16

Plumas y acero

La emoción oprimió la garganta de Gultec mientras contemplaba el espectáculo. Jamás en la historia se habían reunido tantos guerreros de Payit en un mismo lugar, para una sola batalla. Los silbidos y gritos, el repiqueteo de las armas contra los escudos, el golpe de los pies contra el suelo, creaban una aureola de poder tan impresionante que el Caballero Jaguar no podía hacer otra cosa que dejarse llevar por las sensaciones.

Los colores lo cegaban. La magia de la pluma hacía flotar en el aire los gallardetes, estandartes, banderas y pendones. Muchos de los guerreros desfilaban a paso de danza, y sus grandes tocados de plumas se movían con la gracia de las aves. Los Caballeros Jaguares iban de compañía en compañía; sus armaduras manchadas aparecían y desaparecían entre la multitud de tonos. Los Caballeros águilas alisaban sus plumas, orgullosos y altivos, ajenos a la actividad de su alrededor.

La grandeza del ejército impresionó a los jefes instalados en la azotea, hasta el punto que permanecieron en silencio durante un buen rato. De todas maneras, no tenían nada que hacer por ahora.

Por fin, Gultec comenzó a estudiar a las tropas, que sumaban más de veinte mil hombres, desde el punto de vista práctico. Él era el único de la docena o más de jefes presentes que había luchado contra los invasores, y también el único enterado de su capacidad de combate.

Pero le costaba trabajo imaginar que los extranjeros, alrededor de unos quinientos, fueran capaces de resistir el embate de sus fuerzas. Había cuarenta guerreros payitas por cada uno de los suyos. En pura lógica, deberían acabar aplastados por la superioridad numérica.

Existía el inconveniente de que, por orden expresa de Caxal, el ataque debía realizarse a campo abierto. Sin embargo, Gultec se las había ingeniado para incluir una medida de precaución en el plan, y el éxito dependía de la disciplina de los hombres de Ulatos.

La primera división, marcada por los estandartes de plumas doradas, avanzaría en tres largas columnas, cada una de mil hombres pertenecientes a la guardia de la ciudad, soldados preparados durante años por Gultec y Lok. Ahora, les correspondía a estos hombres realizar una extraña y difícil tarea.

Los jefes Jaguar y águila habían ordenado a estas tropas avanzar hacia los extranjeros, provocarlos con mucho estruendo y pantomima, y después retirarse rápidamente, en cuanto el enemigo iniciase el ataque. La orden resultaba muy dura para unos guerreros que consideraban la retirada como un insulto a su valor.

Gultec había hecho todo lo posible para asegurar el éxito de su táctica. La primera fila sería seguida por miles de arqueros y tiradores de honda, que se encargarían de bombardear al enemigo. Para disculparse con los guerreros de la guardia, les había prometido que serían los primeros en entrar en combate cuerpo a cuerpo.

Ahora no podía hacer otra cosa que pensar en si serían capaces de acatar sus órdenes.

—Se aproximan muy rápido por el centro, mi general —anunció el vigía. El aviso era innecesario porque Cordell podía ver el avance sin ninguna dificultad, pero no se lo reprochó. Durante una batalla era mejor tener exceso de información que no poca.

El capitán general acababa de subir a la torre de observación que sus hombres habían construido durante la noche. La estructura cuadrada, y de unos diez metros de altura, permitía que el comandante y sus oficiales dispusieran de una vista panorámica de la llanura.

Darién y el fraile permanecieron abajo, junto al oficial de señales con su caja de banderas. Ahora, a medida que se levantaba la niebla, podía ver el movimiento de los colores que avanzaban por el centro, como una ola de cintas de seda a través del campo.

Dispuestos a recibir el primer ataque, estaban los infantes del capitán Garrant, encargados de la protección de los flancos. Un poco más atrás y en el centro, se encontraban los ballesteros de Daggrande. Las restantes compañías de infantes y arqueros permanecían retrasadas, repartidas entre los flancos. Aun así, los quinientos hombres parecían muy poca cosa ante los miles de nativos.

Oculta al fondo de la legión, cerca de la torres, se encontraba el arma más poderosa de Cordell. Formados en cuatro escuadrones, los lanceros permanecían invisibles a la vista del enemigo entre los bosquecillos de la costa. Cada escuadrón podría entrar en combate en cuestión de segundos.

Pero por ahora continuarían en su escondite. Cordell dejaría que los infantes se encargaran de recibir la primera oleada.

El avance por el centro se convirtió en una carga, y se podía distinguir a las compañías por el color de sus tocados de plumas. El ejército nativo se lanzó contra las compañías de Daggrande y Garrant, en medio de un tremendo estruendo.

—Señal de carga… sólo para Garrant y Daggrande. ¡Ahora! —ordenó Cordell.

En un instante, dos señaleros levantaron los estandartes de las compañías, y después los banderines que llevaban una franja de amarillo brillante.

—Ahora veremos de qué pasta están hechos estos salvajes —comentó Cordell, sin dirigirse a nadie en particular.

—¡Bandera amarilla, capitán!

—¡Compañía, adelante! ¡A paso redoblado! —Daggrande dio la orden sin verificar la observación del cabo a sus espaldas. La esperaba desde hacía rato.

Vio a los infantes avanzar a izquierda y derecha, y mandó a una docena de hombres que se uniesen a ellos, para proteger con sus ballestas los flancos exteriores de la compañía del capitán Garrant.

—¡No os separéis! —gritó cuando vio que algunos se retrasaban. Los sargentos repitieron la orden, y se ocuparon de que los ballesteros avanzaran a la par, mientras corrían. Los enanos sudaban la gota gorda para mantener el paso, pero Daggrande sabía que no se quedarían atrás.

Los infantes también conservaban la formación mientras los nativos se acercaban más y más. De pronto, los hombres de Garrant iniciaron su carga, gritando el nombre de Helm.

Entonces, cuando el choque entre los dos grupos parecía inminente, los nativos se detuvieron. «¡Se han acobardado!», pensó Daggrande. La alegría de una victoria fácil se transformó en alarma, un segundo más tarde.

La horda multicolor acortó el paso y se detuvo del todo, a unos cien pasos de los infantes, aunque continuaron con los gritos, los silbidos y el batir de sus armas contra los escudos, incluso mientras comenzaban a retroceder. Después, dieron la espalda a los extranjeros y echaron a correr. Sin embargo, Daggrande presintió que no era una desbandada.

Lo mismo pensó el capitán Garrant.

—¡Alto! —gritó a los soldados que corrían detrás de los nativos. La mayoría acató la orden casi de inmediato, si bien algunos continuaron la carrera un poco más.

»¡Deteneos, idiotas! —Por fin el capitán consiguió reunir a sus compañías, las hizo formar, y ordenó retroceder para situarse dentro de la protección de los ballesteros.

En aquel momento, la llanura se pobló de nuevas tropas, guerreros que habían estado ocultos entre la maleza, mientras los legionarios cargaban. Los atacantes lanzaron una lluvia de flechas con punta de pedernal contra las compañías, mientras los honderos corrían y descargaban sus mortíferos proyectiles sobre los invasores.

—¡Disparad! ¡Cargad! ¡Tiro a voluntad! —Daggrande dio la orden al tiempo que disparaba su ballesta contra la masa de arqueros que tenía delante. Se agachó para cargar el arma en el momento en que caían los primeros proyectiles.

—¡Estoy herido!

—¡Maldita sea, me han dado!

Los hombres gritaban alrededor del enano. Las flechas acertaban en el cuerpo de los legionarios, pero las armaduras evitaban que las heridas fuesen profundas. Las piedras resultaban más dolorosas y, cuando alcanzaban a alguien en el rostro, le fracturaban los huesos o le reventaban un ojo.

Los ballesteros cargaron sus armas, sin hacer caso de los proyectiles, y dispararon otra andanada contra los nativos. A diferencia de las flechas de los payitas, que sólo producían heridas, las saetas de los legionarios sembraron la muerte entre las filas de arqueros. Los dardos de acero atravesaban las armaduras de algodón acolchado. En ocasiones, la saeta atravesaba a la víctima de lado a lado para ir a hundirse en el cuerpo de otra.

Sin embargo, los nativos no flaqueaban, y disparaban una y otra vez. Las heridas se hicieron más graves, y Daggrande vio que varios de sus hombres caían para no volver a levantarse, o que se retorcían en los estertores finales. Sus propias andanadas de acero destrozaban al enemigo, y muy pronto centenares de cadáveres cubrían el campo. Pero no era suficiente, más arqueros y honderos corrían a llenar los huecos y proseguían con el bombardeo.

—¡Compañía, avanzar! ¡A la carga! —Daggrande escuchó la orden de Garrant, y de inmediato la repitió. Sólo si conseguían hacer retroceder a los arqueros, podrían retirarse en orden.

Los infantes se lanzaron al asalto. Los ballesteros alzaron sus armas, dispararon, y echaron a correr mientras intentaban recargar. El nombre de Helm resonaba en sus gargantas.

Los arqueros aguantaron a pie firme, disparando sus flechas a bocajarro hasta caer por los certeros mandobles de los soldados de Garrant. En unos minutos, los legionarios se abrieron paso entre los nativos. Con nuevos gritos a la gloria de su dios, las dos compañías avanzaron hacia el grueso del ejército enemigo.

Gultec contempló asombrado la carnicería sufrida por los arqueros, primero por los dardos metálicos de los invasores y después por sus largos cuchillos plateados. Pero ahora los dos grupos de extranjeros se habían separado mucho de los suyos, y los hombres de Ulatos los esperaban con sus jabalinas y macas. Los guerreros que habían ejecutado la primera finta de Gultec se lanzaron contra el enemigo.

Los soldados invasores abrieron su línea para responder al ataque. Los hombres con los dardos de metal dejaron caer sus lanzaderas y empuñaron sus dagas, que no eran tan largas como las que blandían los infantes con escudos metálicos.

No obstante, estos puñales cortaban con facilidad las armaduras y las cotas de cuero de los hombres de Ulatos. Hasta los Caballeros Jaguares, protegidos por la zarpamagia de las pieles de los grandes felinos, caían atravesados por las mortíferas armas blancas.

Pero había que aprovechar la oportunidad conseguida a costa de la sangre de tantos valientes.

—¡Ahora! —urgió a Lok, que estaba a su lado.

El Caballero águila vaciló sólo una fracción de segundo antes de asentir.

—¡Ahora! —repitió Lok, alzando el puño. A sus espaldas, el portaestandarte hizo girar el símbolo de plumas—. ¡Enviad a los águilas!

Más de doscientos guerreros, resplandecientes en sus uniformes de plumas blancas y negras, y sus cascos picudos, esperaban detrás de la casa la orden de su jefe. Se pusieron en cuclillas y sus atavíos se convirtieron en alas auténticas. El viento creado por el batir de las alas hizo ondular la hierba a su alrededor.

Las águilas se elevaron, y sus gritos estridentes dominaron el ruido del combate en tierra. El magnífico plumaje de las aves relucía a la luz del sol. Con las garras extendidas, ganaron altura poco a poco, y después realizaron una pasada por el campo de batalla. La lucha se interrumpió por un momento, mientras los dos bandos contemplaban la fantástica formación. Entonces las águilas plegaron las alas y se lanzaron en picado, hacia la retaguardia de las compañías de Daggrande y Garrant.

—Ha llegado tu hora, querida —dijo Cordell, en voz baja. El general y Darién, instalados en la torre, contemplaron la aproximación de las águilas y su descenso detrás de las dos compañías. El resto de la infantería proseguía su avance por los flancos, pero estaban muy apartados de los compañeros de vanguardia.

La hechicera elfa, envuelta de pies a cabeza para guarecer su piel albina del sol tropical, escuchó las palabras de Cordell y asintió.

Un segundo después, desapareció de la vista para gran sobresalto del señalero que transmitía las órdenes de Cordell.

El hechizo transportador dejó a Darién en el campo donde se disponían a aterrizar las águilas. Sin perder un instante, miró hacia lo alto, entrecerrando los párpados para protegerse del resplandor que casi la cegaba. Levantó un dedo, apuntó al águila más cercana, y pronunció una orden.

Un proyectil de luz relampagueó en la yema y se desprendió para ir a clavarse en el pecho del pájaro. El águila lanzó un chillido, e intentó frenar el descenso, pero otros dos proyectiles se hundieron en la carne desnuda. Con un aleteo patético, el ave se estrelló contra el suelo convertida en un amasijo de vísceras y plumas. De inmediato, Darién puso su atención en otro pájaro, y le cortó las alas con más balas mágicas, al tiempo que presentía la presencia de otras águilas a su alrededor.

Con la agilidad de un espadachín, Darién sacó a Lenguahelada de la bolsa colgada de su cinturón. Levantó la varita mágica, y pronunció tres veces la orden, al tiempo que movía la vara en diferentes direcciones. A cada voz de mando, la vara lanzó su ataque silencioso, y un cono de luz brillante y fría brotó de su extremo. El estallido helado envolvió a las águilas y las mató de frío, congelando a los caballeros con su poder sobrenatural.

Media docena de pájaros cayeron en la primera ráfaga, convertidos en bloques de hielo en pleno vuelo, con las alas extendidas y los picos abiertos, que se rompieron en mil pedazos al chocar contra la tierra. Un número igual murió en el segundo ataque. El resto de la formación chilló de furia y estrechó el círculo. Cayeron unas cuantas más, pero ahora se encontraban muy cerca. Acabarían con la hechicera con sus garras, y después se convertirían en hombres para atacar a los soldados enemigos por la retaguardia.

En aquel momento, Darién soltó la vara mágica y esperó inmóvil el ataque de los pájaros. Un segundo antes de que las mortíferas garras tocaran su cuerpo, levantó las manos hacia el cielo, y un anillo de fuego apareció a su alrededor.

La mayoría de las águilas se encontraban demasiado cerca para evitar la pared de fuego. Las llamas alcanzaron sus plumas y las convirtieron en cenizas. Los pájaros cayeron a montones, con graves quemaduras en los cuerpos, y, aunque no estaban muertos, Darién no les prestó más atención, consciente de que habían dejado de ser una amenaza.

Las águilas que consiguieron salvarse, menos de la mitad de la fuerza original, se posaron en tierra bastante lejos de Darién. La maga observó cómo volvían a transformarse en humanos e intentaban nuevamente la maniobra de rodeo.

Aprovechó la oportunidad para lanzar una bola de fuego, que incineró a otros cuantos guerreros. Entonces, concluido su trabajo, se teletransportó otra vez junto a Cordell, dejando que los Caballeros águilas cerraran el círculo vacío.

—¡Debemos atacar con todos nuestros hombres! ¡No podemos retener nada! —gritó Gultec, que fue el primero en recuperar la voz después de contemplar atónito, como todos los demás jefes, la destrucción sufrida por las orgullosas águilas. Saltó del techo al patio, enarbolando la maca, y rugió el profundo y resonante desafío del Caballero Jaguar.

Los restantes caciques lo siguieron en el acto. A toda prisa, se pasaron los estandartes desde el techo a las manos ansiosas que los esperaban. A través de todo el campo, el gran ejército de Payit avanzó guiado por las banderas de sus oficiales.

Gultec corrió hacia el enemigo a la cabeza del ejército. Un velo rojo le cubrió los ojos al ver la matanza generalizada y al imaginar la nueva matanza que tendría lugar en unos minutos. Sus gritos de guerra sonaban como aullidos, pero llegaban a la fibra de los soldados. Millares de guerreros de refresco avanzaron hacia las compañías de extranjeros adelantadas. Muchos más fueron a buscar a los que se movían por los flancos.

El Caballero Jaguar marchaba eufórico. Había llegado el momento de la verdad, y ésta era su decisión. A su alrededor, el ruido y los colores de sus compatriotas le infundían fuerza y coraje.

Los payitas se disponían a cerrar el cerco a las compañías aisladas. Gultec no pudo menos que sentir admiración ante el valor de estos soldados, ante su disciplina y sus armas de increíble poder. Por fin se enfrentaría a ellos como un guerrero.

El destino lo impulsaba, le decía que esta batalla era la culminación de su vida.

Halloran alcanzó la protección del manglar en el momento en que la luz del alba se filtraba entre las copas de los árboles. Bien sujeto a la bota inflada, flotó tranquilo por los diversos riachuelos, a la búsqueda de una canoa.

No tardó en encontrarla, amarrada a un muelle destartalado y desierto. En un santiamén, echó sus cosas al interior, se encaramó por la borda, desató el cabo, y comenzó a remar a buen ritmo.

Disponía de luz suficiente para orientarse mientras avanzaba por la costa oeste del delta. Poco después, sus oídos confirmaron que seguía la dirección correcta.

El fragor de la batalla a lo lejos resultaba algo hermoso y aterrador a la vez. Sonidos familiares como el toque de los clarines se mezclaban con los gritos agudos de los nativos.

El paso entre los manglares se estrechó demasiado, y Halloran abandonó el bote para continuar su marcha a pie. Un poco después, divisó entre los árboles la hierba de la llanura. Halloran permaneció en el manglar, porque había nativos en el claro; al parecer, contemplaban la batalla.

Encontró un mangle de tronco bien grueso; no era muy alto; pero pudo trepar hasta una altura que era el doble de la suya.

Fue suficiente para poder ver sin obstáculos la terrible carnicería.

Daggrande repartía mandobles a diestro y siniestro, atento a los movimientos de los legionarios que tenía a cada lado. La compañía luchaba con denuedo, pero poco a poco cedía terreno, empujada por la tremenda presión de los cuerpos. Aunque cada uno de los suyos matara a diez del enemigo, parecía que había otros veinte para reemplazar a los caídos.

Ahora el veterano capitán presentía la amenaza por los flancos, a medida que las tropas nativas avanzaban a izquierda y derecha. Intentó apresurar la retirada, si bien no se atrevía a moverse con demasiada prisa. Sabía, como todos los demás oficiales, que mantener la formación bien apretada era la única esperanza de sobrevivir al ataque.

Las perspectivas de salvación disminuían con cada minuto que pasaba. Los legionarios caían y sus cuerpos eran arrastrados a las filas enemigas. La retirada se detuvo de pronto, cuando los nativos cerraron el cerco alrededor de las dos compañías.

Daggrande pensó en su comandante, instalado en lo alto de la torre de observación. Cordell podía ver su situación desesperada.

«¡Ahora, mi general! —pensó el enano—. ¡Ahora, o será demasiado tarde!».

—¡Ahora, por Helm!

El grito de Cordell se anticipó al movimiento de los estandartes de sus lanceros por una fracción de segundo. La señal fue como un relámpago producido por la bajada y subida de las banderas. Los clarines tocaron a la carga en los cuatro escuadrones.

Los cascos de los caballos machacaron la hierba, mientras salían al galope de los bosquecillos. Cada escuadrón se desplegó en una línea escalonada. El general vio al capitán Alvarro a la cabeza del primer grupo. Las cintas negras atadas a su casco indicaban claramente su posición al resto de los jinetes. Los sabuesos seguían a los caballos, ladrando de entusiasmo.

Cordell contuvo la respiración, sin darse cuenta. El alcance del ataque nativo, su organización táctica y la magnitud de sus formaciones lo habían asombrado y le habían infundido respeto. Había cometido un grave error al subestimarlos.

Ahora se lo jugaba todo a una carta. Si los lanceros fracasaban, la Legión Dorada se enfrentaba a la destrucción.

Gultec encontró a Lok que permanecía abstraído en medio del combate. La armadura de plumas del Caballero águila se veía sucia y chamuscada. Al parecer, no tenía ninguna herida, pero se balanceaba, ajeno al caos que lo rodeaba.

—¿Estás herido, hermano? —preguntó Gultec en voz baja. Todavía lo envolvía la euforia de la lucha, y sintió como si una pequeña burbuja de paz los protegiera a ambos. La camaradería que calentaba el pecho de Gultec lo empujó a tratar a Lok con el máximo respeto.

—Sufro por Maztica, hermano —susurró el Caballero águila—. Se muere, a pesar de que nosotros sigamos vivos.

—¿Cómo puedes decir tal cosa? —exclamó Gultec—. El resultado de la batalla está indeciso. ¿Acaso no sientes el poder y el entusiasmo de nuestras tropas?

La burbuja de paz amenazó con estallar, pero Gultec se esforzó por mantenerla. Miró a Lok, y descubrió que el caballero lo observaba con una expresión casi piadosa.

—¿No notas cómo se aproxima el final, hermano mío? —preguntó Lok—. ¿No puedes verlo venir? —La mirada de Lok se desvió mientras el hombre se desplomaba.

Y entonces Gultec pudo ver la visión de Lok.

Los monstruos aparecieron como una tromba en medio de las nubes de polvo que cubrían la llanura. Eran unas bestias enormes, marrones, y con belfos de fuego. Sus patas convertían en polvo el suelo que pisaban, y el sonido de su carrera era un trueno.

Las criaturas avanzaban en fila, igual que los soldados. Cuando estuvieron un poco más cerca, Gultec vio que las bestias tenían torsos de hombre, con cabeza, brazos y armas. Pero la parte inferior resultaba grotesca; tenía un cierto parecido a la de los ciervos, sólo que mucho más grande y mil veces más espantosa. Los ciervos eran tímidos y tranquilos; en cambio, estos monstruos chillaban, resoplaban y lanzaban dentelladas. Las bocas y flancos aparecían cubiertos de espuma.

A la zaga de estas cosas gigantes venían otros monstruos más pequeños, con grandes mandíbulas babosas y dientes afilados. Enseñaban la lengua, salpicando espuma, y gruesos collares con púas les protegían el cuello. Parecían enormes coyotes, de una ferocidad y salvajismo terrible.

Los monstruos arrollaron a los payitas, a todos aquellos guerreros que no habían huido al verlos aparecer. Gultec vio volar la cabeza de un arquero. Vio a uno de los monstruos atravesar el cuerpo de otro payita con una lanza larga, y a un tercero caer y morir pisoteado por la criatura.

Gultec observó inmóvil, mientras su euforia anterior se convertía en un recuerdo lejano. La visión de las bestias le resultaba tan horrorosa, tan sorprendente, que era incapaz de levantar su arma para defenderse, de dar media vuelta y escapar. No podía hacer otra cosa que contemplar cómo su destino, el triunfo de su vida, se deshacía a su alrededor.

Sin ningún motivo evidente, los monstruos no lo mataron. Pasaron a su lado, para acabar con casi todos los guerreros que encontraban en su camino. El Caballero Jaguar vio a las criaturas dar la vuelta a gran velocidad, con la maniobra típica de guerreros bien entrenados. Incluso vio a uno que parecía ser el jefe, que se adelantaba con las cintas negras enganchadas a su casco flotando en el aire. El rostro de este monstruo, una cara que podía ser humana, aparecía desfigurado en una mueca verdaderamente infernal.

Las bestias cargaron contra un nuevo grupo de guerreros, para acabar con casi todos ellos. Algunos valientes los atacaron, pero los monstruos toteaban, saltaban y corcoveaban hasta quedar libres del acoso, y continuaban con su carnicería.

Gultec vio otras bandas de criaturas. Las bestias recorrían el campo de batalla a placer, y el trueno de sus patas marcaba el redoble fúnebre de los payitas. Iban de arriba abajo, y nadie podía detenerlas. Comenzó la desbandada del enorme ejército; los guerreros escapaban de regreso a sus hogares o se arrodillaban para cuidar a los camaradas heridos.

Pero los atacantes prosiguieron con su macabra tarea. Gultec los vio correr hasta los extremos más alejados del campo, sin dejar de matar, a pesar de que nadie oponía resistencia. Los payitas sólo deseaban escapar.

El Caballero Jaguar pensó que muy pocos lo conseguirían.

Erix se encontraba con los ancianos cerca del límite del delta. Durante toda la mañana, el campo de batalla había sido el escenario de una inmensa confusión, ruido y color; los espectadores no tenían manera de saber cuál sería el bando ganador.

La muchacha presintió el desastre antes que los demás. Hizo caso a su premonición, y retrocedió unos cuantos centenares de metros hasta llegar a la protección del manglar.

En aquel momento, llegaron los monstruos.

Erix gimió de terror y cayó al suelo, paralizada por el susto, al igual que muchos de los observadores. La inmovilidad significó la muerte para la mayoría, porque las bestias, con una astucia y crueldad casi humanas y un poder y velocidad sobrenaturales, corrieron entre los payitas para aplastar a guerreros y espectadores.

La vista de la carnicería la dejó aturdida y enferma. Vio cómo arrancaban a un niño de los brazos de su madre para ensartarlo en una lanza, antes de que la mujer acabara pisoteada por los cascos relucientes del monstruo. Fue testigo del valor de un anciano que se colocó delante de su esposa, y al que mataron de un solo golpe para después reírse a carcajadas mientras la mujer abrazaba el cadáver.

Contempló de rodillas cómo se acercaban los monstruos. Su líder, una figura enorme parecida a la de un hombre, con una gran barba roja, ojos de fuego y cintas negras en el casco, la descubrió entre la hierba. La luz brilló en sus ojos, y la punta de su lanza apuntó en su dirección. El monstruo se desvió, y Erix vio que la muerte cabalgaba hacia ella. Un poco más atrás, la seguía una criatura más pequeña y horrible.

Erix observó a la bestia, y deseó poder matarla con la mirada. Consciente de que no podía, se puso de pie y esperó serena el momento final. A su alrededor yacían los cuerpos destrozados y sangrantes de los payitas. Presintió que su mundo se acababa, vio la agonía y el tormento de Maztica.

Era un buen día para morir.

De la crónica de Coton:

RELATOS DEL PLUMÍFERO EN MAZTICA

Llegó el tiempo de la guerra; y los hermanos Zaltec y Qotal se prepararon e hicieron los sacrificios correspondientes. Multitudes de hombres se reunieron ansiosos, dispuestos a entregar sus corazones, sus cuerpos y sus almas a la voluntad de sus dioses.

Y Zaltec reclamó diez mil guerreros para su sacrificio. Felices, cantando y bailando, ascendieron a las pirámides en el tiempo en que las pirámides llegaban al cielo, y en la cumbre, con ánimo valiente, ofrecieron sus corazones a Zaltec, y el dios quedó satisfecho.

Y Qotal hizo su sacrificio de trece mariposas, cada una de un color diferente; cada una más brillante y atrevida que la anterior. Y su sacrificio no fue la muerte de las mariposas, sino su libertad. A cada una la acercó al cielo y la liberó.

Entonces llegó la guerra. Zaltec luchó para ganar predominio sobre los dioses, pero Qotal no cedió. Al final, Zaltec cayó de la pirámide y escapó a gatas. Dejó atrás la forma suprema del dios mayor, Qotal, para que reinase en el máximo de su gloria.

Pero, incluso después de esto, en la oscuridad de la noche y en la intimidad de sus pensamientos traicioneros, Zaltec denominaba a Qotal el dios Mariposa.