13

El santuario de Qotal

Cordell miró hacia el acantilado, inquieto por los gritos indisciplinados que sonaron de pronto entre los piquetes de la playa. Sabía que los guardias, apostados a fe largo de la faja selvática en la base del farallón, no gritarían así sin tener una buena razón.

—¡Domincus! ¡Darién! —llamó a sus principales lugartenientes, y el trío marchó a paso rápido a través de la arena. La oscuridad ocultaba el acantilado y sus gigantescos rostros de piedra, pero las voces provenían de algún lugar muy cercano al sendero central que conducía a la pirámide en la cima. El fraile se adelantó, con el rostro tenso y angustiado.

—¡Helm todopoderoso, dependo de tu misericordia! —clamó el clérigo.

También el capitán general temía las noticias de los exploradores, si bien por razones mucho más pragmáticas que las del fraile. ¿Había perdido al capitán Halloran? Era una posibilidad a considerar seriamente.

Una sola palabra llegó a sus oídos mientras avanzaba: «Atacados».

Cordell se unió al piquete y vio a dos soldados que sostenían a un tercero. Este último apenas si podía respirar. Presentaba múltiples heridas, y tenía el cuerpo cubierto de sangre. Cordell lo reconoció; era Grabert, un veterano de confianza.

—¡Martine! —rugió el fraile, antes de que Cordell pudiese abrir la boca—. ¿Qué le ha pasado a mi hija? ¡Dímelo!

—¿Dónde está Daggrande? —preguntó el comandante, sin hacer caso de la ira de Domincus. El hombre herido se reanimó al escuchar la voz de su jefe, e hizo todo lo posible para comportarse como un legionario, mientras daba su informe.

—Daggrande y Halloran han desaparecido, señor. ¡Fue cosa de magia! Un círculo brillante, un anillo que flotaba en el aire, se posó a su alrededor. Después desaparecieron, junto con una pareja de salvajes. —El hombre miró al suelo para eludir la mirada del fraile, y añadió—: Creo, señor…, por lo que dijo Halloran, que los nativos asesinaron a Martine. En lo alto de la pirámide.

El fraile gritó su pena hasta que su voz se convirtió en un ronquido ahogado. Cayó de rodillas y miró hacia el cielo, desahogando su dolor mientras sacudía los puños con tanta furia, que los hombres a su alrededor retrocedieron varios pasos.

—¡Que las maldiciones de Helm caigan sobre vuestras cabezas! —bramó—. ¡Que vuestra ignorancia sea suprimida para siempre con un golpe de su mano omnipotente!

El clérigo hizo una pausa, se incorporó, y su mirada de loco buscó a Cordell.

—¡Debes enviar la legión contra ellos! ¡Los barreremos de la faz de la tierra! —añadió.

En los ojos del capitán general brilló un relámpago oscuro, pero el clérigo estaba demasiado ciego para ver la advertencia.

—La legión actúa a mis órdenes —dijo Cordell, sin alzar la voz—. Deberías saber que nosotros siempre destruimos a nuestros enemigos. Este ataque recibirá el castigo que se merece.

Para estos momentos, una decena de legionarios habían bajado la escalera desde lo alto del acantilado, y muchos de los soldados en la playa se habían unido a ellos antes de que Graben acabara su informe. El fraile gimió mientras el explorador comunicaba la captura de Hal y Martine, y la persecución encabezada por Daggrande.

—Entonces nos atacaron centenares de salvajes, señor; salieron de la selva armados con lanzas y garrotes. Nos vimos rodeados. El capitán Daggrande nos hizo formar en cuadrado, pero cayeron muchos de los nuestros y no se pudo mantener la formación.

—¿Y cómo habéis escapado, tú y estos otros hombres? —La pregunta la hizo una figura vestida de negro que estaba junto a Cordell. Hasta ahora nadie había advertido la presencia de Darién.

Grabert se puso tenso al escuchar la pregunta, aunque no devolvió la mirada de la hechicera.

—Cuando apareció el anillo, el que arrebató a Daggrande y Halloran, los salvajes se pusieron de hinojos, tomo si estuvieran asustados, o quizá paralizados de asombro. Aprovechamos la ocasión para correr hacia el acantilado, y así salvar nuestras vidas.

Cordell miró a la mujer elfa, y ella asintió.

—Volveré enseguida —murmuró Darién. Nadie la vio hacer ningún gesto o recitar las palabras de un hechizo, pero, pese a ello, todos pudieron ver cómo desaparecía de la vista, convirtiéndose en invisible. Había partido a la búsqueda de los nuevos enemigos de la legión.

Halloran sintió que la tierra desaparecía bajo sus pies, y después se vio rodeado de un anillo multicolor. Agitó los brazos desesperado, buscando un asidero para frenar su caída. Percibió el cuerpo de la joven que se retorcía a su lado, y un tirón en su cintura le avisó que Daggrande se mantenía sujeto a él.

Confundido, comprendió de pronto que en realidad no caía. No sentía el peso del cuerpo, pero no notaba el azote del viento ni el movimiento. Intentó mirar a su alrededor y sólo consiguió ver un aro de color, que se expandía como un caleidoscopio gigante.

Entonces la tierra firme volvió a aparecer debajo de sus pies. Los colores se transformaron en una bruma lechosa, y vio que se encontraba en un edificio de piedra. La muchacha nativa, que había permanecido a su lado durante el misterioso viaje, se apartó en el acto para mirar el recinto con expresión de pánico.

Se encontraban en una habitación circular, de unos diez pasos de diámetro, con las paredes hechas de piedra labrada. Una abertura dejaba ver unos escalones que subían para perderse en la oscuridad. Más allá del portal y la escalera, el resplandor de las estrellas iluminaba el cielo nocturno.

—¡Que Helm maldiga esta brujería! —gritó Daggrande, enfadado por el golpe recibido al tocar tierra. Se levantó y blandió el hacha manchada de sangre, con aire amenazador.

Hal observó al cuarto del grupo, el anciano de túnica blanca que había intentado apoderarse de la muchacha. Era el único que parecía tranquilo. El capitán no ocultó su asombro al ver cómo se arrodillaba y agachaba la cabeza delante de una imagen, al otro lado de la habitación. La larga cabellera gris del hombre, sujeta con una cinta, rozó el suelo cuando inclinó la cabeza.

—¡Qotal! —exclamó la joven, alejándose de la escultura. También Erixitl había reconocido la imagen del dios, con sus colmillos y la melena de plumas. De pronto comprendió con absoluta claridad la verdad de las palabras pronunciadas por Chitikas; que la fe de Qotal había estado detrás de ella durante toda su vida: Tanto su padre como Huakal, el noble kultaka, habían adorado al Plumífero, si bien en privado y con discreción. Kachin, clérigo de Qotal, la había comprado en nombre del templo por una suma exorbitante. Había sido objeto de mucha atención por parte de Chitikas, un ofidio con plumas que casi era la imagen del dios en su forma de serpiente.

Miró con nuevos ojos al bondadoso sacerdote, y vio que él la observaba con una expresión de inocencia angelical. Su rostro, lleno de arrugas, resplandecía con una sonrisa dedicada sólo a ella.

Un aluvión de preguntas apareció en su mente. ¿Por qué los dioses daban tanto valor a su vida…, o a su muerte? ¿Por qué los fieles de Qotal la habían llevado al otro extremo del Mundo Verdadero? ¿Para convertirla en esclava? ¿O en una sacerdotisa?

Ahora Chitikas la había traído a este santuario, al lugar sagrado dedicado a Qotal, como broche de un día tumultuoso.

Estudió la imagen sonriente del dios Plumífero, y después a la serpiente cubierta de plumas, sin dejar de pensar en lo ocurrido.

Por su parte, Halloran también miró el rostro esculpido en la pared de piedra. Para él no era más que la representación de las fauces de un ofidio rodeadas por una gran melena; descubrió que la melena correspondía al dibujo de un collar de plumas.

De pronto miró hacia lo alto, extrañado por el fulgor blanquecino, y vio el largo cuerpo de la serpiente que flotaba en el aire, con un lento batido de sus alas irisadas. ¡El cuerpo del ofidio era la fuente de luz! Enarboló la espada sin darse cuenta, pero se dominó y bajó el acero. Pensó que nada bueno podía resultar de un ataque a la serpiente luminosa, al menos por ahora.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Qué quieres? —En el mismo momento en que desafió al ser, éste se posó con mucha gracia delante de él, con la cola apoyada en el suelo y el resto de su cuerpo en el aire.

Creo que me corresponde a mí preguntar, extranjero. ¿Qué quieres?

La voz sonó en su mente, aunque la criatura no había emitido ningún sonido. Asombrado, Halloran dio un paso atrás; comprendió que los poderes del ser eran muy superiores a los suyos.

La muchacha intervino; hablaba muy rápido y sin alzar el tono. Él no conseguía entender sus palabras, pero de pronto conoció su significado.

¡Chitikas! ¿Por qué nos has traído aquí? ¿Quiénes son estos hombres?

Hal se dio cuenta de que la serpiente no sólo era capaz de comunicarle sus propios pensamientos, sino que también traducía y le pasaba las palabras de la nativa.

—Esto no me gusta nada —gruñó Daggrande; su voz sonó como un susurro áspero—. ¡Salgamos de aquí!

—Debemos quedarnos y escuchar. —El hombre vestido de blanco se puso de pie; él también hablaba en su propia lengua, que era traducida telepáticamente—. El cuatl es la señal del dios supremo, discípulo de Qotal. Yo, Kachin, sacerdote de Qotal, os ruego que lo escuchéis.

El clérigo asintió hacia el rostro esculpido, y Hal comprendió que el rostro de serpiente con la melena de plumas representaba al dios Qotal.

—¿Sacerdote? —exclamó el legionario, con un tono insultante—. ¿Un sacerdote como aquel que arrancó el corazón a una mujer indefensa? —Halloran tembló de rabia mientras el recuerdo del episodio volvía a su mente en todo su horror.

—No, no soy un sacerdote como él —afirmó Kachin—, que rinde culto a otros dioses de Maztica.

—¿Por qué la mataron? —preguntó Halloran—. ¿A qué demonio encarna aquel monstruo?

—La explicación es desagradable y complicada. Aquel clérigo es un patriarca de Zaltec, dios de la guerra, de la noche, de la muerte, y de otras cuantas cosas más, pero en especial de la guerra. —Kachin hablaba deprisa, y sus palabras se convertían en pensamientos en la mente de Hal con idéntica rapidez.

»Por todas las tierras de Maztica hay adoradores de Zaltec, y todos ellos buscan corazones para alimentar a su dios. Los sacerdotes arrancan muchísimos corazones, por lo general al amanecer o al ocaso.

—¡Es pura barbarie! —exclamó Halloran, asqueado—. ¿Qué dios podría exigir algo semejante? ¿Qué clase de personas podrían obedecer una orden tan repugnante?

—No hagáis juicios tan generales —lo urgió Kachin—. Si bien el credo de Zaltec está muy extendido, aquí en Payit hay muchos que siguen la llamada de Qotal.

En aquel momento, para sorpresa de Kachin y Hal, Erix intervino en la discusión.

—Qotal es la fuente de pluma, la magia que desató vuestras ligaduras —le explicó a Hal—. Un dios que disfruta con la vida y la belleza, no con la sangre.

La muchacha se volvió hacia el clérigo y se embarcó en una larga explicación. La serpiente no tradujo sus palabras, pero Halloran supo que ella le narraba la muerte de Martine a manos del sacerdote fanático, y su posterior captura por los hombres de Daggrande.

—¡Ya está bien! —gritó Hal, interrumpiéndola— Nos quedaremos aquí y escucharemos. Pero quiero aclarar unas cuantas cosas.

—Sigue sin gustarme —protestó Daggrande, en voz baja. Sin embargo, no se movió del costado de su amigo.

Recuerda, extranjero, siseó la serpiente. Podría haberte dejado morir en la pirámide. No tenías escapatoria.

Halloran frunció el rostro ante el poder y la amenaza insinuada en el mensaje. Por un momento, creyó que la serpiente se disponía a atacarlo. En aquel mismo momento, comprendió que el ser decía la verdad. La batalla de la pirámide estaba perdida. Pensó en los legionarios del destacamento de Daggrande; a estas horas ya habrían muerto todos. ¿Cuántas veces más a lo largo de este día tendría que contemplar la muerte de sus compañeros, sin poder hacer nada?

—Os he dicho que soy Kachin —dijo el sacerdote. La serpiente tradujo sin apartar la mirada de Halloran—. Y ésta es Erixitl.

Hal asintió, atento a los movimientos del ofidio. De pronto, el golpe de una ola de poder lo echó hacia atrás. Algo había golpeado su mente, algo que no era físico, si bien lo dejó aturdido.

¡Habla!, ordenó la serpiente. ¿Es que los extranjeros no tenéis modales? ¡Decid vuestros nombres!

Con un gran esfuerzo, Hal evitó una respuesta ofensiva.

—Soy el capitán Halloran —dijo—. Mi compañero es el capitán Daggrande.

Yo soy Chitikas Cuatl, devoto servidor de Qotal, y el que os acaba de salvar la vida. La serpiente onduló a través de la habitación. Poco a poco se apagó el resplandor dorado que emanaba de su cuerpo hasta que la sala quedó a oscuras.

¡Vosotros, los humanos, os quejáis de las cosas más ridículas! ¡No entendéis cosas que son obvias hasta para un niño! La voz era un gruñido amenazador en sus mentes.

El Mundo Verdadero está al borde del desastre. El mal amenaza a la vida por todas partes, desde todas las direcciones. ¡Y vos no hacéis más que presumir de vuestro poder y fiereza!

Está en vuestra mano hacer cosas, actuar contra esta terrible amenaza. Vos, capitán Halloran, os enfrentáis a un dilema. No sois un hombre malvado, pero se os pedirá que cometáis muchas maldades.

Sólo tú, Erixitl, en otro tiempo de Palul, has tocado el espíritu de nuestro Estimado Padre. La criatura dirigió su mirada a la muchacha, y los cuatro humanos pudieron sentir el cambio de su foco de atención, incluso en la absoluta oscuridad de la sala. Pero incluso tú has sido renuente, sin mostrar la gratitud apropiada a alguien que debe tanto.

Así que os dejaré a todos para que meditéis en mis palabras. Sólo cuando el verdadero entendimiento os abrace, se podrá hacer realidad la voluntad del Plumífero.

Sin embargo, por la buena voluntad que me has demostrado, aunque haya sido por unos instantes —una vez más las palabras de la serpiente fueron para Erix—, te haré un regalo: el regalo de saber.

Todos notaron un breve toque de poder, algo que se agitó en el aire de la sala, para después desaparecer.

—¡Brujería! —exclamó Daggrande.

—Tienes razón, enano —dijo Erix.

Los tres hombres la miraron asombrados, porque las palabras habían sido pronunciadas claramente en la lengua común de Aguas Profundas y los Reinos.

—¿Cómo es que puedes hablar el idioma de los extranjeros? —preguntó Kachin, atónito.

—¡Es el regalo de Chitikas Cuatl! —contestó Erix, asombrada. Respondió en payit al clérigo, y después repitió las palabras en la otra lengua.

—¿Dónde ha ido el Sinuoso? —preguntó Daggrande, el primero en advertir la desaparición de la serpiente.

—Deberíais mostrar mayor respeto por Chitikas —lo reprendió la muchacha, sin alzar el tono. Después observó a Halloran con su mirada de franca curiosidad, que él encontraba inquietante.

El joven le devolvió la mirada, mitad desafiante, mitad confuso. Aun en la oscuridad, podía ver sus ojos luminosos, que lo estudiaban con inteligencia y una pizca de reproche. Él ansiaba gritar su furia contra esa mujer salvaje y su compañero, quería maldecirlos por su dios obsceno. Pero no podía olvidar su acto de bondad, cuando ella había utilizado su colgante de plumas para librarlo de sus ataduras.

—¿Por qué me liberaste? —preguntó Hal, lentamente. Sin darse cuenta había tuteado a la joven. Cogió la piel de serpiente de su cinturón y la sostuvo en alto—. No pudimos cortarla ni con nuestros mejores aceros.

—No sé lo que es «acero», pero el… —Erix hizo una pausa y buscó la palabra en su nuevo idioma—, el hishna, la magia de las escamas, las garras y los colmillos, es opuesta a la pluma, la magia de las plumas y el aire. Te liberé porque mi collar de pluma me da poder sobre el hishna.

»En realidad no sé por qué escogí este poder para ir en tu ayuda —añadió la muchacha—. Desde luego, sois los hombres más terribles que jamás he conocido. Y, en honor a la verdad, oléis como si no os hubieseis bañado en muchos días.

»Chitikas me dijo que debía ayudarte, pero yo no quería hacerlo. Fue sólo cuando los payitas atacaron que deseé darte una oportunidad de luchar por tu vida.

—Muchas gracias —dijo Halloran, tan intrigado como la joven acerca de su decisión.

Daggrande, que había ido hasta la abertura para observar el cielo, volvió a reunirse con ellos, interesado en cuestiones más prácticas.

—¿Alguien sabe dónde estamos? —preguntó.

Spirali se sentó sobre el altar con las piernas cruzadas. El corazón arrancado del pecho de Martine yacía a su lado, convertido en un objeto frío e inanimado. El Muy Anciano puso en marcha su magia, buscando en la noche el poder que le diría dónde se encontraba su enemigo.

La aparición del cuatl había sorprendido y enfurecido a Spirali. No se tenían noticias de estas criaturas desde hacía más de doscientos años, y los jefes del Muy Anciano habían declarado su extinción. No se alegrarían cuando escucharan su informe al respecto.

En cambio, se mostrarían complacidos con él, si les anunciaba que el ser había muerto, extinguido de una vez por todas. Ahora buscaba las profundas emanaciones de fuerza que le informarían del paradero del cuatl. Además, esta misma magia lo ayudaría a localizar a la muchacha, con lo cual si la serpiente escapaba de su persecución tampoco sería algo muy grave.

El cuerpo de Spirali se puso tenso. ¡Ahora! Una fracción de segundo más tarde, había desaparecido.

Su viaje a través del vacío sin tiempo que había sido la senda del cuatl fue instantáneo. Spirali apareció entre un montón de flores en un claro de la selva. Percibió la proximidad del alba, y esto aumentó su urgencia.

Un agujero oscuro marcaba el portal de un templo cubierto de hiedras y lianas. Spirali cerró los ojos, pero las emanaciones concentradas del cuatl habían desaparecido. En cambio, escuchó voces que procedían del templo. Una era la de Erixitl.

—El acantilado está lleno de guerreros; al menos, un millar, y salen más de la selva a cada minuto —dijo Darién.

El capitán general y el fraile no le preguntaren cómo había obtenido la información. Los dos sabían que la hechicera era capaz de convertirse en invisible, levitar, tomar la forma de un animal o un monstruo, y utilizar muchos más conocimientos mágicos. La eficacia de sus métodos no se ponían en duda, y los resultados eran siempre valiosos.

—¡Debemos atacar a estos salvajes paganos ahora mismo! —gritó Domincus; sacudió el puño en alto, amenazando a un enemigo invisible en la oscuridad.

—Estoy preparado para mandar el ataque —gruñó Alvarro, ansioso—. ¡Ensartaremos a los demonios en nuestras espadas! —El pelirrojo de dientes desiguales había secundado el grito de batalla del clérigo, y ahora juntos insistían en un ataque inmediato.

—¡Silencio! —La orden de Cordell hizo callar a los dos hombres—. ¡Pensad en nuestra posición táctica! Nos encontramos al pie del acantilado. ¡Por Helm, si quisieran podrían emplear hasta piedras como armas! —La furia y la frustración se colaron en la voz del comandante—. ¡Tienen el dominio de la altura!

—El acantilado parece ocupar sólo este trozo de la costa —comentó Darién—. Por el oeste, la tierra está casi a nivel del mar.

Cordell enarcó las cejas, sin ocultar su satisfacción.

—Esta noche has estado muy atareada, querida —dijo.

—He buscado alguna señal de Daggrande o Halloran —añadió la maga, sin hacer caso del comentario—. Por desgracia, no he conseguido encontrar ninguna pista acerca del lugar donde pueda haberlos llevado el anillo luminoso.

—Muy bien. Eran buenos legionarios, pero debemos suponer que han muerto.

—¡Se oculta! —chilló el fraile—. El joven no quiere enfrentarse a mí. Pretende eludir la responsabilidad por su descuido criminal.

Cordell suspiró suavemente, sin responder a las acusaciones de Domincus. «Ya tendremos tiempo para averiguar la verdad, si es que volvemos a ver a Hal», pensó.

—Navegaremos a lo largo de la costa —anunció el comandante—, en busca de un lugar más adecuado para el desembarco. —Miró los ojos húmedos del fraile. La decisión del capitán general era como un fuego oscuro ardiendo en su pecho, cuando juró—: ¡Y allí, en campo abierto, la legión se enfrentará a los salvajes! Te prometo, amigo mío, que tu hija será vengada.

—Este es el Santuario Olvidado —explicó Kachin, mientras Erixitl traducía—. Nos encontramos al este de los campos de maíz, a la vista del Templo Florido de Ulatos.

Erix se encargó de dar más detalles a los extranjeros.

—Ulatos es la gran ciudad de los payitas, no muy lejos del lugar de vuestro desembarco. Los barcos se encuentran a unas dos horas de marcha hacia el este. —La traducción de las distancias y tiempo le resultaba sencilla. Comprendió que, en estas cosas, el lenguaje de los extranjeros era mucho más preciso que el propio. Al parecer, se trataba de gente a quien le gustaba medir las cosas.

—¿Por qué aquel sacerdote mató a Martine? ¿Por qué la escogió a ella para el sacrificio? —El recuerdo del espantoso ritual se mantenía en la mente de Hal, como una pesadilla que se negaba a desaparecer.

—El sacerdote estaba loco —respondió Erix—. Creía que la mujer era yo. —«Enloquecido por obra de Chitikas», añadió para sí misma.

—¿Quieres decir que esta guerra la inició un clérigo embrujado? —chilló Daggrande—. ¡Tendría que haberlo adivinado!

En cambio, Halloran pensaba en la respuesta de la joven.

—¿Por qué quería matarte? —preguntó.

—No… lo sé. —La mirada en los ojos de Erix lo convenció de que ella decía la verdad.

—Vamos, Erix —la urgió Kachin, en payit—. Debemos volver a Ulatos ahora mismo. Tenemos que abandonar a estos extranjeros.

—¿Y qué me dices de los peligros de Ulatos? —Erix recordaba con toda claridad su secuestro en el templo.

—Me ocuparé personalmente de tu seguridad. La santidad de los terrenos del Canciller del Silencio no volverá a ser violada.

Erix se volvió hacia los dos legionarios.

—Encontraréis la playa en cuanto salgamos de aquí. Vuestros amigos están al este. Kachin y yo volveremos a nuestra ciudad, hacia el oeste. —Se dirigió hacia el portal; entonces se detuvo y miró a Halloran—. Que vuestro viaje transcurra en paz.

El joven volvió a mirar a la mujer. Parecía mucho mayor que Martine, e incluso que él mismo. Sospechaba que todavía no había cumplido los veinte años, pero se comportaba con una madurez y una gracia que lo fascinaban hasta el punto de imponerle respeto.

Sin embargo, la imagen del rostro de Martine marcado por el terror volvió a surgir en su mente. ¡No había cumplido con su responsabilidad de defenderla! Había muerto, porque un sacerdote loco la había tomado por la mujer que ahora tenía ante él. Quizás esto debería haberle hecho sentir furia contra Erix; en cambio, sólo despertó aún más su curiosidad.

—Espero que volvamos a encontrarnos —respondió él, con una reverencia.

Halloran fue el primero en subir la escalera para salir del templo. La luz de la aurora se filtraba entre la vegetación, y alcanzó a ver la playa entre los árboles.

Erix lo siguió, y después se detuvo para dirigirle una última mirada. Kachin, que iba detrás de ella, hizo una pausa en el portal.

De pronto, apareció una expresión de alarma en el rostro del sacerdote. Sin perder un segundo, se abalanzó sobre Erix y la apartó de un empellón. La flecha negra dirigida hacia el corazón de la muchacha se hundió entre las costillas del hombre. Kachin soltó un grito de dolor, y cayó al suelo.

Daggrande alzó su ballesta, y apuntó a la mancha oscura que creyó ver entre la espesura. La silueta se hizo a un lado para esquivar la saeta, pero el movimiento reveló su posición.

Halloran se lanzó contra la figura, sable en mano, dispuesto a matar al agresor. A pesar de que había más luz, no conseguía ver a su adversario, sólo una sombra que se movía. Entonces, vio el destello del acero.

Su sable chocó contra otra espada de metal. La hoja del rival era negra, pero el sonido correspondía al acero. Una y otra vez se encontraron las espadas, plata contra negro. En ocasiones, la violencia de los golpes provocaba una lluvia de chispas. Los luchadores tiraban y esquivaban entre los árboles, cortando ramas y hojas en sus ataques y defensas.

Hal calculó que su oponente tenía el tamaño de un humano; quizás un poco más bajo, pero dotado de mucha fuerza. Observó que vestía de negro, incluidos los guantes, las botas y la máscara de seda. Sobre todo lo demás, le llamó la atención su increíble habilidad en el manejo de la espada.

Con una furia salvaje y silenciosa, la figura oscura acortó distancias; uno de sus golpes rozó el rostro de Hal y otro estuvo a punto de abrirle el vientre. Entonces, el legionario consiguió apartarlo de un puntapié y lanzó un par de mandobles que fallaron el blanco por un pelo.

El capitán atacó y paró con toda la destreza de que era capaz. Su rival daba la impresión de que flotaba al eludir sus golpes, para después devolverlos con una celeridad asombrosa.

Daggrande acabó de montar la ballesta y apuntó, pero no disparó ante el riesgo de herir a su amigo. A pesar de que el cielo se había teñido de rosa, y de que se podían distinguir las flores y los insectos en la floresta, el misterioso atacante continuaba envuelto en un manto de sombras. Sus prendas, si es que lo eran, parecían rodearlo como una nube de humo, oscureciendo su cuerpo, aunque sin estorbar sus movimientos.

El oponente volvió a acorralar a Halloran; sus estocadas eran más rápidas que nunca. El legionario paraba y retrocedía. Poco a poco fue consciente de que perdería la batalla. Le pesaba el brazo, y la fatiga debilitaba sus reflejos. Mientras tanto, el desconocido mantenía el ataque sin dar muestras de cansancio. La luz del amanecer alumbró el claro, y Halloran continuó su lucha por salvar la vida.

De pronto, la silueta oscura se apartó para hundirse en la espesura. Su cuerpo se disipó como si fuese humo. Hal se lanzó tras él, descargando sablazos hacia el lugar donde lo suponía escondido.

Pero sus golpes sólo hicieron blanco en las hojas. Con los primeros rayos de sol, Hal y sus compañeros «pudieron ver que el atacante había desaparecido.

En el suelo, Kachin tosió y un hilillo de sangre asomó entre sus labios.

El amanecer alumbró las grandes alas que se desplegaban en el agua. En lo alto de la pirámide, Gultec, en compañía de Caxal, reverendo canciller de Ulatos, y Lok, jefe de los Guerreros águilas, observaron el despliegue de las formas blancas como si fuesen los pétalos de una flor al recibir la luz del sol.

El Caballero Jaguar sintió una terrible inquietud mientras miraba. Era extraño, pero echaba de menos la presencia de Kachin. El clérigo era el único, entre todos los hombres que conocía, capaz de ofrecer los consejos serenos y sensatos necesarios, en esta hora de grandes peligros.

Gultec no se engañaba respecto a la amenaza que representaban los extranjeros. Casi doscientos de sus guerreros habían muerto durante los pocos minutos de combate junto a la pirámide, una pérdida sobrecogedora hasta para un combatiente veterano. En cambio, el enemigo sólo había tenido diez bajas.

No tenía ninguna duda de que los demás extranjeros habrían acabado por sucumbir, de no haber sido por la aparición del cuatl. ¿Pero a qué precio?

La sensación de que la amenaza era inminente se agudizó.

—Debemos enviar a los guerreros de vuelta a la ciudad… ¡ahora! —comunicó a Caxal y a Lok.

—¿A la ciudad? —preguntó Caxal, con una mirada de sospecha—. ¡El enemigo está aquí!

—Creo que no tardará en volar. Observad cómo despliega las alas. El ejército de Ulatos está aquí, y la ciudad se encuentra indefensa.

—¡No! —exclamó Caxal.

Lok, el jefe águila, se dispuso a hablar pero mantuvo la boca cerrada al ver el enfado en el rostro del canciller. Caxal miró las grandes criaturas acuáticas —se resistía a creer que fuesen barcos— y trató de dominar el miedo que lo embargaba.

Gultec se apartó del canciller, a punto de perder los estribos. En cualquier otra ocasión, se habría marchado; ahora, en cambio, la situación le parecía tan grave que las cuestiones de orgullo estaban fuera de lugar. Las alas blancas comenzaron a volar.

—Mirad cómo las bestias atraviesan las olas —dijo Lok, señalando. Todos observaron cómo se formaban estelas detrás de los cascos a medida que los extranjeros hacían cabalgar sus criaturas marinas alrededor del arrecife. Seguían la costa con rumbo oeste, en dirección a Ulatos.

Caxal miró el vuelo de los extranjeros, estupefacto. Era la primera vez que veía una muestra de su poder. El miedo le entumeció los miembros. De pronto, sacudió la cabeza.

—Debemos correr de regreso a Ulatos —declaró, sin preocuparse de las miradas de desprecio de sus jefes militares—. ¡Debemos defender la ciudad contra los invasores!

De la crónica de Coton:

Nuestro destino acaba de nacer.

Los águilas continúan informando a Naltecona. Él escucha alegre la noticia de su partida. Sonríe, se tranquiliza, y llama a sus sacerdotes y nobles.

¿Lo veis? Los extranjeros nos dejan. No son una amenaza, de ninguna manera la causa de diez años de portentos». Se anima a sí mismo, pero a nadie más, con el entusiasmo de sus palabras.

Entonces más águilas vuelan al palacio de Nexal, y el reverendo canciller escucha que los extranjeros se acercan a Ulatos. Durante un tiempo, Naltecona desespera, y después la sonrisa de la comprensión le ilumina el rostro.

Porque ahora comprende cosas que nadie más puede ver. «La locura los ha impulsado a ir a Ulatos, porque allí está el corazón de la tierra payita», comenta a su corte. «Los Jaguares y águilas de Payit unirán sus fuerzas para destrozarlos», explica a los nobles.

Y es verdad. Los guerreros de Payit se reúnen; muchos miles de hombres de la ciudad y los pueblos vecinos. Más guerreros llegan a diario desde las profundidades de la selva payita, regiones misteriosas desconocidas incluso para los nexalas.

Pero sólo Naltecona cree que ellos pueden solucionar su dilema.