14

La laguna de Ulatos

La respiración del clérigo de Qotal era un silbido ahogado y cada vez más breve, a medida que sus pulmones se llenaban poco a poco de sangre. Erixitl lloraba suavemente a su lado, con las manos de Kachin entre las suyas. El hombre se había resistido a que ella atendiera su herida, moviendo la cabeza para indicarle que conocía su destino De pronto, el clérigo se había convertido en alguien muy importante para Erix, y pensar en su desaparición la asustaba.

Halloran se mantenía apartado, sin saber qué hacer, mientras Daggrande buscaba inútilmente algún indicio acerca de la naturaleza del misterioso atacante, o sus huellas.

El joven observó que el santuario era de cúpula circular, edificado en el bosque. La vegetación lo cubría casi por entero, y se encontraba muy cerca de la playa. Pensó en la distancia que podía haber hasta el fondeadero de la flota. Se negó a considerar la posibilidad de que la legión se hiciera a la mar. No podía imaginar peor destino que verse abandonado en este lugar, y no volver a reunirse jamás con gente de su propio mundo.

Erix gimió abrazada a Kachin cuando el clérigo soltó su último suspiro. Halloran miró en otra dirección, sorprendido de que la muerte del hombre lo entristeciera y enfadara a la vez.

El ataque había sido cobarde, y el sacerdote había entregado su vida para salvar a la doncella, lo que constituía una clara muestra de los méritos relativos del atacante y la víctima. Además, Kachin había actuado como un hombre decente y razonable.

En realidad, pensó Halloran, Kachin le había parecido casi civilizado. Él también se había mostrado incómodo ante esta extraña muchacha que había aprendido su idioma por arte de magia, y que lo había contemplado con sus ojos luminosos.

—Bueno, no hay ningún rastro de aquella cosa, persona o lo que sea —le informó Daggrande—. Ahora, debemos volver con la flota.

—¡Espera! —De pronto, Halloran no tuvo ganas de marcharse. Se volvió hacia la joven—. Lamento la muerte de tu amigo.

Una vez más, ella lo inquietó, esta vez con el profundo dolor que se reflejaba en su rostro. Erix lo contempló con una inocencia herida que acabó por hacerlo desviar la mirada.

—Por favor, ¿me ayudarás a enterrarlo? —preguntó la muchacha, con suavidad.

—¡Tenemos que irnos! —protestó Daggrande—. ¡Quizá Cordell ya ha dado la orden de zarpar!

Halloran suspiró, y miró a su viejo amigo.

—Ve tú primero. Yo la ayudaré. Me reuniré contigo lo antes posible.

El enano lo miró incrédulo por un momento, pero no hizo ningún gesto de marcharse.

—Jamás pensé que tendrías tan poco seso. Me quedaré a echarte una mano; acabaremos antes. Después —su voz se convirtió en un gruñido amenazador— nos iremos.

Erixitl escogió un lugar junto al santuario de Qotal, el dios al que Kachin había servido durante toda su vida adulta. La franja boscosa que se extendía a lo largo de la costa tenía muchas piedras, porque la playa era más rocosa que delante de los Rostros Gemelos. Los tres ayudaron a cargar piedras hasta el lugar del sepulcro y, a continuación, construyeron un túmulo sobre el cuerpo del clérigo.

La muchacha trabajó a la par de los hombres, sin hacer caso de las preguntas que se amontonaban en su mente. «¿Adónde iré? ¿Qué debo hacer?». Por fin, cuando acabaron, pensó en las posibles respuestas.

Por un lado, deseaba volver a su casa natal, a Palul, poder ver Nexal, la gran ciudad que jamás había visto. No conocía a nadie en Ulatos —ni tampoco en todo Payit—, y la habían traído aquí como esclava. Erix no se engañaba; Kachin la había llamado sacerdotisa, si bien ella no tenía la preparación ni los antecedentes necesarios para tan alto cometido.

Pero, si no era una sacerdotisa, tampoco era ya una esclava. Temía a las fuerzas de Zaltec, porque la habían atacado en más de una ocasión; sin embargo, los hechos más importantes se habían puesto en marcha con la llegada de los extranjeros. Y las fuerzas que la amenazaban en cualquier lugar del Mundo Verdadero quizá podrían perseguirla con mayor salvajismo si se acercaba a su gran templo de Nexal.

Además, estaba el tema del regalo que le había hecho Chitikas. Desde luego, era la única en toda Maztica que podía comunicarse con los extranjeros. Por cierto, formaban una pandilla bastante horrible. Las perspectivas de paz entre la gente de Halloran y la suya parecían muy difíciles, máxime después de la refriega en la pirámide. En el fondo de su corazón, surgió el temor de que la guerra fuera inevitable.

¿Podría ser su destino, el destino que había mencionado Chitikas, evitar el conflicto? Dudaba que esto fuese posible, pero al mismo tiempo se sentía obligada a hacer algo.

Volvería a Ulatos. Si los extranjeros navegaban costa arriba, sería la primera ciudad que encontrarían. Intentaría llegar primero y ofrecer sus conocimientos para actuar de intérprete. Así podría hacer todo lo posible para evitar la guerra.

—Ahora yo, quiero decir nosotros, debemos irnos. —El hombre llamado capitán Halloran la miraba con una expresión un tanto triste. Una vez más, ella le devolvió la mirada. Por cierto que ya no le parecía tan horrible como al principio. Sus claros ojos de pescado todavía la inquietaban, y él, como todos los otros extranjeros, parecían rodeados por un olor desagradable. Debía de ser muy difícil bañarse en sus grandes casas volantes. Sin duda, ahora que habían desembarcado volverían a los hábitos higiénicos normales.

Observó su sonrisa sincera, su cuerpo alto, fuerte y esbelto. Era el guerrero más imponente que había visto jamás. En realidad, Erix nunca se había sentido atraída por la gente de armas, pero nunca antes un guerrero le había salvado la vida. Además, cada uno de sus actos tenía un toque de honor y dignidad.

—Te enseñaré el camino de vuelta a los Rostros Gemelos —dijo la joven. El trío salió de la espesura para caminar por la playa de piedras, y Erix señaló hacia la derecha—. Allí, quizás a un par de horas de camino.

—¿Adónde irás tú? —preguntó Hal, con la mirada puesta en el panorama salvaje que tenía ante él.

—Viajaré hacia allá. —Erix apuntó a la izquierda—. A la ciudad de Ulatos, corazón de las tierras payitas. —No hizo ninguna mención de sus temores de guerra, o de su voluntad de intervenir para evitar el conflicto.

—Te deseo un buen viaje —dijo el joven, con una reverencia—. Tal vez volvamos a encontrarnos.

—¡Creo que sí! —respondió ella, con una mirada de picardía.

Él no comprendió la intención de sus palabras, y Erix señaló algo a sus espaldas. Daggrande soltó un gemido cuando miraron hacia el mar, y a Halloran se le hizo un nudo en la garganta. Sus temores se habían convertido en realidad. ¡Estaba varado en una playa alejada del resto del mundo!

Quince velas destacaban sobre el horizonte. La legión navegaba a lo largo de la costa, en dirección a ellos. Pero las naves estaban demasiado lejos de la playa como para avistar cualquier señal de la pareja.

El viento constante empujó a la flota mar adentro, lejos de cualquier bajío que pudiera haber en la zona de los Rostros Gemelos. Después de haber salido sin problemas de la laguna, cambió el viento, y las carabelas y carracas navegaron a la vista de la nueva costa, que mostraba una vegetación exuberante.

Cordell observó que la selva llegaba casi hasta el borde del mar, y adivinó que navegaban por el delta de un río. Su suposición fue confirmada por la presencia de docenas de canoas que se movían entre los diferentes brazos, y fue consciente de que los nativos los vigilaban mientras avanzaban hacia el oeste.

—Son una gente curiosa —le comentó el capitán general a Darién. La pareja permanecía a solas en la cubierta del castillo de popa del Halcón. La mujer elfa se cubría la cabeza con la capucha bien cerrada para proteger su piel del sol ardiente—. En muchos aspectos son salvajes; sin embargo, muestran una gran organización y mucha energía.

—Sospecho que la idea de nuestro fraile de que carecen de dioses es errónea —dijo Darién.

—Ya sea que estén guiados por dioses o hechiceros, o ambos, lamentarán su ataque contra mis hombres —juró Cordell.

Después del delta, surgió una cadena de colinas del valle fluvial. Al abrigo de estas colinas, casi como si la tierra extendiera un brazo protector, la Legión Dorada encontró un fondeadero. La costa a lo largo de la bahía era suave y verde, con numerosas aldeas y pequeños templos dispersos entre los campos.

Las barcas nativas mantuvieron una vigilancia constante mientras las carabelas echaban el ancla. Se arriaron las chalupas; algunas fueron hasta la playa, y otras sondaron la bahía. Los informes no tardaron en llegar a la nave capitana. El fondeadero era profundo, y la playa, adecuada para el desembarco de hombres y animales.

El fraile subió a cubierta en el momento en que Cordell daba la orden de acercar los barcos a tierra. El hombre no había dejado de lamentar a viva voz la muerte de su hija, pero ahora su rostro mostraba una expresión muy seria y decidida.

—Helm, en su misericordia, me ha enviado una señal —dijo sin preámbulos en cuanto estuvo junto a Cordell.

—Evidentemente —respondió el comandante, sin comprometerse.

—Necesitas un jefe para los lanceros, dado que Halloran ha desaparecido —afirmó el fraile.

—Sí…, he estudiado el asunto.

Domincus movió la cabeza como si no estuviese de acuerdo con las palabras de Cordell.

—Helm me ha mostrado claramente su deseo de que el capitán Alvarro asuma el mando.

El capitán general intentó reprimir una mueca de disgusto. A menudo, el fraile empleaba las «visiones de Helm» para presionarlo a tomar decisiones con las que no estaba del todo de acuerdo. Desde luego, el comandante debía tomar en cuenta las opiniones y sugerencias de su consejero espiritual, y Domincus se aprovechaba de esto con demasiada frecuencia.

—Yo había pensado en alguien un poco mayor, más fogueado. Alvarro es algunas veces… impetuoso… —Cordell no pudo acabar la frase.

—¡Tiene que ser Alvarro! ¡Lo he visto! —lo interrumpió el fraile, casi a gritos.

Cordell no quería enfrentarse a su viejo camarada en este momento de su duelo, ni podía arriesgarse al mal ejemplo que una discusión pública podía tener en la moral de los legionarios. Tenía a Alvarro por un jinete atrevido y valiente, aunque sin mucho seso. Además, gozaba de ser la mejor espada del cuerpo. Por fin, el general decidió dejar de lado sus objeciones.

—De acuerdo. El capitán Alvarro tendrá el mando de los lanceros.

—Han reunido sus casas voladoras en la laguna —explicó Gultec. Respiraba agitado, porque acababa de volver a Ulatos de una rápida misión de reconocimiento.

—¡Excelente! —afirmó Caxal, radiante. El canciller parecía disfrutar cada vez más con la perspectiva de una batalla contra los invasores, hasta un punto que Gultec consideraba temerario.

»Llevarás a los guerreros hasta la llanura y los esperarás en la playa. Deja que desembarquen antes de atacarlos —le ordenó Caxal.

—Quizá, señor canciller, tendríamos que ocultar parte de nuestras fuerzas entre los árboles del delta —sugirió Gultec—. Recuerdo demasiado bien la capacidad de combate de estos guerreros. Haríamos bien en mantener parte de las tropas en reserva, por si surge la ocasión de un ataque sorpresa.

Caxal le dirigió una mirada torva, cargada de sospechas, y al Caballero Jaguar le hirvió la sangre.

—¿Tienes miedo de estos guerreros, Gultec? —La voz del canciller era suave, con un tono de consideración poco habitual, pero la pregunta representaba un insulto mortal para un comandante de la talla de Gultec.

Una vez más, sintió el impulso de dar media vuelta y dejar plantado al canciller. Sin embargo, consciente del destino de su pueblo y de la importancia histórica del momento, contuvo su ira.

—Yo mismo dirigiré a los soldados en el campo de batalla —afirmó Gultec, tajante—. Haremos frente al invasor en la playa.

El fraile rabiaba en su camarote, mientras la flota se mecía en el fondeadero. Su furia lo había hecho abandonar a su esclava en la costa de los Rostros Gemelos. La intervención de Cordell le había impedido matarla, al señalar que la venganza de Helm debía ir dirigida contra los responsables del crimen, y no cebarse en víctimas inocentes.

Ahora Cordell y Alvarro permanecían en la cubierta superior del Halcón, con la mirada puesta en la llanura vecina al delta. La selva había sido reemplazada por los campos verdes de una planta alta y delgada, a la que los isleños llamaban «maíz».

—Sí, capitán general, lo comprendo. ¡Sabré cumplir con mi tarea! —Alvarro sonrió feliz, dejando ver sus dientes como lápidas dispersas en un cementerio. La luz del sol arrancaba destellos de fuego en su cabellera pelirroja—. Si me lo permitís, diré que no lamentaréis vuestra decisión. Aquel joven, Halloran, era demasiado novato para…

—¡Basta! —exclamó Cordell—. Regrese a su barco. ¡Prepárese para desembarcar a los caballos al anochecer!

—¡Sí, señor! —Alvarro no ocultó su deleite mientras se retiraba. Echó una ojeada a la costa, a poco más de un kilómetro de distancia. ¿Era posible que Halloran estuviese aún con vida? Soltó un eructo, y se olvidó del tema.

Darién se unió a Cordell en el momento en que Alvarro abordaba la chalupa amurada al Halcón.

—Mira la lengua de tierra que nos rodea —dijo el comandante—. ¡Creo que hemos encontrado un fondeadero espléndido! —Los sondeos habían confirmado que había profundidad más que suficiente hasta bien cerca de la costa.

»Mira allá. —El general apuntó hacia tierra—. Aquello que sobresale por encima de los árboles son estructuras levantadas por la mano del hombre.

Desde donde estaban podían ver las pirámides de Ulatos. La vegetación de los islotes del delta ocultaban la ciudad, pero a poco más de un kilómetro hacia el oeste comenzaba una gran planicie de hierba y maíz.

—El fraile no tendrá queja —comentó Darién, con una sonrisa astuta.

—Desde luego que no —respondió Cordell, sin hacerle mucho caso—. ¡Excelente! Podremos desembarcar a toda la legión. Los salvajes recibirán su castigo por haber atacado a la Legión Dorada.

—Que la guerra comience —susurró Darién, tan suavemente que ni siquiera su amante la escuchó.

Spirali descansó en el interior del templo de Qotal. No le parecía extraño haber buscado refugio en un santuario dedicado a un rival de Zaltec; en realidad, no estaba con ánimos para preocuparse por tonterías.

La lucha contra el soldado lo había agotado, si bien sólo había abandonado el duelo debido a la salida del sol. No obstante, dudaba que hubiese podido salir airoso.

Estos invasores eran de una raza muy diferente de los nativos de Maztica. Desde luego, él, como el resto de los Muy Ancianos, conocía la existencia de las tierras al otro lado del mar, regiones que sus habitantes denominaban con nombres tan exóticos como «los Reinos Olvidados» o «la Costa de la Espada».

Durante muchos años, los Muy Ancianos se habían ocupado de la tarea de preparar a Maztica para la llegada de estos extranjeros, prepararla para que Zaltec estuviese bien alimentado y ellos volvieran a recuperar su poder.

Spirali estudió su situación objetivamente, aunque apenas contuvo una maldición al recordar que su flecha no había acertado a la muchacha; la muerte del clérigo corpulento no era consuelo suficiente.

Ahora la terrible luz del sol brillaba en el mundo exterior. Hasta la suave penumbra que se veía en el hueco de la escalera le quemaba los ojos y lo obligaba a apartar la mirada.

No podía hacer otra cosa que esperar la llegada de la noche.

Las velas blancas se habían mantenido a la vista durante varias horas mientras Halloran y Daggrande, guiados por Erixitl, avanzaban a lo largo de la playa, en dirección al oeste. Por fin, la flota los había adelantado siempre con el mismo rumbo y sin acercarse para nada a la costa.

Por fortuna, el terreno era despejado y podían avanzar a buen paso. A lo largo del camino encontraron diversos grupos de pescadores. En cuanto los nativos echaban un vistazo a la coraza de acero y los rubios cabellos de Halloran, o al rostro barbudo e irascible del enano, se apresuraban a buscar refugio en la selva, o a hacerse a la mar en sus canoas.

—Ojalá pudiera echarle mano a uno de sus botes —exclamó Hal, con la mirada puesta en otro trío de pescadores que remaban con desesperación para cruzar las rompientes y alejarse de la playa.

—Quizá podamos conseguir alguno cuando lleguemos al delta —dijo Erix—. Puedo guiarte hasta allí antes de dirigirme a Ulatos.

Horas después, vieron cómo las velas se movían hacia tierra. Halloran se entusiasmó ante la posibilidad de que la flota fondeara, y tener así la oportunidad de reunirse con sus compañeros. Al mismo tiempo, intentó no pensar en su derrota y en la muerte de Martine. Su Vergüenza le pareció mayor al comprender que había disfrutado de la compañía de Erix, sin dedicar ni un recuerdo a la hija del fraile. «¿Qué clase de hombre Soy?», se reprochó a sí mismo.

—Allá está el delta, donde los barcos van ahora —explicó la muchacha. Kachin le había enseñado muchas cosas de Ulatos, incluida su geografía, con mapas dibujados en el suelo—. Sé que hay muchas canoas de comerciantes, pescadores o recolectores de flores que trabajan entre los cultivos de mangos.

La zona costera era más abierta, y Daggrande se adelantó a la pareja. Halloran vio los grandes campos cultivados con el cereal que habían probado en cada una de las islas.

—Por lo que veo, aquí también tenéis la planta del maíz —comentó mientras pasaban por un campo exuberante, separado de la playa por una hilera de palmeras, y un canal estrecho muy recto.

—¿Qué lugar hay en el mundo que pueda vivir sin maíz? —preguntó Erix, asombrada—. Es el alimento enviado por los dioses, traído por el propio Qotal antes de perder el combate contra su hijo Zaltec y ser expulsado de Maztica.

—Nosotros hemos crecido sin conocer el maíz hasta hace unas pocas semanas —dijo Hal, con una sonrisa—. Es una planta maravillosa, pero sólo conocida en… ¿Maztica? —Pronunció el nombre con dificultad, y la joven soltó una risa tímida.

—Maztica —repitió Erix, para enseñarle la pronunciación correcta—. Significa «el Mundo Verdadero». Pero quizás el mundo es mucho más grande de lo que imaginamos. Dime, ¿de dónde vienes? ¿Hay muchos humanos allí?

La muchacha se había convencido de que los extranjeros eran hombres y no dioses. Hombres complejos e interesantes, pero tan mortales como ella y su gente.

—Es un lugar llamado los Reinos Olvidados, de unas tierras junto a la Costa de la Espada. Mi general es un gran hombre; se llama Cordell, y ha traído su legión hasta aquí a la búsqueda… —No acabó la frase. De pronto su misión, el saqueo del oro de estas gentes y la conquista de sus tierras, le pareció carente de toda justificación.

Todo había sido sencillo mientras los habitantes de estos nuevos territorios habían sido unos salvajes anónimos. El propósito de la legión le había parecido aún más justo cuando los nativos lo habían atacado por sorpresa, y sacrificado a Martine.

Sin embargo, ahora había tenido ocasión de ver también el coraje y la bondad de estas gentes. Ningún legionario había tenido una muerte más honrosa que la de Kachin, al detener la flecha destinada a Erix. Y la joven se había mostrado sabia y serena, ante situaciones que a muchas otras habrían desbordado.

Pensar de esta manera, se recordó a sí mismo bruscamente, era desleal, quizás incluso una traición. Borró esos pensamientos de su mente, y se centró en el brutal asesinato de Martine, en la escalofriante crueldad del sacerdote. Loco o no, había muchos otros dispuestos a aceptar sus órdenes de buen grado; por lo tanto, cabía pensar que no estaba solo en su locura.

Pese a ello, Halloran tenía la seguridad de que estas gentes no eran tan bárbaras e ignorantes como creían el fraile Domincus y tal vez el propio Cordell. Éste era un tema complejo, y a él le desagradaban los asuntos complicados. Sin darse cuenta, frunció el entrecejo, para después sonreír al ver aparecer en el rostro de Erix un gesto de preocupación.

—Pensaba en otras cosas —se disculpó.

Vio que se aproximaban a una zona con una vegetación muy espesa que se adentraba muy lejos en el mar. Se podían ver espejos de agua entre los árboles, que Erix llamó manglares.

—Observa cómo se entrelazan sus ramas —dijo la joven—. El manglar crea sus propias islas mientras crece. Éste es el delta de Ulatos. Dicen que crecen sin cesar, que las islas ganan terreno al mar cada día que pasa.

—¡Tenemos que conseguir una canoa! —exclamó Halloran, asaltado por una súbita ansiedad por volver a la flota.

Ella lo miró sorprendida por su brusca e inesperada solicitud; después, encogió los hombros y continuó la marcha.

Un pequeño muelle marcaba el borde del delta —a Halloran le pareció un pantano—, y allí encontraron varios botes abandonados por los nativos en su huida. Escogieron uno hecho de un solo tronco vaciado a fuego y golpes de formón.

—Aquí debemos separarnos —dijo Erix suavemente, molesta y un poco asustada por el nerviosismo del hombre—. Que tengas un buen viaje hasta tu gran canoa, tu «barco».

Daggrande se instaló en el bote, mientras Halloran se despedía. De pronto, el joven no supo qué decir. La nativa lo inquietaba de una manera como nunca le había ocurrido con Martine. Además, le remordía la conciencia saber que la misión de los legionarios acabaría por convertirlos en enemigos.

—Gracias por todo lo que has hecho por nosotros —tartamudeó—. Espero que volvamos a encontrarnos. Hasta entonces, que el destino te sea favorable. —Hizo una torpe reverencia, y se acomodó a popa. El enano le alcanzó un remo, y en cuestión de minutos la embarcación desapareció entre los manglares, rumbo a mar abierto.

Erix contempló su marcha, intentando superar la tristeza que invadía su corazón. No olvidaría jamás al pálido y alto soldado, tan valiente y arrojado. Si sus compañeros eran como él, los invasores representaban una fuerza temible, quizá con el mismo poder que la propia Nexal.

Se estremeció. Sus pensamientos habían incluido por un segundo a la ciudad de Nexal y a los extranjeros, y en su mente había aparecido la visión de una Nexal en ruinas, sus lagos cubiertos por grandes columnas de humo. En su imaginación, los extranjeros lo dominaban todo.

—No desembarquen los caballos hasta que sea de noche —ordenó el capitán general—. No hemos visto ninguna señal de que utilicen animales de montar. Quizá resulten una sorpresa muy desagradable para el enemigo cuando los vean mañana.

Sus capitanes permanecían formados ante él en la cubierta del Halcón, mientras les comunicaba las últimas instrucciones. Cordell había dispuesto que la legión desembarcaría antes del anochecer, y que acamparía en la playa, sin ocultarse de la vista del ejército nativo.

Una vez más, el capitán general volvió su mirada a la planicie junto al delta, donde miles de guerreros, reunidos alrededor de muchas docenas de banderines multicolores, estandartes y abanicos, los esperaban. Permanecían a casi un par de kilómetros de la playa, una distancia que sus legionarios podían recorrer sin dificultad.

Más allá de la llanura, se elevaban los grandes edificios blancos de la ciudad. El más curioso era la gran pirámide, con sus jardines dispuestos en terrazas en cada uno de sus lados. En lo alto de la pirámide, el chorro de una fuente de agua reflejaba los colores del sol poniente.

—General, ¿por qué no permanecemos a bordo esta noche, y desembarcamos la legión por la mañana? ¡Nos exponemos a ser víctimas de un terrible ataque nocturno! —La pregunta la formuló Garrant, el capitán al mando de la infantería. Su objeción daba voz al pensamiento de muchos hombres de la tropa.

—¡Desembarcaremos esta noche, precisamente para demostrar que no tenemos miedo! —contestó Cordell, enérgico. Sin embargo, era obvio que le había complacido la pregunta. En un tono más suave, añadió—: Sé, capitán Garrant, que sus hombres soportarían el peso del ataque si por azar llegase a ocurrir. Apuesto a que no habrá ningún ataque, y me permito correr el riesgo porque confío en que su compañía será capaz de defender a la legión si me equivoco.

Satisfecho con el cumplido, el capitán manifestó con un cabeceo su comprensión del plan.

—Mi señor general… —llamó una voz plañidera. Cordell se volvió, rechinando los dientes, para mirar al contable con cara de comadreja, Kardann.

—¿Sí?

—¡El tesoro, mi señor! Os ruego que penséis en los tesoros que ya hemos conseguido. ¡Cargamos con la pequeña fortuna en pepitas de oro y joyas que nos dieron los isleños! —Kardann acompañó su protesta con continuos movimientos de cabeza, y frecuentes miradas hacia la playa.

»¿No sería una medida de prudencia llevar el tesoro mar adentro? —preguntó, nervioso—. ¿No creéis que sería mejor alejarnos de la playa, donde los salvajes podrían asaltarnos con sus canoas y apoderarse de nuestro oro?

Cordell miró atónito al contable.

—¡Es una insolencia pensar que puedan ser capaces de apoderarse por la fuerza de uno solo de nuestros barcos! —exclamó—. ¡No puedo tolerar que se digan estas cosas! —Al capitán general le preocupó el hecho de que las palabras del contable fuesen un motivo de distracción, en un momento en que necesitaba concentrar la atención de sus hombres en la batalla.

Cordell se giró hacia el puente de popa; después cambió de opinión. En circunstancias normales, le habría pedido al fraile la bendición de Helm para sus tropas, pero Domincus no hacía otra cosa que murmurar y pasearse de arriba abajo, con la mirada puesta en la costa. El comandante tenía miedo de que su arenga fuese poco apropiada. «¡Domínate, hombre! —pensó—. ¡Te necesito! ¡La legión te necesita!».

—¡Son los desertores en persona! —chilló Domincus, señalando una pequeña embarcación que se acercaba a la nave insignia.

Cordell y los capitanes se asomaron por la borda, y vieron una canoa que salía de uno de los canales del delta. Halloran y Daggrande eran los únicos tripulantes.

—Fray Domincus, tenemos que hablar —dijo Cordell, en voz baja.

A pesar de la suavidad del tono, su voz tenía la fuerza del acero. Los capitanes se movieron inquietos a sus espaldas, y el general comprendió que debía maniobrar con cuidado, entre el deseo de venganza del clérigo y las necesidades prácticas de sus hombres.

El fraile dirigió una mirada de sospecha al comandante, pero se cuidó de no montar un escándalo delante de los legionarios.

—¡Espero que no se os ocurra darles la bienvenida! —siseó, incrédulo—. El joven es culpable de una negligencia criminal al haber permitido el asesinato de mi hija. ¡Y ambos desertaron de nuestros soldados delante del ataque enemigo! —La ira dio a su voz un tono agudo.

«No puedo provocarlo ahora —pensó Cordell—. Mañana lo necesito».

—La muerte de vuestra hija es una gran tragedia, amigo mío. Desde luego, ella había sido confiada a la custodia del joven Halloran. Por lo tanto, esto cuenta en su contra. No obstante, es un lancero hábil, un gran jinete y un soldado muy valiente. En cuanto a Daggrande, es mi mejor capitán. ¡No podéis pedir que os entregue a los dos en víspera de una batalla!

—¡Pero si está la declaración de los guardias! Desaparecieron durante…

—¡Fueron arrebatados por arte de magia! ¡Vuestra ira no os puede cegar hasta el punto de no reconocerlo! —El fraile le dio la espalda, malhumorado—. Os entregaré a Halloran, encadenado. Después de la batalla, le impondréis el castigo que consideréis justo. Pero Daggrande quedará libre de todo cargo, sin ninguna sanción de vuestra parte. Tampoco tildaréis a estos hombres de cobardes, en mi presencia o delante de cualquier miembro de la legión. ¿Ha quedado claro?

«¡Obedece! —El capitán general enfocó su voluntad y su capacidad de mando en el clérigo—. Te necesitamos, fraile. Pero también necesitamos a Daggrande».

—De acuerdo —gruñó Domincus—. Quiero ver a Halloran con grilletes y encerrado bajo cubierta. No les diré nada a los hombres. No necesito castigar al enano.

—Bien —asintió Cordell, aunque enfadado porque la venganza de su lugarteniente le costaría la pérdida de un buen oficial—. Ahora vamos a ocuparnos de su llegada.

El fraile se unió a los capitanes, y Cordell llamó a su camarero. El mozo escuchó con atención, mientras su comandante le explicaba los arreglos necesarios para improvisar una celda en la bodega.

El estandarte del águila dorada ondeaba orgulloso al tope del palo mayor del Halcón. Al aproximarse al navío, Halloran sintió que lo embargaba la emoción. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, y saludó a la bandera cuando la canoa llegó al costado del Halcón. Hizo un esfuerzo por dominar también la vergüenza. La tragedia de la pérdida de Martine era como una losa en su pecho. No sabía qué le esperaba en cubierta.

La carraca apenas si se movía en las aguas tranquilas de la laguna, y no tuvieron ninguna dificultad para trepar por las escalas de cuerda que les arrojaron desde las amuras.

Halloran se quedó atónito en cuanto pisó la cubierta. Sin decir palabra, cuatro fornidos sargentos lo sujetaron y le colocaron grilletes en las muñecas y los tobillos.

El joven se mordió la lengua. Vio la figura airada del fraile Domincus detrás de los guardias, y sospechó la explicación. «Quizá no me merezca otro trato», pensó.

—¡Eh, qué pasa aquí! —gritó Daggrande, dispuesto a defender a su amigo. El capitán general se acercó a él, con una mano levantada para pedir calma.

El enano miró desconcertado a su comandante. Las palabras de Cordell estremecieron a Halloran con una fuerza superior al más terrible de los golpes.

—Capitán Halloran, se lo acusa de deserción delante del enemigo. Tendrá la oportunidad de hablar en su propia defensa después de que se resuelvan los asuntos de mañana. Hasta entonces, permanecerá confinado en el calabozo bajo cubierta del Halcón.

Cordell no apartó su mirada de los ojos de Halloran, y el joven buscó en ella algún mensaje oculto, un destello que le dijese que su general no lo consideraba un cobarde, como alguien capaz de huir de una batalla. El respeto de aquel hombre significaba para Halloran más que cualquier otra cosa en el mundo. En cambio, sólo vio la dureza y el poderío de su comandante.

—¡Su espada, señor! —La orden de Cordell sonó como un ladrido.

Aturdido, el joven capitán desenganchó su sable y, sin poder dar crédito a lo que sucedía, se lo entregó al general. Cordell dejó el arma y se volvió hacia los legionarios reunidos en cubierta.

—El mando de las compañías de lanceros es transferido al capitán Alvarro. La orden entra en vigor ahora mismo.

Halloran escuchó la última ofensa —la transferencia de su unidad a las asquerosas manos de su rival sin escrúpulos— mientras bajaba por la escotilla hacia su calabozo.