Conquista
Al anochecer, los sobrevivientes de Ulatos se reunieron en filas sombrías a lo largo de las avenidas de su hermosa ciudad, para presenciar la entrada de los conquistadores. Si bien la batalla no había tocado la capital, todos sus habitantes conocían su resultado. Casi todas las familias habían perdido un padre o un hermano, incluso alguna hermana menor, o un abuelo, atrapados en la carnicería.
En primer lugar desfilaron los infantes de Garrant y los ballesteros de Daggrande, en columnas impecables de seis en fondo. Los estandartes encabezaban las compañías, mientras pífanos y tambores marcaban el paso. Avanzaron marcialmente, a un ritmo más rápido que el paso normal. Los legionarios desfilaban orgullosos, sin dejar de espiar el esplendor que los rodeaba. Vieron jardines y flores que superaban lo imaginable, y pulcras casas blancas. El agua abundaba por doquier, siempre limpia y clara.
Los siguieron veintiún jinetes, en filas de tres. Los banderines azules y amarillos ondeaban en las puntas de sus lanzas, y los caballistas disfrutaban haciendo caracolear a sus caballos, con gran espanto de los espectadores. Alvarro montaba un corcel negro que había sido de uno de sus hombres. Tiraba de las riendas con mucha fuerza para que su montura se encabritara, y, mientras el animal se levantaba sobre las patas traseras, él agitaba el sable por encima de su cabeza.
Cordell entró en Ulatos en el centro de la Legión Dorada, montado y escoltado por los caballos de Darién y Domincus. Los otros veinte caballos restantes, y las compañías de infantería, completaban la parada militar.
La legión avanzó a paso redoblado por las anchas avenidas, y muy pronto llegó a la gran plaza, en el corazón de la ciudad. Los árboles y las flores abundaban alrededor de la plaza. Varios canales angostos llegaban hasta sus bordes, y las avenidas sorteaban las vías de agua con amplios puentes de madera.
La plaza quedaba dominada por la enorme masa verde de la pirámide, mucho más alta que la existente cerca de los Rostros Gemelos, con bellísimos jardines en cada una de sus terrazas. En lo alto del templo se elevaba el surtidor de una fuente cristalina, y el líquido se derramaba sobre las terrazas, transformado en un suave goteo, que parecía burlarse de la solemnidad de los humanos reunidos en el llano.
Los soldados ampliaron las distancias entre las filas hasta cubrir la superficie de la plaza, mientras Cordell y Darién desmontaban. Ambos caminaron sin prisa hacia las figuras que los aguardaban junto a la base de la pirámide.
Un hombre, distinguido por su manto resplandeciente y su collar de plumas verdes, se adelantó e hizo una profunda reverencia. Comenzó su parlamento, pero Cordell lo interrumpió.
—¿Es el jefe de la ciudad? —preguntó el capitán general, y la maga se encargó de la traducción.
El hombre, sorprendido y asustado por la rudeza de Cordell, tartamudeó su respuesta.
—Es Caxal, el «reverendo canciller» de Ulatos —tradujo Darién.
—Dile que quiero todo el oro de la ciudad, ahora. Que también exigimos comida y alojamiento. Pero primero el oro. Tienen que traerlo aquí. —Cordell señaló una tarima en el centro de la plaza, que se elevaba un palmo del suelo.
Darién tradujo, y Caxal le dio la espalda para dirigirse nervioso a los señores y jefes de su corte.
—Dile que si intentan ocultar algo de sus tesoros, destruiremos la ciudad.
La expresión de Caxal era desesperada mientras respondía a la hechicera.
—Traeremos todo nuestro oro. Por favor, sabed que no somos ricos. ¡Esto no es Nexal! Somos payitas, y nuestro oro es vuestro.
Interesado, Cordell hizo un gesto a Darién.
—Ya averiguaremos algo más de ese sitio, «Nexal». ¡Ahora dediquémonos a contar el oro que tenemos delante!
Una vez más, volvió su atención al canciller de Ulatos.
—Caxal, te encargarás de llevar a tus hombres a cada una de las casas de la ciudad. Reclamarás todo el oro en mi nombre, y lo traerás aquí. Cuando hayas acabado, mis hombres se encargarán de la requisa. ¡Si descubrimos que nos has engañado, arrasaremos la ciudad!
—Mi general, el estandarte —exclamó Domincus, en cuanto llegó junto a la pareja, acompañado por el sargento portador de la enseña y varios soldados de escolta.
—¡A la cima! —ordenó Cordell, con un gesto airoso.
El pequeño grupo escaló la pirámide. En lo alto, había un jardín exuberante, con piscinas de agua clara, senderos cubiertos de hierba y canteros de flores diversas. En el centro del jardín había una estatua.
—¡Un demonio! —gritó Domincus, escupiendo la imagen de la Serpiente Emplumada, Qotal—. ¡Sacadla de aquí!
Al instante, los escoltas tumbaron la escultura, que quedó decapitada al golpear contra el suelo. Después, cargaron los dos trozos hasta el borde y los arrojaron escalera abajo. Cuando se estrellaron junto a la base, quedaron hechos añicos.
Mientras tanto, Cordell ya podía ver a los nativos que corrían para apilar objetos en el centro de la plaza. Estatuillas, cadenas y brazaletes relucían con los últimos rayos de sol. Había cosas envueltas, y el general imaginó que debían de ser lingotes y pepitas del precioso metal amarillo.
—¡El estandarte! ¡Por la gloria de Helm! —gritó el fraile y, arrebatando la bandera de manos del sargento, se encaramó de un salto en el pedestal. Sus guanteletes, adornados con el ojo brillante de su dios, apretaron el mástil mientras lo alzaba por encima de su cabeza. Con un solo golpe, lo clavó en una grieta entre dos piedras. El estandarte flameó al viento, y el ojo de Helm bordado en el pecho del águila dorada contempló imperioso la ciudad.
Detrás del estandarte, el surtidor perdió altura poco a poco hasta confundirse con el agua de la fuente; después, desapareció del todo.
El fuego sin humo proyectaba un cálido resplandor contra las paredes relucientes de la gruta. Halloran salió del estanque, con la piel enrojecida de tanto frotarse. Caporal nadaba feliz en el arroyo, y Tormenta pastaba entre la hierba tierna y fragante.
Hal tiró la raíz que le había dado Erix, una hierba que hacía espuma con el agua y que ella había llamado «jabón». Era tan efectivo que se sentía un poco molesto por tanta limpieza.
Se puso los pantalones de cuero y las polainas de lana, sin hacer caso de la nariz fruncida de Erix. Ahora, ambos se sentían más relajados; por el momento, no corrían ningún riesgo. Hal había encontrado la gruta, a unos centenares de metros de la playa, bien oculta por la espesura.
—Tendré que conseguir una túnica para ti. Algo limpio y fresco. Te gustará.
Hal gruñó sin comprometerse. De hecho, le molestaba el roce de la tela áspera contra la piel, y el sudor comenzaba a acumularse en el acolchado de sus prendas. Sin embargo, el baño había sido una experiencia bastante dura, y no estaba dispuesto a más cambios.
—Mira. Tengo comida. —Erix le alcanzó una cosa chata, y Hal vio que era una tortilla de maíz. Los isleños habían ofrecido este alimento a los legionarios, que era básico en la dieta de Maztica.
—Gracias. —Hal mordió la tortilla, y de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas, y le pareció tener fuego en la boca. Desesperado, engulló el bocado y bebió agua en abundancia. Cuando recuperó el habla, preguntó—: ¿Con qué…, con qué está rellena?
—Oh, sólo son alubias. Y un poco de pimienta. ¿Te gusta? —La muchacha sonrió.
—Es… delicioso —susurró. Hal bebió más agua, pero el líquido parecía contribuir a desparramar el fuego por su cuerpo, como quien echa aceite a una hoguera.
No obstante, no dejaba de ser comida, y, por cierto, la única disponible. Probó con bocados más pequeños, y no tardó en apreciar el sabor del picante. No dejaba de lagrimear y el sudor le brotaba por todos los poros, pero advirtió con gran sorpresa que, en este clima tropical, la comida picante le refrescaba el cuerpo, al menos en el exterior.
—Háblame de tu tierra —dijo Hal, cuando acabaron de comer—. Aquella ciudad, Ulatos…, ¿es tu casa?
—No. Vengo de mucho más lejos, cerca del corazón del Mundo Verdadero.
—¿El Mundo Verdadero?
—Maztica. Todo el mundo conocido. La nación más grande de Maztica es Nexal. Su gente ha conquistado a muchas de las otras tribus. Kultaka es otra nación poderosa, enemiga de Nexal. Nosotros estamos en Payit, el país más alejado de Nexal. Payit es la única nación que no es enemiga de Nexal, ni tampoco ha sido conquistada. Está demasiado lejos, con lo cual no representa ningún riesgo para Nexal.
—¿Y qué me dices de los sacerdotes asesinos, como aquel que mató a Martine?
—Los seguidores de Zaltec, entre los que figuraba aquel sacerdote —respondió Erix, resignada a abordar el tema—, son mucho más numerosos entre los nexalas y los kultakas que entre los payitas. Y siempre podemos encontrar adoradores de Qotal, como el bueno de Kachin. Él era el patriarca, el sumo sacerdote del templo, en Ulatos. —De pronto, la muchacha miró a Hal, curiosa, y preguntó—: Dijiste que tu gente te había atacado. ¿Por qué?
Hal le relató su arresto y la fuga, y, mientras hablaba, los hechos le parecieron una historia lejana, algo que le había ocurrido a algún otro. Había cortado todos sus vínculos con su vida anterior, y pese a ello se sentía la misma persona que había servido en la legión de Cordell.
Pero, al comprender el alcance de lo sucedido, fue consciente de que Cordell, Alvarro y Domincus no tolerarían que se les escapara. Vendrían tras él, con todos los medios a su alcance, y Hal sabía que eran considerables. Esto lo llevó a adoptar otra decisión.
—Cuando dije que podías quedarte, olvidé…, quiero decir, que no puedes —tartamudeó Hal, con gran esfuerzo—. No puedes acompañarme. ¡No puedo estar contigo!
—¿Por qué? —exclamó Erix.
—No es seguro. La legión me perseguirá, y acabarán por encontrarme —respondió. Después, mintió con descaro—: Tú…, bueno, serías un incordio si tengo que luchar.
—¿Y qué es lo que pretendes hacer? —gritó Erix, levantándose de un salto—. ¿Crees que con tus monstruos peludos y tu camisa de metal podrás ir a donde se te antoje en Maztica? ¿Hacer tu voluntad?
»No, capitán Halloran. Te matarán, y tu corazón servirá de alimento a Zaltec, o Tezca. Sólo si sigues conmigo, tendrás una oportunidad para seguir con vida. Y no te preocupes: si alguien te ataca, no me pondré en medio.
Halloran parpadeó sorprendido ante la ira de la muchacha. No había sido su intención ofenderla. ¿No podía entender que lo hacía por su propio bien? ¿Que no había nada más peligroso para ella que permanecer a su lado?
—No lo entiendes —balbuceó el joven. Él quería explicarle su terrible sentimiento de culpa por la muerte de Martine. Erix debía comprender que él no podía ser responsable de otro asesinato. Sin embargo, mientras pensaba en nuevos argumentos, en más explicaciones, sintió que tal vez él no comprendía del todo la situación.
—No soy tu esclava —declaró Erix, enfadada—. ¡No estoy dispuesta a que me dejen de lado como a una niña molesta!
Se alejó unos pasos, y después se volvió para mirarlo. La expresión en sus ojos se suavizó, y su cuerpo se relajó.
—Eres un hombre valiente, capitán. Estás dispuesto a dejar que me vaya, a pesar de que esto signifique quedar indefenso en un país desconocido. —Erix se acercó a la pequeña hoguera y volvió a sentarse—. No obstante, me necesitas. Me salvaste la vida cuando yo ya había renunciado a ella. Es una deuda que no puedo olvidar.
Halloran le dirigió una mirada de gratitud; hasta ahora no se había dado cuenta del miedo que le producía separarse de la muchacha.
—Tienes razón —dijo—. Necesito tu ayuda para sobrevivir. Te agradezco el ofrecimiento. —Hal sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo—. Me disculpo por lo que he dicho. En ningún momento he creído que pudieras llegar a ser un estorbo. Pero debes prestar atención a mis palabras. Podemos vernos enfrentados a grandes peligros, a fuerzas de una naturaleza que no podrías ni imaginar. Si ocurre algo extraño, quiero que te alejes de mí en el acto. ¿Me has entendido?
Ella asintió, enfadada. Hal estaba seguro de que le había comprendido, pero desconfiaba de su posible obediencia.
El joven suspiró, resignado, acomodó la mochila a guisa de almohada, y apoyó la cabeza.
—¿Qué es esto? —exclamó, al notar que había algo duro en la bolsa.
Examinó la mochila, especialmente el fondo, convencido de que tenía un refuerzo. En cambio, descubrió que se trataba de una cosa sólida y plana metida en un bolsillo secreto.
Sólo tardó unos segundos en encontrar el cierre y abrirlo. En el bolsillo había un tomo encuadernado en cuero y atado con una cinta negra. Sacó el libro y no pudo evitar una exclamación de asombro.
—¿Qué es? ¿Es bueno? —preguntó Erix, intrigada por la expresión de sorpresa y miedo en el rostro de Hal.
—No…, no es bueno. Tampoco sé si es muy malo. —Miró a Erix a los ojos—. Al parecer, sin darme cuenta he robado el libro de hechizos de la maga, Darién. —Le explicó la importancia del hallazgo, consciente de su valor porque contenía una copia de cada uno de los encantamientos del arsenal de la hechicera.
»Desde luego, no tienen ninguna utilidad excepto para alguien experto en las prácticas mágicas. Puedes enloquecer si pretendes leer un hechizo que esté más allá de tus conocimientos, aunque lo habitual es que no saques nada en limpio.
Mientras hablaba, Hal sintió como si el libro apoyado en sus rodillas lo incitara a abrirlo. Su mirada se posó en la tapa de cuero suave, como atraída por una fuerza invisible. Mantuvo el libro cerrado durante un buen rato, sin darse cuenta de que Erix ya dormía.
«¿Cuánto recordaré de todo esto?», se repitió una y otra vez, hasta que por fin abrió el libro por la primera página.
El destello de un relámpago le hirió los ojos, y cerró la tapa de un golpe. Parpadeó para normalizar su visión. Con la fracción de segundo que había durado el destello, había tenido suficiente para reconocer los símbolos, las palabras de un poder arcano. Volvió a abrir el libro, y esta vez el resplandor no fue tan brillante. Se forzó a mantener la mirada en el texto, y no pudo evitar el entusiasmo cuando reconoció la fórmula del hechizo.
¡Un encantamiento para inducir sueño! Este ya lo conocía.
¿Sería capaz de aprenderlo otra vez? Estudió los símbolos con mucha atención. Algunos le resultaban muy claros, pero había otros que parecían flotar en el pergamino, y se escapaban de su comprensión. Insistió en el estudio, a pesar de que le dolía la cabeza.
Al cabo, fue la fatiga y no la magia la que le hizo cerrar los ojos y quedarse dormido.
Halloran soñó con Arquiuius. El viejo hechicero le enseñaba el encantamiento del proyectil mágico, y le pegaba en las orejas cada vez que pronunciaba mal una sílaba, o se distraía. En el sueño, él estudiaba el hechizo y lo intentaba una docena de veces; siempre fallaba en un punto u otro.
Entonces de pronto lo decía bien, y disparaba el proyectil de fuego. Se levantaba de un salto, entusiasmado con el éxito, pero su tutor no le daba importancia. «Pasable», era su único comentario. De inmediato, Arquiuius le asignaba otra tarea; aprender el hechizo de luz. Una y otra vez repetía el proceso con el nuevo encantamiento, sin conseguir coger el ritmo correcto.
Arquiuius lo dejaba y se iba a dormir, pero el joven Halloran insistía en practicar. Lloraba de rabia ante cada nuevo fracaso, aunque sus lágrimas no le daban consuelo. Proseguía con el estudio, forzando la vista para poder leer los caracteres que parecían bailar a la débil luz de la vela.
Una y otra vez intentaba el hechizo, y en cada ocasión le resultaba más difícil. Pese a ello, no se daba por vencido, y llegaba el momento en que le parecía haberlo conseguido. ¡Ya lo tenía!
Halloran gritó una palabra, algo surgido de su pasado, y se despertó, asustado. Al instante, la gruta se iluminó con una luz fría y blanca, que parecía más intensa en contraste con la oscuridad total de la selva.
«¿Lo he hecho yo?», fue la primera pregunta que apareció en la mente de Hal. Entonces escuchó el aullido.
—¡Si los hombres blancos quieren el oro de esta casa, que vengan y se lo lleven ellos mismos! ¡Ahora, vete! —gruñó Gultec al noble rechoncho y retaco, uno de los sobrinos de Caxal. El hombre chilló aterrorizado y corrió calle abajo, mientras el Caballero Jaguar daba un portazo.
Gultec permaneció malhumorado en el jardín, delante de la Casa de los Jaguares. Varios guerreros jóvenes se encontraban en sus habitaciones, y otros cuantos paseaban absortos entre los canteros multicolores y estanques. La mayoría de los cuartos estaban vacíos; sus ocupantes yacían en el campo de batalla.
«¿Por qué he sido exceptuado? ¿Por qué, cuando tantos caballeros jóvenes, tantos padres y hermanos, con tantas razones para vivir, han muerto? ¿Por qué yo, que no tengo nada, no estoy muerto?».
Gultec empuñó la daga de pedernal que llevaba en el cinto, y se infligió grandes tajos en los antebrazos. Contempló cómo caía la sangre, pero el acto de penitencia no consoló su espíritu.
Se puso de pie y se desperezó como un felino; miró con añoranza la Casa de los Jaguares. La elegante mansión, hogar de los miembros de su orden que no tenían esposa ni familia, había sido su única casa desde la adolescencia. Para él, siempre había sido un símbolo del poder invencible, del orgullo de su cofradía.
Ahora el poder había sido destrozado en el campo de batalla. Los restos del orgullo yacían dispersos en los tesoros que se apilaban en la plaza de Ulatos, donde los nobles de la ciudad se apresuraban a obedecer las órdenes de sus nuevos amos.
Una vez más, llamaron a la puerta; Gultec reconoció la voz del reverendo canciller.
—¡Abre, Gultec! —rogó Caxal—. ¡Necesito hablar contigo!
Furioso, el guerrero abrió la puerta y miró con desprecio a su cacique cuando Caxal atravesó la entrada, tambaleante. Parecía estar a punto de echarse a llorar, y caminaba encogido.
—¡Gultec, tienes que darme el oro que hay en la casa! ¡Lo reclaman los extranjeros! ¡Tienes muchísimo oro; los harás muy felices! ¡Se alimentan con el metal amarillo y lo necesitan para vivir!
—Pues entonces que vengan y se lo lleven. ¡Deja que muera como un guerrero, enfrentándome a ellos!
Caxal miró al Caballero Jaguar con compasión.
—Se lo diré, pero no se contentarán con venir a buscarte. ¡Arrasarán la ciudad si no les entregamos nuestro oro!
Gultec quería gritarle, incluso atacarlo. Una parte de su orgullo de Jaguar necesitaba culpar al canciller. Si él hubiese podido desplegar el ejército en el bosque, tal como pensaba…
Pero, en el fondo de su corazón, Gultec sabía que su propia táctica, si bien hubiese servido para salvar la vida de muchos guerreros, no habría bastado para evitar la caída de la ciudad en manos de los extranjeros. Ulatos había estado predestinada, y el destino de Caxal era el de gobernar la primera ciudad de Maztica rendida a los invasores. Por primera vez, sintió piedad por su patético cacique.
—¡Mañana vendrán a revisar todas las casas! —exclamó Caxal—. ¡Piensa en los niños, Gultec!
El Caballero Jaguar intentó pensar en los niños. Intentó pensar en cualquier cosa, pero lo único que vio fue un vacío oscuro. Ya todo era pasado. Había fracasado en su destino. Ahora no había nada.
—Mi casa es tu casa —dijo suavemente y, apartándose de Caxal, buscó el rincón más oscuro del jardín. Se puso en cuclillas y permaneció de cara a la pared, mientras llevaban a la plaza el oro de la Casa de los Jaguares.
Aun así, no pudo evitar espiar a los jóvenes caballeros que abandonaban abatidos la casa. Uno tras otro, marchaban cargados con los ornamentos de oro hasta la casa del capitán general, que era el nuevo nombre del palacio de Caxal. Respondían a la orden de su nuevo comandante.
Ninguno de ellos habló. Gultec jamás había presenciado una escena tan trágica, de tanta humillación. Los Jaguares habían sido preparados para morir en el combate, o ser sacrificados en el altar del enemigo después de una captura honorable.
Ahora, en cambio, los guerreros entraban en el palacio y no salían. Se quedaban allí, prisioneros del invasor, Cordell. El capitán general había proclamado la prohibición de los sacrificios, y nadie sabía por qué retenía a los soldados.
Gultec no tenía la voluntad de levantarse. Continuó sentado en el jardín hasta que se hizo de noche, y después esperó en la oscuridad a que los soldados viniesen a buscarlo. Se resistiría, y ellos lo matarían.
En el interior del guerrero, un felino enorme se paseaba arriba y abajo, sin dejar de gruñir furioso contra los barrotes que lo encerraban. Pero Gultec no cambió de expresión, no movió ni un solo músculo durante su vigilia. El paseo se convirtió en obsesión, aunque por fuera él seguía impertérrito.
Y, con el paso de las horas, comprendió que incluso sus enemigos lo habían olvidado. Su destino había sido destruido en el campo de batalla, aplastado por el poder de su rival. Ahora, el invasor ni siquiera le concedía la dignidad de morir como un guerrero.
Su vida había acabado. Gultec se puso de pie y abandonó el jardín con la primera luz del alba. No se dirigió hacia la casa, sino que caminó hacia el sur. Dejó la ciudad y cruzó los campos de cultivo. Era de día cuando llegó a la selva.
De pronto, un felino manchado saltó a las ramas de un árbol, por encima del matorral. Se adivinaba el movimiento de sus músculos poderosos debajo de la piel suave, mientras sus ojos amarillos buscaban una presa entre la hierba. El jaguar tenía hambre.
Gultec era libre.
Las huellas recorrían la playa a buen paso, marcando el camino que seguía el cazador invisible. El sable plateado de Halloran se movía en el aire, a un metro del suelo, como si lo llevase un soldado humano dispuesto a rechazar un ataque. El arma actuaba de brújula, y la punta oscilaba durante unos segundos, y después señalaba la dirección de la presa.
El cazador disponía de una paciencia y tenacidad sobrenaturales. Sólo podía ser traído al mundo físico como respuesta a la orden de un brujo muy poderoso, y se encontraba obligado por el hechizo a realizar la tarea asignada; ahora buscaba a un hombre llamado Halloran. Hasta no dar con él y completar la orden, no quedaría libre de la voluntad del hechicero.
Había buscado durante horas en el campo de batalla de Ulatos, antes de poder localizar el rastro. El hombre había montado un caballo, y el animal había confundido los esfuerzos del cazador.
Ahora podía seguir la marca de los cascos en la arena; la espada y las pisadas avanzaban deprisa. De pronto se detuvieron cuando el cazador detectó un rastro invisible para los sentidos humanos.
Después, las pisadas se apartaron de la playa y entraron en la jungla. Las hojas se agitaron como si marcaran el paso de una ráfaga de viento, y muy pronto la espada señaló hacia la entrada de una gruta. Allí dentro había un fuego casi extinguido.
Y su presa.
Cordell arrancó la pepita de oro de la barriga de una hermosa estatuilla de turquesa, y arrojó la escultura al suelo, donde se rompió en mil pedazos. Puso la pepita entre sus muelas y mordió. Sonrió complacido al notar que el metal cedía a la presión de sus dientes.
Era más de medianoche, y grandes hogueras iluminaban todo el contorno de la plaza mientras los legionarios miraban incansables cómo los aborígenes traían nuevas cantidades de oro. Al igual que Cordell, arrancaban el oro incrustado en las tallas, reducían a lingotes los collares, pulseras y pendientes, y quitaban las plumas y conchas a los tapices recamados de oro.
Hasta bien entrada la madrugada, el capitán general disfrutó con su tarea, y sólo abandonó cuando no pudo mantener más los ojos abiertos. A la mañana siguiente tenía una reunión con el contable, y, por una vez, deseaba verle la cara al representante de los príncipes de Amn.
Halloran se sentó alarmado, sin recordar ya su sueño mágico a pesar de que la luz suave todavía alumbraba la gruta. Caporal, a su costado, no dejaba de gruñir. El legionario escuchó el aullido lejano en el calor de la noche, y un escalofrío le recorrió la espalda.
—¡Erix! —susurró—. ¡Despierta!
Ella lo obedeció en el acto, y Hal comprendió que debía de llevar un rato despierta.
—¿Reconoces el sonido? —preguntó el joven.
—No… —Ella lo miró con una expresión de terror—. ¿Es alguno de tus monstruos?
Él cabeceó, con la mirada puesta en el perro.
—Los sabuesos no aúllan cuando siguen un rastro, y su ladrido no se parece en nada a este sonido. —El aullido musical y triste resonó en la noche, todavía distante pero cada vez más amenazador.
—¿Esta luz es obra tuya?
—Sí… Es uno de los hechizos de los que te hablé. No sé si podría repetirlo. Tuve un sueño y, cuando desperté, lo puse en práctica.
Erix miró a su alrededor; en su expresión se mezclaban el miedo y el asombro. La luz blanca y fría alumbraba la pequeña gruta, y se reflejaba en las paredes de piedra. Habían dormido tranquilos y cómodos en el refugio, Hal envuelto en una manta y Erix tapada con su capa de algodón. Pero ahora ninguno de los dos pensaba en descansar.
El aullido sonó otra vez, mucho más cerca. Hal recordó los numerosos hechizos que el fraile y Darién tenían a su disposición, y se preguntó si el grito no sería producto de alguno de sus encantamientos.
—Creo que lo mejor será irnos de aquí —dijo. Erix había previsto su decisión, y tenía preparadas sus cosas.
Halloran ató la mochila, la manta y demás enseres a la montura de su yegua, mientras Erix se lavaba en el estanque. La muchacha se acercó y vio que Hal estudiaba algo que había sacado de la mochila.
—¿Qué es? ¿Agua? —preguntó Erix, al ver que Hal sostenía una botella en una mano, y dos frasquitos en la otra.
—No. Son pócimas mágicas de algún tipo. Las cogí cuando escapé del barco. No sé por qué lo hice. La magia me da repeluzno.
—¿Para qué sirven? —exclamó Erix, extrañada.
El sonido quejumbroso resonó en la selva, todavía lejos. El sabueso se movió inquieto mientras Hal pensaba la respuesta.
—No sé para que sirven. Las tomas y ocurre algo mágico. Las etiquetas explican lo que son; el problema es que no consigo descifrar la escritura.
—Quizá deberías tirarlas —dijo Erix, en voz baja—. No las necesitamos. ¿Qué pasará si resultan ser peligrosas?
—Oh, no lo sé —respondió Hal, despreocupado—. Puede que nos sean útiles. —El joven guardó los dos frascos en la mochila, y descorchó la botella. Después de echar una mirada a la etiqueta, acercó la botella a sus labios, y bebió un sorbo.
—¡Halloran!
En cuanto escuchó el grito de Erix, Hal bajó la botella y escupió. Intentó tapar el envase, preguntándose por qué no podía verlo; entonces advirtió que tampoco podía verse las manos. ¡Era invisible!
—No pasa nada, tranquilízate. Estoy aquí. —Su cuerpo ya comenzaba a ser visible, y unos segundos después había vuelto a la normalidad—. ¡Es una pócima de invisibilidad! No tomé más que una cantidad pequeñísima, lo suficiente para desaparecer durante un instante. Sin embargo, en caso de necesidad, podemos tomar una dosis y desaparecer.
—¿Para siempre? —Erix no ocultó su duda.
—No…, una hora o dos, como máximo. Sé que los efectos no son permanentes, aunque reconozco que no tengo mucha experiencia en el tema. —Se dispuso a coger otro de los frasquitos.
—¡Espera! —gritó Erix—. Quizá sean muy útiles, pero dejemos las pruebas para mejor ocasión. Ahora debemos irnos.
El aullido desapareció, reemplazado por un sonido más fuerte y agudo. Lo podían escuchar, si bien ahora no parecía acercarse.
El sabueso soltó un gruñido y se levantó de un salto. Una ráfaga de viento recorrió la gruta, hizo ondular el agua del arroyo, y sacudió la hierba de las orillas. Hal miró a su alrededor, y no vio nada anormal, a pesar de que la luz mágica todavía iluminaba el campamento. Se repitió el nuevo sonido, y entonces Caporal ladró.
El ladrido le salvó la vida a Hal. El joven giró la cabeza justo a tiempo para ver una espada plateada que Volaba hacia su garganta. Se hizo a un lado, al tiempo que se ponía de pie. Un viento súbito avivó las ascuas, y Hal contempló atónito a su atacante.
Mejor dicho, a la falta de agresor. La espada bailaba en el aire, al parecer por propia voluntad. Su asombro fue todavía mayor cuando reconoció el arma.
—¡Es mi sable! —gritó. El arma, que había sido un regalo personal de Cordell, y de la que lo habían despojado en el momento de su arresto, parecía dispuesta a acabar con él.
Mientras el arma iniciaba otro ataque, Hal pudo ver el chapoteo en el agua del arroyo, que marcaba el paso de los pies invisibles. Empuñó el sable de Alvarro, sujeto a la silla de su montura, y detuvo el golpe de su atacante.
Sin embargo, la espada encantada paró y atacó demasiado rápido, y el joven, que apenas si vio el movimiento, se echó hacia atrás para evitar la estocada mortal. La sorpresa se convirtió en miedo al comprender que su agresor podía matarlo. Trastabilló con el agua a los tobillos y escuchó que algo caía en el arroyo.
Caporal saltó sobre el atacante y mordió el aire. El sabueso se retorció en el líquido cuando una súbita ráfaga de viento batió el agua. De pronto, un tornado en miniatura levantó al perro y lo lanzó a la orilla.
Halloran atacó descargando mandobles a diestro y siniestro, en un intento de hacer caer el sable a tierra. El tornado cambió de dirección y levantó una cortina de agua que cegó a Hal. La fuerza del viento lo obligó a retroceder. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas.
La gruta que les había servido de cobijo se convirtió de pronto en una jaula; las paredes de caliza le impedían maniobrar… o escapar. Las barreras de piedra formaban un ruedo mortal, donde la vida sería la recompensa para el ganador.
Halloran se levantó de un salto mientras el sable embrujado buscaba su cuerpo. Una vez más se vio obligado a zambullirse de cabeza para evitar la muerte. La espada golpeó en el suelo a unos centímetros de su espalda, y el joven rodó hacia un costado; sintió un dolor agudo cuando uno de sus hombros chocó contra un objeto punzante.
La espada se alzó por encima de su cuerpo, lista para el golpe final, cuando algo se estrelló contra la figura invisible y la hizo apartarse. Hal vio a Erix armada con un tronco de buen tamaño, de los que habían recogido para la hoguera. Pero el tornado reanudó el ataque, y el legionario comprendió que no podrían vencerlo con medios físicos.
El objeto punzante lo pinchó otra vez cuando Hal se movió para levantarse; descubrió que había caído sobre la mochila. El tapón de uno de los frasquitos asomaba en uno de los bolsillos laterales, y el pico lo había pinchado.
Erix descargó un segundo garrotazo. El atacante retrocedió, para después rodear a la joven con su turbulencia y lanzarla contra el suelo. Hal sintió que lo invadía el terror, pero la espada se volvió hacia él. No le interesaba matar a Erix de Maztica.
Desesperado, Hal sacó el frasquito de la mochila. «Ojalá que esto sirva para algo más que hacerme invisible», pensó. Quitó el corcho y, acercando el frasco a sus labios, bebió todo el contenido de un solo trago. Una fracción de segundo más tarde, levantó su sable para frenar otro golpe mortal.
Una vez más, el torbellino corrió por el campamento. La espuma cegó a Hal, que se preparó a resistir la fuerza que lo había tumbado en dos ocasiones. Cerró los ojos para protegerse del agua y el polvo, y echó el torso hacia adelante, procurando no perder el equilibrio.
Pero ahora el viento no lo golpeó tan fuerte, o al menos no en todo el cuerpo. Primero notó el choque contra su vientre y las piernas, después sólo en las piernas. Abrió los ojos cuando las gotas se transformaron en niebla; el viento se había convertido en una molestia alrededor de sus pantorrillas.
Miró el fuego, a Erix, al horizonte que se extendía durante kilómetros alrededor de la gruta… ¡Alrededor de la gruta! Hasta las paredes de seis metros de altura que habían ocultado su campamento le parecían ahora una trinchera. «¡Soy un gigante!», se dijo al comprender la situación. Por un instante, sintió vértigo y pensó que se desplomaría.
Pero sus pies habían crecido en la misma proporción, y se mantuvo erguido. Se agachó para espiar en el interior de la trinchera.
Halloran vio que la espada volvía al ataque, y apartó al agresor de un puntapié. Poco a poco, entendió los efectos de la pócima. Lo había hecho crecer hasta alcanzar casi los diez metros de estatura. ¡Sus ropas y su sable habían crecido a la par!
Erix lo contemplaba boquiabierta. El cazador invisible insistió en su objetivo; esta vez Hal levantó uno de sus enormes pies, y lo pisó, aplastando con todo su peso a la forma debajo del agua.
Un millón de burbujas explotaron alrededor de su pie, pero podía sentir cómo el monstruo se retorcía. Durante varios minutos, Hal permaneció inmóvil, y poco a poco disminuyó la resistencia. Por fin surgió a la superficie una gran burbuja como si hubiese estallado una vejiga inmensa, y todo acabó.
El legionario tendió una mano y recogió su espada del fondo del arroyo. Con el arma entre sus dedos, que ahora tenía para él el tamaño de un mondadientes, buscó inútilmente alguna señal de su agresor. La noche había recuperado su tranquilidad.
Erix tartamudeó algo ininteligible, y él contempló su rostro aterrorizado.
—No te preocupes —dijo Halloran, con un vozarrón de trueno—. ¡No durará mucho!
Al menos, esto era lo que deseaba.
—Aquí arriba, en el interior de la montaña —dijo Luskag, que apenas sudaba—. Es aquí donde encontraremos la Piedra Solar.
Poshtli jadeó una respuesta inarticulada. Apenas se podía mover, y mucho menos hablar, como resultado de la combinación entre lo empinado de la ladera y la altura. Pese a ello, siguió al enano del desierto en su lento y continuo ascenso.
Vestidos sólo con sandalias y taparrabos, realizaban la penosa ascensión bajo el ardiente sol de la mañana. La subida no era peligrosa, pero la menor cantidad de oxígeno y lo largo del trayecto lo convertían en un calvario.
La montaña ocupaba una enorme extensión de desierto, y se levantaba de un tumulto de picos menores para dominar el horizonte en todas las direcciones. Campos de nieve sucia con el barro producido por el deshielo adornaban las alturas del pico cónico, y por fin los escaladores se aproximaron a la cumbre.
—La montaña nació con la Roca de Fuego —le explicó Luskag, en uno de los descansos.
—La has mencionado antes —dijo Poshtli, entre jadeos—. ¿Qué es la Roca de Fuego?
Luskag lo miró sorprendido.
—Pensaba que todos conocían la historia. La Roca de Fuego marca el nacimiento de los enanos del desierto, y también la muerte de todos los demás enanos.
El Caballero águila frunció el entrecejo, extrañado por la explicación.
—El año se remonta a muchas generaciones atrás; me refiero a generaciones de las nuestras (en términos humanos serían muchas más), si bien nadie lo sabe con exactitud. Los enanos estaban en guerra con sus archienemigos, los drows o elfos oscuros.
»Fue un conflicto que llegó hasta los confines del mundo, porque en aquel tiempo había túneles y cavernas subterráneas vinculados entre sí, y un enano podía pasar por debajo del gran océano, ir a los vastos reinos de nieve en el norte y el sur, sin sacar la cabeza a la superficie.
»Esta región —añadió Luskag— era el dominio de muchas gentes; enanos y elfos oscuros desde luego, pero también de los gnomos, los ladrones de mentes y muchos más. Sin embargo, nadie tan malvado y calculador como los drows.
»Los elfos oscuros mantenían un foco mágico en las profundidades de la tierra, al que llamaban Fuego Oscuro. Lo alimentaban con los cuerpos de sus enemigos, y el Fuego Oscuro aumentaba su poder. Por fin, dominó a los que lo alimentaban y se convirtió por su propia voluntad en una fuerza terrible, de una capacidad de destrucción colosal: la Roca de Fuego.
»Consumió el mundo subterráneo y destrozó su mayor parte. Montañas como ésta nacieron del fuego, mientras ciudades enteras y naciones de las profundidades acabaron arrasadas. —Luskag hizo una pausa, y Poshtli notó el dolor que le producía el relato; daba la impresión de que el desastre hubiese ocurrido ayer.
»La raza de los enanos quedó aniquilada, excepto por algunas pequeñas tribus, entre las que estaban mis antepasados. Pero no pudieron continuar su vida bajo tierra, porque las enormes cavernas de la antigüedad, aquellas que se habían salvado del fuego, se llenaron de gases venenosos o se convirtieron en lagos de lava hirviente. Por lo tanto, los enanos salieron a la superficie, y ahora vivimos en cuevas poco profundas, muy cerca del brutal calor del sol. Los enanos que estamos aquí, en la Casa de Tezca, somos los últimos supervivientes de una orgullosa y noble raza.
»No obstante, la Roca de Fuego también hizo algo bueno: la destrucción total de los elfos oscuros. Ahora al menos vivimos en paz, libres de sus malvadas conspiraciones.
Poshtli bajó la mirada en respeto al dolor de su compañero. Pensó en la naturaleza de un poder capaz de acabar con todo un pueblo, con la totalidad de una nación. El viento seco le rozó la piel, y notó un escalofrío.
El orgullo de Luskag resultó evidente cuando levantó la cabeza para contemplar la Casa de Tezca. El árido y ardiente desierto parecía menos hostil visto desde un punto tan alto. Los rojos, tierras y ocres se mezclaban en tonos suaves por efecto de la distancia. El horizonte marcado por los picachos abruptos y puntiagudos se convertía en algo bello: distante, indiferente, inalcanzable.
—Y la Piedra del Sol… ¿también nació de la Roca de Fuego? —preguntó Poshtli, con la mirada puesta en la cumbre.
Luskag asintió y se puso de pie; se había acabado el descanso.
—Ya es hora de seguir, si quieres tener hoy la oportunidad de consultar la piedra. El sol no tardará en alcanzar el mediodía, y nosotros debemos llegar antes a la cumbre.
Poshtli mostró su conformidad con un gruñido y se levantó, envarado. Si la ascensión hasta aquí había resultado extenuante, ahora se veían enfrentados a la peor parte; la ladera casi vertical, sembrada de piedras sueltas y retazos de nieve sucia. La fatiga le veló la mente. El sudor le entraba en los ojos y le impedía ver. No habían traído agua. El enano le había dicho que el cuerpo y el alma debían ascender desnudos. Aquel que buscaba la visión de la Piedra del Sol debía ser puro y mostrar su devoción con la abstinencia.
Por fin alcanzaron la cima, y Poshtli vio que se encontraban en el borde de un enorme cráter volcánico. Casi ciego por el agotamiento, echó una mirada al fondo, y gritó su asombro al ver la Piedra del Sol. Su cuerpo recuperó las fuerzas y su mente se despejó del todo. ¡Este era un lugar divino!
Un gran disco de plata aparecía en medio del cráter, como un lago de metal líquido. La zona a su alrededor era árida y estéril, una superficie de roca negra recocida. Pero el disco, casi del mismo tamaño que la gran plaza de Nexal, parecía resplandecer con luz propia.
Poshtli no habría podido apartar la mirada ni aún deseándolo. Se sentó en cuclillas, hechizado. Sintió que Luskag se acomodaba a su lado, también de cara al interior.
Poco a poco, majestuosamente, el sol se elevó por el lado opuesto del cráter. En su ascenso, los calentaba con sus rayos, pero ninguno de los dos dejó de mirar el disco plateado. Poshtli vio que el metal comenzaba a moverse, a girar lentamente como una rueda gigante.
El disco giraba cada vez más rápido, y con cada revolución aumentaba el poder del hechizo. El Caballero águila y el enano del desierto permanecieron inmóviles, sin mover ni un solo músculo ni pestañear.
Por fin el sol alcanzó la vertical. Su luz cayó sobre el disco con un reflejo abrasador, y sus rayos concentrados eran como una columna incandescente.
Poshtli sintió que la fuerza se derramaba sobre su cuerpo, con tanta intensidad que casi lo hizo caer de espaldas. Resuelto a todo, mantuvo la mirada en el resplandor y notó que aumentaba la temperatura de su cuerpo. De pronto, su visión se convirtió en un vacío blanco, pero entonces se abrió un agujero en medio de la nada.
El agujero creció en el mismísimo centro de su visión, hasta que, a través de él, pudo ver un trozo de cielo azul. Miró a través del agujero, y vio buitres que volaban en círculos cada vez más abajo, alejándose de él.
Poshtli olvidó su dolor, olvidó el calor. Voló con los buitres, que se habían convertido en águilas. Al remontarse, recordó las sensaciones de otros vuelos, aunque ninguno le había producido tanta felicidad.
Entonces, con una brusquedad desconcertante, sobrevoló con las águilas un inmenso páramo incendiado. A través de las cenizas, podía ver el trazado de los canales, un túmulo derruido que podía haber sido una pirámide, y los pantanos en el lugar donde antes había lagos.
¡Nexal! Gritó su pena por la ciudad, su voz convertida en un áspero graznido. Era Nexal la que estaba allá abajo, pero una Nexal de muerte y destrucción. No había personas, sino unas cosas extrañas y horripilantes que se movían entre el fango y las ruinas, criaturas de una apariencia grotesca, deformes, con ojos bestiales y cargados de odio.
Poshtli continuó con la mirada puesta en el agujero; deseaba poder mirar en otra dirección, pero no podía. Pensó que la visión lo volvería loco. El desconsuelo amenazaba con romperle el corazón.
Entonces vio aparecer ante sus ojos a una mujer de una belleza indescriptible. Ella paseaba entre los escombros ennegrecidos, y la oscuridad desaparecía a su paso. Al hacerse la luz, la ciudad no recuperaba la normalidad, pero al menos la tierra emergía otra vez, verde y lozana.
El cuerpo volador de Poshtli se estremeció ante el brutal asalto de la visión. Se retorció en el aire, como si quisiera escapar del horror en tierra. Sin embargo, allí donde miraba encontraba nuevas escenas de destrucción.
Después vio la selva, salpicada de claros. El sol aparecía en su visión, colocado en la vertical de una pirámide enorme. La mirada de Poshtli se dirigió a la pirámide, y pudo contemplar una escena extraña: una mujer hermosa que luchaba desesperadamente por salvar su vida. Vio una manada de coyotes que lanzaban dentelladas contra sus piernas.
A su lado estaba un hombre blanco de los que habían atravesado el mar. Él también luchaba contra los coyotes. Poshtli vio que los atacantes eran criaturas pequeñas y peludas, de diversos colores: amarillo claro, pardo y negro.
La próxima cosa que sintió fue la mano de Luskag que lo sacudía por el hombro. Se sentó, guiñando los ojos, incapaz de apartar de su vista el resplandeciente punto amarillo; el punto donde había estado el agujero. Advirtió que era de noche.
—Ven —dijo Luskag. El Caballero águila vio que el enano también parpadeaba—. ¿Los dioses han sido bondadosos contigo?
—Sí —respondió Poshtli, suavemente—. Ya sé lo que debo hacer.
Al mediodía, Kardann, el contable, se presentó a su cita con Cordell. El capitán general lo hizo esperar fuera de la casa mientras se vestía. Kardann aguardó inquieto, sentado en un banco de piedra en el patio, sin interesarse por el amplio palacio que había sido de Caxal.
La casa era inmensa, con un jardín cercado y una piscina. Más allá de esta zona abierta, las paredes encaladas encerraban las grandes y cómodas habitaciones del edificio de techo plano. La mayoría de las viviendas de Ulatos eran de madera o paja; ésta, en cambio, era de piedra.
Cordell no tardó mucho en salir de sus aposentos y reunirse con el representante del Consejo de los Seis.
—Desde luego, he tenido que trabajar en unas condiciones pésimas —protestó Kardann—. Esto no ha sido algo sencillo, como pesar monedas bien acuñadas. Mis cálculos tienen un margen de error en más o en menos de un diez por ciento.
Una vez expuesta la disculpa, Kardann entró en materia.
—No obstante —añadió, con una sonrisa de oreja a oreja—, mi primera estimación arroja el nada despreciable resultado de un millón cien mil piezas de oro, una vez realizado el fundido y el acuñado. El oro parece ser de gran pureza, si bien a este respecto he sido tan precavido como en las cuentas.
—Son unas noticias excelentes, señor —afirmó Cordell. Soltó un silbido de admiración—. ¡Sencillamente espléndidas!
Kardann agachó la cabeza en una actitud de modestia, y después carraspeó mientras miraba indeciso al capitán general.
—¿Puedo preguntar, excelencia, si pensáis ahora regresar a casa?
Cordell miró al hombre, pasmado ante la pregunta.
—¡Desde luego que no! ¡Apenas si hemos arañado la superficie de esta tierra!
—Con el perdón del general —insistió Kardann—, pero algunos de los hombres han hecho comentarios acerca de la magnitud de las distancias y lo reducido de nuestro número. ¿No sería prudente regresar a Amn en busca de provisiones y refuerzos?
«¿Y tal vez un nuevo contable, asqueroso cobarde?», pensó Cordell. Miró al hombre sin casi molestarse en disimular su desprecio.
—Haríais bien en dejar de lado cualquier idea de regresar a casa, amigo mío. —Su voz adoptó el tono habitual de firmeza propio de un comandante—. Revisad vuestras cifras, y esforzaos esta vez para que sean más exactas, por favor.
Con una mirada de odio, Kardann se retiró, y asintió sin volverse cuando escuchó la orden de Cordell a sus espaldas.
—Decidle al capitán Daggrande que pase.
El enano se presentó ante su comandante, y le hizo un saludo.
—La ciudad está tranquila, general —informó.
—¿Qué hay del jefe, Caxal? —preguntó Cordell.
—Espera en el patio.
—Muy bien. Cuando se presente mi señora Darién, lo haremos pasar. Por favor, quédese, capitán.
Unos segundos más tarde, la hechicera salió de sus aposentos privados al otro lado del amplio patio para unirse a ellos en el espacioso vestíbulo abierto que servía como sala de audiencias. Como siempre durante el día, la elfa iba cubierta de pies a cabeza.
Dos guardias hicieron pasar a Caxal, y Cordell comenzó a hablar en el acto, mientras Darién traducía.
—Habéis actuado bien en la recolección del oro. Estoy seguro de que ahora habrá paz entre nuestra gente. Pero hay algo más que debéis hacer.
Caxal puso mala cara por una fracción de segundo, para después borrar de su rostro toda expresión.
—Todos aquellos guerreros que son jefes —añadió el general—, los «Jaguares» y los «águilas», han de venir aquí. Ya tenemos a muchos, detenidos cuando trajeron el oro. Pero debéis encontrarnos al resto y enviarlos a nosotros. Una vez encerrados, vuestra ciudad volverá a la vida normal.
Por un momento, tras escuchar las palabras del conquistador, Caxal se irguió en toda su estatura.
—Mi ciudad jamás volverá a la vida de costumbre —gruñó. Después aflojó los hombros—. No sé por qué habéis de encerrar a un hombre, a menos que tenga miedo a morir en el altar. ¿Pensáis sacrificarlos a todos?
—¡Por Helm, desde luego que no! —El rostro de Cordell enrojeció—. ¡Esa práctica bárbara ha quedado prohibida para siempre! ¡Aquí, en Ulatos, y en cualquier otro sitio adonde vaya mi legión!
»Los guerreros serán encerrados en una habitación, y allí se quedarán hasta que estemos seguros de que no tendremos más problemas en Ulatos. Deberán presentarse aquí antes del anochecer.
—¡Pero morirán! —protestó Caxal—. No son la clase de hombres que puedan vivir enjaulados en una habitación. ¡Los mataréis a todos!
—Es un riesgo que estoy dispuesto a aceptar —afirmó Cordell—. La audiencia ha terminado.
Caxal hizo una reverencia, estremecido de emoción. Mantuvo la cabeza gacha mientras retrocedía hacia la salida.
—¡Esperad! —ordenó Cordell—. Una cosa más. Quiero saber algo más de aquel lugar que habéis mencionado, «Nexal». Traedme a unos cuantos de vuestra gente que lo hayan visitado, o vivido allí. Sin duda, conoceréis quiénes son.
—Se hará vuestro deseo. —Caxal asintió y salió casi a la carrera.
—¿Están bien acomodados sus hombres? —le preguntó Cordell a Daggrande.
—Desde luego, general. Comodísimos. La comida es abundante. La pena es que los payitas no tienen cerveza ni bebidas espirituosas —respondió el enano—. Beben una cosa que llaman octal, que tiene un olor acre y un sabor raro. Pero a los hombres parece gustarles.
—Nos quedaremos aquí dos días más. Dejaremos que los hombres disfruten un poco, que se busquen una mujer. Haga usted la vista gorda, si se pasan. Otra cosa, capitán. Cualquier legionario que robe oro, será encadenado y exhibido en la plaza como lección para sus compañeros. Que corra la voz.
»Después, capitán, tengo una tarea que requerirá su atención especial. —Daggrande miró a su general con picardía, y Cordell esbozó una sonrisa—. Quiero que se construya un fuerte en el lugar donde está anclada la flota. Estará a cargo de las obras, y dedicará por turnos a la mitad de la legión a las tareas, mientras la otra se encarga de la guardia.
Daggrande asintió. Había interpretado la idea de su comandante a la perfección.
—Una sabia decisión, señor. ¿Os parece adecuada la colina que da a la playa?
—Es el lugar idóneo. También necesitaremos un muelle. Quizá más tarde encaremos la construcción de un rompeolas, pero, de momento, será suficiente con un parapeto y un lugar donde amarrar una carraca. Ahora vaya a divertirse un poco, antes de que lo ponga a trabajar.
El enano saludó y se retiró. El capitán Alvarro fue el siguiente en presentarse.
—Ah, capitán —dijo Cordell—. Le explicaré el motivo por el que lo he llamado. En general, los nativos han aceptado nuestra presencia; sin embargo, creo que es necesario realizar una última demostración, para asegurarnos la obediencia de los payitas.
—¿Sí, general? ¿Qué sugerís?
—Quiero que observe a los guerreros que tenemos cautivos. Encuentre a los cuatro o cinco más decididos, los que destaquen como líderes. Después, al atardecer, tráigalos a la plaza. —El capitán general sonrió con severidad al oficial, y sus ojos brillaron como zafiros negros.
»Nos aseguraremos de que los guerreros de Ulatos recuerden mientras vivan que han sido conquistados por la Legión Dorada.
De la crónica de Coton:
Mientras, la oscuridad cae sobre las costas de Nexal.
Zaltec mantiene esclavizada a Maztica. Qotal nos tienta con la promesa de su retorno, con las señales del cuatl, con las visiones del Caballero águila, pero no da ninguna prueba de su próxima llegada. Y ahora un Muy Anciano recorre nuestra tierra.
Lo sigue su jauría de sabuesos —bestias negras y feroces surgidas del averno, el mundo de Zaltec y el Fuego Oscuro— y busca matar el futuro antes de que pueda comenzar. Porque así podrá asegurar el triunfo de Zaltec.
Pero ahora el Muy Anciano también se mueve con temor, porque las piezas del futuro comienzan a estar en su sitio. Debe matar a la muchacha y, al mismo tiempo, mantener su naturaleza en secreto. Al parecer, hasta los Muy Ancianos temen a los extranjeros.
La muchacha todavía es una hija de pluma, y también es beneficiaría de una ayuda imprevista. El hombre blanco la acompaña no como conquistador, sino como compañero. Juntos desafían a la oscuridad, pero la oscuridad es enorme, y ellos son muy pequeños.