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El conquistador

Dos docenas de galeras atravesaron el angosto estrecho, con sus remos batiendo el agua en una poderosa cadencia. Dos docenas de estandartes flotaban en el aire, en representación de un número igual de capitanes piratas. Era la flota de los bucaneros más salvajes de las Islas de los Piratas.

Los terribles espolones —vigas con puntas de cobre montadas en la proa de cada navío— apuntaron hacia la costa cuando Akbet-Khrul, gran visir de las Islas de los Piratas y azote de la Costa de la Espada, envió a su flota a toda marcha hacia la playa.

En unos momentos, cada uno de los barcos pintados con colores brillantes embarrancó en la arena, atravesando las olas de la rompiente con la fuerza de su impulso. En el acto las tripulaciones se lanzaron por las bordas y formaron sin mucho orden en la playa; en sus manos resplandecían las cimitarras, lanzas y hachas.

Los hombres de Akbet-Khrul eran los más numerosos y bárbaros de los bucaneros que habitaban en las Islas de los Piratas. Su crueldad y ferocidad sin límites les habían ganado un prestigio sangriento en las islas. Ahora, sólo un pequeño grupo de mercenarios, al servicio de los desesperados mercaderes de Amn, se interponía entre Akbet-Khrul y el dominio total de las aguas frente a la costa central.

—¡Adelante, a destruir la legión! —Akbet-Khrul señaló hacia la línea de defensa en la cima de un altozano bastante lejano—. ¡Que ninguno escape de mi furia!

Los piratas se movieron impacientes, imbuidos de una confianza salvaje. Superaban en una proporción de seis a uno a los defensores, y la única preocupación en la mente de sus capitanes era que los legionarios recuperaran la sensatez y huyeran antes de poder iniciar el combate.

Las voces ásperas resonaron en el aire matinal, y hasta las gaviotas callaron sus graznidos cuando los invasores iniciaron su avance. Los pájaros volaron en círculo por encima de las falanges multicolores que se alejaban de la costa rocosa.

Los estandartes se agitaban en una brisa que poco a poco se convirtió en viento. El ejército pirata, formado por tres mil hombres, se extendía en un frente de casi dos kilómetros. Sus alas avanzaban deprisa para cerrar la tenaza que estrangularía al minúsculo grupo de defensores.

De pronto, la línea atacante se detuvo y los piratas conservaron sus puestos, impacientes por reanudar la marcha.

Diez figuras vestidas de reluciente seda carmesí se separaron de la masa de piratas y se adelantaron, cada una de ellas escoltada por una pareja cargada con un caldero de hierro. Los recipientes contenían ascuas al rojo blanco y el crepitar se escuchaba con toda claridad.

Los diez calderos fueron colocados en un número igual de trípodes y, un instante más tarde, se encendieron diez hogueras. En un primer momento, la luz del sol impidió verlas pero muy pronto el fuego ardió con una fuerza tremenda en cada una de las ollas. Después, las llamas ganaron en altura para formar diez columnas de fuego.

Las columnas tomaron forma, sin dejar de crecer, y desarrollaron miembros y rostros flamígeros hasta que dejaron de ser columnas para transformarse en seres ígneos. Los engendros mantuvieron el contacto con los calderos, pero se podían ver sus esfuerzos por liberarse.

Entonces, como si obedecieran una orden inaudible para todos los demás, cada figura de fuego se apartó de la olla para lanzarse a través de la planicie, como un tornado de fuego, en dirección al enemigo. La horda pirata rugió su sed de sangre y avanzó por los caminos de tierra abrasada abiertos por los seres de fuego.

—Perfecto.

El comentario, dicho con mucha calma y confianza, provino de una figura situada en el centro de la compañía desplegada en la cumbre. En lo alto del largo mástil que tenía a su lado, flameaba un estandarte dorado. Tensado por el viento, se podía ver el emblema: un águila dorada con el pico abierto y las alas y garras desplegadas. Bordado en el pecho del águila, aparecía el ojo vigilante de Helm, dios protector de la Legión Dorada. Ribeteada de negro, el águila resplandecía contra el fondo metálico de la tela.

—Vienen hacia nosotros a toda carrera, sin pensar en la táctica. Todo se desarrolla de acuerdo con lo previsto; todavía les llevará algún tiempo llegar hasta aquí y, cuando lo hagan, tendremos la ventaja de la altura.

El orador dio la espalda a los atacantes, con la tranquilidad que confiere el mando, y habló con el reducido grupo de capitanes a su lado. Era un hombre pequeño, pero hablaba y se movía con tanta confianza que los demás no podían hacer otra cosa que escucharlo. Su barba negra, demasiado escasa para ocultar su piel picada de viruela, le rodeaba la boca, que, en esos momentos, mostraba una gran sonrisa.

—El todopoderoso Helm ha puesto al enemigo en nuestras manos, capitán general Cordell —dijo un hombre alto y barbudo, que cubría su cuerpo delgado con una túnica marrón, bajo la cual llevaba una cota de malla. Sus manos estaban protegidas con guanteletes metálicos, que llevaban el símbolo de Helm el Vigilante. Sostenía en una mano un bastón de mando y una maza colgada al cinto. Si bien era mucho más alto que todos los demás, sus movimientos mostraban la lentitud de la edad. Su rostro, curtido por los elementos, tenía una expresión adusta.

—Y me ha dado las herramientas para destruirlo, fray Domincus —respondió Cordell—. Te has ocupado de la fortaleza moral de la legión, y ahora ha llegado el momento de que la pongamos a prueba, amigo mío.

—Confiemos en que Helm nos juzgue dignos —repuso el fraile con humildad, inclinando la cabeza.

El capitán general se volvió hacia otro guerrero y palmeó con fuerza en la espalda cubierta de acero de su camarada.

—Capitán Daggrande, ¿está lista la emboscada?

—Mis ballesteros sólo esperan la orden, capitán general. —El capitán Daggrande era todavía más bajo que su comandante; la amplitud de sus hombros y sus piernas torcidas marcaban su condición de enano. Llevaba una coraza de acero reluciente y la cabeza protegida por un casco de alas levantadas—. Con vuestra venia, iré a reunirme con mis hombres, señor.

—Adelante —dijo Cordell. Tenía plena confianza en la capacidad del curtido veterano. Daggrande y su centuria de ballesteros eran, en muchos aspectos, el núcleo principal de la legión; sus dardos, siempre certeros, le permitían atacar al enemigo mucho antes de entrar en combate con sus espadachines y la caballería. La sombra de una preocupación más importante apareció en sus ojos al mirar el resto del grupo—. ¿Dónde está Broker?

—Nos ha enviado a nosotros, general Cordell; al capitán Alvarro y a mí —contestó el sargento mayor Halloran. El joven jinete vestía una cota de malla liviana e iba armado con sable y un escudo pequeño. Un esbelto corcel negro que tenía a sus espaldas escarbó la tierra con el casco. A su lado estaba Alvarro, un hombre de cabellos y barba rojos. Su sonrisa dejaba al descubierto sus dientes mal espaciados. El oficial era mayor y no disimulaba su desprecio hacia el subordinado—. Sus heridas —añadió Halloran— le impedirán al capitán Broker participar en esta batalla.

Cordell asintió, sin dejar de observar a los dos hombres. En esta ocasión no podría contar con Broker, jefe de la caballería, y, por el aspecto de las heridas sufridas, se podía pensar que nunca más volvería al servicio activo. Por lo tanto, se imponía una elección obvia.

—Sargento mayor…, quiero decir capitán Halloran, usted asumirá el mando de los lanceros en ausencia de Broker. Tendrá a su cargo el mando táctico de los escuadrones Azul y Negro.

Tras una brevísima pausa, Cordell miró directamente a Alvarro, que echaba fuego por los ojos. No hizo ningún intento por justificar la decisión de ascender al más joven. Había dado una orden y la obedecerían.

—Usted tendrá el mando táctico de los escuadrones Verde y Amarillo. ¡Asegúrese de esperar la señal de ataque! —Alvarro asintió con energía—. Quiero que los cuatro escuadrones de lanceros carguen en forma escalonada por el flanco derecho. Las compañías Azul y Negra irán primeras, detrás del estandarte. El capitán Alvarro las seguirá con las Verde y Azul.

—Sí, señor.

—Pero espere a que el clarín le ordene cargar. No quiero ningún obstáculo a los disparos de Daggrande. Dejemos que los ballesteros los preparen para sus lanzas.

Halloran sonrió con severidad ante la perspectiva del combate, y, de pronto, su rostro pareció mucho mayor.

—Cabalgaremos con el toque de clarín y no antes —dijo.

Cordell miró a Halloran con atención; los ojos negros del comandante le tomaron la medida al joven guerrero en un instante. «¡Contrólate y me servirás bien!», pensó. Había observado el coraje y la habilidad de estos hombres durante muchos años. Alvarro era el mejor jinete, el más infatigable y denodado luchador. Pero Halloran poseía una seguridad que atraía la confianza de los demás, y parecía tener la capacidad de mantener la disciplina entre los animosos jinetes, aptitud que el impetuoso Alvarro jamás tendría.

El griterío de la carga pirata fue en aumento a medida que se acercaban al último kilómetro que los separaba de la colina. Sin perder ni un segundo, el capitán general se volvió hacia sus otros oficiales; ordenó a los espadachines que se mantuvieran firmes en el centro, y a las reservas, que conservaran la posición hasta ser llamadas. Los capitanes se marcharon a reunirse con sus compañías, y Cordell permaneció en la cumbre junto a una sola persona.

Esta no iba armada como los guerreros, ni era tan alta o fornida. La figura femenina que acompañaba a Cordell tenía los cabellos blancos y la piel translúcida y de color perla. Una capucha bien cerrada le ocultaba el rostro, protegiéndolo de la intensidad del sol. De no haber llevado la capucha, cualquiera hubiese podido ver sus orejas puntiagudas características de los elfos. Su túnica muy amplia y con muchos bolsillos señalaban que era una hechicera.

—Cuando llegue el momento oportuno, mi querida Darién, deberás iniciar la destrucción. —La voz de Cordell tenía un tono distinto del utilizado con sus oficiales. Cogió las manos de la maga entre las suyas y miró de frente a sus ojos claros, pensando como siempre en sus muchos secretos. En el transcurso de los diez años pasados desde que ella lo había rescatado en el campo cubierto de sangre, escenario de la única derrota de Cordell, Darién se había convertido en parte indispensable de su vida y también de la legión. Entre los dos habían reclutado a los capitanes que constituían el núcleo de su fuerza.

Lenguahelada los detendrá. —Darién sacó un bastón corto y negro de uno de sus bolsillos y lo sostuvo entre sus dedos—. Pero su número es muy grande.

—Hoy los venceremos —afirmó Cordell—. Tengo a los mejores capitanes y a los soldados más valientes que haya comandado jamás. ¡La Legión Dorada es la mejor de toda la Costa de la Espada, y sólo obedece mis órdenes!

Darién le dirigió una sonrisa irónica, sus labios casi ocultos en las profundidades de la capucha.

El ejército pirata, precedido por los torbellinos de fuego, continuaba su avance. Los gritos agudos de tres mil gargantas alcanzaron sus oídos, y pusieron un telón de fondo disonante a su conversación.

—Ten cuidado —dijo Cordell—. ¡Pero mátalos!

—Lo haré —susurró la encapuchada, de voz fría como el hielo. El oficial sintió un escalofrío. Como siempre, su indiferencia ante la muerte le resultaba desconcertante; sin embargo, era una gran ventaja desde el punto de vista militar.

—Esta noche, todo Amn celebrará nuestra victoria —exclamó el capitán general—. ¡Y mañana, nos reuniremos con el mismísimo Consejo de los Seis!

Cordell volvió su atención al enemigo. No hizo caso de los fuegos mágicos, y estudió a los bucaneros que avanzaban formando una cinta multicolor, confiando en tener el triunfo en sus manos; las camisas rojas, las túnicas verdes, los fajines y pañuelos azules y amarillos daban a la fuerza una apariencia de día de fiesta.

Darién libró sus manos de las del general con una suave caricia. La sonrisa se mantenía en sus labios.

—Adelante, querida. —Cordell se puso un casco idéntico al de Daggrande, e hizo un gesto en dirección al pie de la colina—. Tenemos que ganar una batalla.

Hoxitl, sumo sacerdote del sangriento Zaltec, buscó su camino en la cueva de los Muy Ancianos. Entró en las tinieblas, mientras su escolta de jóvenes iniciados se sentaban en la ladera azotada por el viento cerca de la cumbre del gran volcán. Como siempre, sus cabellos estaban pringosos de sangre seca, y la ceniza le cubría la piel.

Tal como había hecho durante la larga escalada, pensó una vez más en los motivos de la llamada de sus superiores. Habían pasado diez años desde su último encuentro con los Muy Ancianos. En aquella ocasión les había informado que la niña Erixitl de Palul había desaparecido en la espesura, víctima del ataque de un jaguar. Si bien Zaltec había sido privado de su sacrificio, los Muy Ancianos se habían mostrado satisfechos con la desaparición de la muchacha.

No había jaguares en la entrada, pero, en la débil penumbra rojiza de la caverna, pudo ver a un par de caballeros, vestidos con sus pieles manchadas, que lo observaban tranquilamente desde las fauces abiertas de las cabezas de jaguar que les servían de cascos. El collar de garras de uno de ellos tintineó cuando movió la cabeza, y el sacerdote recordó el poder de la zarpamagia que servía de armadura a los Caballeros Jaguares. Estos guerreros montaban la guardia sin sus habituales lanzas o jabalinas, porque no eran armas prácticas en un espacio tan reducido. En cambio, llevaban unas espadas parecidas a porras, con puntas de obsidiana que imitaban dientes en los dos extremos.

Hoxitl apresuró el paso para dejar atrás a los centinelas. Charcas de barro caliente borboteaban como un espeso mucílago rojo, y, de vez en cuando, un chorro de vapor escapaba de las fisuras en la piedra con un silbido agudo.

Una columna de humo verde surgió de pronto ante los pies del sacerdote, que estuvo a punto de caerse de espaldas. El humo se disipó en cuestión de segundos, y Hoxitl descubrió una figura de negro. Su sorpresa aumentó cuando vio varias figuras más vestidas de la misma manera.

—¡Alabado sea Zaltec!

—¡Alabado sea el dios de la noche y de la guerra! —El Muy Anciano completó el saludo, y el sacerdote aguardó nervioso, extrañado del número sin precedentes de figuras encapuchadas que lo rodeaban.

—La muchacha ha sido encontrada —dijo la figura, con una voz suave pero poderosa. Había un fondo de amenaza en el tono—. Está en Kultaka, donde ha sido esclava durante los últimos años.

—¿La muchacha? —La memoria de Hoxitl tuvo que retroceder nada menos que diez años para saber a quién se refería el Muy Anciano—. ¿Erixitl de Palul?

—Sí. Es propiedad de un hombre que no hace caso de Zaltec; es fiel a Qotal y antiguo Caballero águila. Gracias al descubrimiento fortuito hecho por un joven Caballero Jaguar, en uno de sus viajes, tuvimos conocimiento de su captura.

—¿Qué…, qué se debe hacer con ella? —El sacerdote sintió inquietud ante la noticia, pero sólo porque presentía que los ancianos tenían miedo de la muchacha.

—Ésta es la razón de nuestra llamada. Nuestra zarpamagia irá esta noche a Kultaka, con la ayuda de tu hechizo transportador. Un receptáculo ya aguarda la transmisión del encantamiento.

Hoxitl asintió; esto sí lo comprendía. Si bien los Muy Ancianos disponían de una zarpamagia mucho más poderosa que los clérigos o los Caballeros Jaguares, todavía necesitaban de la ayuda de un sacerdote para enviar un hechizo a tanta distancia.

El sumo sacerdote se arrodilló en el suelo de piedra junto a los Muy Ancianos, que hicieron lo propio con una agilidad poco previsible en seres tan mayores. Como siempre, Hoxitl descartó cualquier pregunta acerca de la naturaleza de sus superiores, porque sabía que era mejor callar algunas cosas.

Los guardias del templo formaban a los lados, cada uno batiendo su tambor de madera en una cadencia rítmica. La muchedumbre, formada por cien mil, o más, ciudadanos de Nexal, permanecía boquiabierta alrededor de la plaza. ¡Por fin, la gran procesión salió del palacio!

Una exclamación unánime se elevó entre el gentío cuando pudieron ver a la mujer. Resplandeciente sobre su litera dorada, llevada a hombros por diez Caballeros águilas, pasaba con un aire majestuoso, lanzando su mirada sobre la multitud.

—¡Ay! —Erixitl volvió a la realidad cuando una salpicadura de agua hirviendo tocó su brazo desnudo. Enfadada, abandonó su fantasía y prestó atención a su tarea, para evitar sufrir quemaduras más graves.

—¡El joven amo necesita su baño! —canturreó con ironía. Cargó el cántaro lleno de agua hirviendo sobre la cabeza, y siguió con todo cuidado el camino de lajas a través del jardín. La casa de baños de su amo estaba en el otro extremo.

Erix suspiró tal como suspiraba otras cien veces al día y había suspirado un millón de veces en los últimos diez años. En realidad, había tenido suerte, porque Huakal, su dueño, era un hombre bondadoso, amable y de los más ricos de Kultaka. En otros tiempos había sido un Caballero águila de gran renombre, al mando de muchas centurias en las guerras contra Nexal. Se había servido de sus influencias para comprarla en cuanto ella llegó a Kultaka, y ofrecido una suma considerable al Caballero Jaguar que la había capturado. Le había encomendado tareas en la casa principal, antes de que los sacerdotes de Zaltec tuviesen siquiera la oportunidad de verla. Desde entonces, él la había tratado más como una sobrina un poco fastidiosa, que como a una esclava.

Jamás había tenido miedo de que Huakal la destinara al sacrificio; un destino habitual para cualquier esclavo maztica que hubiese incurrido en el desagrado de su amo. Huakal incluso le había permitido conservar su amuleto de plumas, el único recuerdo de su infancia en Palul. Por lo general, ella mantenía el objeto de jade oculto debajo de su túnica para no llamar la atención, pero Huakal sabía de su existencia. De haberlo deseado, podría haberse apoderado de la joya.

Durante diez años, había crecido en Kultaka. Sólo en contadas ocasiones había visto, aunque nunca hablado, a algunos de su propio pueblo. Había sido una niña bonita, y ahora se había convertido en una mujer muy hermosa. Sin embargo, a diferencia de muchas otras esclavas, su amo no sólo no la había tocado, sino que la había protegido de su díscolo hijo.

Erix había tenido la ocasión de aprender un poco acerca del Mundo Verdadero, porque Huakal era un hombre ilustrado que conocía Nexal, Pezelac e incluso las lejanas tierras salvajes de Payit. Quizá porque la esclava era mucho más inteligente que su propio hijo, Huakal había dedicado parte de su tiempo a instruirla.

Pese a ello, había perdido tanta de su vida anterior que no deseaba olvidar lo poco que le quedaba. Kultaka era una ciudad bonita y bulliciosa, pero resultaba un pobre sustituto de la gran capital de su propio pueblo. Pasaba los días imaginando la fabulosa Nexal, ahora más lejos que nunca. Para llegar a las tierras más cercanas de su gente había que cruzar montañas y desiertos.

Además, estaba el problema del «joven amo», el hijo único de su propietario. Callatl, un mozo cargante con ínfulas de guerrero, no la dejaba pasar sin un comentario grosero, un gesto, o algo peor. El joven malgastaba sus días en la persecución inútil de su objetivo: convertirse en Caballero Jaguar. Hasta su padre había aceptado hacía mucho tiempo que no reunía las altas calificaciones para entrar en la hermandad de los Caballeros águilas. A pesar de que los progresos de Callatl como guerrero eran escasos, Erix no dejaba de tenerle miedo.

La muchacha cargaba con el agua con cuidado, y mantenía en equilibrio la pesada jarra para evitar más derrames. La jarra, de un verde esmeralda muy fuerte, llevaba dibujos en dos de sus caras. Cada uno representaba, en un relieve tosco, la imagen de Qotal, el Plumífero. Al igual que el padre de Erix, Huakal era creyente de este viejo y casi olvidado dios. Ella sostuvo la jarra por los relieves, para que no se le escapara de las manos.

El agua estaba muy caliente, y ella no se atrevía a apurar el paso. Por fin llegó a la caseta cuadrada de piedra, edificada entre rosales y canales de agua clara, donde los miembros de la familia disfrutaban del baño diario. Apartó la cortina de junquillo, y entró en la cámara llena de vapor.

—Más agua, amo Callatl —dijo ella, en voz baja.

El muchacho corpulento estirado en la profunda bañera no le prestó atención, y sólo se movió un poco, dejando espacio suficiente para que ella volcara el agua sin quemarlo.

La joven bajó la jarra, sin hacer caso del vapor que le entraba en los ojos, y la volcó con mucho cuidado. Así y todo, unas cuantas gotas salpicaron la piel cobriza del hombre.

Erix notó un frío súbito en el cuarto, a pesar de que la temperatura era elevada. La llama de las antorchas colocadas en las paredes parecieron oscilar y perder brillo, y una penumbra extraña se extendió en el baño. La muchacha desconocía la zarpamagia y no podía saber que un hechizo de naturaleza siniestra acababa de posarse alrededor de ella y Callatl, un encantamiento lanzado por Hoxitl y los Muy Ancianos, desde la Gran Cueva. Sin embargo, retrocedió un paso y, en un gesto inconsciente, llevó la mano al amuleto de plumas doradas, el regalo de su padre, colgado de su cuello.

—¡Estúpida! —El joven se incorporó de un salto, sin preocuparse de su desnudez. Alzó una mano para abofetearla, y ella por puro instinto levantó la jarra con la intención de protegerse el rostro. Las antorchas recuperaron la luminosidad a medida que disminuía la zarpamagia, pero el daño ya estaba hecho. El cuerpo de Callatl se sacudió de furia.

Su puño se estrelló contra la jarra, que voló por los aires. Cayó sobre el borde de azulejos de la bañera, y una esquirla rozó la rodilla de Callatl, que se cubrió de sangre.

El hombre salió de la bañera, mientras Erix retrocedía poco a poco. Temblaba sobrecogida por un miedo súbito, porque jamás lo había visto dominado por una cólera tan irracional. Su rostro, poco agraciado por tener los ojos demasiado juntos y la boca cruel, se retorcía en un gesto de locura.

—¡Me has provocado durante demasiado tiempo! ¡Ha llegado la hora de que pagues por lo que has hecho!

Erix le dio la espalda y corrió hacia la puerta, pero Callatl se lanzó tras ella. La sujetó de un brazo y la hizo caer al suelo.

—¡Detente! —gritó ella, al tiempo que le propinaba un puñetazo en su chata nariz. Su resistencia sólo sirvió para divertirlo. Él la cogió por las muñecas y la aplastó contra el suelo.

—¡Acepta tu esclavitud, princesa pluma! —Pronunció el apodo en tono burlón. Él la había bautizado así desde el día en que descubrió el cariño que demostraba por el amuleto de plumas—. ¡Mi padre ha sido demasiado bondadoso contigo!

Esta vez Erix sintió un miedo auténtico, un pánico que infundió una fuerza sobrenatural en su cuerpo delgado. Se retorció y pateó, y de pronto tuvo las piernas libres, con el joven casi atravesado sobre su vientre.

—¡Por todos los dioses, detente! —La muchacha alzó la rodilla en un golpe terrible contra la entrepierna de su agresor. Callatl soltó un alarido de dolor que se escuchó hasta en la casa principal.

»¡Bestia! —gritó Erix. Descargó sus puños en el estómago del joven, que rodó por el suelo sobre los fragmentos del jarrón que le produjeron cortes en la cara y los brazos. Con el rostro desfigurado por el odio y cubierto de sangre, Callatl se puso de pie y se lanzó sobre la esclava.

Erixitl recogió un trozo de cerámica. No advirtió que la imagen del Plumífero, el rostro de Qotal, aparecía intacto en el fragmento que sostenía en la mano. Los dedos de Callatl se tendieron como garras hacia su cara, y ella hundió el puñal improvisado en la garganta de su atacante.

El aspirante a caballero soltó un gemido ahogado; cayó de rodillas, y después se desplomó boca abajo. Erix escuchó el tintineo musical de la cortina a sus espaldas. Dio media vuelta y vio cómo palidecía el rostro de Huakal a medida que su amo captaba los detalles de la terrible escena.

Erix se arrodilló y besó el suelo mientras Huakal examinaba a su hijo. El noble quitó de sus hombros la brillante capa de plumas de guacamayo y abrigó con ella a Callatl, que se ahogaba al respirar.

Aterrorizada, la muchacha contempló el rostro del hombre que la había tratado con tanta bondad, que jamás la había tocado, y pudo ver su profundo sufrimiento. Pero, cuando Huakal habló, lo hizo con voz serena.

—Si muere —dijo—, tu corazón será entregado a Tezca en el próximo amanecer.

Halloran se abrió paso a través de la fila de espadachines y escuderos. Esta compañía, al mando del capitán Garrant, permanecía formada a la vista de todos en la ladera de la colina. Los piratas proseguían su avance, que ya no parecía tan rápido después de casi dos kilómetros cuesta arriba. El joven capitán comprendió la astucia de Cordell al haber escogido instalar la línea de defensa tan lejos de la playa.

Bajó un poco más, hacia la compañía de Daggrande, oculta detrás de un muro de piedra. Lo invadió el entusiasmo a medida que se acercaba a los ballesteros y a sus propios lanceros, que esperaban junto a los hombres de Daggrande, en un pequeño olivar.

La legión, estos guerreros, eran su familia. Se habían convertido en la familia más firme y afectuosa que había conocido jamás. Cuando Cordell y Daggrande lo habían encontrado casi diez años atrás, malviviendo en las calles de Mulsanter, el joven larguirucho jamás hubiera imaginado que podría llegar a tener un sentimiento de pertenencia tan grande. Tras la penosa experiencia sufrida, al acabar en tragedia el hechizo de su maestro, el mago Arquiuius, en un primer momento desconfió de los capitanes de corazas plateadas.

Pese a ello les sirvió bien, primero como paje del capitán general y después de escudero de Daggrande y más tarde de Broker. Había aprendido las artes de la guerra, y entrado en combate antes de tener dieciocho años. Caballista nato, Halloran había optado sin vacilar por los lanceros; para gran disgusto de Daggrande, que ya lo imaginaba de ballestero.

Ahora no podían contar con Broker, herido de gravedad por los piratas durante las escaramuzas del día anterior. Fray Domincus había salvado la vida de Broker con su magia, pero el capitán no volvería a usar las piernas. Este hecho añadía un toque amargo a las ansias de lucha de Halloran. Hoy tendría la oportunidad de vengar al herido.

Halloran encontró a Daggrande agazapado detrás del murete. Los ballesteros del enano se mantenían bien ocultos y esperaban en calma las órdenes de su capitán. La compañía formada por humanos y enanos vestía uniformes y corazas de todo tipo y condición. Había muchos con vendajes sucios de sangre en las heridas sufridas en los encuentros con los filibusteros, unas horas antes. Los ballesteros podían parecer un hatajo de malhechores, pero el joven tenía plena confianza en ellos y en su puntería.

—¿Cuánto más hemos de esperar? —preguntó el lancero. Intentó mantener la voz firme, aunque el entusiasmo por la batalla casi le estremecía el cuerpo. Su unidad esperaba inquieta en el olivar detrás de los ballesteros. Más allá del parapeto de piedra, a poco menos de un kilómetro y acortando distancia, podía ver la ola de colores, acero y llamas que formaba el ejército pirata.

El enano soltó una carcajada que parecía un ladrido agudo.

—Muy poco —respondió Daggrande, estudiando el rostro del joven—. Después de tantas campañas, ¿por qué te comportas como un novato que se enfrenta por primera vez al enemigo?

Hal miró a su viejo compañero y sonrió un tanto avergonzado.

—Cordell me ha confiado el estandarte de los lanceros —dijo—. Tengo el mando de las cuatro compañías.

—Te lo merecías —afirmó el enano, con una amplia sonrisa—. ¿Qué ha pasado con Alvarro? —El carácter impetuoso y los celos del capitán pelirrojo eran bien conocidos por los demás oficiales.

—Segundo en el mando. Me seguirá con las otras dos compañías. —Para sí mismo, añadió: «Así lo espero».

—No pierdas la cabeza —le recomendó el enano—. ¡Espera a que el toque de corneta te ordene avanzar! Recuerda todo lo que Cordell y yo te hemos enseñado, y no tendrás problemas.

—Ocupamos la altura. ¡No pienso desperdiciar la ventaja! —replicó Hal, muy serio—. Cordell tiene razón. ¡Si lo hacemos bien, Akbet-Khrul dejará de ser una amenaza de una vez para siempre!

—¡Y nosotros nos quedaremos sin trabajo! —exclamó Daggrande. Soltó la risa y Halloran rió con él.

—Espero que el capitán general encuentre nuevos rivales —dijo el joven, más tranquilo.

—Buena suerte. Es hora de que te reúnas con tus hombres.

—Lo mismo digo. Ah, y esta vez a ver si mejoras la puntería —respondió Hal, burlón.

Daggrande protestó indignado, pero el mozo ya había desaparecido en el olivar. En unos segundos llegó a donde estaba Tormenta, su yegua roana, que se movía inquieta por entrar en combate.

—El estandarte, sargento mayor —dijo el escudero, que portaba la lanza con el orgulloso pendón de los Lanceros Azules. El Pegaso dorado sobre fondo azul ultramar ondeó con la brisa.

—Desde ahora, capitán —le informó Halloran, feliz, mientras montaba de un salto y recogía la lanza. El escudero sonrió con entusiasmo.

El olivar ocultaba su posición al enemigo, pero entre las hileras de árboles se podía ver a derecha e izquierda. En el flanco derecho, a unos centenares de metros, flameaban los estandartes negro, amarillo y verde de las otras compañías. En el extremo de la línea, Alvarro lo miraba furioso, montado en su nervioso semental, con la boca retorcida en una mueca que dejaba al descubierto sus desiguales dientes.

Un centenar de corceles escarbaron el suelo cuando un número igual de lanzas con punta de acero fueron enganchadas en los estribos. La mayoría eran zainos oscuros; los demás, alazanes, roanos y grises. Todos caracoleaban, enardecidos por la proximidad del combate. «Tened paciencia —pensó Halloran—, no falta mucho».

El joven intentó contener su propio entusiasmo. El Diente de Helm, el sable largo que le había regalado Cordell en persona, colgaba de su cinturón. ¡Por Helm, qué gran soldado era el capitán general! A Halloran le pareció que su corazón iba a estallar de orgullo por el honor que le habían conferido.

Pero Cordell era la piedra fundamental de la legión. Su capacidad de mando, su elocuencia y su valor demostrado en mil batallas eran el aglutinante de la tropa y su impulso hacia nuevas victorias.

Al través de los olivos, Halloran podía ver el avance de los piratas, tal como había dicho Cordell, todavía precedidos por los torbellinos de fuego. Los lanceros disfrutaban de una espléndida vista del campo de batalla.

El matorral bajo se ennegrecía debajo de las columnas ígneas, y muchos arbustos se incendiaban a su paso. Hal contó diez torbellinos mágicos que se movían en una larga línea zigzagueante, abrasando todo aquello que se oponía al avance de la horda pirata.

De pronto vio un resplandor de luz blanca, como un rayo de luna con la intensidad suficiente para ser visto a la luz del sol. La blancura en forma de cono estalló en un punto por delante y a la izquierda de la línea defensiva. En un instante, tres de los torbellinos de fuego se transformaron en nubes de vapor y desaparecieron arrastrados por el viento.

Se repitió el resplandor, esta vez por el lado derecho, y se apagaron otras cuatro columnas de fuego.

—¡Lenguahelada! —murmuró, con un alivio mezclado con cierto horror. Toda la legión conocía a Darién, la maga elfa. Ajena y distante a todos excepto Cordell, el afecto que demostraba por el comandante la convertía a los ojos de la tropa en un ser pasional. Además, era misteriosa, siempre tapada hasta los ojos durante el día, porque, como a todos los albinos, el sol le resultaba un martirio.

¡Y qué decir de su poder! Desde luego poseía una varita mágica y el mortal estallido helado. Pero también podía crear una cortina de fuego, hacer que el rayo descargara en medio de una formación enemiga o que una lluvia de meteoritos arrasara el campo de batalla. En más de una ocasión, estos poderes habían asegurado la victoria de los mercenarios en los combates más sangrientos.

Halloran divisó la figura encapuchada de la hechicera, sola delante de la tropa, que desapareció un segundo después. Supuso que Darién, una vez hecho su trabajo, se había teleportado hasta una posición segura detrás de las líneas de defensa.

Los piratas prosiguieron su avance; al parecer, no los preocupaba la desaparición de casi todos los torbellinos de fuego. Un par de columnas todavía giraban a la izquierda de Hal, y otra lo hacía por la derecha. Entonces escuchó una voz tan potente que dominó los gritos de la horda; Hal comprendió que fray Domincus había llamado al poder de Helm para que se sumara a la batalla.

Las dos columnas que avanzaban juntas se separaron un poco para rodear un pequeño estanque. En aquel momento, actuó la magia del clérigo; el agua del estanque desbordó las orillas y se extendió inundando el campo. En cuanto tocó las bases de los vórtices, se oyó un siseo muy fuerte y el fuego se apagó en medio de grandes nubes de vapor. Sin embargo, los agresores siguieron como si tal cosa; ahora se encontraban a un centenar de pasos y acortaban distancias a toda carrera.

—¡Ahora, por Helm! —gritó Daggrande, con su terrible vozarrón. Los cascos de acero de sus ballesteros asomaron al unísono por encima del parapeto de piedra, y un segundo después cien ballestas soltaron sus mortíferos dardos.

Con la atención puesta sólo en los espadachines y escuderos que tenían delante, los piratas flaquearon ante la súbita lluvia de flechas. Los hombres de Daggrande se dedicaron a tensar sus ballestas, mientras Akbet-Khrul y sus lugartenientes gritaban frenéticamente a sus tropas que reanudaran el ataque. Un alarido salvaje resonó en el aire cuando los miles de piratas obedecieron a su comandante.

—¡Disparen y carguen! —La segunda andanada produjo una auténtica carnicería. Los dardos disparados a menor distancia atravesaban los cuerpos semidesnudos de lado a lado, y penetraban con toda facilidad en las cotas de malla o los escudos que llevaban algunos piratas.

Una gran nube de llamas apareció de pronto en el centro de la línea enemiga, cuando Darién lanzó dos bolas incendiarias; el fuego mágico trabajaba ahora en favor de la legión. El infierno creado por los hechizos acabó con la vida de todos aquellos que tenía cerca.

Halloran notó el movimiento de la yegua y, por un momento, dejó las riendas flojas, pero después las sujetó con violencia. Dirigió una mirada severa a la fila de lanceros nerviosos, mientras pensaba en la audacia de Daggrande. ¿Tendría tiempo de volver a disparar?

La horda avanzaba como un rodillo dispuesto a aplastarlo todo. El joven observó los esfuerzos que debían hacer los ballesteros para cargar sus armas, convencido de que serían despedazados por las cimitarras y alfanjes enemigos antes de poder disparar. El jefe de los piratas —Halloran no dudaba de que era el mismísimo Akbet-Khrul— se encontraba a menos de veinte pasos del murete cuando el primer ballestero levantó su arma. El rostro del filibustero no parecía humano, desfigurado en una mueca absolutamente salvaje.

Los gritos y alaridos de los atacantes lo ensordecieron. «¡No puedo esperar más! ¡Debemos cargar ahora!». Pero, en aquel momento, otra ballesta y otra quedaron listas y apuntadas, con el enemigo a diez pasos. «¿Por qué no disparan?».

Un segundo después, toda la compañía tuvo sus armas preparadas. Cinco pasos…

—¡Disparen y carguen! —Desde lo alto de la colina, una trompeta de bronce hizo eco al ladrido de Daggrande, que se perdió en el tumulto.

—¡A la carga, lanceros! —El tremendo grito de Halloran casi pasó inadvertido, pero la inclinación del estandarte significó para sus hombres la orden de ataque. El centenar de caballos surgió del olivar como una tromba; algunos pasaron entre los hombres de Daggrande para saltar el parapeto mientras que otros cruzaban un prado al final del muro, para cabalgar en línea oblicua hacia el centro de la fuerza pirata.

Cuando su corcel saltó la barrera de piedra, Halloran tuvo oportunidad de ver los estragos de la última descarga; algunos dardos habían llegado incluso a atravesar dos cuerpos en su trayectoria, uno tras otro, y a lo largo de su camino encontró una ristra de cadáveres asaeteados.

La carga de los lanceros quebró definitivamente el impulso del ataque. Hal buscó a Akbet-Khrul y le pareció reconocerlo en un cadáver, con tres o cuatro dardos clavados en el cuerpo; después continuó a todo galope llevado por el entusiasmo de la carga.

La plataforma de plumas transportó a Naltecona hasta lo alto de la gran pirámide, mientras el canciller maldecía para sus adentros la lentitud de la marcha. Los sumos sacerdotes y los magos de Nexal, que constituían su consejo privado, subían las escaleras para reunirse con su príncipe en el templo instalado en la cumbre.

Una vez más los dioses habían rodeado Nexal con señales y presagios. En una ocasión anterior habían incendiado el templo de Zaltec, erigido en esta misma pirámide. Ahora, en cambio, no mostraban su disgusto con otro incendio, o con un acto de destrucción en cualquier otro punto de la inmensa urbe; los dioses habían decidido exhibir su ira fuera de la ciudad, donde podía ser contemplada por todos los habitantes de Nexal.

La capital del imperio, el corazón del Mundo Verdadero, se levantaba entre el esplendor cristalino de cuatro grandes lagos. Una pasarela atravesaba cada uno de los lagos, para permitir el acceso a la ciudad desde todas las direcciones. En las zonas costeras de los lagos se cosechaba arroz y sus aguas proveían una pesca abundante, mientras que enormes jardines flotantes ampliaban cada día los dominios de Nexal.

Los lagos recibían los nombres de los cuatro dioses dominantes. Los tres de mayor superficie, al norte, este y sur, suministraban el agua más pura y soportaban todo el tráfico comercial. Se llamaban Zaltec, Calor y Tezca, respectivamente. El más pequeño, al oeste, era de agua salada, y llevaba el nombre del Canciller del Silencio, Qotal.

Ahora, grandes columnas de vapor se elevaban con un siseo de la superficie de tres de los lagos, para formar en las alturas nubarrones enormes que amenazaban con tapar el sol. Unas olas muy altas lanzaban el agua caliente contra los numerosos canales de la ciudad; las canoas naufragaban y los bajos de muchas casas se habían inundado. Sólo el lago salado permanecía en calma, con el oleaje natural producido por el roce de una brisa suave.

Naltecona evitó mirar hacia los lagos, pero las caras de sus sacerdotes y magos no le dieron mucho consuelo. En la plaza, al pie de la pirámide, se amontonaban los nobles y cortesanos, que le parecieron aún menos útiles que los miembros del consejo, a su lado.

En los últimos tiempos, sólo había una persona cuya presencia y consejo infundían confianza en Naltecona; su sobrino Poshtli. Pero en esos momentos el orgulloso Caballero águila se encontraba al mando de una expedición de castigo contra el estado vasallo de Pezelac, muy lejos de Nexal. Naltecona se sentía muy solo, y el maravilloso ascensor que lo transportaba sin tocar la cara de la pirámide parecía contribuir aún más a su soledad.

Casi desesperado, el reverendo canciller miró hacia arriba. Un gran abanico verde esmeralda se movía majestuosamente por encima de su cabeza. A su alrededor se extendía el cielo azul del verano, una gigantesca cúpula sin nubes. Contra aquel fondo impoluto se recortaban las siluetas de los tres colosos volcánicos que rodeaban Nexal. A pesar del calor estival, había casquetes de nieve en dos de los volcanes. El tercero, Zetal, era el más alto, y la intensidad de sus fuegos interiores impedía la acumulación de nieve en la cima.

El ascensor llegó a lo alto de la pirámide, y depositó a Naltecona en la plataforma con la suavidad característica de la pluma. El príncipe se apresuró a recorrer el perímetro para contemplar los augurios de los dioses.

—¡Más señales! ¿Por qué me asediáis con misterios y portentos espantosos? —Sacudió un puño en dirección a los lagos como si quisiera desafiar a los dioses que le daban nombre. Sin hacer caso de las miradas inquietas de los sacerdotes y magos, agotados tras la larga y dura ascensión, gritó—: ¡Por una vez quiero que me deis una respuesta en lugar de más preguntas!

Naltecona estaba rabioso, su furia dividida entre los consejeros que tenía delante y las formas invisibles de los dioses. ¿Qué significaba todo esto? El gobernante se forzó a sí mismo a recuperar el control, por difícil que fuera, ante esa nueva demostración del disgusto divino.

El reverendo canciller se paseó arriba y abajo de la plataforma de la gran pirámide, la estructura más elevada de todo Nexal. Una docena de sacerdotes se apartaban para dejarle paso y después corrían para mantenerse cerca, y lo mismo hacían los magos. Estos carecían de casi toda autoridad, pero practicaban algunos hechizos que les permitían predecir el futuro. Sólo por esta razón, Naltecona los mantenía a su servicio.

En la plataforma se erigía el gran templo de Zaltec, reconstruido después del misterioso incendio ocurrido diez años atrás. En su interior, la efigie del dios aparecía cubierta de la sangre seca de miles de sacrificios. La boca hambrienta del dios permanecía abierta para recibir los corazones palpitantes de las víctimas.

—¡Apartaos de mí, todos vosotros! —rugió el canciller—. Tú no, Coton, quiero que te quedes.

Los otros sumos sacerdotes miraron furiosos a su colega, mientras iniciaban el descenso de la larguísima escalera. En una mitología plagada de deidades celosas y vengativas, los servidores de cada dios vigilaban a sus rivales. El hecho de que Coton, patriarca de un dios olvidado hacía mucho tiempo, uno que ni siquiera reclamaba el sacrificio de vidas humanas, recibiese un trato preferente por parte del reverendo canciller les parecía a todos una amenaza terrible.

Hoxitl, sumo sacerdote de Zaltec, se demoró un poco como si quisiera demostrar su desafío a la voluntad de su gobernante. Pero de pronto pareció recapacitar y encaró el descenso, no sin antes mirar airado a Coton. El patriarca de Qotal no pareció advertir la actitud de su colega.

Naltecona hizo caso omiso del malestar de sus clérigos, y esperó a que hubiesen descendido lo suficiente para no oírlo. La pareja permaneció solitaria, en la cumbre de la pirámide truncada, con toda la ciudad desplegada a sus pies. El canciller dirigió una mirada de hierro al anciano Coton, como si quisiera conseguir con su voluntad que rompiera su silencio.

Después le dio la espalda, consciente de que Coton estaba ligado por su juramento.

—¿Por qué —preguntó— el único sacerdote que podría darme consejo y consuelo prefiere no hablar? —Volvió a mirar al viejo—. ¡Todos los demás no hacen más que aleccionarme durante todo el día! ¡Me avisan que sus dioses tienen hambre, necesitan más corazones y más cuerpos para alimentarlos! ¡Les damos lo que piden, y ellos continúan enviando nuevos presagios!

La angustia de Naltecona se reflejó en su voz, mientras miraba en cualquier dirección que no fuese la de los lagos.

—¿Qué significa todo esto? —chilló el canciller, sin poder contener más su nerviosismo—. Tú lo sabes, Coton. ¡Tú ves y comprendes! ¡Debes decírmelo!

El sacerdote respondió a la mirada imperiosa del príncipe con otra compasiva y severa.

—¡El lago de Qotal permanece en calma mientras todos los demás hierven y desaparecen ante nuestros ojos! —manifestó Naltecona—. ¡Quiero saber por qué! ¡Necesito saberlo!

Coton no desvió la mirada y continuó en silencio. Frustrado, el canciller volvió a contemplar el espectáculo sobrenatural que rodeaba a su gloriosa ciudad.

—¿Es la señal del retorno de Qotal? —preguntó Naltecona, con una voz donde se mezclaban el miedo y la esperanza. De pronto, pareció aliviado al tener un oyente que no le contestaría—. Recuerdo tus enseñanzas, patriarca, antes de que asumieras tu alto cargo y juraras un voto tan molesto. Hablabas del dios-rey Qotal, el Plumífero, gobernante por legítimo derecho del Mundo Verdadero; de cómo había navegado hacia el este, y prometido volver cuando las gentes de Maztica hubiesen demostrado ser dignas de su reinado.

Por primera vez, el sacerdote apartó su mirada de Naltecona y miró hacia el este como si esperara ver en cualquier momento la aparición de la imagen del Plumífero. Después, Coton volvió a mirar al canciller, que, embargado por una angustia patética, buscaba en los ojos del anciano una respuesta inexistente.

—Creo que ésa es la señal —dijo Naltecona, aceptando la evidencia—. Qotal regresa a Maztica.