19

Puerto de Helm

—¿Qué te ha pasado? —exclamó Erix, echando la cabeza hacia atrás para poder mirar hacia la cara de Halloran.

—¡La pócima…, uno de los frasquitos! ¡Te hace crecer! —Erix se tapó las orejas con las manos, y Halloran se cohibió, al imaginar el estruendo de su voz al resonar entre las paredes de piedra. Se puso en cuclillas junto a la gruta, y vio que el hechizo de luz había perdido un poco de fuerza durante la pelea.

—Y esa… cosa que te atacó… ¡No podía verla! ¿Qué era? —La muchacha se acercó a Hal, y levantó una mano temblorosa para tocarle las rodillas, como si quisiera asegurarse de que era real. Aun en cuclillas, él quedaba mucho más alto, pero al menos sus rostros se encontraban mis cerca. Hal hizo un esfuerzo para dominar el volumen de su voz.

—No lo sé. He escuchado hablar de cosas como ésa… Cazadores invisibles y seres que los hechiceros pueden llamar. Creo que era uno de los primeros…, que consiguió seguir nuestro rastro hasta aquí.

Erix frunció el entrecejo mientras se concentraba en los ruidos de la selva.

—Escucha… el aullido. ¡Ha desaparecido!

Ambos permanecieron inmóviles por unos momentos, escuchando. Hal observó las primeras luces del alba.

—No creo que nuestro amigo invisible tuviese nada que ver con el aullido —opinó—. Ahora no se escucha, pero esto no quiere decir que haya abandonado la pista.

—¿Piensas que alguien más conoce nuestro paradero? ¡Si el cazador invisible pudo encontrarnos, quizá también pueda hacerlo su amo!

—O ama… —acotó Hal, con su pensamiento puesto en Darién. Sabía que la maga no le perdonaría jamás el robo del libro, y sospechaba que sería implacable en la búsqueda de su venganza. Por fortuna, la carencia del libro limitaba los poderes de la hechicera, y dificultaba la búsqueda.

»Ahí has acertado —dijo—. Pienso que lo mejor será irnos de aquí inmediatamente.

La luz del amanecer teñía la mitad del cielo, pero en la selva continuaba el silencio. El rumor de las olas en la playa era el único sonido que llegaba hasta la gruta.

De pronto, Halloran se dobló en dos, su cuerpo de gigante derribado como un árbol talado. Cayó a cuatro patas, sacudido por unas arcadas tremendas. Por un segundo, experimentó la terrible sensación de caída libre mientras el mundo giraba a su alrededor. Su cuerpo se retorció, atormentado por las convulsiones, y notó que la hierba se le escapaba de las manos con las sacudidas.

Por fin, volvió la sensación de normalidad. Permaneció de rodillas, en la misma posición, y poco a poco recuperó el aliento. Ya no sentía náuseas. Pero lo más importante era que su tamaño era el de antes, no el de un gigante. Erix lo ayudó a ponerse de pie.

—¿Estás herido? —preguntó la joven—. Parecías sufrir un dolor tremendo.

Él asintió, mientras reprimía un gemido.

—Por un instante, pensé que iba a morir. Ahora ya pasó todo.

—No me gusta esta magia que te transforma —dijo Erix, que dio énfasis a sus palabras con un cabeceo—. ¡Creo que deberías tirar todas las pócimas!

—¡Pues ésta ha resultado muy útil! ¿Quién puede decir si la invisibilidad no nos sacará de apuros? O esta otra pócima…, ¿para qué servirá?

Hal cogió el otro frasco de la alforja. Al igual que los otros dos envases, éste llevaba una etiqueta ilegible. Quitó el tapón, y acercó la botellita a sus labios.

—¡Espera! —exclamó Erix, angustiada—. Aún no te has repuesto de los efectos de la otra. Al menos deja pasar unas horas antes de probarla.

El joven estuvo a punto de no atender a la súplica, pero la angustia de su voz lo convenció de que Erix sufría por su suerte.

—De acuerdo —respondió, y guardó el frasco.

—¿Son éstos los guerreros que han causado problemas? —preguntó Cordell.

Cuatro hombres habían sido llevados a su presencia, cargados de cadenas. Ahora esperaban de rodillas delante del capitán general en la plaza de Ulatos. Estaban cubiertos de roña, vestidos sólo con los restos de sus taparrabos. Resultaba difícil creer que habían sido Caballeros Jaguares y águilas.

—Estos son —gruñó Alvarro, que dio un bofetón a uno de los cautivos que se atrevió a levantar la cabeza al escuchar la voz de Cordell.

El caballista conocía la intención de su comandante, y toda esta payasada era un juego que le resultaba muy divertido. Los hombres no habían provocado ningún incidente. Su única ofensa había sido mirarlo con odio, en lugar de bajar la mirada como los demás prisioneros. Los guerreros payitas solían volverse malhumorados y apáticos cuando los capturaban. Pero la mirada había sido la excusa que necesitaba Alvarro.

—¿Valez, estás preparado? —preguntó Cordell.

—¡Sí, mi general! —gritó el herrero de la legión. Se arrodilló delante de una pila de ascuas, y sacó un hierro candente. En la punta aparecía la imagen del ojo vigilante de Helm, que brillaba con un rojo cereza.

El grupo se encontraba en la tarima en medio de la plaza, en compañía de Darién y un nutrido contingente de guardias. Muchos nativos se habían dado cita en el lugar para presenciar la magia de los hombres blancos. La hechicera permanecía junto a Cordell, lista para traducir sus palabras en el momento preciso.

El primer prisionero no sabía lo que le esperaba. Dos legionarios lo arrojaron de boca al suelo y se arrodillaron sobre su espalda, al tiempo que lo obligaban a poner la cara de costado contra el pavimento. Valez se movió deprisa, y apoyó el hierro al rojo contra la mejilla del hombre.

Un hedor nauseabundo se esparció al instante, y una columna de humo se elevó de la quemadura. El caballero soltó un alarido, pero los legionarios lo retuvieron en la misma posición. Un segundo más tarde, Valez apartó el hierro, y el hombre rodó por el suelo y se echó a llorar desconsolado. Los soldados no lo sabían, pero sus lágrimas no eran de dolor, sino de vergüenza.

En cuestión de minutos, los otros tres caballeros corrieron la misma suerte, si bien opusieron una resistencia frenética a la humillación. Pero, al final, cada uno sucumbió a la fuerza de sus captores y acabó marcado con el ojo vigilante en su rostro.

—La mano de Helm está en todas partes —anunció Domincus, con voz solemne. El fraile miró a los hombres marcados como si su presencia fuera una ofensa a su dios.

—Así es —afirmó Cordell. Se sentía preocupado por el clérigo. Desde la muerte de su hija, Domincus se había obsesionado con la venganza de Helm contra los asesinos, y en su mente, trastornada por el odio, veía a todos los nativos como culpables.

Sin embargo, su obsesión había resultado muy útil en la conquista de Ulatos. El fraile había proclamado con tanto vigor el poder de Helm, tan palpable había sido la prueba de su superioridad en el resultado de la batalla, que los payitas parecían aceptar a Helm como un dios superior, sin discusiones. Domincus les había dicho que Helm en persona había depuesto a los dioses paganos. Ahora, los mazticas se reunían a diario para escuchar las arengas del fraile en un idioma que no entendían. Aun así, conocían el ojo vigilante de Helm bordado en el estandarte, y habían comenzado a tratarlo con el respeto debido a un dios poderoso; se posternaban cada vez que la bandera subía o bajaba.

—¡Que éste sea el último recordatorio de nuestro dominio y del castigo que merecen nuestros enemigos! —proclamó Cordell, y Darién tradujo sus palabras. La hechicera, tapada de pies a cabeza como tenía por costumbre cada vez que se aventuraba a la luz del sol, miró satisfecha a los prisioneros.

Una vez más, se sentía impresionada por la sabiduría del general. La legión no podía permitirse dejar muchos soldados de guarnición en Ulatos, pero la ciudad debía recordar que había sido conquistada. Incluso cuando no hubiese ningún legionario a la vista, los ciudadanos mirarían a estos cuatro guerreros y el recuerdo se mantendría fresco.

—Volvamos a palacio —dijo el capitán general, que marchó a paso ligero hacia su residencia.

Darién y Domincus lo escoltaron a través del patio. Daggrande y Kardann los esperaban.

—El cacique, Caxal, está aquí, general —informó el enano.

—¿Ha traído a alguien con él?

—Sí, señor. Ha traído a unos cuantos para que os hablen de aquella ciudad, Nexal. —El capitán señaló hacia el patio interior de la residencia.

Cordell se dio prisa en pasar por la arcada bordeada de hiedra. Encontró a Caxal sentado en un banco de piedra, en compañía de seis hombres sentados en el suelo. El capitán general hizo una pausa para esperar a Darién, mientras los payitas se apresuraban a ponerse de rodillas y tocar el suelo con la frente.

El resto de los capitanes de Cordell, Garrant y los comandantes de los arqueros y lanceros, se sumaron al grupo. El último en llegar fue Kardann. Sin dejar de jadear, preparó inmediatamente sus plumas y pergaminos, mientras Cordell hablaba.

—Quiero que me digáis todo lo que sabéis acerca de la tierra de Nexal, de su gente y de la propia ciudad. No os haré ningún daño. Daré una recompensa a todos los que compartan sus conocimientos conmigo. Ahora, hablad.

El general se paseó arriba y abajo junto a un estanque rodeado de flores, mientras Darién traducía sus palabras. Los nativos permanecieron de rodillas delante del conquistador.

—Tú —Cordell señaló a un hombre alto vestido con una sencilla túnica blanca—, ¿has estado allí?

—Sí, excelentísimo señor. La ciudad de Nexal es la ciudad más grande de todo el Mundo Verdadero. A su lado, Ulatos no es más que un pueblucho sórdido y miserable.

—¿Y oro? —preguntó Cordell—. ¿Los nexalas tienen oro?

—¡Oh, sí, magnífico conquistador! El más humilde de sus señores lleva placas de oro puro sobre el pecho, pendientes en las orejas, y tapones en los labios. Cobran en oro los tributos impuestos a todas las tribus que han conquistado.

»El mercado de Nexal no tiene comparación con ningún otro en el mundo, supremo señor. El mercado ocupa una plaza del tamaño de toda esta ciudad. Su ilustrísima encontrará allí oro, plumas, turquesas, perlas y jade, todo tipo de tesoros, objetos mágicos, cosas de plumamagia y zarpamagia.

»Además, hay grandes tesoros. El propio Naltecona oculta en algún lugar de su palacio más riquezas que toda nuestra humilde ciudad. Y cada uno de sus consejeros tiene su propio palacio, y en todos hay un cuarto que jamás ha sido abierto a lo largo de toda la historia de Nexal.

—¿Cómo sabes todo esto? —Al capitán general le resultaba sospechoso el entusiasmo de su interlocutor; sin embargo, el nativo se apresuró a darle una explicación.

—He comerciado con los mercaderes de Nexal —respondió—, los potec, que viajan por todo Maztica. Algunas veces vienen a Payit, interesados en comprar cacao y plumas que no se encuentran en tierras menos ubérrimas. Hablan sin tapujos acerca de su ciudad, y de los muchos impuestos que pagan a Naltecona para su peculio personal, de la misma manera que sus padres pagaron impuestos al padre de Naltecona. En una ocasión, viajé a Nexal en compañía de un grupo de potec, y viví un año en aquella gran ciudad. Pasé muchos días en el mercado, dedicado a comerciar y a aprender sus costumbres.

—¿Qué hay de su ejército?

—Los guerreros de Nexal son más numerosos que los granos de arena de la playa —contestó el comerciante—. Han derrotado a todos sus enemigos, y conquistado a todas las naciones vecinas, excepto una. Me refiero a Kultaka, que tiene soldados tan feroces como los nexalas, aunque no tan numerosos.

—La ciudad, Nexal, ¿está fortificada?

—Está protegida por lagos por los cuatro costados, oh invencible guerrero. Hay que recorrer largas pasarelas para llegar a la ciudad, y cada una tiene muchas secciones de madera que se pueden quitar. Es una ciudad de canales, plazas y avenidas. No hay paredes a su alrededor.

Los demás nativos confirmaron o adornaron el relato del mercader. La mayoría de los detalles se referían a los murales, los grandes templos y los dioses sangrientos. Ninguno podía precisar el tamaño del ejército nexala, pero era obvio que, en comparación, la fuerza payita era un regimiento.

Cordell también consiguió información acerca de la situación geográfica de la ciudad, gracias a un mapa de muchos colores, dibujado por el mercader, con las características del terreno muy bien detalladas. Después de recompensar a los aborígenes con cuentas de vidrio y acompañarlos hasta la puerta, el capitán general se dirigió a sus oficiales.

—Daggrande, ¿cómo va la carga?

—Esta mañana, hemos acabado de cargar el oro, general. Está distribuido entre todas las naves.

—Espléndido. Permaneceremos aquí un día más para que los hombres disfruten de la victoria.

—¿Puedo preguntar —dijo Kardann— si el capitán general ha considerado la sugerencia de volver a Amn en busca de refuerzos? Con el tesoro que tenemos en las bodegas, el Consejo no vacilará en financiar una flota mucho más grande. —Varios capitanes asintieron y se escucharon murmullos de aprobación a la sugerencia.

—¡La legión avanzará hacia el oeste! —ladró Cordell—. Apenas si hemos cogido unas migajas del festín que tenemos delante. ¿Es que no os dais cuenta de que, en cuanto volvamos a casa, cualquier pirata o brujo de cuatro cuartos de la Costa de la Espada vendrá a Maztica?

—¡El fortín que habéis mandado construir protegerá nuestros intereses! —protestó Kardann—. ¡Podéis dejar una guarnición considerable hasta que la flota vuelva con más hombres!

—Creo que vuestra comprensión de las tácticas militares no es tan grande como vuestra habilidad con los números, mi querido contable. —El general habló con suavidad, con la esperanza de humillar al contable en lugar de imponer el rango. El capitán Daggrande sonrió ante la ironía, pero Cordell sintió una cierta alarma al ver que varios de sus oficiales parecían tomar muy en serio a Kardann—. Si abandonásemos estas costas ahora —insistió—, perderíamos todas las ventajas conseguidas. Esta gente sólo nos aceptará como amos si continuamos siéndolo no sólo durante un par de días o una semana, sino durante meses, quizás años.

Kardann comenzó a tartamudear, pero Cordell lo silenció con la mirada.

—¡Para aquel entonces, espero tener a toda esta tierra sometida al estandarte de la Legión Dorada! —Hizo una pausa para dar tiempo a que todos entendieran la importancia de su compromiso.

»Aprovechad el día para disfrutar de vuestra estancia —dijo, en tono festivo—. Muy pronto volveremos al trabajo. ¡Tenemos que construir Puerto de Helm!

El estómago de Gultec gruñó otra vez, y el esbelto jaguar se levantó y se desperezó a placer. Se acomodó en la robusta rama que le servía de asiento, a varios metros de altura, y se dedicó a limpiarse. Tenía hambre, pero no era una necesidad urgente.

Por fin, el felino manchado saltó a una rama más baja, y de allí saltó hasta la horcadura de un árbol vecino. Su hocico tembló, alerta al olor de la presa.

Gultec buscó su camino por las ramas a media altura, para evitar los matorrales y no perder la protección del follaje que ocultaba su presencia. Dedicó a la caza casi una hora, pero no encontró nada comestible.

Las sombras eran cada vez más largas en los pequeños claros de la selva. El jaguar se movía entre las sombras, y su piel naranja y negra se fundía con la oscuridad. Cada vez tenía más hambre.

El animal avanzaba por una región de la selva muy lejos de Ulatos. Había marchado con rumbo sur, y cazado y dormido cuando hacía falta. Nunca había estado tan al sur, y esta zona era casi desconocida para la gente de la ciudad.

Gultec comenzó a moverse con una prisa desacostumbrada, porque la caza había sido escasa en los últimos días. El hambre lo empujaba, y, cuando no podía ir de rama en rama, caminaba por los senderos. Cazó a un pequeño roedor y lo devoró de un bocado, pero la minúscula víctima no aminoró su apetito.

Quizá fue por la urgencia de comer que abandonó su cautela habitual. Habían pasado muchos días sin ver ningún rastro humano, y relajó la vigilancia. El enorme felino no tenía por qué preocuparse de otros enemigos. Por lo general, ni siquiera el poderoso hakuna se molestaba por la presencia de otro depredador.

En cualquier caso, Gultec se deslizó en silencio por un sendero mientras caía la noche. Sus patas acolchadas pisaban suavemente la hierba, y cada cinco o seis pasos se detenía para olisquear el aire y mirar a su alrededor.

Impaciente, avanzó al trote. En un momento dado, soltó un gruñido irritado antes de recordar la necesidad de actuar con sigilo. Mientras recorría la senda, escuchó algo que se agitaba más allá. La brisa le trajo el delicioso olor de un pavo; comida suficiente para llenar el estómago de un jaguar.

Gultec se agazapó y avanzó casi tocando el suelo con la panza. ¡Allí! Vio al pavo, que permanecía junto al tronco de un árbol. El ave aleteaba y se retorcía, pero no se alejaba. Ni siquiera la aguda mirada de Gultec pudo descubrir la cuerda que lo sujetaba.

Con un salto perfecto, Gultec se lanzó hacia su presa. El ataque estaba planeado al milímetro; tocaría el suelo a tres metros del pavo, y en el salto siguiente lo tendría entre sus garras.

Sus patas se apoyaron en la hierba, listas para impulsarlo, pero la tierra no era firme, y cedió bajo su peso. Con un rugido de furia y pánico, Gultec cayó a través de un entramado de ramas que ocultaba un pozo muy profundo, y se estrelló contra el fondo.

De inmediato, el jaguar se elevó en un salto tremendo e intentó buscar un punto de apoyo en la pared para escalar hasta la boca del agujero, sin conseguirlo. Una y otra vez, el felino repitió el esfuerzo, siempre con el mismo resultado.

Por fin, exhausto y famélico, se acomodó en un rincón. Contempló cómo poco a poco el cielo se poblaba de estrellas y, a pesar de su furia, tuvo que aceptar que lo habían atrapado.

Varias docenas de hombres permanecieron en Ulatos, mientras el resto de la legión se trasladaba al fondeadero a unos cinco kilómetros de la ciudad. La construcción de Puerto de Helm comenzó en el momento en que doscientos legionarios, provistos de picos y palas, atacaron la colina rocosa cercana a la playa.

Darién había utilizado un poderoso hechizo de movimiento de tierras para iniciar un espigón en la laguna, y ahora los hombres trabajaban con carretillas y azadones, para extender el muelle hacia aguas más profundas. Por su parte, el capitán general y la hechicera abandonaron el palacio y se instalaron otra vez a bordo del Halcón.

Aquella noche, en el lujoso camarote, dos figuras yacían en la cama. Cordell roncaba mientras Darién permanecía bien despierta, alerta a todo lo que ocurría a su alrededor; la oscuridad no era obstáculo para sus sentidos.

Una sensación de peligro la estremeció, y la mujer elfa se sentó en la cama. Algo invisible la advirtió del ataque, y Darién apoyó los pies en el suelo. Su túnica, donde guardaba los numerosos paquetes con los componentes de los hechizos, colgaba de uno de los pilares de la cama.

De pronto, una ráfaga de viento se coló por debajo de la puerta. La aguda visión de Darién, con una sensibilidad especial para captar a criaturas sobrenaturales como el cazador invisible, lo reconoció en el acto; una fracción de segundo después, comprendió sus intenciones.

El cazador venía en su busca; en el interior del camarote, el viento se transformó en un torbellino que extendió sus tentáculos de aire hacia Darién, dispuesto a matarla. Pero Darién tenía preparado su hechizo. Lanzó un escupitajo contra el atacante invisible, y después, con las manos levantadas ante su rostro, gritó la palabra que completaba la magia:

—¡Dyss-ssymmi!

Con un horrible sonido de succión, el torbellino giró cada vez más rápido al tiempo que se reducía de tamaño, hasta que se esfumó con un chasquido. El hechizo había devuelto al cazador al plano aéreo.

Cordell, que se había despertado con el grito de Darién, rodeó con su brazo los hombros de la maga, sin disimular su asombro ante la sangre fría de la elfa.

—¿Qué era eso? —preguntó, sentándose en el borde de la cama. No había visto al atacante; sólo había escuchado el aullido del viento.

—Mi cazador. Fracasó en su intento de matar a Halloran, y vino en mi busca. Es uno de los riesgos del hechizo. —Darién se despreocupó del ataque; le interesaban mucho más las implicaciones—. Esto significa que Halloran sigue con vida —añadió—. De haber muerto por la ingestión del veneno, el cazador no habría venido en mi búsqueda; habría vuelto a su dimensión.

—¡Maldita sea! —exclamó Cordell. Se recostó con un suspiro—. ¡El muchacho nos pone las cosas difíciles!

Darién lo espió de reojo, furiosa, segura de que su amante no podía ver su expresión.

—Quizá, difíciles. ¡Pero no escapará!

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—¿Adónde puede ir? Tenemos el control de Ulatos y, a través de la ciudad, podemos estar informados de todo lo que ocurre en el país. Tarde o temprano, alguien traerá noticias suyas. ¡Recuerda que su presencia será motivo de revuelo allí adonde vaya! —Darién se apoyó en el hombre y lo empujó suavemente contra las sábanas. Él sonrió.

—Ven más cerca —dijo Cordell, estrechándola entre sus brazos—. Quiero saber algo más de tus planes.

—No tengo manera de corresponder a la bondad que me has demostrado. Lo que has hecho por mí representa mucho más que la vida. —Poshtli hizo una profunda reverencia ante Luskag; no podía dejar de parpadear y acabó por desviar la mirada. El punto dorado todavía ardía ante sus ojos.

Pero la visión había valido el precio. Si ahora podía realizar la tarea que le esperaba, quizá se podía salvar una ciudad, a todo un pueblo.

—Has sido un magnífico compañero, Poshtli de Nexal —afirmó Luskag, sincero. El enano se enjugó el sudor de la calva, y después metió la mano en el carcaj colgado de su cinturón.

»Quiero que lleves estas flechas para tu viaje —dijo. En su mano sostenía seis dardos. El Caballero águila cogió el regalo y repitió la reverencia.

Las flechas no tenían ninguna marca que las distinguiera, pero cada una —hecha con el mejor junco— era totalmente recta. Las puntas de obsidiana habían sido talladas de una piedra sin fallas. Las plumas del astil eran pequeñas; sin embargo, Poshtli presintió que allí residía la fuerza real del regalo.

El cacique de los enanos del desierto y un nutrido grupo de guerreros muy bronceados y cubiertos de polvo se habían reunido en el centro de la Casa del Sol para despedir al forastero, uno de los pocos humanos que habían estado allí, según las palabras de Luskag. Muchos hombres habían entrado en el desierto en busca de la Piedra del Sol, pero sólo un puñado había salido con vida.

El poblado no era más que un montón de cuevas en las paredes de un cañón. Los enanos habían quitado la maleza y alisado el fondo de un sector, y fue allí donde Poshtli saludó a los reunidos y dirigió una última mirada a Luskag.

El Caballero águila vestía su uniforme completo —la capa de plumas blancas y negras, y el yelmo picudo—, mientras que, atados al cinturón o al arnés, llevaba el arco, las flechas, la lanza y la maca.

De pronto Poshtli comenzó a girar sobre sí mismo. Los enanos se apartaron deprisa cuando él alzó los brazos para que la capa se extendiera en un círculo. Entonces se puso en cuclillas y batió las alas. Se elevó un poco, volvió a tocar tierra unos pasos más allá, y después remontó el vuelo.

El guerrero disfrutó con las expresiones de asombro en las caras de los enanos. Sus poderosas alas se agitaron mientras volaba en círculos, cada vez más alto, por encima de la Casa del Sol. Lanzó un grito de desafío y despedida cuyo eco se escuchó en el cañón hasta mucho después de su partida. Una corriente de aire frío lo elevó, para llevarlo hacia oriente.

Poshtli voló incansable hacia el este, tal cual le habían indicado sus visiones.

Durante horas no vio otra cosa que arena, pero después el desierto dio paso a la llanura, a continuación a las montañas, y por fin a la selva. El águila se sostuvo con el poder de la pluma, porque Poshtli no se detuvo a comer ni a dormir, a pesar de que el sol salió y se puso durante su vuelo.

Voló por el aire pesado y húmedo sobre las selvas de Payit, y sus músculos se recargaron de energía. Presentía la meta en la distancia. La pirámide verde no tardaría en aparecer ante sus ojos.

Halloran y Erix avanzaron a través del bosque durante toda una jornada, sofocados por el aire caliente y húmedo, y sin hacer caso de las nubes de insectos que los picaban. De vez en cuando, encontraban un sendero angosto y montaban a Tormenta, mientras Caporal trotaba delante o atrás. El calor mortificaba al sabueso, y Hal se preguntó si el perro podría aguantar mucho más.

Pretendían ir tierra adentro hasta donde les fuera posible, evitando los poblados. Hal opinaba que cualquier persecución por parte de los legionarios se realizaría a lo largo de la playa, el único terreno apto para la caballería. Hubo momentos en que incluso él pensó en abandonar a su fiel yegua, pero después descartó la idea, y cortó con nuevos bríos la maleza para abrir un paso lo bastante amplio para el animal.

Por fin el largo día se acabó, y los exhaustos jóvenes montaron su campamento entre dos troncos, después de que Halloran hubo despojado el lugar de helechos y enredaderas. Con un último resto de energía, Hal desensilló a Tormenta antes de desplomarse, agotado. El perro ya dormía, si bien se sacudía y quejaba en sueños.

No habían encontrado agua en toda la jornada, pero Erix dio con unas plantas de tallo grueso, que al cortarlas daban un precioso hilillo de agua fresca. Después de comer un par de bocados de tortilla de maíz y alubias, Erix se quedó dormida.

Una vez más, Halloran abrió el libro de Darién e intentó concentrarse en la lectura. Las palabras todavía le resultaban poco familiares. Si bien había sido capaz de lanzar el proyectil mágico contra Alvarro, ahora no conseguía aprender la fórmula, y lo mismo le ocurrió con el hechizo de la luz. Sin darse cuenta, se quedó dormido con el libro apoyado en el pecho.

Cerca de medianoche, los llantos del sabueso despertaron a los jóvenes. No tardaron en descubrir el motivo: los aullidos agudos de una jauría resonaban por el bosque como la voz del destino.

—Se acercan —susurró Erix, pasmada.

Halloran se resistía a creer que la jauría tuviese alguna relación con él. Después de todo, sabía que ni el fraile ni la maga eran capaces de un hechizo de estas características. Pero dos actos mágicos consecutivos confirmaban sus peores sospechas.

—Están muy cerca —afirmó severo, mirando los ojos de Erix. Quería hundirse en su cálida profundidad, que prometía consuelo y refugio, aunque sabía que era imposible.

—¿Dónde están? —preguntó la muchacha, angustiada; intentaba disimular el miedo, sin conseguirlo del todo.

—No lo sé. Debe de tratarse de algo de magia negra… muy poderosa, letal. Por el sonido parece ser una jauría a la caza, pero es demasiado demoníaco para ser de este mundo. —Halloran se armó de valor.

»¿Recuerdas cuando te dije que debíamos separarnos si la situación era muy peligrosa? Ahora ha llegado el momento. No puedes permanecer conmigo. No soy capaz de correr más rápido que esas criaturas, y, cuando me atrapen, no será agradable. Quizá pueda demorarlas, para que tú puedas alejarte. —Erix se rió ante sus narices, y Halloran la miró atónito; no le veía la gracia—. ¡Hablo en serio! ¡Tenemos que separarnos! ¡Es tu única oportunidad!

—¿No se te ha ocurrido pensar que la jauría venga detrás de mí? —preguntó la joven. Se puso de pie y ayudó a Hal a levantarse—. Quizá deberíamos permanecer juntos e intentar ayudarnos mutuamente.

Halloran observó a Erix, avergonzado por no haber considerado esta posibilidad. La muerte de Kachin había sido una muestra de que los enemigos de la muchacha eran poderosos y despiadados. Recordó que el atacante había abandonado la lucha con el alba, exactamente en el momento en que habían cesado los aullidos la noche anterior.

Cansados y doloridos, se prepararon para reanudar la marcha. Los aullidos se escuchaban con más claridad que la noche anterior, aunque seguían siendo lejanos.

La pareja caminó durante toda la noche y, poco a poco, el sonido quedó atrás. Humanos y animales ya no podían dar un paso más, cuando el alba puso fin a los aullidos de sus perseguidores.

Casi al mismo tiempo que asomaba el sol, salieron de la selva para entrar en una llanura de hierbas, juncos y —milagro— un estanque. Se lanzaron al agua para calmar su sed, quitarse la roña de los cuerpos y refrescarse.

Cuando los primeros rayos alumbraron la tierra a su alrededor, Halloran descubrió a los tres buitres que volaban en círculos por encima de sus cabezas.

—¡Más alto! ¡Hace falta otro metro y medio! —ordenó Daggrande al grupo de legionarios que se apoyaban en sus palas, muertos de cansancio. Los hombres dirigieron miradas asesinas al enano, pero volvieron a empuñar las palas y continuaron añadiendo tierra al terraplén que ya rodeaba tres cuartas partes de Puerto de Helm.

A pesar de sus gritos y maldiciones, el enano no podía disimular su orgullo por el trabajo de sus legionarios. En el transcurso de unos pocos días, habían movido una enorme cantidad de tierra. No tardarían mucho más en tener un fortín de fácil defensa que dominaba un excelente fondeadero natural y un buen trozo de costa de este país, llamado Payit.

La pequeña aldea de pescadores al pie de la colina ya no volvería a ser la misma. Los amplios campos de hierba que la rodeaban se habían convertido en lodazales. Habían construido una pequeña herrería cerca del arroyo, y el agua bajaba marrón y cargada de cenizas hasta la bahía, mientras el humo de la forja se extendía por la llanura. La carretera que unía el fuerte con Ulatos también era ahora un fangal. Las provisiones para los hombres —cacao, maíz, pavos, venado: lo mejor de Payit— llegaban a diario, y la legión comía bien.

A medida que progresaba la edificación, también habían arrojado piedras y tierra a la bahía para construir un espigón que se extendía hasta unos treinta metros de la costa. Asimismo, avanzaba la construcción de un muelle adicional, que formaba una T con el espigón. Ahora las carracas y las carabelas podían amarrar al espigón, y las operaciones de carga y descarga no dependían de las chalupas.

Daggrande continuó con la inspección del terraplén. La cumbre de la colina quedaría rodeada por un muro de tres metros de altura con una zanja exterior de un metro y medio de profundidad. Habían dejado una pequeña abertura, libre de zanja y pared, para el acceso. Darién había dicho que, por medio de un hechizo, podía cerrar la brecha en un instante. El capitán no dudaba de su palabra.

El enano se dirigió hasta el extremo más alejado del reducto, el que miraba a tierra. Este sector había sido el primero en quedar acabado, y nadie trabajaba allí. Daggrande subió a lo alto del muro, y miró hacia el sur. La llanura costera que rodeaba Ulatos se unía un poco más allá con la selva. Los legionarios habían escuchado relatos acerca de una tierra llamada Lejano Payit, en la región más al sur del país, pero se sabía muy poco de la extensión selvática.

Los nativos de Ulatos colaboraban de buena gana con sus conquistadores. Se presentaban en Puerto de Helm cargados de viandas, octal y objetos de plumas, pero sin oro. Durante los últimos días, Cordell se había dedicado al estudio de su mapa, y consultado en varias ocasiones a los hombres que conocían Nexal. Daggrande estaba seguro de que su general sólo pensaba en aquella ciudad, cargada de tesoros.

Personalmente, no lo entusiasmaba la idea de una larga campaña en estas tierras desconocidas, tan lejos de su base de suministros y refuerzos. Al menos aquí, junto a Ulatos, se encontraban cerca de las naves. La flota representaba la garantía de seguridad frente a un enemigo cuya embarcación más grande era la canoa.

Nexal era una ciudad interior, a muchos días de marcha desde el mar. Sin duda, Cordell no podía ser tan osado como para arriesgarse a llevar su reducido grupo, apenas quinientos hombres, al corazón de una nación con un ejército que debía de contar con decenas de miles de soldados. Sin embargo, y a pesar de sus reflexiones, Daggrande era un legionario, y había jurado obediencia a su capitán general. Por lo tanto, lo acompañaría aunque en ello le fuera la vida.

De pronto, lo distrajo el sonido de unas voces. Alerta, miró a lo largo del terraplén y después hacia el interior del reducto, sin ver a nadie. Se acercó al borde exterior del muro, espió hacia la zanja y vio a varios capitanes, incluido su amigo Garrant. Con mucha cautela para no ser descubierto, se asomó un poco más y vio el sombrero del representante de Amn.

Era Kardann el que hablaba.

—¡Quiere que muramos todos en aras de su propia grandeza! —La desesperación del hombre se reflejaba en su murmullo—. ¡Cualquier persona sensata enviaría a buscar refuerzos y formaría un ejército antes de marchar tierra adentro!

—Sí —gruñó el capitán Leone, un hombre valiente pero corto de ideas, que tenía el mando de los arqueros—. Me han dicho que el ejército que derrotamos aquí no es nada comparado con los que tienen en el interior.

—Debemos ir a buscar más fuerzas a Amn —insistió el asesor—. No hay por qué abandonar esta base. Sólo hay que enviar unos pocos barcos, los suficientes para transportar el tesoro.

—Es lo más razonable —opinó un capitán, a quien Daggrande no reconoció pues el ala del casco le ocultaba el rostro.

—Quizá si nos presentásemos ante el general… —sugirió Garrant.

—¡No! —siseó Kardann—. Teme demasiado perder su poder. Sólo serviría para empujarlo a una acción descabellada. Escuchad, tengo otro plan…

Un viento súbito se levantó desde la bahía, y Daggrande retrocedió, alarmado. El rumor de la brisa cálida ahogó los murmullos de traición, pero el enano tenía suficiente.

Era el momento de ir a buscar al capitán general.

Durante el día, avanzaban hasta que la fatiga los obligaba a detenerse en el primer refugio que podían encontrar. Dormían unas horas de siesta, pero con la caída de la noche se reanudaban los aullidos, y, una vez más, proseguían con su fuga desesperada. El sonido infernal se oía siempre más cercano, y les parecía que, en cualquier momento, la jauría saldría de la espesura. Sin embargo, después de cuatro noches de carrera por tierras despobladas, pantanos y selva, no habían visto a sus perseguidores.

En más de una ocasión, Halloran pensó en detenerse y luchar contra la jauría, o desafiarlos con su espada. No obstante, había algo en las voces siniestras de las bestias que lo convenció de que el reto sería un acto de locura.

Además, le resultaba insoportable pensar que la muchacha pudiese tener una muerte tan violenta y sangrienta como la de Martine. La terrible imagen del sacrificio torturaba su memoria. La muerte de Erix acabaría por hacerle perder la razón.

Avanzaron poco a poco debido a las dificultades del terreno, sin encontrar ninguna señal de asentamiento humano, al menos actual. Abundaban los montículos cubiertos de matorrales, en especial en los claros. Cuando los examinaron, resultaron ser pirámides de épocas remotas. La región era cada vez más abierta; todavía encontraban trozos de selva, pero dominaban los campos de pastoreo.

Caporal se había convertido en el proveedor de carne. El sabueso corría por los cañaverales o la llanura, a la caza de sus presas, y casi siempre regresaba con un pavo o un conejo, y, en una ocasión, con un mono. Con esto y la abundancia de frutos en la selva, no pasaban hambre.

Pero el terrorífico aullido los saludaba cada noche, cada vez más cerca, y los empujaba a continuar la huida. Dominados por el miedo omnipresente, apenas si hablaban. Sólo por las mañanas, cuando se apagaba el aullido para el resto de la jornada, hacían una pausa para descansar y charlar un poco.

—¿Quién era ella? —le preguntó Erix, en uno de estos descansos.

Halloran sabía a quién se refería, aunque no tenía muy claro cómo explicar sus sentimientos acerca de Martine. Los jóvenes se encontraban en uno de los claros de la selva desde hacía horas. A la vista de que los perseguidores sólo se movían durante la noche, habían decidido no desperdiciar sus fuerzas durante todo el día.

—Era una muchacha muy decidida. Me habían encomendado protegerla.

—¿Era tu… esposa? ¿Tu mujer? —preguntó Erix, nerviosa.

El capitán la miró sorprendido.

—¡No! —De pronto, el recuerdo de su enamoramiento le pareció tonto y vergonzoso. Su muerte permanecería en su memoria como una barbaridad imperdonable, el asesinato de una víctima inocente, pero no como la pérdida del ser amado. Sacudió la cabeza, enfático—. No. Era la hija de nuestro sacerdote. Ella lo acompañaba en la expedición.

Recordó que, hacía poco, había deseado llamar a Martine su dama, su amante, incluso su esposa, y lo encontró absurdo y ridículo. La mujer que deseaba no se parecía en nada a lo que había sido Martine. Su escogida tendría que ser inteligente, valerosa, serena, comprensiva…

Tendría que ser Erixitl. Halloran la miró, y esta vez se dejó arrastrar por aquellos profundos ojos oscuros. Se sintió mecido en su calidez, y entonces la rodeó con sus brazos, y ya nada más tuvo importancia.

—Me asustas, capitán Halloran —susurró ella, mientras yacían en la hierba—. Pero no tengo miedo.

Daggrande no encontró a Cordell hasta última hora de la tarde, cuando vio al capitán general en la playa junto al espigón, admirando los trabajos en compañía de Domincus y Darién. Habían instalado antorchas en el muelle, que se reflejaban en el agua transparente de la laguna, y que servían para que los legionarios pudieran trabajar hasta bien entrada la noche. El enano frunció el entrecejo mientras recordaba la conversación que había escuchado desde lo alto del terraplén.

—¡Espléndido trabajo el que ha realizado en la bahía, capitán, estupendo! —Cordell señaló el muelle en forma de T—. También hemos visitado las obras del fuerte, y comprobado que todo marcha a la perfección.

—Gracias, general. —A pesar de ser un hombre poco partidario de los halagos, Daggrande apreció el elogio de su comandante. Después de asentir cortésmente, añadió—: Con vuestro permiso, señor, hay un tema que necesito discutir con vos.

—Adelante —dijo Cordell.

—Es… Bueno, es un asunto un tanto confidencial, señor. —Daggrande no estaba dispuesto a dar por garantizada la lealtad de los dos lugartenientes.

—Estos dos gozan de mi absoluta confianza —afirmó Cordell—. ¡Habla!

—Sí, general. —Daggrande carraspeó—. Esta mañana me encontraba en el terraplén, para controlar el trabajo, cuando por casualidad escuché unos comentarios de la parte lejana.

—Vaya. ¿Quizá nuestro buen contable?

El enano asintió, sorprendido.

—¡Habla de traición, general! Pretende reclutar oficiales y soldados para robar algunas de las naves, y regresar a Amn. ¡Con el tesoro!

Cordell no mostró ninguna reacción, más allá de entornar un poco los párpados. Permaneció inmóvil durante un momento muy largo.

—Bien hecho, capitán —dijo—. No confiaba en esa sabandija, pero tampoco lo creía capaz de ser tan atrevido. —La voz del capitán general sonó tensa, entrecortada—. Pero, con este aviso, podemos cortarle las alas. Desde luego, creo que es la única solución.

Poco a poco, una sonrisa socarrona apareció en su rostro.

El ataque se produjo al atardecer, silencioso y rápido desde las sombras de la selva. No lo precedió ningún aullido. Sólo Caporal vio a los sabuesos infernales, mientras Hal y Erix dormían tranquilos sobre la hierba. Sus ladridos sonaron agudos y frenéticos.

Halloran se levantó de un salto a tiempo para ver a Caporal lanzarse hacia los árboles que rodeaban el claro. Se divisaba una sombra grande, casi el doble del tamaño del perro. El joven vio los ojos rojos como ascuas y las mandíbulas abiertas.

Caporal corrió hacia el atacante, sin preocuparse de los otros sabuesos que aparecieron más allá. Halloran vio saltar al sabueso mientras la sombra con aspecto de lobo permanecía agazapada.

En el momento en que Caporal buscaba su garganta, el monstruo vomitó una nube de fuego. El pobre animal se retorció y ladró una sola vez, antes de quedar envuelto en una mortaja letal. Las llamas salieron de las fauces del ser demoníaco, para acabar con la vida del noble sabueso con su calor infernal.

Caporal cayó al suelo mientras Halloran avanzaba, sorprendido y rabioso por el ataque. Su espada hendió el aire como un relámpago plateado, y de un solo tajo decapitó al atacante.

Pero entonces Halloran miró hacia el bosque y vio que nuevas sombras se movían en la oscuridad. Parecían estar por todas partes.

De la crónica de Coton:

En silencio y obediente hasta el final, espero anhelante una señal de esperanza.

Naltecona ha decidido enviar regalos a los extranjeros, como una muestra de su bienvenida y de su miedo. La decisión que él había dejado a los dioses ha sido tomada por hombres, y ahora saluda a estos hombres como dioses.

Se ha enterado por sus exploradores y espías de que los hombres blancos quieren oro, así que el reverendo canciller les enviará oro para saciar sus apetitos. También les hablará de la larga y difícil carretera hasta Nexal, y les informará que no vale la pena emprender un viaje tan arduo.

Sus señores y sacerdotes le han aconsejado que no lo haga, y han sido unánimes a la hora de afirmar que los regalos de oro no curarán a los extranjeros de su apetito por el metal amarillo.

Pero Naltecona es obstinado, y los regalos salen de la ciudad en una colorida caravana de esclavos, literas cargadas de tesoros, embajadores y espías de la corte del reverendo canciller. Ellos se encargarán de dar los presentes a los extranjeros.

Mucho me temo que, una vez que estos hombres hayan visto nuestro oro, no los podremos mantener alejados de nosotros.