curiosidad escéptica mientras la ciudad aparecía en la distancia. Se preguntó por qué Ulatos merecía el rango de ciudad; ¿quizá porque tenía un pequeño edificio de piedra que destacaba entre las habituales chozas con techo de paja?
El arroyo salió de la selva y entró en una extensa llanura de hierba de pastoreo, campos de maíz y plantaciones de cacao. El bosque presionaba por los cuatro costados, como si quisiera devorar la campiña. Pero su mirada pasó por todo en un segundo, atraída como por un imán por las estructuras que se elevaban en el extremo más alejado de la llanura. Nada la había preparado para la visión de la ciudad payita, y, desde luego, merecía su rango.
¡Ulatos! ¡La capital de los payitas! ¡Jamás había visto templos y pirámides de tanta grandeza! Edificios largos y de techos planos con paredes de piedra marcaban la periferia de la ciudad. Más allá podía ver los muros más altos de las mansiones, y después los escalones de varias pirámides grandes. Una construcción, en el centro de la urbe y levantada en un pequeño altozano, tenía el techo con forma de cúpula.
Toda la metrópoli aparecía dominada por una pirámide que se elevaba muy por encima de todas las demás casas y templos, y de los árboles más altos. Quizá no era tan inmensa como la gran pirámide de Nexal, pero a Erix no le importaba. Los escalones de las caras eran jardines de fábula. Una multitud de flores brillantes colgaba de cada una de las terrazas, y una fuente de agua cristalina colocada en la cúspide lanzaba una lluvia muy fina para el riego. Allí donde en Nexal se ubicaban los templos sucios de sangre empleados para los sacrificios diarios, aquí había un jardín.
Erix se puso de pie en la canoa, deslumbrada, y sin dejar de pensar en lo que veía. En realidad, las bellezas de Ulatos eran algo que jamás hubiese imaginado. Resultaba obvio que los payitas formaban un pueblo de gran cultura e inteligencia, mucho más adelantados de lo que pensaban en Nexal y Kultaka.
Por un momento, se olvidó de que no era libre.
El hechizo de la zarpamagia tomó forma una vez más, y la criatura de hishna emergió del círculo formado por Hoxitl y los Muy Ancianos. Generado en el caldero mágico de éstos, y alimentado por la energía del símbolo del clérigo, la Mano Viperina, la forma ganó sustancia. Una figura, como un gran felino hecho de humo, creció en el aire y miró a cada uno de los presentes con una expresión feroz.
En respuesta a una orden telepática, la forma felina abandonó de un salto el círculo. Voló a través de la caverna y salió de ella, provocando el pánico de la docena de acólitos de Hoxitl sentados en la entrada. Antes de que pudieran abrir los ojos, la figura de humo ya descendía por las laderas del monte Zatal. Después de rodear la ciudad, se lanzó como una flecha a través del desierto en dirección a la llanura y las selvas de más allá.
El mensajero hishna corría más rápido que cualquier criatura viviente, más rápido que el viento, en su carrera nocturna. Abandonó el territorio de Nexal, cruzó Kultaka, rodeó Pezelac, y penetró en la selva de Payit. Con la primera luz del alba, la forma entró en Ulatos, donde por fin tocó tierra. Adoptó una figura casi sólida, parecida a la de un gran jaguar negro, y se deslizó en el interior de un edificio de una sola planta. El cráneo que representaba el rostro de Zaltec, cincelado en relieve en los muros de la casa, servía de advertencia a cualquiera que se hubiese atrevido a entrar por sorpresa.
La aparición despertó al clérigo de Zaltec que vivía allí, porque este lugar era un templo dedicado al dios de la noche y de la guerra. El sacerdote se vistió de inmediato y, cinco minutos más tarde, había enviado mensajeros a diversos puntos de Ulatos, con una convocatoria urgente. Dentro de muy pocas horas, los fieles Caballeros Jaguares se reunirían con él.
La voluntad de Zaltec y los Muy Ancianos sería obedecida.
Las maravillas de Ulatos parecían ir en aumento a medida que la canoa avanzaba por un canal tras salir del arroyo. Esta vez Kachin utilizaba un remo, porque el abanico de pluma no le permitía maniobrar en un paso tan estrecho.
No había murallas de separación entre la ciudad y el campo, y los límites quedaban definidos por varias avenidas y canales por donde circulaba todo el tráfico de entrada y salida de la urbe. El cortejo atracó junto a una gran plaza. De inmediato se acercaron varios comerciantes que comenzaron a negociar con Kachin. Tenían interés en adquirir las canoas, y el sacerdote no tardó en venderlas por un manto de algodón, una bala de plumas y dos pequeños sacos de cacao.
Mientras tanto, Erix observaba el bullicio de los pobladores, gente de cabellos negros y piel cobriza como ella misma. Las mujeres payitas llevaban vestidos sencillos, como una bolsa, y la mayoría de los hombres parecían preferir el taparrabos. Incluso las pocas personas que vio mejor ataviadas, con tocados de plumas y capas teñidas sobre los hombros, llevaban menos adornos de oro o gemas que los habituales entre los habitantes de Kultaka y Nexal.
Kachin preparó la litera, y ella se acomodó en el cojín, para cruzar la ciudad. Los hombres observaban curiosos su paso, en tanto las mujeres bajaban la mirada. Erix disfrutó de la inquietud que provocaba en los hombres el hecho de que devolviera las miradas.
Pasaron ante casas de piedra, con los muros encalados para que resplandecieran con la luz del sol. Al parecer, cada residencia disponía de un amplio jardín en la entrada. Las fuentes eran algo común, como también los estanques. En algunos había peces de colores, y en otros chapoteaban los niños. Las calles estaban arboladas con las palmeras, que se movían acariciadas por la brisa tropical.
—Mi templo, ¡la pirámide de Qotal! —Kachin señaló orgulloso el gran edificio que ella había visto desde las afueras de la ciudad, la estructura cubierta de jardines y el surtidor en la cumbre.
»Este templo es la sede del auténtico poder en Ulatos —proclamó el sacerdote—. El reverendo canciller, Caxal, teme a sus guerreros. También terne al templo de Zaltec. Así que favorece al templo de Qotal, como hace la mayoría de la gente de Payit.
»Oh, desde luego, Zaltec está presente. Tiene un templo, e incluso de vez en cuando se le hacen sacrificios; algún cautivo conseguido por los Caballeros Jaguares en sus incursiones. Pero los payitas son un pueblo pacífico, y no buscan los favores del dios de la guerra. Por lo tanto, no necesitan pagarle con corazones, como hacen los nexalas y los kultakas.
—El agua… ¿cómo asciende hasta la cumbre? —preguntó Erixitl, maravillada por el surtidor.
—Pluma —respondió Kachin—. La utilizamos no sólo para mover el aire sino también el agua.
La joven contempló boquiabierta los chorros que se volcaban sobre los costados de la pirámide. Podía ver la vegetación en la cima y escuchar el concierto de los cantos de miles de pájaros. El templo no sólo era un jardín sino también un aviario.
—Los pájaros no necesitan jaulas —dijo el clérigo, anticipándose a la pregunta—. Se quedan por amor a Qotal. Se dice que las criaturas favoritas del Silencioso son los pájaros de brillante plumaje.
A continuación, Kachin señaló un edificio blanco rodeado por un muro con arcadas en el frente.
—Nuestra residencia —anunció. La hizo pasar por uno de los arcos a un jardín amplio y umbrío, donde había bancos de piedra junto a los parterres.
A Erix le pareció un lugar encantador, propicio para el descanso y la meditación. El olor de las flores dominaba en el aire.
La casa constaba de una sola planta con muchas habitaciones amplias y frescas. Esteras rojas de junco cubrían los suelos, y tapices de plumas, junto con discos resplandecientes, estatuas y platos de oro y plata, adornaban las paredes. Los sirvientes y el personal de la casa se reunieron en el gran vestíbulo central, para recibir a la recién llegada.
—Ésta es Erixitl —dijo Kachin, y todos guardaron silencio. El sacerdote habló durante varios minutos, y la joven no pudo entenderle del todo, porque hablaba muy rápido.
—Chicha, acompaña a la sacerdotisa a sus aposentos y prepara su baño —mandó Kachin a una adolescente alta y delgada, que asintió entusiasmada y besó el suelo delante de Erix, quien la miró, avergonzada—. Chicha es vuestra esclava, mi sacerdotisa —indicó el clérigo—. Ella se ocupará de vuestras necesidades hasta la hora de la cena.
—¡No necesito una esclava! —protestó Erix.
Kachin sonrió con aire paternal, y se alejó.
—¡Oh, os atenderé muy bien! —exclamó Chicha, a punto de echarse a llorar.
—Estoy segura de que sí, Chicha. No quería… —Hizo una pausa, sin saber si era propio disculparse con un esclavo. Desde luego, nadie lo había hecho con ella—. Por favor, enséñame mis habitaciones.
La muchacha la guió a través de una cortina de junquillo hasta una habitación que tenía una pequeña terraza. Había un colchón de paja limpia en el suelo, y un gran disco solar dorado en un nicho en la pared. El baño resultó aún más espectacular. Chicha quitó el tapón de un tronco en la pared y comenzó a salir agua limpia y fresca para la bañera. Erix se quitó la capa y la túnica sucias del viaje, aunque conservó el medallón colgado del cuello. Casi temblaba de la excitación. ¡Por fin un baño de verdad!
La sacerdotisa se sumergió en el agua, y sintió cómo su piel quedaba limpia del sudor y el polvo. Se echó hacia atrás y cerró los ojos; como siempre, el baño le producía una sensación de frescura y vitalidad.
Un súbito estrépito le hizo abrir los ojos. Vio cómo caía al suelo un esclavo con el rostro destrozado por unas garras. Chicha soltó un grito, y cuatro figuras manchadas entraron en el baño, armados con garrotes con puntas de obsidiana.
—¿Quiénes sois? —preguntó Erix, más furiosa que asustada.
La respuesta fue el golpe de uno de los garrotes contra su cabeza. Se desplomó inconsciente en el agua de la bañera, que poco a poco se tiñó de rojo.
Día 39, a bordo del Halcón:
Darién y fray Domincus nos han sostenido; cada uno de ellos ha recurrido a las más profundas fuentes de poder, para someter al viento a nuestras órdenes. Cuando uno cae agotado, el otro lo reemplaza, para que sigamos navegando hacia poniente. Ahora, por fin, se ha levantado una brisa natural, que sopla del este, y marchamos a buen ritmo.
¡Hemos recuperado las esperanzas! Se han visto bandadas de pájaros durante los últimos tres días. Las tripulaciones trabajan entusiasmadas, con los ojos…
Debo volver a cubierta; escucho gritos de alborozo.
—¡Tierra!
¡Tierra! Halloran escuchó el grito y lo transmitió, mientras corría hacia la proa del Cormorán. Podía ver al vigía en la cofa de uno de los mástiles de una carraca, tal vez la Libélula, que señalaba, frenético.
—¿A qué vienen tantos gritos? ¡Sin duda, no es más que otro montón de nubes! —Daggrande se acercó a Hal, y miró al frente, disgustado.
Durante varios minutos, no pudieron ver nada. Otros soldados y los tripulantes ociosos se unieron a ellos, esforzándose por descubrir alguna cosa en el horizonte.
Uno a uno, los demás vigías gritaron la confirmación, y la brisa pareció traerles el olor de la tierra.
De pronto, Halloran la vio. Los murmullos de los hombres se convirtieron en una algarabía a medida que la imagen tomaba forma, color y materia. Por fin, todos vieron una línea verde, muy cerca del horizonte, que se extendía a lo largo de kilómetros de este a oeste.
A un ritmo casi imperceptible, se hicieron visibles nuevos detalles: la espuma blanca de las rompientes en un amplio arrecife, una playa de arenas blancas, palmeras y la vegetación más allá de la playa. Los vigías anunciaron la existencia de un arroyo que vertía en el mar, ofreciendo la promesa de agua fresca.
De la crónica de Coton:
Que la sabiduría del Canciller del Silencio guíe mis pinceles y mi mano.
En la edad en que los dioses y los hombres eran jóvenes, llegó el tiempo de la Gran Polvareda. Dejó de llover durante diez años seguidos, y el calor abrasó la tierra. Éste fue el tiempo de los Muy Ancianos, cuando el culto de Zaltec comenzó a florecer. Sus sacerdotes se untaban con sangre y gritaban que sólo a través del sacrificio se podría restaurar el favor de los dioses. En la profundidad de sus cuevas, los Muy Ancianos vestidos de negro observaban y sonreían.
Por fin, en el décimo año de la sequía, los portavoces de las tribus escucharon la llamada de Zaltec y de los Muy Ancianos. Se produjeron grandes batallas ceremoniales, y miles de cautivos entregaron sus corazones en los nuevos altares, acabados de consagrar a Zaltec. Desaparecieron las flores, las mariposas y las plumas ofrecidas a Qotal; en cambio, se ofrecieron corazones calientes a la gloria de Zaltec.
Las lluvias volvieron a Maztica, y una vez más el maíz maduró en los enormes campos verdes. Pero ahora la gente había jurado fidelidad a Zaltec, y su apetito sólo podía saciarse con sangre.
Qotal, furioso y avergonzado, dejó la tierra de Maztica, lleno de desdén hacia el Mundo Verdadero. Su gran canoa, adornada con las plumas doradas que eran su símbolo y su imagen, puso rumbo al este y cabalgó impulsada por el viento amigo más allá de la vista de los hombres. Algunos de sus fieles sacerdotes permanecieron en la playa, sin dejar de implorar su retorno.
A estos pocos, Qotal les prometió que volvería algún día como rey del Mundo Verdadero. Su canoa sería como una montaña en el mar y sus pisadas harían temblar la tierra. Las gentes de Maztica vivirían en libertad y alegría, cuando demostraran ser merecedoras de su presencia.
Pero, hasta que llegara aquel momento, les hizo prometer a sus sacerdotes más importantes que guardarían silencio. Dedicados a observar y vigilar al Mundo Verdadero, no podemos aconsejar ni ordenar a sus habitantes. Y así seguiremos siendo los Patriarcas Silenciosos hasta el regreso de nuestro Maestro Inmortal.