Encuentro y despedida
Gultec renunció finalmente a intentar saltar por encima de las paredes del pozo. Al cabo de unas horas, escuchó que se aproximaban unos hombres, que no tardaron mucho en asomarse a la boca del agujero. El guerrero miró furioso hacia lo alto, y rugió al ver los rostros de una veintena de nativos de piel oscura. Antes de que pudiese intentar hacer algo, los hombres lanzaron una pesada red que lo envolvió en su malla.
El jaguar rugió, lanzando zarpazos y dentelladas, cuando varios de los nativos saltaron al interior del pozo para acabar de atarlo. En cuanto la red quedó bien prieta, lo izaron a la superficie. Gultec, que se había dado el gusto de herir a varios de sus captores, se vio arrastrado por el suelo como un bulto, lejos de cualquier otra posible víctima.
Llevaban casi una hora de marcha, y Gultec tenía el cuerpo machacado y dolorido por los golpes contra el suelo, cuando, entre los intersticios de la red, alcanzó a ver que habían salido de la selva.
Gruñó y se puso a cuatro patas en cuanto los cazadores aflojaron la red. Guiñó sus ojos amarillos al encontrarse delante de la pirámide más enorme que jamás había visto. En las profundidades selváticas, en el corazón del Lejano Payit, donde se suponía que sólo había gente primitiva, alguien había levantado este enorme edificio.
En los alrededores de la gran pirámide se veían prados de hierba verde y estanques de agua cristalina. Gultec vio otras construcciones de gran tamaño, aunque no tanto como la pirámide, dispersas entre la vegetación de la selva. Al lado de la pirámide había un campo grande cercado por tres paredes bastante altas. En aquel lugar, varios hombres corrían arriba y abajo, en persecución de un objeto redondo.
Los cazadores arrastraron al jaguar hasta la pirámide. En lugar de subirlo, tal como había esperado el guerrero, lo lanzaron por una abertura en la base. De inmediato, Gultec dedicó todos sus esfuerzos a librarse de la red, pero tardó varios minutos en conseguirlo, y, para aquel momento, ya habían cerrado la puerta.
Entonces vio un pasillo que llevaba hacia el centro de la pirámide. Dejó de gruñir, y avanzó en silencio hasta llegar a una habitación muy amplia. Notó el olor de los jaguares, y se le erizó la piel del lomo.
Un segundo más tarde, vio a los grandes felinos dispersos por el recinto; algunos se limpiaban, otros dormían, y unos cuantos lo observaban interesados.
Después advirtió que había otro ocupante: un anciano sentado en un escalón de piedra al otro lado de la sala. Vestía un taparrabos, y sus cabellos eran largos y blancos. Tenía el rostro tan lleno de arrugas que parecía el mapa de una tierra montañosa. El hombre miró a Gultec, sin hacer caso de los demás jaguares, que le correspondían con la misma indiferencia.
Gultec tensó los músculos, se agazapó y, con la barriga casi contra el suelo, avanzó poco a poco.
El anciano levantó una mano y la pasó una vez por delante de su rostro. En aquel instante, el cuerpo de Gultec se contorsionó; rodó por el suelo, y en cuestión de segundos recuperó la forma humana. Atontado por la violencia de la transformación, permaneció tendido en tierra, mientras lentamente llegaba a la conclusión de que el anciano era el autor del cambio. Se sentó con la mirada puesta en el hombre que se puso de pie y avanzó sin prisa hacia él.
—Ven, Gultec —dijo, suavemente—. Tienes mucho que aprender.
Poshtli plegó sus alas y descendió hacia la pirámide, convencido de que éste era el lugar que había visto en su visión. El sol desapareció detrás de la hilera de árboles en el horizonte, mientras él se posaba en la cumbre de la estructura tapada de hierbajos. Muy pronto sería la hora.
Por primera vez en días, el Caballero águila recuperó su forma humana. Estirado sobre las piedras, cubiertas de musgo, se desperezó y masajeó sus músculos para devolverles su elasticidad. Más relajado, disfrutó con el espectáculo de la salida de la luna, casi llena.
Después, se levantó con la intención de examinar la pirámide y caminó hasta el lado este de la plataforma. Los costados eran empinados y se veían casi totalmente tapados de maleza y musgo; se podía subir y bajar, aunque con alguna dificultad.
Despejó un pequeño trozo del primer escalón, y colocó con mucho cuidado las seis flechas que le había regalado Luskag. Después, puso su carcaj con dos docenas de saetas junto a las otras, que resplandecían a la luz de la luna.
Por último, se sentó lo más cómodo posible y esperó, con la maca atravesada sobre los muslos y el arco en las manos.
Uno de los enormes sabuesos infernales —del color de la sangre seca, pensó Halloran— saltó por encima del cuerpo quemado de Caporal. El monstruo abrió la boca mientras el legionario se zambullía en tierra, para esquivar por los pelos la bocanada de fuego que incendió los matorrales a sus espaldas.
Se levantó al instante y hundió la espada en el pecho de la bestia, aunque la herida no fue mortal.
Lo invadió una terrible sensación de impotencia al ver que tres de las criaturas se lanzaban sobre Erix. La mujer, con la espalda protegida por el tronco de un árbol, blandía un garrote. Pero esta arma rudimentaria ni siquiera llegaba a tocar a los sabuesos agazapados ante ella, dispuestos a soltar sus mortíferas descargas de fuego.
—¡No! —gritó Hal, que descargó un mandoble contra otro de los animales y saltó después sobre el cadáver en un esfuerzo por llegar hasta Erix. Sabía que no llegaría a tiempo.
El trío escupió su bocanada de fuego directamente al rostro de la joven, y Hal soltó un alarido al ver cómo las llamas azufradas la rodeaban con una aureola mágica y abrasadora.
Las llamas se disiparon, y Hal vio una vez más a Erix, que mostraba una expresión estupefacta. El amuleto de jade y plumas colgado de su cuello resplandecía y chispeaba con una fuerza mágica propia.
Entonces Halloran llegó junto a ella y abatió a uno de los sabuesos con una estocada en el corazón. Los otros dos le hicieron frente, pero Erix hizo caer a uno de un terrible garrotazo. El restante escupió fuego sobre Hal, en el momento en que la espada del joven se hundía en su pecho.
Casi sin fuerzas, Halloran dio un paso atrás, con su brazo izquierdo tocado en parte por las llamas. El sabueso cayó muerto, pero surgieron otros desde las sombras. El legionario escuchó el relincho aterrorizado de su yegua; espantada, arrancó la estaca que la mantenía sujeta y echó a galopar en medio de la espesura.
—¡Por aquí! —jadeó Hal, apartando a Erix del árbol. Primero uno de los sabuesos y después otro se sumaron al combate. «Este es el final», pensó Hal, sin más esperanzas.
Erix apoyó su mano en el brazo de Halloran en el preciso momento en que los monstruos vomitaban su fuego. Las llamas se agitaron alrededor de sus cuerpos como una cosa viva, pero el poder de la plumamagia los protegió con su aureola haciendo las veces de escudo.
Las ramas muertas de un árbol caído se incendiaron, y, a la luz del fuego, Hal pudo contar a una docena de sabuesos dispuestos a proseguir el ataque. Las llamas ganaron altura, y en aquel momento el legionario descubrió la presencia de una figura oscura detrás de la jauría, una forma encapuchada con un arco y una espada.
—¡El Muy Anciano! —exclamó Erix, mientras Halloran hacía retroceder a los perros, lanzando mandobles a diestro y siniestro.
—¡Ven! —gritó Hal, mientras la apartaba de la jauría. Una de las criaturas, herida en una pata, saltó para cerrarle el paso, pero cayó de costado al tocar tierra, y el legionario aprovechó la oportunidad para rematarlo de un solo golpe.
Erix lo siguió, y juntos corrieron a través de la estrecha faja de bosque, matorrales y árboles que los separaba del siguiente claro. Los perros se lanzaron en su persecución, sin dejar de ladrar. Hal apenas si podía soportar el terrible dolor de las quemaduras en su brazo, que se multiplicaba con los roces contra las ramas.
A la luz de la luna, Halloran vio a su yegua en el otro claro. El animal corría en círculos, buscando un sendero por donde escapar. También vio una pequeña colina cónica en el centro del campo.
Un sabueso asomó entre los árboles, y Halloran le hendió el cráneo, protegido del fuego por la magia del amuleto de Erix.
«¡Busca la altura, domina el territorio elevado!». Halloran recordó la máxima de la táctica legionaria en el momento en que ya no le quedaban esperanzas. Los dos jóvenes corrieron hacia el centro del claro, en dirección a la colina que cada vez parecía más alta. La luz de la luna alumbraba su camino.
Más sabuesos penetraron en el claro y, con la velocidad del rayo, se lanzaron tras ellos.
«¡Busca la altura!».
Halloran advirtió que la colina era otra de las tantas pirámides cubiertas de vegetación que habían encontrado dispersas en la selva. Al mismo tiempo, comprendió que los perros los alcanzarían antes de llegar a su refugio.
Se volvió para enfrentarse a los sabuesos, con Erix a su lado. El primero de los monstruos se lanzó sobre ellos, pero de pronto cayó al suelo con un aullido de dolor. Sacudió las patas en un espasmo de agonía, y murió.
Algo pasó junto a ellos como un relámpago, y otro de los engendros del infierno cayó muerto. Esta vez, Halloran vio la flecha, resplandeciente como una varilla de cristal, que sobresalía del cogote de la bestia. Después cayó un tercero; la esperanza brotó en el pecho del capitán, que no desperdició su tiempo en pensar cuál era el origen del milagro.
—¡Corre! —vociferó, empujando a Erix hacia la pirámide. Desesperados, treparon al primer escalón e iniciaron el ascenso. Las ramas de los arbustos achaparrados les sirvieron de punto de apoyo en la escalada. Halloran, impedido de utilizar el brazo herido, subía casi a gatas.
Se detuvieron un momento para recuperar la respiración, bien sujetos a las ramas para no resbalar por la empinada ladera. Halloran espió por encima del hombro, y contó seis sabuesos muertos en el claro. Unos pocos rondaban por la base de la pirámide, pero dudaba que fuesen capaces de alcanzarlos.
—¡Vamos, un último esfuerzo! —exclamó Halloran—. Tenemos que llegar a la cumbre.
—¡Mira! —susurró Erix, horrorizada. Él se volvió para mirar en la dirección señalada por la muchacha, y en el acto vio la figura vestida de negro que se movía por el claro iluminado por la luna. El ser avanzaba hacia la pirámide. Ambos pudieron ver cómo alguien disparaba desde arriba varias flechas contra la sombra, pero las saetas ardieron en pleno vuelo antes de poder alcanzar la diana.
Había llegado el momento de enfrentarse al último desafío de la fuga. La figura oscura ya había intentado matar a Erix en una ocasión, con una habilidad y un empuje extraordinarios, y la joven había salido con vida gracias al amanecer. Ahora, el enemigo volvía a la carga con la ayuda de la jauría infernal, y, esta vez, la noche era joven. El rostro enmascarado miró hacia lo alto de la pirámide, y Halloran imaginó el triunfo y la burla en la expresión invisible. Sin embargo, esta imagen estimuló el coraje de Hal.
—Prefiero enfrentarme a él antes que a los perros —gruñó, mientras reanudaba la marcha hacia la plataforma superior de la pirámide, con Erix pegada a sus talones.
Cordell ordenó a Daggrande que pusiera manos a la obra de inmediato. El plan para reprimir la traición de Kardann debía ser rápido e irrevocable. El enano tomó el mando de un grupo de cincuenta hombres leales, que embarcaron en las chalupas para dirigirse a los quince bajeles fondeados en la bahía. Trabajaron durante unas horas, realizando numerosos viajes de ida y vuelta hasta la costa.
Después, el capitán general envió recado al contable, para que se reuniese con él en el fortín casi acabado. Justo después del ocaso, salió la luna por el este y su luz brillante iluminó la laguna y el campamento de la legión, que se podían ver con toda claridad desde la puerta del fuerte.
El comandante esperó, solitario, mientras Kardann se esforzaba en trepar por la ladera. Al otro lado, continuaban los trabajos para completar la cuarta pared que cerraría el terraplén. Cuando el contable llegó a su lado, Cordell aguardó cortésmente a que recuperara el aliento.
—Un magnífico espectáculo, ¿verdad? —comentó, mientras Kardann jadeaba casi ahogado. Las carracas y las carabelas se balanceaban suavemente en la laguna alumbrada por la luna. Las hogueras del campamento salpicaban la costa, y las antorchas seguían la línea del muelle. El contable no advirtió el aumento de actividad en el espigón. Habría sorprendido a Cordell de haberlo hecho.
»Vamos, amigo mío, tenemos que hablar —dijo, cuando Kardann respiró con más normalidad. Llevó al hombre al interior del fortín, al abrigo de las altas paredes de tierra.
»Hay algunos —manifestó Cordell, sin alzar la voz— que quieren convencerme de que buscáis que los hombres se pongan en mi contra. Afirman que pretendéis organizar una expedición de regreso a casa, cuando aquí todavía nos queda muchísimo trabajo por hacer.
—Mis opiniones al respecto son bien conocidas por el capitán general —respondió Kardann, sin ambages.
—Sin duda, después de haber visto el tesoro conseguido en Ulatos y ser testigo de lo fácil que fue la conquista de la ciudad, habréis recapacitado.
La mandíbula del contable tembló mientras el hombre intentaba mantener el dominio de su voz.
—Os lo he dicho antes: ¡es una locura pensar que podréis sobrevivir aquí! ¡Con vuestro pequeño grupo, a pesar de su valentía y experiencia, no se puede esperar otra cosa que el desastre! Dejad que lleve a Amn la noticia de las riquezas encontradas. ¡Puedo volver con una fuerza diez veces superior a la que disponéis ahora! ¡Entonces podremos emprender la campaña como es debido!
Cordell suspiró con una tristeza que pareció genuina.
—¿Acaso no habéis visto lo mucho que pueden conseguir unos pocos cuando trabajan juntos? —«¿Habrá acabado Daggrande?», pensó el general. Observó, al pasar, que la luna tenía esa noche un brillo excepcional. El cielo despejado prometía una iluminación perfecta para la actividad nocturna.
—Mi querido capitán general —resolló Kardann, intentando parecer razonable y firme a la vez—, tengo la responsabilidad de salvaguardar los intereses del buen Consejo de Amn. Es mi obligación ver que los beneficios se manejen de una forma sensata. Señor, debo exigir que me proveáis de barcos, y de la parte del tesoro que me corresponde, para llevarlo a los cofres de sus legítimos propietarios.
—¿Vos me exigís? —Cordell pareció consternado—. ¿Acaso me he resistido a vuestra autoridad?
—No tenéis por qué desanimaros —lo tranquilizó Kardann, entusiasmado por la actitud de Cordell—. Podéis quedaros aquí con unos cuantos hombres si tanto os interesa. ¡Podríais mandar la guarnición del fuerte! —Kardann sonrió, feliz de su idea.
«Daggrande ya tiene que haber terminado», decidió Cordell.
—De acuerdo. Vamos a elegir vuestros barcos —dijo el general, e hizo un gesto para que el contable lo acompañara a la abertura del terraplén, desde donde se podía ver la laguna.
»¡Escoged, Kardann! —exclamó el general, en cuanto se asomaron—. ¡Escoged los barcos que os llevaréis de regreso a Amn!
Su voz era fría como el hielo.
Kardann miró la laguna, y su respiración se convirtió en un jadeo asmático. Luchó por hablar, para forzar a las palabras a que salieran de su garganta, pero se rindió a la sobrecogedora sensación de pánico, de indefensión total, que le provocó el espectáculo.
Las naves todavía flotaban en la rada, más fáciles de ver que nunca porque cada una estaba marcada por una brillante hoguera naranja. La luna iluminaba las densas columnas de humo negro que ascendían de los barcos. Daggrande había hecho su trabajo a conciencia. Cubiertas, mástiles, camarotes; todo lo combustible se incendiaba y ardía. En cuestión de segundos, las carabelas y carracas se transformaron en enormes bolas de fuego. Las llamas, estimuladas por el aceite rociado en la madera, ardieron hasta que los cascos se partieron, y el agua apagó los incendios a medida que las naves se hundían, una tras otra, hasta el fondo de la laguna.
—Adelante, Kardann —insistió Cordell, mientras el contable se volvía para mirarlo, aterrorizado—, escoged vuestros barcos.
Halloran vio al orgulloso guerrero tan pronto como llegó a la cúspide de la pirámide. El hombre lo observó con curiosidad durante unos segundos. El legionario le devolvió la mirada y se fijó en la amplia capa de plumas de águila, el yelmo picudo, y el arco de madera que les había salvado la vida.
Ayudó a Erix a subir a la plataforma, y después señaló al Muy Anciano que comenzaba el ascenso. El hombre asintió y le dijo algo a Erix. La muchacha le respondió, y luego tradujo las palabras del guerrero.
—Dice que es Poshtli, un Caballero águila de Nexal. Está aquí por una visión que tuvo, y nosotros formamos parte de ella.
Halloran volvió a mirar al guerrero, y su curiosidad se convirtió en asombro.
—Le daremos las gracias cuando se acabe el combate —respondió, lacónico, con un ojo puesto en la figura oscura que escalaba la pirámide.
—Los extranjeros pueden ser muy descorteses —se disculpó Erix—. Pero es un gran guerrero. Te damos las gracias por salvarnos. ¿Sabes contra quién luchamos?
—Sé que peleo por la salvación de Nexal —contestó el Caballero águila—, y es todo lo que necesito saber. Sin embargo, esas bestias son horribles; se parecen a unos coyotes gigantes con el poder de Tezca en sus vientres.
—Sirven a Zaltec —lo corrigió Erix—. La cosa negra de allá abajo es un Muy Anciano que camina por el Mundo Verdadero.
—Muy pronto caminará por el mundo de los muertos —gruñó Poshtli. Impertérrito, empuñó la maca y fue a situarse junto a Halloran. Los jóvenes esperaron al Muy Anciano en el borde de la plataforma, para no concederle ninguna ventaja.
La figura enmascarada se detuvo un poco más abajo, fuera del alcance de las espadas. Escucharon un sonido, una palabra ahogada, y de pronto el Muy Anciano se elevó en el aire. Poshtli soltó una exclamación, y Halloran se estremeció.
El ser flotó, apartado de la pirámide; subió poco a poco hasta situarse a la misma altura de Halloran, y se detuvo. El cuerpo parecía humano, vestido con prendas de seda negra y botas de cuero. La luz de la luna se reflejaba en todos los objetos, pero la silueta que tenían delante semejaba un agujero negro en el espacio.
En aquel momento, escucharon otra orden, el susurro de una palabra mágica, y entonces se vieron envueltos en una oscuridad total.
—¡Por Helm! —gritó Hal. Retrocedió un par de pasos, apartándose del borde, consciente de que el Muy Anciano había utilizado un hechizo.
El legionario escuchó el grito de desafío de Poshtli, seguido por el ruido de algo que se quebraba. Halloran imaginó el choque de la maca de madera contra el acero negro del sable, y el único resultado posible. Después escuchó un golpe y un gruñido. Por fin, el joven consiguió salir de la zona de sombras, una especie de burbuja mágica que impedía el paso de la luz.
Una silueta oscura saltó de la burbuja, y Halloran apenas si tuvo tiempo de levantar su espada. La parada le salvó la vida, al desviar el acero del Muy Anciano que le atravesó la manga de la camisa sin tocar la carne.
Hal retrocedió, manteniendo su posición entre el atacante y Erix. La burbuja oscura se disipaba poco a poco, pero no podía ver a Poshtli. El ataque del Muy Anciano había hecho caer al guerrero de la plataforma.
El agresor se movía con una agilidad extraordinaria, y Hal tuvo que apelar a todos sus recursos para detener los golpes. No obstante, se vio obligado a ceder terreno mientras Erix se movía a sus espaldas para no quedar arrinconados.
El brazo herido atormentaba a Hal con cada uno de sus movimientos. El sudor le entraba en los ojos, y tenía que parpadear continuamente para aclarar la visión y poder defenderse.
Halloran decidió pasar a la ofensiva; sus estocadas consiguieron detener a su enemigo, e incluso hacerle retroceder unos pasos. Sin embargo, el embozado se recuperó, y, una vez más, el legionario tuvo que resignarse a la defensa.
El Muy Anciano hizo una finta por la izquierda de Hal, que se abalanzó para detenerla, con tan mala suerte que tropezó cuando un pie se enganchó en los hierbajos.
Al ver que Halloran caía, el atacante se movió hacia la derecha. Su acero no buscó al hombre, sino que se lanzó hacia Erix. La desesperación dio nuevas fuerzas a Hal, y el capitán se levantó de un salto mientras el asesino se acercaba a la mujer.
Una vez más su mente buscó un hechizo, cualquier cosa que pudiese evitar la muerte de Erixitl. Intentó recordar la fórmula del proyectil mágico, pero las palabras no le salían. En cambio, recordó el sueño, cuando había quedado dormido para después despertar con la luz. Los vocablos del encantamiento desfilaron por su mente. Le pareció inservible, pero era lo único que tenía.
Gritó a voz en cuello las palabras del hechizo, sin saber si las pronunciaba correctamente, o si sus manos tenían la posición debida para obrar el encantamiento. Si tan sólo pudiese demorar al atacante por un par de segundos…
La súbita aparición de la luz los sorprendió a todos. Emanaba del amuleto de Erix, un resplandor que iluminaba hasta el último rincón de la plataforma. Hal volvió a moverse, pero se detuvo, sorprendido, al ver que el Muy Anciano retrocedía llevándose las manos a la máscara al tiempo que profería un terrible alarido inhumano, como si la luz le hubiese quemado los ojos.
Con un siseo rabioso, la figura dio la espalda a Erix en el momento en que la espada de Halloran buscaba su pecho. El golpe era fuerte y certero, pero la hoja se estrelló contra la cota de malla casi invisible debajo de la camisa de seda negra.
El Muy Anciano recuperó el equilibrio en un instante, y obligó a retroceder a Hal con una lluvia de sablazos, al tiempo que mantenía un brazo levantado para protegerse los ojos de la luz. Halloran presintió que se encontraba muy cerca del borde, y buscó apartarse. El agresor enmascarado, consciente de que tenía la victoria a su alcance, aumentó la fuerza y la velocidad de sus golpes.
El capitán paró con la izquierda y recibió una herida en el brazo derecho. Contraatacó por la derecha y gritó cuando el acero del rival mordió en las quemaduras de su brazo izquierdo. Su próximo paso atrás no tocó el suelo, y supo que ya no podía retroceder más.
Mantuvo la espada en posición de guardia, atento al próximo movimiento del atacante. Por su parte, el Muy Anciano se tomó su tiempo para descargar el golpe definitivo. Alzó el brazo armado bien alto y apuntó la espada hacia abajo, moviendo la punta de un lado a otro. Desesperado, Hal buscaba la forma de conseguir espacio de maniobra.
Entonces, el brazo del rival se movió de pronto, pero no para atacar. Hal vio una sombra enorme que, por un instante, tapó la luz de la luna; después unas garras poderosas que se cerraban y retorcían el brazo de su enemigo. El grito agudo de un águila resonó en los oídos del Muy Anciano.
Poshtli descargó un terrible picotazo mientras sus alas azotaban la cabeza negra. El águila rasgó el cuero cabelludo de su presa mientras el espadachín intentaba defenderse. Halloran aprovechó la oportunidad para hacerse a un costado y volver a atacar.
Súbitamente, en el momento en que la hoja negra buscaba su cuerpo, el pájaro se elevó sin aflojar las garras que sujetaban la máscara del asesino. Con el siguiente batir de alas, el águila consiguió arrancar el velo.
Halloran casi contuvo su estocada, ante la sorpresa que le produjo ver el rostro del Muy Anciano. La piel de su cara, retorcida en una mueca de odio, era de un color negro azabache. En cambio, sus cabellos eran blancos y los ojos casi descoloridos. Su complexión delgada y las orejas puntiagudas mostraban claramente la raza de la criatura.
Su mano dudó por una fracción de segundo, a causa del temor y la sorpresa al encontrarse en estas tierras vírgenes en presencia de uno de los representantes de la maldad del viejo mundo.
Después, su espada se hundió con la velocidad del rayo por debajo de la axila de su rival cuando el Muy Anciano levantó el brazo para atacar al águila. La punta, libre del impedimento de la cota, llegó hasta el corazón de la criatura.
El rostro negro se contorsionó en una expresión de incredulidad y horror. Los ojos, enormes y claros, parecieron querer salirse de sus órbitas, y la boca se movió sin pronunciar ni una sola palabra. Halloran retiró la espada, atento para un segundo golpe.
Pero su enemigo se desplomó. Un sonido, como el suspiro doloroso de mil almas condenadas, surgió de sus labios acompañado por una bocanada de sangre. Los ojos miraron a Halloran con un odio implacable hasta que lo cubrió el velo de la muerte. El cadáver cayó por el borde y rodó hasta ir a detenerse al pie de la pirámide.
—El drow ha muerto —anunció Halloran, lacónico, después de echar una última ojeada al elfo oscuro.
El capitán general Cordell hizo formar a la Legión Dorada. Se encontraban presentes todos los soldados de infantería y la mayoría de los lanceros de a caballo. Los otros se encontraban de patrulla en los alrededores de Ulatos, y se encargaban de recoger el tributo de las aldeas vecinas.
Las compañías formaron junto al fortín bautizado con el nombre de Puerto de Helm. Diez mil nativos, en su mayor parte guerreros, pero también muchos dignatarios además de algunas mujeres y niños, se habían congregado para presenciar la ceremonia de sus nuevos gobernantes.
—¡Hombres de la legión! —La voz de Cordell resonó por el campo y la laguna. Los cascos ennegrecidos de varios barcos asomaban en la superficie del agua. El resto se habían hundido en zonas más profundas, y sólo eran visibles desde lo alto de la colina.
»¡Nuestro destino está trazado! Ya no habrá vuelta atrás para ninguno. ¡La legión luchará, vencerá o perderá, como un todo!
»Y digo a mis valientes, mis magníficos soldados, que la legión vencerá. ¡Helm nos da la razón de nuestra causa! ¡Nuestros brazos y el acero nos dan la fuerza! ¡Y nuestros corazones nos dan el coraje para ganar!
»Sabemos muchas cosas de este enorme país que es Maztica. Tenemos aquí una colonia rica e importante, con una excelente capital. Cuando acabe nuestro trabajo, todos y cada uno de vosotros recibiréis vuestra recompensa en oro y tierras.
»Sin embargo, todavía nos espera la mayor de nuestras tareas. Hemos conocido a algunos de los pobladores de esta tierra. Pero también hemos escuchado hablar de otra nación, de otra gente, de un lugar cuyas riquezas superan en gran medida los tesoros que hemos conquistado.
»Dicha nación es el auténtico centro de Maztica, una fuente de riquezas imposibles de imaginar. Me refiero a la nación y a la ciudad de Nexal.
»Nos han dicho que allí se encuentran los cofres con el oro enviado por todas las naciones de Maztica. Allí están los tesoros que premiarán nuestros esfuerzos, riquezas que nos convertirán en la envidia de toda la Costa de la Espada.
»Y yo os digo, mis valientes y leales soldados: ¡nuestra tarea no habrá acabado hasta que el estandarte de la Legión Dorada ondee sobre Nexal, hasta que aquella ciudad y sus tesoros sean nuestros!
Los soldados estallaron en un clamor de victoria que espantó a los nativos, que no habían entendido ni una palabra del discurso. Después, las compañías de la Legión Dorada se prepararon para la marcha.
El águila se posó en la plataforma de la pirámide, y sus plumas parecieron ondear con la luz de la luna. La forma de la criatura cambió en unos segundos, y Poshtli se reunió con Halloran y Erix en el borde de la pirámide. Abajo, se veía el cuerpo retorcido del Muy Anciano, el elfo oscuro.
Tras la muerte de su amo, los sabuesos infernales que quedaban se retiraron a las profundidades de la selva. Pese a ello, los tres jóvenes permanecieron en lo alto de la pirámide, más relajados aunque sin descuidar la vigilancia.
—Habrá que curar vuestras heridas —dijo Erix.
El brazo de Halloran aparecía cubierto de sangre, mezclada con restos de piel quemada, y Poshtli tenía un corte profundo en la pierna —la pata de águila—, donde lo había alcanzado la espada del drow. La herida se había cerrado cuando el caballero recuperó la forma humana, pero casi no tenía fuerzas en la extremidad.
—Bajemos. Buscaré agua para limpiarlas y algo que sirva de venda.
Halloran pensó en Tormenta, y se preguntó si los sabuesos infernales habrían matado a la yegua. Rogó para que el animal siguiese con vida, aunque lo preocupaba no verlo en el claro.
Con mucho cuidado, Hal bajó sin ayuda por la cara de la pirámide mientras Erix hacía de bastón para Poshtli, que apenas si podía mover la pierna. Por fortuna, consiguieron llegar al suelo sin sufrir ningún accidente. En cuanto bajó el último escalón, Halloran llamó a la yegua con un silbido y, para su inmensa alegría, Tormenta galopó a través del claro. Había permanecido oculta entre la sombra de los árboles. Erix encontró varias de las plantas que los habían provisto de agua durante la fuga, y utilizó el líquido para limpiarles las heridas.
El legionario se olvidó del dolor, abstraído en el análisis de los sucesos vividos. El elfo oscuro…, los Muy Ancianos…, Zaltec…
Explicó sus pensamientos a Erix y todo lo que sabía acerca de los drows para que se lo transmitiera a Poshtli. Se trataba de elfos subterráneos, de una maldad insuperable, expertos en temas mágicos y mundanos. Su fuerza y su número habían tenido en jaque a los Reinos Olvidados durante siglos, pero al fin habían sido derrotados, y los supervivientes habían vuelto a las profundidades.
—Y ahora —añadió Hal— han creado una hermandad de un salvajismo sin igual, con una sed de sangre insaciable. ¿Para qué necesitan tantos corazones?
Poshtli les habló de las visiones que había tenido.
—La Piedra del Sol me mostró una mujer de Maztica y un hombre de otro mundo. Si podía encontrarlos, encontraros a vosotros, y llevaros a Nexal, quizá se podría evitar la destrucción de la ciudad.
»Tu conocimiento de la naturaleza de los elfos oscuros tal vez sea la razón de mi búsqueda. ¿Querréis venir conmigo a la ciudad que es el corazón del Mundo Verdadero?
De pronto, Halloran tuvo la sensación de ser ingrávido, al descubrir que disponía de una libertad que no había imaginado jamás. La Legión Dorada había quedado atrás, formaba parte de su vida anterior. La legión se había puesto en su contra, así que no había motivos para el remordimiento. Ahora vivía en un mundo nuevo, un mundo lleno de maravillas y secretos desconocidos. Y él, mejor que nadie en este mundo, estaba en situación de ver estas maravillas, descubrir sus secretos.
Erixitl lo cogió de las manos y lo miró a la cara. La luz de la luna se reflejó en sus ojos como una brillante y cálida cascada, y Halloran se sintió más feliz que nunca.
—Yo iré contigo —dijo la joven—, allí adonde quieras ir. Pero Nexal es el lugar que siempre he deseado conocer.
Halloran ya lo había decidido, y las palabras de Erix le infundieron nuevos ánimos. Se sentía orgulloso e invencible, entusiasmado con su triunfo. Tenía una buena espada, un buen caballo y un libro de hechizos; varios frascos de pócimas mágicas, y además dos compañeros leales: una mujer que había demostrado ser una amiga auténtica y algo más, y un hombre valiente y experto, que había arriesgado y casi perdido su vida para ayudarlos.
Juntos irían a la ciudad de oro.
De la crónica de Coton:
Solo en Nexal, espero la llegada del destino.
Los dioses se elevaban sobre Maztica, atentos a los cambios que comienzan a destrozar la tierra. Zaltec enfurece, mientras los jóvenes Tezca y Azul observan y tiemblan.
El dios de los extranjeros, llamado Helm el Vigilante, es la nueva fuerza en el Mundo Verdadero, una presencia poderosa e intimidadora que asusta a los dioses jóvenes y amenaza los propios fundamentos de la vida.
Zaltec no teme a Helm, pero su cólera aumenta ante la impudicia de los seguidores de Helm. Quieren prohibir la ofrenda de corazones al dios de la guerra, y esto es algo que no puede permitir. Así que los Muy Ancianos se reúnen en la Gran Cueva, y los sumos sacerdotes de Zaltec preparan su magia. El poder de la Mano Viperina, que ostenta Hoxitl, será utilizado para unir a las ciudades y naciones de Maztica en la guerra contra los extranjeros.
El retorno del cuatl trae a mi pecho el fuego de la esperanza, porque la serpiente siempre ha sido el heraldo del Plumífero. Pero los templos de Qotal continúan vacíos, y sus mudos sacerdotes consultan augurios y visiones, sin ninguna promesa de alegría.
El dios verdadero no regresa.