Retribución
Halloran observó a los lanceros bajar por la pirámide, atraídos por la charla de un pájaro cerca de la base de la estructura. La criatura remontó el vuelo para desaparecer en la selva, y el guerrero al mando, el que vestía la piel manchada, hizo una señal a sus compañeros en lo alto del templo. Dos de ellos empujaron a Halloran hacia la escalera. Pese a la dificultad de tener las manos atadas, el legionario consiguió no caerse durante el descenso.
En cuanto llegó abajo, los guerreros y la mayoría de los clérigos formaron un grupo. Hal percibió que se sentían confusos e indecisos; miró a su alrededor y, al ver que faltaba el sumo sacerdote, supuso que se había quedado junto al altar.
Uno de los guerreros soltó un grito de dolor y cayó al suelo, fulminado. Varios más corrieron la misma suerte. En cuestión de pocos segundos, media docena de hombres yacían muertos, o agonizaban en medio de la hierba.
Para los nativos, sus compañeros acababan de sufrir el ataque de algo invisible, y por lo tanto sobrenatural. Sin embargo, el capitán alcanzó a ver el astil de los dardos que asomaban en la carne de los heridos.
Sin perder un instante, Halloran se zafó de las manos de sus custodios para lanzarse al suelo, y rodar hacia un costado.
Una nueva descarga de saetas plateadas surgió de la espesura, con un resultado mortífero para los aterrorizados aborígenes. Los dardos eran pequeños, pero no invisibles, y algunos de los guerreros comprendieron la naturaleza del ataque; de inmediato, lanzaron las jabalinas hacia donde suponían que venían las flechas, y otros esperaron el momento de ver al enemigo.
—¡Por Helm! —El grito estalló entre los árboles, y para Halloran fue el sonido más hermoso que había escuchado jamás. Reconoció la voz de Daggrande por encima de todas las demás.
—¡En el nombre de Helm! —respondió Hal. Se retorció hasta conseguir sentarse, y después se puso de rodillas. Maldijo la cuerda mágica que sujetaba sus brazos cuando pudo ponerse de pie. Un fornido guerrero vino hacia él enarbolando una maza, pero Halloran consiguió derribarlo de un puntapié.
Los legionarios salieron de la espesura en una línea irregular, y cargaron hacia la base de la pirámide. El joven vio que no eran más de veinticinco, y rogó que fuesen suficientes.
Escuchó un gruñido a sus espaldas; se volvió y vio al guerrero cubierto con la piel de leopardo que avanzaba hacia él. El rostro del hombre aparecía contorsionado en una máscara de odio mientras sacaba el sable de Hal de su cinturón; lo empuñó con las dos manos y cargó con un grito de guerra que imitaba el rugido de una bestia.
Halloran le dio la espalda y echó a correr, pero el atacante lo siguió. Estaba a punto de descargar el mandoble, cuando se detuvo como si hubiese chocado contra un muro invisible. Su expresión airada se cambió por otra de asombro mientras contemplaba la flecha plateada hundida en su pecho. La sangre, espesa y casi negra a la escasa luz del crepúsculo, brotó de sus labios, y la espada se escapó de sus dedos, antes de que su cuerpo cayera al suelo.
Los soldados avanzaron a la carrera, sin deshacer la formación. El grito legionario sonó otra vez por encima del estrépito del combate. Los ballesteros llevaban sus arcos a la espalda, y blandían sus espadas cortas, mientras que los soldados empuñaban sables largos en una mano y rodelas en la otra. Los pequeños escudos protegían el lado izquierdo del hombre que lo llevaba y el derecho del compañero a su izquierda, gracias a que la formación se mantenía compacta.
Halloran se lanzó a tierra y rodó hacia su sable, olvidado por los demás nativos en la confusión del ataque. Su corazón vibró de orgullo ante el intrépido avance de los legionarios, superados en número por el enemigo. Sin mucha convicción, los salvajes se dispusieron a responder a la carga, con sus lanzas con punta de pedernal.
En unos momentos, la línea atacante alcanzó la base de la pirámide. Las macas de pedernal y obsidiana se estrellaron contra los escudos y corazas de acero, mientras las espadas cortaban como mantequilla las armaduras de algodón y los escudos hechos con cuero mágico de hishna o pluma. Halloran vio a un joven guerrero descargar su garrote con filo de obsidiana contra el rostro de un legionario. El hombre alzó su rodela para contener el golpe, y la maza se partió en dos al tiempo que el legionario atravesaba de lado a lado el cuerpo del muchacho con su espada de acero.
El nativo cayó sobre Hal y lo empapó con la sangre de su mortal herida. El capitán se zafó del cuerpo que lo aprisionaba, en el momento en que sus compañeros rebasaban su posición. Los salvajes cesaron en su resistencia y corrieron hacia la seguridad ilusoria de la selva.
Gultec trotaba sin esfuerzo por el sendero, una vez más a la cabeza de la columna de guerreros. Su mirada aguda distinguía con claridad todas las vueltas y recodos de la senda, a pesar de ser casi noche cerrada. Gultec sabía que otras columnas como la suya convergían hacia la costa por muchos otros caminos. Para la medianoche, diez mil lanceros y centenares de Caballeros Jaguares y águilas se concentrarían en el acantilado.
Por ser la ruta más directa hacia la pirámide, podían avanzar sin pérdidas de tiempo, como había ocurrido durante la madrugada al recorrer el camino costero. El caballero percibió la proximidad del mar, en el olor del aire y el frescor húmedo contra su rostro. Pero también sabía por instinto dónde se encontraba. En unos minutos más, la columna alcanzaría la pirámide.
Entonces Gultec escuchó un sonido débil, desacostumbrado en la noche selvática. Hubo más ruidos, y se detuvo; alzó una mano enfundada en una garra, y la columna obedeció la orden. Los guerreros esperaron inmóviles y en silencio.
Los sonidos se hicieron más fuertes; eran los ruidos típicos de gente que se abría paso entre el matorral. Escuchó insultos ahogados en lengua payit, y casi de inmediato percibió la cercanía de muchos hombres sudorosos y asustados.
Una figura jadeante avanzó hacia ellos por el sendero. El hombre no advirtió la presencia de Gultec, hasta que éste surgió de las sombras y lo sujetó por la garganta. El caballero reconoció el tocado de plumas naranja, distintivo de un pueblo cercano. El guerrero sin duda había sido uno de los primeros en llegar a la costa.
—¿Qué significa esto? —preguntó Gultec, su voz como un rugido ronco—. ¿Por qué escapas como una niña?
Los ojos del hombre se abrieron en una expresión de absoluto terror. Soltó un murmullo incomprensible, y Gultec aflojó un poco la presión sobre su cuello.
—¡Los extranjeros! —gimió el guerrero—. ¡Brujería! ¡Nos atacaron! ¡Mataron a muchos! ¡Quedarse significaba morir!
Los músculos de Gultec se tensaron al escuchar las noticias, pero no se sorprendió. Así que los extranjeros venían en son de guerra. Muy bien, los guerreros de Payit se encargarían de darles lo que buscaban.
—¿Dónde están ahora?
—¡En la pirámide, junto a los Rostros Gemelos! —chilló el hombre.
Gultec arrojó al nativo a un lado, y echó a correr. En un minuto, desplegaría a sus hombres en la selva alrededor de la pirámide. Pero antes quería ver qué hacían los extranjeros.
—¡Alto! —gritó Daggrande. La línea de soldados se detuvo en el acto, mientras el último de los aborígenes desaparecía en la selva. Echó un rápido vistazo a sus hombres, y comprobó que ninguno presentaba heridas graves. Al menos una docena de nativos habían muerto a flechazos, y casi otros tantos a sablazos; sin embargo, el enano no perdió tiempo en felicitaciones.
—¡Estoy aquí! —gimió Hal, esforzándose por salir de debajo del cuerpo del guerrero muerto. Varios legionarios lo ayudaron a levantarse—. ¡Jamás pensé que me alegraría tanto volver a ver tu barba! —Sonrió mientras el enano se acercaba. Sólo el hecho de tener los brazos y las manos ligadas le impidió abrazar a su compañero.
—¡Vaya! ¡Jamás pensé que serías tan idiota como para dejarte pillar en una emboscada! —Hal comprendió que el enfado de Daggrande ocultaba el alivio que sentía al verlo vivo. No obstante, la regañina lo afectó de veras cuando el enano añadió—: ¡Más abajo he encontrado los cuerpos de cuatro soldados valientes!
—También han matado a Martine. —Hal miró hacia lo alto de la pirámide; volvió a sentir la ira y la repugnancia de antes. Pensó en si el sumo sacerdote, el fanático asesino, todavía estaría allí. Sin darse cuenta, forcejeó para librarse de sus ataduras, ansioso por ir en busca de su venganza.
—Estamos en un buen lío —gruñó el enano—. Volvamos a la playa. —Sacó su daga y comenzó a cortar las ligaduras—. ¡Por Helm! ¿Qué es esto? ¡Ni siquiera consigo mellarla!
—Es algo mágico —gimió Hal—. Pensaba que podrías cortarla. Esta gente tiene sacerdotes, o brujos. Uno de ellos, el mismo que mató a Martine, utilizó esto para atarme. —El joven contempló el rostro de su amigo, y el horror de la escena de la pirámide lo ahogó—. ¡Daggrande, él…, él le arrancó el corazón! ¡La asesinaron a sangre fría!
El enano asintió muy serio, el entrecejo fruncido por la preocupación. Daggrande sufría más por el destino que le aguardaba a Hal a manos del fraile que por la muerte de la muchacha.
Halloran miró a su alrededor, a pesar de la oscuridad, con la esperanza de descubrir al sacerdote asesino. En cambio, vio a dos soldados que se acercaban con una prisionera de piel cobriza sujeta por los brazos.
—¿Quién es? —preguntó.
—La encontramos en la selva —explicó Daggrande cuando el trío se unió al resto de los legionarios—. No podía dejarla ir. Pensé que podría avisar a los demás de nuestra presencia. Supongo que ahora no tiene sentido retenerla.
La muchacha mantenía la cabeza erguida, sus cabellos negros como un mar de tormenta enmarcando su hermoso rostro. Sus ojos resplandecían de ira —un fuego que Hal encontraba inquietante—, pero su ira contribuía a realzar su belleza.
Erix contempló a los extranjeros con una mezcla de miedo y fascinación. Sin duda eran soldados salvajes y poderosos, porque había numerosos cadáveres de guerreros y clérigos payitas en el suelo. No vio a Mixtal y pensó que había conseguido escapar con los demás nativos. Los dos hombres que la habían sujetado mientras sus compañeros atacaban, la llevaban ahora en volandas hasta la base de la pirámide.
La mirada de Erix se fijó en el joven alto y de barba rubia que había sido prisionero de Mixtal, y se alegró de que no hubiera muerto bajo el puñal del sumo sacerdote. Recordó los comentarios de Chitikas acerca de este extranjero. Sintió una extraña sensación de alivio al verlo entre sus compañeros, como si hubiese deseado su rescate aunque ella se había negado a realizarlo. No pasó por alto que aún permanecía ligado por la cuerda hishna.
De pronto los dos hombres que la retenían la soltaron. El enano con el rostro piloso le hizo un gesto, señalando la selva, y comprendió que la dejaban en libertad.
Se apartó de los dos extranjeros, mientras su mente se convertía en un torbellino de pensamientos contradictorios. No confiaba en estos seres misteriosos; había visto pruebas de sobra de su eficacia en el combate. Aun así, no se atrevía a marcharse sólo para volver a caer en manos de Mixtal, que no debía de andar muy lejos.
Gultec se sentía tan furioso que a punto estuvo de salir de la espesura y atacar a los invasores por su cuenta y riesgo. Sólo gracias a su férrea autodisciplina consiguió dominarse y aceptar que debía actuar con precaución.
Su aguda visión nocturna le permitió ver los cuerpos de una veintena de payitas o más, al parecer muertos en el combate contra las dos docenas de extranjeros reunidos junto a la pirámide. Era obvio que los invasores eran gente aguerrida y preparada. Por lo tanto, no atacaría hasta tener a sus guerreros en posición.
Los hombres desfilaron rápido y en silencio a través de la selva. Diez centurias avanzaron por los flancos, guiados por Caballeros Jaguares. Gultec permaneció en el centro, y esperó a que su propio grupo estuviese preparado.
En un par de minutos, un millar de guerreros comenzarían el ataque.
—¡Ha estropeado el filo! —protestó Daggrande, después de otro intento de cortar las ligaduras de Hal. Uno de los legionarios alcanzó al joven su sable, pero la piel de serpiente que le sujetaba los brazos le impedía levantar el arma más arriba de la cintura. El enano echó un vistazo a la selva, y al sendero que llevaba hacia el acantilado y a la playa donde se encontraba el resto de la legión.
—Salgamos de aquí. Quizás aquella hechicera elfa —lanzó un escupitajo— pueda hacer algo con esta cuerda.
Halloran asintió de mala gana, a pesar de sentirse muy vulnerable con las manos y los brazos bien sujetos contra su cuerpo. Sintió la mirada de la joven. Intentó no parecer demasiado interesado, aunque no pudo evitar mirarla a su vez. Sus grandes ojos castaños no se desviaron como había ocurrido con las otras mujeres nativas que había conocido en las islas. Advirtió en ellos un toque de miedo, pero también un desafío orgulloso que parecía burlarse de él.
Y entonces el aire nocturno estalló en un coro discordante de alaridos, silbidos y gritos. Los sonidos surgían de todas partes, y los legionarios vieron los movimientos en la oscuridad.
—¡Formad el cuadrado! —vociferó Daggrande. El capitán se asombró ante el volumen del ruido, pero sus movimientos fueron rápidos y precisos. Enfundó la daga, sujetó el hacha de combate a su muñeca, y preparó su ballesta.
Los legionarios se colocaron hombro con hombro, alternando sables y ballestas. Tal como había ordenado Daggrande, formaron un cuadrado de acero, que los protegía por todas las direcciones. Ahora podía ver las sombras de los atacantes que se acercaban en la oscuridad.
—¡Disparen! —A la voz del enano, diez ballesteros soltaron sus dardos y empuñaron las espadas. Esta vez no había tiempo para una segunda andanada.
—¡Que Helm maldiga esta cosa! —rugió Halloran, sacudiendo la cabeza como un león furioso. A pesar de estar atado, buscó acomodarse en la fila.
Vio que la muchacha caminaba hacia él y la observó, boquiabierto. Ella se detuvo para mirarlo con aquellos grandes ojos, que incluso en la oscuridad parecían penetrar hasta el fondo de su alma. Entonces ella tendió una mano, y Hal vio que sostenía algo que parecía un ramillete de plumas; en el centro resplandecía una gema.
El sonoro choque del acero contra la piedra estremeció el claro. Centenares de guerreros payitas se encontraron con las dos docenas de legionarios de Daggrande, que aguantaron a pie firme. Los gritos de los heridos se sumaron al griterío general, y unos cuantos soldados acompañaron a un gran número de nativos en su caída.
La muchacha tocó el costado de Halloran con el objeto de plumas. El corazón le dio un salto cuando sintió que cedían las ligaduras y caían a sus pies. Sin pensarlo, se agachó y recogió la cuerda mágica que lo había tenido sujeto. Se sorprendió al ver que ahora era sólo una vulgar piel de serpiente, escamosa y multicolor, de unos dos metros de largo. Él habría jurado que era mucho más larga; de todos modos, la guardó en su cinturón.
Un instante después, acabó el primer ataque. Halloran se colocó en una esquina del cuadrado, y observó a los guerreros que esperaban nerviosos unos pasos más allá. Eran tantos que se perdían fuera del alcance de su vista. Sabía que la muchacha permanecía a sus espaldas, y por un momento pensó en estimularla para que abandonara el perímetro defensivo, para que fuera a reunirse con su gente.
Se escuchó otro griterío, esta vez en un punto más alto y por el lado en que no se veían guerreros. La mole de la pirámide resultaba invisible en la oscuridad, pero Hal recordaba su altura y su tamaño.
En un instante, el capitán imaginó las jabalinas que volaban hacia ellos. Dio un paso atrás para sujetar a la muchacha, y la protegió con su coraza. Las lanzas cayeron a su alrededor, y los nativos reanudaron el ataque.
Hal empuñó su sable y fue a ocupar un lugar vacío en el cuadrado. Ante sus ojos tenía un caleidoscopio de aborígenes armados con lanzas y garrotes. En cuestión de segundos, su arma y sus prendas quedaron empapadas de sangre, y le pesaba el brazo; sin embargo, sabía que esto era sólo el principio de la batalla.
Kachin se unió a la carga contra los extranjeros, más que nada por pura curiosidad. No llevaba armas y sobre todo quería poder ver a los invasores de cerca. Al igual que los guerreros, le habían preocupado los informes de que los soldados habían atacado a un grupo de payitas en la pirámide. Uno de los aterrorizados nativos había mencionado un sacrificio, interrumpido por un ataque sorpresa.
Esto había intrigado a Kachin. Un sacrificio a la puesta de sol en un lugar tan remoto resultaba misterioso. Había hecho un gran esfuerzo por dominar el presentimiento de que la ceremonia tenía relación con el rapto de Erixitl, y había intentado suponer lo contrario, pero no se había permitido muchas esperanzas.
El sacerdote de Qotal vio a los extranjeros mantener la formación mientras la masa de guerreros los atacaba por todas partes. Observó el relámpago plateado del acero, y el bamboleo de los tocados de plumas. En el aire resonaban los gritos, choques, silbidos y chillidos, y después se produjo una calma momentánea cuando los payitas retrocedieron lo suficiente para quedar fuera del alcance de las espadas. Kachin vio muchos cuerpos dispersos alrededor de los extranjeros, y también los huecos abiertos en su formación.
Por uno de estos huecos, Kachin distinguió una cabellera negra, y soltó una exclamación. ¡Erixitl! ¡La tenían los extranjeros!
Más y más hombres de la columna de Gultec salieron de la selva, para unirse al cerco alrededor del pequeño cuadrado. Un gran número de lanceros subió por los escalones de la pirámide, para tener la ventaja de la altura contra los legionarios.
El súbito griterío de los guerreros en la pirámide acompañó el lanzamiento de un centenar de jabalinas, que cayeron como una lluvia mortal sobre los enemigos de abajo. Varias de las lanzas se hundieron en los hombros y espaldas de los hombres de Daggrande.
Al mismo tiempo, los demás nativos avanzaron para atacar el cuadrado con una fuerza terrible. Esta vez, la pequeña formación comenzó a ceder. Más legionarios se desplomaron, y los huecos en la línea no se podían cubrir.
Kachin volvió a ver a Erix. La había sujetado uno de los extranjeros, un hombre muy alto, antes que cayeran las jabalinas. El sacerdote tuvo la impresión de que el hombre protegía el cuerpo de la joven con el suyo. Después, vio que Erix luchaba para librarse de las manos del soldado.
El clérigo se abrió paso hasta la primera línea, agachado entre los combatientes. Divisó un hueco en la línea de los legionarios, cada vez más abierta, y se lanzó de cabeza.
Kachin rodó por el suelo y se levantó delante mismo de Erix, que lo contempló asombrada. Sólo lo reconoció cuando él la separó del extranjero alto.
Daggrande comprendió que el cuadrado cedía y fue consciente de que iba a morir, que todo su destacamento moriría a la sombra del maldito monumento. El hacha del enano cortó el brazo de un lancero. Giró sobre un pie, manteniendo el brazo estirado, y le abrió el vientre a un segundo nativo, mientras con el escudo detenía la lanza de un tercero.
Vio caer a otro legionario con la garganta abierta, y varios de sus hombres fueron aplastados por el peso de atacantes que avanzaban como una marea incontenible.
—¡Cuidado! —gritó, al ver a un nativo que se lanzaba sobre Halloran. El atacante no parecía un guerrero; vestía túnica blanca y no llevaba armas. Pese a ello, el enano vio cómo el hombre avanzaba con mucha valentía.
Daggrande se colocó de un salto junto a su viejo amigo en el momento en que éste abatía de un sablazo a uno de los temibles guerreros manchados, que se destacaban entre los atacantes.
Y entonces las cosas cambiaron de una forma imprevista.
Chitikas volaba plácidamente en círculos por encima del campo de batalla, invisible para todos los participantes. La serpiente disfrutaba mucho con el salvajismo de la lucha, si bien su atención se concentraba en el hombre y la mujer, en el centro del cuadrado de los legionarios.
Vio que la mujer se acercaba al hombre, y una sonrisa apareció en la boca del ofidio. Entonces Chitikas enarcó sus escamosas cejas al divisar un hombre —al parecer, un clérigo— que corría hacia la muchacha. En el mismo instante, un enano se unió al hombre.
El ataque de los payitas se hizo incontenible. Era obvio que en cuestión de minutos el hombre estaría muerto. Enfadada por la necesidad de una prisa poco digna, Chitikas intervino en los hechos.
Hal vio al hombre rollizo ataviado de blanco salir de la masa y correr hacia él. Se volvió, dispuesto al enfrentamiento, antes de advertir que el desconocido buscaba a la muchacha. Vio a Daggrande a su lado. El hacha del enano abrió una profunda herida en la pierna de un guerrero, y el nativo cayó al suelo como un leño. De pronto una luz brillante alumbró el claro, y los combatientes quedaron inmóviles, sin saber qué hacer. Hal guiñó los ojos ante el resplandor y vio un círculo —la fuente de luz— que giraba descendiendo del cielo hacia el campo de batalla, hacia él. En el acto comprendió que se cernía sobre ellos una magia poderosa y levantó su sable dispuesto a enfrentarse al enemigo sobrenatural.
Apenas advirtió que los indígenas retrocedían, agachando las cabezas por miedo o reverencia, y se arrodillaban en señal de súplica. La muchacha, en cambio, miraba hacia lo alto, con el rostro bañado por la luz fría.
La rueda bajaba velozmente mientras los legionarios permanecían traspuestos. Halloran observó que el anillo lo formaba el cuerpo de una enorme serpiente voladera. Sus grandes alas brillantes resultaban visibles, a pesar de que se movían a una velocidad asombrosa. La luz emanaba del cuerpo del ofidio. No tenía la fuerza de la luz solar, pero era más brillante que cualquier otra fuente luminosa nocturna conocida en Maztica.
La inmensa rueda, de varios pasos de diámetro, se posó alrededor de Halloran y Erix. Los anillos de la serpiente no sólo abrazaron a la pareja sino que en sus movimientos incluyeron también a Daggrande y Kachin.
Entonces la luz desapareció, y con ella se esfumaron las cuatro personas abrazadas por la serpiente.
Mixtal contempló boquiabierto la fantástica escena. Espió por el borde de la plataforma superior de la pirámide, desde donde había presenciado el desarrollo de la batalla. La mente del sacerdote era un caos, los acontecimientos del día habían sobrepasado su capacidad de entendimiento.
En primer lugar, las protestas del Caballero Jaguar le habían impedido sacrificar al soldado enemigo. Después, la muchacha había vuelto de entre los muertos, acompañada por los extranjeros. Él sabía que la había sacrificado, porque su cuerpo todavía se encontraba junto al altar. A continuación, había comenzado la batalla, y entonces había aparecido el cuatl. ¡La criatura mítica de las leyendas de la antigüedad estaba aquí y ahora!
Y, por último, la súbita desaparición de la serpiente y los cuatro abrazados por sus anillos acabó por trastocar el sacerdote, que se echó al suelo y comenzó a llorar, desesperado.
Mixtal no vio la figura oscura que de pronto apareció junto a él. No vio la silueta delgada, vestida de negro, que se inclinó sobre el cadáver junto al altar, el cuerpo de la joven Martine.
Pero el sacerdote escuchó el suave roce de la seda. Levantó la cabeza y vio al Muy Anciano que se encaminaba hacia él sin hacer ruido, por el pavimento de piedra. Después, atisbo los ojos grandes y claros que lo observaban desde las profundidades de la capucha.
—Veo que has realizado el sacrificio, ¿no es así, clérigo? —La voz sonó muy suave en los oídos de Mixtal.
—Así es —asintió—. Ya lo has visto.
Spirali dirigió una mirada al cadáver antes de volverse una vez más hacia el sacerdote.
—¡Has fracasado! —gruñó, despreciativo—. ¡Has fallado a Zaltec!
El Muy Anciano tendió la mano, sujetó al hombre por la garganta, y apretó. Pero el ataque fue algo más que el estrangulamiento físico.
Los ojos de Mixtal se abrieron en una mirada de horror indescriptible. La lengua asomó entre sus labios e intentó respirar. Mientras se ahogaba, pudo sentir cómo el poder de Spirali le arrebataba el alma. El sumo sacerdote comprendió que su muerte representaba la aniquilación, consumada como venganza de unos seres endemoniados.
Spirali arrojó sobre las piedras el cuerpo del hombre. El Muy Anciano contempló el rostro momificado, y se burló de sus facciones retorcidas por el terror.
—Quizá le hayas fallado a Zaltec —murmuró—. Pero lo importante, y mucho más grave, es que les has fallado a los Muy Ancianos.
De la crónica de Coton:
Que estos relatos se conserven para brillar a la luz de la gloria de la Serpiente Emplumada.
Naltecona, el más grande y omnipotente gobernante del Mundo Verdadero, el poderoso Naltecona, reverendo canciller de los nexalas y ocupante del Trono Floral, que gobierna la vida y la muerte de los hombres con un movimiento de su mano, el supremo Naltecona, bendecido con la sabiduría de sus antepasados…
Naltecona ha decidido.
Después de meses de ayuno, después de largas consultas con sus clérigos y magos más sabios, él ha decidido. Después de docenas de sacrificios consagrados a los dioses jóvenes, y la muerte de muchos guerreros, para que el reverendo canciller pudiese contar con las visiones que necesitaba, Naltecona ha decidido.
Él ha escuchado el consejo de sus jefes guerreros, que lo han urgido a reunir su ejército y hacer frente a los invasores en la playa, con todo el poderío de Nexal.
Él ha escuchado la cháchara de los agoreros y adivinos, según los cuales los extranjeros son la encarnación de Qotal, el padre Plumífero, que por fin ha regresado a Maztica.
Él ha escuchado los miedos, transmitidos a través del vuelo del águila, de los guerreros payitas, que incluso ahora hacen frente a los extraños, quizás en combate, quizás en parlamento.
Todo esto lo ha escuchado Naltecona, para tomar su decisión con la mayor sabiduría, con el mayor conocimiento posible. Todo esto ha escuchado, y él ha decidido.
Él ha decidido no hacer nada. Los poderosos nexalas, amos de Maztica, se sentarán a esperar.