17

Enemigos y amigos

Alvarro se dejó llevar por el impulso de la carga, por la invencible sensación de poder que lo embargaba mientras conducía a los lanceros a través de las filas destrozadas del enemigo. Había matado a muchos de los nativos, más de los que podía contar. Los caballos galopaban imparables, seguidos por las figuras gráciles y fuertes de los sabuesos. Alvarro se deleitaba ante el efecto que producían los perros de guerra, porque los aborígenes parecían tenerles tanto miedo como a los lanceros.

Todavía había blancos abundantes para su lanza, más víctimas para el filo de su espada. La matanza se convirtió en algo ritual, un proceso que él podía ejecutar indefinidamente.

No se dio cuenta de que habían dejado atrás a los guerreros. Él continuaba sembrando la muerte a su alrededor. El escuadrón cayó como un rayo entre los ancianos, mujeres y niños que habían venido a presenciar la batalla. Ahora, los jinetes los perseguían y los cazaban. El capitán presintió que debía dar la vuelta, pero el impulso de su carga había cobrado vida propia, así que prosiguió con su orgía de muerte.

Algo captó la atención de Alvarro, y en el acto desvió a su yegua mientras los lanceros seguían adelante. Vio a una mujer joven de pie en medio del campo, que lo contemplaba. Era delgada y muy bella, si bien lo que más llamaba la atención eran sus ojos. Se fijaron en Alvarro, y lo acusaron, descubriéndole la fealdad de su alma en toda su crudeza.

La aparición lo enfureció hasta la locura, y bajó la lanza mientras arremetía contra la mujer solitaria, ansioso por derramar su sangre.

Halloran siguió la batalla con gran interés, sentado en una rama del árbol y bien oculto por las hojas. Temió por la suerte de la compañía de Daggrande cuando se adelantaron demasiado. Aplaudió el valor de los hombres de Garrant, y por fin respiró tranquilo al ver la caballería.

Observó a los lanceros con un toque de envidia, consciente de que él debería haber estado a la cabeza. Admiró de mala gana la audacia de Alvarro, mientras los jinetes atacaban el corazón del ejército rival. Los coloridos estandartes de las lanzas, la perfección en los movimientos de hombres y caballos, caracterizaban a los centauros de la legión que él había ayudado a entrenar.

Pero su admiración se convirtió en extrañeza cuando vio que los lanceros dejaban atrás a los guerreros y continuaban cabalgando. Después, sintió asco y repulsión ante la carnicería perpetrada por los jinetes, que ya no eran suyos, sino de Alvarro.

Los lanceros recorrieron el borde del delta, y algunos pasaron cerca del escondite de Halloran, que se apresuró a bajar del árbol en cuanto se alejaron. El joven se olvidó de cualquier pensamiento heroico respecto a la intervención de sus camaradas; él no podía aceptar la brutalidad de sus asesinatos.

Los lanceros mataban sin discriminación; les daba igual que fueran guerreros o espectadores. Los caballos arrollaban a los payitas que no se apartaban de su camino, y los perros ladraban y mordían, provocando más miedo por su ferocidad que un daño real.

Halloran vio que un caballo negro se separaba de los demás, y reconoció a Tormenta. Distinguió las cintas negras sujetas al casco del jinete; se trataba de Alvarro. ¡Su rival se había apoderado hasta de su montura! Un sabueso seguía a Alvarro y a Tormenta, mientras el lancero buscaba a su próxima víctima. Halloran vio que Alvarro bajaba la lanza. «Tendría que haberlo matado cuando tuve la oportunidad», pensó desconsolado. Un odio asesino ardió en su pecho.

Entonces, por primera vez, distinguió a Erix en el campo de batalla y adivinó que ella era el próximo objetivo del lancero.

—¡Erixitl, no! ¡Maldito bastardo! —gritó, mientras echaba a correr—. ¡Por Helm, no! —La posibilidad de que la joven pudiese morir en este lugar le pareció que era la peor pesadilla de su vida; un mal sueño que no podía permitir.

Alvarro prosiguió su carga, sin advertir la presencia de Hal cuando el joven salió a campo abierto. El exlegionario era consciente de lo poco adecuada que era su daga para el enfrentamiento. Aun en el caso de que el puñal hubiese estado equilibrado para lanzar, no tenía ninguna posibilidad de detener, o siquiera distraer, al atacante.

¡Magia! Ahora era el momento en que los poderes arcanos podían ayudarlo. Sin embargo, ya no conocía las fórmulas; hacía diez años que no las repetía.

«Kreeshah… ¿Cómo era aquella frase? ¡Maldita sea!». Las palabras se removieron en el fondo de su memoria. El caballo de Alvarro pasó a todo galope mientras Hal se esforzaba por recordar.

«¡Kreeshah… barool… hottaisk!». ¡Ya la tenía!

¡Kreeshah… barool…! —repitió Halloran, en voz bien alta. Señaló con el dedo al capitán pelirrojo y a su caballo negro que se disponían a arrollar a Erix—. ¡Hottaisk!

Un diminuto dardo de fuego brotó de su dedo, y voló en línea recta hacia el objetivo, dejando en el aire una estela de chispas. Halloran contempló asombrado la trayectoria del proyectil mágico, que acertó en la espalda de Alvarro en el mismo momento en que el jinete se cernía sobre la inmóvil muchacha.

Alvarro lanzó un grito agudo que espantó a su cabalgadura. Sin dejar de maldecir el terrible dolor de la herida, se preocupó única y exclusivamente de sofrenar a su caballo, pero la necesidad de emplear las dos manos lo hizo perder la lanza.

—¡Corre! ¡Ve hacia los árboles! —Halloran corrió hacia Erix, intrigado por la apatía de la muchacha.

Ella lo observaba con una expresión pasiva y un tanto triste, y el joven se sintió atrapado por la luz de sus ojos.

—¡Desertor y ahora también traidor! —gritó Alvarro, con un tono de mofa.

Hal alcanzó a la muchacha en el instante en que su rival desenvainaba su sable.

—¡Pero no asesino! —respondió Halloran.

Una sonrisa cruel apareció en el rostro de Alvarro; clavó las espuelas en su cabalgadura y se lanzó al ataque, seguido por el sabueso. Hal vio que se trataba de Caporal, y deseó que el perro lo reconociera.

El joven recogió la pesada lanza, y levantó la punta para hacer frente al jinete. El arma era letal cuando la respaldaba el impulso del caballo y un caballista bien sujeto a la montura; en cambio, en manos de un soldado de infantería no era más que un palo largo.

El encuentro era casi inminente, cuando de pronto Hal se arrodilló y apoyó la empuñadura de la lanza en el suelo. Sosteniendo el arma con firmeza, la apuntó hacia la coraza de Alvarro.

El capitán descargó un sablazo con la intención de apartar la lanza de su camino, pero Halloran se mantuvo firme y, en el mismo segundo, la punta de la lanza se estrelló contra el pecho de Alvarro, que salió despedido de su montura. Con un gruñido amenazador, el sabueso se dispuso a atacarlo.

—¡Caporal, quieto! —gritó Halloran. El perro se detuvo, y miró a los hombres, sin saber qué hacer.

El lancero pelirrojo yacía de espaldas, sin hacer otra cosa que gemir. Hal corrió hacia él y recogió el sable de su rival. Por un momento, pensó en rematar a Alvarro, como justo castigo a sus crímenes, pero no pudo hacerlo, máxime cuando el epíteto de «traidor» resonaba todavía en sus oídos. En cambio, despojó al jinete de su cinturón y la vaina, y lo sujetó a su propia cintura.

Después, miró a su alrededor. Su caballo, Tormenta, se había detenido un centenar de metros más allá y pastaba tranquilamente. Los demás integrantes del escuadrón se habían dispersado para perseguir a sus víctimas. No obstante, permanecían al alcance de la vista, y en cuestión de segundos alguno de ellos advertiría la ausencia de su capitán.

Poco a poco, Erix se dio cuenta de que no iba a morir, si bien no comprendía la naturaleza de su salvación. Algo había enfurecido al monstruo justo antes de que pudiese matarla, y la bestia había saltado, resoplado y gritado su rabia por sus dos bocas.

Entonces había reconocido al extranjero, Halloran, y le pareció que él era su salvador. Pero ¿por qué? ¿Acaso no era un sirviente de los monstruos, igual que sus compañeros? Lo miró anhelante, aunque aturdida por la brutalidad de su gente.

Había sentido admiración por el hombre cuando levantó la lanza, en un intento desesperado por detener al monstruo. Le dio pena tener que presenciar su muerte. No había nadie capaz de enfrentarse a la bestia de dos cabezas.

¡Pero él partió el cuerpo del monstruo! Erix gritó de asombro cuando el golpe de Hal arrancó la parte superior de la criatura, que cayó a tierra. Si ver cómo se retorcía en el suelo el torso de la bestia le resultaba espantoso, mucho peor fue comprobar que la parte inferior se movía por sí sola. Desprovisto de su parte humana, el monstruo se parecía bastante a un enorme ciervo.

Su aspecto perdió así algo de fiereza. Vio cómo se detenía para mordisquear la hierba aplastada entre los cuerpos sangrientos de aquellos que, unos minutos antes, había matado.

Su asombro se multiplicó cuando Halloran gritó una orden al monstruo pequeño, que lo obedeció. Igual que la otra criatura, ésta no parecía tan terrible después de responder a la voz de mando.

Halloran no dejaba de ir de un lado a otro, presa de una gran agitación. Ahora vio que él recogía el cuchillo largo y se encaminaba hacia la parte inferior del monstruo mayor. Por fin lo entendía: había que matar a cada parte por separado.

Sin embargo, el hombre no remató a la bestia. En cambio, se dedicó a hablarle. Ni tampoco la criatura lo atacó o escapó, sino que permaneció dócil mientras el joven la acariciaba.

¡Entonces Halloran se unió a la bestia! Ella vio cómo él reemplazaba el torso arrancado. El monstruo recreado se volvió hacia Erix y avanzó en su dirección. El espectáculo fue demasiado para su mente aterrorizada.

Cuando Halloran llegó junto a la muchacha, la encontró desmayada en el suelo.

Veo a un coyote, que me habla muy lentamente. No puedo entender sus palabras, pero está sobre el cuerpo de un hombre. Un buitre, cubierto de sangre seca, aterriza delante de mí y me saluda con mucha cortesía. Me llama «muy excelentísimo e iluminado señor Poshtli», y me siento complacido.

El cuerpo entre el coyote y el buitre se agita, en un esfuerzo por hablar. El hombre está muerto desde hace mucho tiempo, y, sin embargo, se sienta y me habla. Veo que es mi tío, el reverendo canciller Naltecona.

El coyote, hambriento, muerde un brazo del cadáver. Siempre tiene hambre. El buitre picotea una mejilla. Mi tío los ayuda; arranca trozos de su cuerpo y alimenta a los carroñeros, un brazo para el coyote, una oreja y un ojo para el buitre.

Entonces el cuerpo de mi tío se transforma.

Poshtli guiñó los ojos ante la figura baja y calva que permanecía en cuclillas a su lado. Sin prisa, el Caballero águila miró a su alrededor, desde la cama de piedra donde yacía, y vio que se encontraba en una cueva. Las paredes de arenisca amarilla mostraban un reflejo dorado a la luz de una pequeña hoguera.

—Has hablado con los dioses, hombre plumífero —dijo la figura—. ¿Ahora querrás hablar conmigo?

Poshtli estudió a su extraño interlocutor, porque jamás había visto a nadie como él. Bajo de estatura y robusto, de piernas patizambas y hombros anchos, resultaba ser un hombre deforme. Era calvo, pero su rostro aparecía cubierto de una barba espesa y tan larga que le llegaba a la barriga. La piel del hombre era curtida y arrugada como un cuervo viejo, aunque no tan oscura como la de Poshtli. El desconocido se puso de pie, y el Caballero águila vio que no medía más de un metro veinte de altura.

—¿Quién eres? —preguntó Poshtli. Descubrió que le costaba trabajo hablar porque tenía la lengua reseca como una suela.

—¿Eh? Soy Luskag, jefe de la Casa del Sol. Es curioso que me lo preguntes. Yo pensaba hacer la misma pregunta acerca de ti.

A Poshtli se le despejó la mente. Recordó los relatos, calificados como leyendas fantásticas, acerca de los hombres peludos del desierto, enanos que vivían muy lejos de las poblaciones humanas, al otro lado de un desierto infranqueable.

—Soy Poshtli, de Nexal —respondió. Con gran esfuerzo, se sentó en la cama—. Te debo la vida.

—Has llegado más lejos que cualquier otro hombre que haya conocido jamás —afirmó Luskag—, pero nadie puede vivir mucho tiempo en la Casa de Tezca. Sin embargo, no es éste el motivo por el que te he salvado la vida. —El enano alcanzó a Poshtli una cantimplora, y el guerrero bebió un par de sorbos.

»Algunas veces los humanos vienen al desierto y mueren allí. En ocasiones, los enanos del desierto salvamos a los humanos y los traemos aquí, a la Casa del Sol. Cada vez que salvamos a alguno, es por una razón.

»A ti te salvé porque tuve un sueño. Soñé con un enorme buitre, que volaba a tu alrededor, sólo en la Casa de Tezca. Y yo iba hacia ti, te daba agua y vida, y el buitre quedaba complacido.

»No sé por qué querría yo complacer a un buitre, pero era algo importante para mí. —El enano miró a Poshtli como si esperase una explicación del caballero.

—Yo también he soñado con un buitre… ahora mismo, antes de despertar —dijo el Caballero águila—. Pero no sé lo que puede significar la visión.

—¿Por qué has venido al desierto? —preguntó Luskag.

—Busco poder ver el futuro, encontrar un significado a los sucesos del Mundo Verdadero. Extranjeros, hombres poderosos, han volado hasta nuestras costas. Naltecona, el reverendo canciller de Nexal, se ha visto asediado por augurios y visiones. Una noche tuve un sueño. El Plumífero, el propio Qotal, me habló. Dijo que yo podría encontrar la verdad que busca mi tío, pero que no la encontraría jamás en Nexal.

»La visión me mostró una imagen de calor, arena y sol, que interpreté como la Casa de Tezca. Y, dentro de aquel desierto, debía buscar una gran rueda de plata. Ésta es la razón por la que he venido aquí; en busca del conocimiento.

Luskag suspiró, y cabeceó en un gesto de resignación.

—Es tal como me temía —dijo.

—¿Qué es lo que temías? ¡Por favor, explícamelo!

—Hay un lugar cerca de aquí, al que se puede ir en busca del conocimiento o la verdad, pero a menudo a un coste terrible; quizás incluso la vida de un hombre, o su juicio. Pese a ello, éste es el motivo por el cual los hombres se aventuran a entrar en la Casa de Tezca, y también la razón por la que, a veces, los traemos aquí. —Luskag miró a Poshtli con expresión severa—. Allí es donde encontrarás tu respuesta. Te llevaré a la Piedra del Sol.

Erix recuperó el sentido poco a poco; primero advirtió que casi no podía respirar por culpa de un hedor pútrido y asfixiante. Después notó un dolor en el abdomen y, por último, percibió el movimiento. De pronto comprendió dónde estaba, y el miedo se apoderó de ella.

¡Se encontraba atravesada en la espalda del monstruo!

El dolor se lo producía un caparazón sobresaliente en el lomo de la bestia, porque iba colgada entre la enorme cabeza y el torso humano. No se atrevió a mirar, si bien no dudaba que el hombre era Halloran.

Miró hacia abajo, y descubrió que se movían por la arena. El ruido de las olas la avisó que corrían a lo largo de la playa.

De improviso, Erix se retorció para dejarse caer de la criatura. Escuchó el grito de Halloran mientras ella aterrizaba en la arena, y se quedaba atontada por el golpe. El martilleo de los inmensos pies de la bestia cesó en el acto, y, antes de que tuviese tiempo de levantarse, el extranjero se había separado del monstruo y se sostenía sobre sus propias piernas junto a ella.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó el joven—. ¡No voy a hacerte ningún daño!

—¿Qué…, qué eres tú? —gritó Erix—. ¿Qué clase de gente sois que podéis matar con tanta alegría y despreocupación? ¿Y qué son estos monstruos que…? —Hizo un gesto furioso hacia la bestia que ahora esperaba tranquila en la playa. Como si tuviese conocimiento del interés de la joven, el monstruo levantó la cabeza y relinchó suavemente.

De pronto, le resultó evidente la naturaleza de los caballos. Eran animales, desde luego criaturas muy grandes, pero bestias vulgares que cargaban con el peso de los hombres y estaban sometidas a su voluntad.

Erix advirtió que sus palabras habían provocado un profundo dolor en Halloran, y recordó que él había luchado contra su propia gente para salvarle la vida. Sin embargo, esto revivió su enojo.

—¿Por qué no me has dejado morir? —preguntó.

Ahora fue el turno de Halloran de mostrarse enfadado.

—¿Por qué? Porque lo que hacían era una barbaridad. ¡No tenía ningún sentido dejarte morir!

—Eres una persona muy rara, Halloran. Has venido hasta aquí con tu gente en un viaje larguísimo y, entonces, cuando llega el momento de luchar, te vuelves contra ellos.

Una vez más comprendió que lo había herido, y en esta ocasión se arrepintió.

—Mi gente se ha vuelto contra mí —replicó Halloran—. Me habrían matado, así que tuve que huir. —«Y me han culpado por la muerte de Martine», añadió para sí mismo. Sintió ganas de acusar a Erix, pero se contuvo.

»Cuando te vi en el campo de batalla —agregó en voz alta—, sólo podía hacer una cosa, y la hice. Me alejé de allí, y desde entonces cabalgamos a lo largo de la costa, hacia el oeste.

—¿Soy tu prisionera? —quiso saber Erix.

—¿Qué? ¡No! ¡Desde luego que no! Sólo pretendía enmendar un error tremendo del que era testigo, quería ayudarte. ¡Esto es todo! Pensé que estarías más segura conmigo que no en el campo, con la legión.

—Entonces ¿puedo irme?

Al escuchar su pregunta, Halloran sintió miedo; una inexplicable sensación de soledad amenazó con borrar su desesperación anterior. No quería que la muchacha lo abandonara. Ella representaba su único medio de comunicación, su guía en esta tierra desconocida. Pero no podía retenerla en contra de su voluntad.

—Sí, puedes irte —contestó—. Eres libre de ir a donde quieras. Pero espero que escojas quedarte conmigo y ayudarme. Me encuentro solo. No puedo regresar con mi gente.

El aspecto, la voz y el olor de Halloran no dejaban de asombrar a Erixitl. No obstante, se había acostumbrado un poco a su aspecto estrafalario. Había demostrado ser un hombre valiente y de honor. Sabía que su compañía podía resultar interesante. En cuanto al olor…

—De acuerdo. Pero, primero —dijo Erix, enfatizando las palabras—, debes bañarte.

Él la miró sorprendido, y comprendió que lo del baño iba en serio.

—Después —añadió la muchacha—, tendremos que buscar un refugio. No tardará en llegar la noche.

—¡Hay que contar y cargar el tesoro, de inmediato! —declaró Kardann, con la mirada puesta en Cordell.

El capitán general escuchó la demanda del asesor, y no pudo evitar sentir desprecio hacia un hombre que, en lugar de estar presente en el campo de batalla, había buscado refugio en uno de los barcos. Ahora que la victoria era un hecho, había vuelto con sus plumas y pergaminos a reclamar la parte que correspondía a sus amos. Pese a ello, el plan que había propuesto coincidía con el suyo propio.

—Entraremos en la ciudad, que, según me han dicho, se llama Ulatos, esta noche —respondió Cordell—. Darién ha informado a sus jefes, y se preparan para recibirnos. —Una vez más, el hechizo idiomático de la maga había acelerado la comunicación. Después, la elfa había regresado a la nave capitana para continuar con el estudio del hechizo, y estar preparada, en el caso de que hiciese falta saber más de una lengua para subyugar a Ulatos.

—¿Y el oro? —preguntó Kardann, inquieto.

—Seremos todos ricos para el alba, lo prometo —afirmó Cordell, mientras Kardann se volvía hacia el campo de batalla.

—¿Qué pasa con los cuerpos? —quiso saber el asesor de Amn—. ¿Les han quitado las pulseras, collares y demás ornamentos?

—¡Desde luego! —exclamó Cordell, airado. La necesidad de despojar a los muertos no hacía más agradable la tarea—. Se ha recogido una cantidad de oro considerable. Lo han llevado a la torre. —El general señaló la torre de observación, y Kardann se alejó deprisa para hacer su primer inventario. Cordell respiró aliviado, y sonrió al ver que se acercaba Darién.

»¡Hola, querida! —El general no ocultó su sorpresa. Había dado por sentado que ella dedicaría horas al estudio del hechizo.

Ahora, a la luz de las hogueras, su blanca tez estaba roja de ira.

—¿Qué ocurre? —preguntó Cordell.

—Tu plan para Halloran ha fracasado —respondió la maga, en voz muy baja. Siempre tenía la precaución de hablar cuando la atención del fraile estaba ocupada en otra cosa.

—¿Quieres decir que no ha escapado? —El general hizo una mueca—. Vaya desilusión. Creía habérselo puesto muy fácil.

—Oh, desde luego que sí —exclamó Darién, en tono mordaz—. No sólo escapó sino que hizo algo más. —Cordell frunció el entrecejo—. Robó mi libro de hechizos. Quizá no lo hizo intencionadamente, pero estaba oculto en la mochila que se llevó de mi camarote.

Cordell hizo un mohín de desagrado, y desvió su mirada de los ojos claros y furiosos de la elfa. Ambos conocían la gravedad del robo, porque los magos necesitaban consultar su libro después de practicar un hechizo, para volver a aprenderlo. Sin su libro, Darién sólo podía utilizar sus encantamientos una sola vez, y no tendría oportunidad de renovar su conocimiento hasta tanto pudiese recuperar el volumen o escribir uno nuevo.

—Corre el rumor entre los hombres —añadió Darién, vengativa— de que atacó y desmontó a Alvarro, para después robarle el caballo y escapar del combate.

—¡Que Helm lo maldiga! —siseó Cordell, pálido de furia—. ¡Le di la oportunidad de redimirse, y me traiciona! ¡No puedo consentirlo!

—¡Claro que no! —asintió la maga—. Pero ¿cómo piensas remediar el tema?

—¿Tiene todos tus hechizos?

—Tiene una copia de todos; sin embargo, conservo mis notas y pergaminos, y podré volver a aprenderlos casi todos. Claro que me llevará algún tiempo reescribir el libro. Además, robó unas cuantas pócimas de mi cofre.

—Muy bien —dijo Cordell. La mirada de sus negros ojos era tan fría como la expresión de su rostro—. No escatimaremos esfuerzos. Hay que encontrar a Halloran y matarlo. Cuanto antes, mejor.

—Quizás esto se pueda conseguir más fácilmente de lo que crees —comentó la maga, con una sonrisa cruel.

—¿Qué quieres decir?

—Una de las pócimas que robó es el señuelo…, el veneno. Si la prueba, habrá muerto antes de poder dejar la botella.

Spirali se paseó asombrado entre los cuerpos sangrientos dispersos por el campo. Como miembro de una raza antiquísima, su formación lo había preparado para muchas cosas. No obstante, el espectáculo que tenía ante los ojos lo atemorizaba; por primera vez, se preguntó si habría fuerzas que ni siquiera los Muy Ancianos serían capaces de dominar.

La noche había convertido la llanura en un infierno. La hierba había desaparecido, entremezclada con el fango. Los grandes abanicos de plumas, los orgullosos estandartes y los innumerables tocados aparecían aplastados en el barro; un epitafio adecuado a la desgracia del ejército payita.

Mujeres y niños silenciosos caminaban en la oscuridad, buscando un rostro familiar entre la multitud de muertos y heridos. Los esclavos cargaban con los cadáveres hasta una enorme fosa, y los colocaban en hileras en el interior. Los muertos sumaban millares, y los ritos funerarios de carácter individual habían sido suprimidos por necesidad.

Los sacerdotes de Qotal y Azul también recorrían el escenario para atender a los heridos, pero su magia sanadora se había visto desbordada por la magnitud del desastre. En la mayoría de los casos, los guerreros soportaban el dolor con estoicismo, si bien de cuando en cuando se escuchaba el grito de un hombre que deliraba.

Pero estas triviales preocupaciones humanas no tenían ningún sentido para Spirali.

El Muy Anciano miró hacia la ciudad, donde grandes hogueras celebraban la victoria de los extranjeros. De acuerdo con el plan elaborado durante siglos, los invasores tendrían que haber sufrido hoy una derrota aplastante. Sin embargo, ahora bailaban en la plaza, alrededor de su montaña de oro, de una manera que intranquilizaba a Spirali. Tenía la impresión de que estos humanos perseguían sus metas con tanto empeño como los Muy Ancianos perseguían las suyas. ¡Sólo que parecían mucho más apasionados!

Su preocupación no le dejaba más que una alternativa. Por lo tanto, Spirali desapareció de la llanura de Ulatos y se teletransportó hasta la Gran Cueva.

Reapareció junto al caldero hirviente del Fuego Oscuro, en el momento en que los Cosecheros se encargaban de alimentarlo. Estos últimos, más pequeños de talla y vestidos con túnicas negras iguales a la de Spirali, lo saludaron con una reverencia.

Los Cosecheros permanecían alrededor del caldero del Fuego Oscuro, como cada noche, atendiendo a la llama inmortal. Lo alimentaban con los frutos de sus cultivos, recogidos a lo largo y ancho de las tierras de Maztica. Las llamas del Fuego Oscuro, deleitado con su comida, se retorcían y saltaban.

Desde luego, Zaltec estaba feliz, porque una vez más comía muy bien.

Los Cosecheros trabajaron diligentes, y muy pronto acabaron de alimentarlo. Después, desaparecieron silenciosamente en la oscuridad. Su tarea había concluido hasta la noche siguiente.

Spirali sacudió su capa, y el áspero roce de la tela resonó en las amplias cámaras de la cueva. En unos momentos, los Muy Ancianos se reunieron alrededor del Fuego Oscuro. Spirali permaneció en silencio, como todos los demás, hasta que apareció la frágil y amortajada figura del Antepasado para ocupar su asiento por encima del caldero.

—Los extranjeros han derrotado a los payitas en el combate. En un día, han conquistado Ulatos y destrozado el ejército.

Las capas susurraron en una muda afirmación de sorpresa, cuando no de asombro.

—¡Imposible! —siseó una voz, con tal brusquedad que ofendió la sensibilidad de los presentes. Después, se escuchó el suave roce de la seda de su capa, como una disculpa por el estallido.

—Desde luego, resulta desalentador que los payitas se hayan comportado tan mal. Aun así, las raíces de nuestro poder siempre han estado en Nexal. Podemos estar seguros de que los extranjeros no tendrán tanta suerte cuando se enfrenten a los guerreros de Naltecona —afirmó el Antepasado, que miró a los congregados antes de proseguir.

»La vinculación de estos extranjeros con las tierras de los Reinos Olvidados hace imperioso que trabajemos deprisa y en secreto. Si se enteran de nuestra naturaleza, los planes trazados para Maztica pueden verse afectados sin remedio. Nexal es nuestra esperanza. ¿Qué hay de la muchacha?

—El sacerdote fracasó —respondió Spirali, con la cabeza gacha—. Está muerto. Yo también intenté matarla, sin éxito. —Desde luego, no correspondía explicar las circunstancias (entre ellas, el amanecer) que habían actuado en su contra. Esperó el veredicto del Antepasado, consciente de que podía ser condenado a muerte por su fracaso. Ni el más mínimo susurro de las capas perturbó el silencio de la cámara durante un buen rato.

—Debes volver y buscar a la muchacha. Su muerte es más importante ahora que nunca. Si le permitimos que cumpla los términos de la profecía, los efectos podrían ser catastróficos. Pero es esencial que tu identidad permanezca en secreto. ¿Lo has comprendido?

—Muy bien. —Spirali hizo una reverencia y unió las palmas de las negras manos delante de su pecho para transmitir su gratitud por la segunda oportunidad—. Con el debido respeto os comunico que necesitaré ayuda para esta misión.

—¿Qué clase de ayuda necesitas? —preguntó el Antepasado.

Spirali respondió, y un suave susurro de sorpresa surgió de los reunidos. ¡Hacía siglos que no se hacía aquella petición! Pero el Antepasado consideró la solicitud con mucha seriedad, y al fin dio su conformidad.

—De acuerdo. Puedes llamar a los sabuesos satánicos.

Spirali asintió, satisfecho con la ayuda y aliviado porque no le habían impuesto ningún castigo. Sabía que no tendría más oportunidades. Después de calentarse las manos y el cuerpo junto al Fuego Oscuro, se dirigió hacia las profundidades de la caverna.

Caminó por un túnel sinuoso y estrecho hasta que llegó a una especie de cámara, donde el pasadizo se unía a un pozo de ventilación que descendía hasta el corazón del volcán. El calor que procedía del fuego líquido del fondo fue como un golpe contra su rostro.

El Muy Anciano se asomó por el borde, y lanzó un aullido. Repitió el grito dos veces más, y después esperó.

En el fondo, una burbuja de gas caliente se desprendió de la lava. De un color rojo incandescente y rebosante de energía, ascendió por el pozo, rozando las paredes que le impedían ensancharse. En unos instantes, alcanzó tal velocidad que parecía un relámpago atrapado en un tubo. Por fin, disminuyó su carrera al acercarse a la salida.

Cuando la burbuja llegó al nivel del Muy Anciano, se detuvo. Spirali vio una masa de largos y afilados dientes, ojos como rubíes y formas estilizadas que se movían en el interior. Una criatura oscura saltó de la burbuja al túnel, y de inmediato la siguieron muchas más hasta que toda la jauría se reunió alrededor de su amo.

Todos eran de color oscuro, en una gama que iba del marrón sucio al rojo óxido, como sangre seca. Sus lenguas largas y negras colgaban de las bocas, y sus afiladísimos colmillos parecían tallados en obsidiana. Sólo los ojos ponían una nota de color vivo en las criaturas; sus órbitas centelleaban, con una luz idéntica a la lava hirviente de más abajo.

Tan pronto como desembarcaron los enormes perros, la burbuja reanudó su ascenso. En cuestión de segundos surgió por el cráter, y estalló convertida en una enorme bola de fuego. En el valle, los ciudadanos de Nexal contemplaron atemorizados el globo naranja que apareció de pronto en el cielo estrellado, como un terrible presagio.

—¡Bienvenidos! —siseó Spirali, acariciando a las bestias horribles—. ¿Estáis preparados para salir de caza?

Darién buscó un rincón umbrío en el jardín delante del palacio de Caxal. Aquí podía trabajar sin exponer su blanca piel y sus sensibles ojos a la terrible claridad del sol. Se sentó en la hierba y colocó en el suelo con mucho cuidado los componentes necesarios, porque, sin el libro de hechizos, no podría realizar el sortilegio más de una vez.

En un bol pequeño, aplastó unas cuantas hojas secas. Al lado depositó el largo sable plateado —el arma de Halloran que le habían quitado en el momento del arresto— y un recipiente pequeño lleno de ascuas. Buscó una ramita seca, apoyó la punta entre las brasas, y sopló suavemente hasta que brotó la llama. Después, utilizó el fuego de la rama para encender las hojas aplastadas.

De inmediato, el polvo de las hojas se incendió, y un olor dulce se extendió por el jardín. La maga sacó un trozo de cuerno del bolsillo de su túnica. Lo acarició con sus dedos largos y delgados, concentrada en el hechizo, musitando palabras de un poder arcano, a la búsqueda de un plano determinado entre los muchos que la rodeaban.

Su mente recorrió el plano ígneo, donde ardían eternamente fuegos de todo tipo. Las rocas convertidas en líquido fluían en una enorme marea, y hasta el aire chisporroteaba. Sólo la protegía la magia del hechizo, y Darién sintió alivio cuando dejó atrás aquel lugar tan espantoso. A continuación, penetró en el plano acuífero, mucho menos peligroso pero que no era su objetivo. Por fin llegó al plano aéreo, donde se encontraba la ayuda que buscaba. Descansó en un espacio intangible de nubes y viento, mientras la magia hacía su trabajo. El hechizo buscó su meta, y muy pronto Darién sintió una resistencia.

¡Ven a mí! ¡Te exijo obediencia! Poco a poco, pero sin poder resistirse, la criatura respondió a su llamada. En el acto, Darién volvió la atención a su propio cuerpo, que no se había movido del jardín.

Durante un minuto eterno, permaneció sentada sola entre la fronda. Entonces percibió otra presencia. Respiró tranquila, porque el hechizo había tenido éxito. Darién reprimió con esfuerzo un grito de alegría al ver que se apartaban las ramas, y la hierba se hundía bajo el peso de algo no visible.

Había llegado el cazador invisible.

—Debes buscar a un hombre llamado Halloran —dijo Darién, con voz suave y los ojos cerrados. El cazador no respondió, porque no podía hablar.

»Esta es la espada que utilizaba. Te dará su rastro. No sabemos qué dirección ha tomado.

»Cuando lo encuentres debes matarlo en el acto. No demores su muerte, porque es un hombre de muchos recursos. —El cazador invisible no se movió de su lado. Ella percibía el resentimiento de la criatura ante sus órdenes, pero debía acatarlas al estar sometido al poder de su hechizo.

»¡Ahora, vete! —ordenó. Darién abrió los ojos y observó el movimiento de las hojas al paso de la criatura.

De las crónicas de Coton:

Escribo con la certeza de que el ocaso de Maztica se cierne sobre nosotros.

Un águila solitaria llega a Nexal. Trae un relato de tragedia y desastre demasiado extraordinario para ser creído. Los extranjeros, dice, son servidores de unos monstruos enormes. Estas bestias cabalgan sobre nubes de polvo, y los golpes de sus pies crean el trueno.

Son rápidos y poderosos, más fuertes que muchos guerreros juntos. Pero también son astutos, porque tienen la mente de hombres. Luchan con sus armas, y también con su carne invencible.

El Caballero águila nos cuenta todo lo que ha visto con lágrimas en los ojos. Su corazón se parte bajo el peso del relato, y muere en el suelo delante de Naltecona, al pronunciar la última palabra de su historia.

A Naltecona se le salen los ojos de las órbitas. Su piel palidece hasta ser casi igual a la tez blanca y sin sangre de los extranjeros. Su boca se mueve, intentando pronunciar palabras que se niegan a salir.

«¡Más sacrificios! —grita—. ¡Debemos consultar a los dioses!».

Y los sacerdotes y sus cautivos forman una procesión. El propio Naltecona blande el cuchillo. Busca la sabiduría que le permita decidir; pide a los dioses que le den el conocimiento y la voluntad que le faltan.

Desde luego, no le contestan.