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En manos de los dioses

Erixitl soltó un gemido de compasión al contemplar la muerte de la muchacha extranjera, asesinada en lugar de ella en el altar de Zaltec. Contuvo el grito, y volvió a esconderse entre la hojarasca.

Había seguido a Mixtal y a sus prisioneros hasta la pirámide, el escenario de su fuga. Ahora el ocaso la sorprendió en el linde del claro, desde donde podía ver sin obstáculos a los clérigos y el altar en el borde de la plataforma superior.

Echó otra ojeada y vio cómo retiraban el cuerpo del bloque de piedra y lo arrojaban al suelo sin ninguna ceremonia. Mixtal introdujo el corazón en la boca de la estatua de Zaltec.

Erix escuchó un rumor a su lado y no se sorprendió cuando Chitikas se deslizó junto al tronco de un arbusto. La serpiente se mantuvo oculta a las posibles miradas desde la pirámide.

—¡Tú eres la culpable de su muerte! —exclamó, airada. Los ojos amarillos de la serpiente aterciopelada le devolvieron la mirada—. ¿Por qué lo has hecho?

—El hombre —susurró Chitikas—. Debes ir a buscarlo, tienes que salvarlo.

—¡Te he dicho que no! —Erix sacudió la cabeza con furia, preguntándose una vez más por qué había seguido a los clérigos y a los prisioneros hasta la pirámide cuando lo único que deseaba era escapar—. ¿Cómo puedo ayudarlo, si está en manos del Sangriento?

—Con la magia de la pluma —sugirió Chitikas, con un rapidísimo movimiento de su lengua—. Lo retiene el sacerdote. Tú puedes romper el hechizo.

—¡No! —Le dio la espalda al ofidio, y, sin proponérselo, su mirada buscó la piel de serpiente que sujetaba los brazos de Halloran. Tocó el amuleto emplumado colgado de su cuello; recordó cuando Mixtal había intentado capturarla en el patio del templo, y cómo el poder de su medallón había hecho caer la cuerda mágica.

El crepúsculo se extendió por el claro. Erix vio a Mixtal mirar al guerrero de pecho plateado. El sacerdote avanzó hacia el extranjero y después se detuvo, indeciso. Un Caballero Jaguar se enfrentó al clérigo, y pudo observar los gestos airados que se hacían mutuamente.

—¿Por qué haces esto? —le preguntó Erix a la serpiente, con un tono acusador—. ¿Por qué me has salvado? ¿Por qué ha tenido que morir aquella muchacha?

—Tendrías que saberlo —replicó Chitikas. También su voz parecía acusarla—. Has sido cuidada y protegida por el poder benigno del Plumífero durante toda tu vida. ¡Es hora de que comiences a pagar tu deuda!

—¿Cuidada? ¿Protegida? —La voz de Erix se convirtió en un silbido furioso—. ¡Fui capturada cuando era una niña, y vendida como esclava! ¡Fui atacada por el hijo de mi dueño, vuelta a vender, secuestrada, y a punto estuve de ser sacrificada! ¿De qué cuidado y protección me hablas?

—Estás viva, ¿no?

—¿Cómo puedo deber mi vida a Qotal? Explícamelo si puedes. —Hizo un esfuerzo por dominar su enfado, y se preguntó qué intentaba decirle Chitikas.

—Te vi en una ocasión anterior, y te protegí. ¿No lo recuerdas? —La serpiente movió la cola delante de sus ojos, en un gesto familiar. De pronto Erix recordó.

—Mi último día en Palul… Yo me ocupaba de las trampas de mi padre en la parte más alejada de la sierra. Vi una cosa y la seguí. Eras tú.

Chitikas asintió, satisfecha, y agachó la cabeza para esquivar el bofetón que la muchacha lanzó contra ella.

—¡Tú me apartaste del sendero… para arrojarme a los brazos de aquel Caballero Jaguar! ¡Todavía podría ser libre, podría haber crecido en mi propia casa, de no haber sido por ti! —Erix tensó sus músculos, lista para echar a correr, pero algo que vio en los ojos de la serpiente la retuvo.

—Es verdad que te engañé —admitió Chitikas, sin ningún remordimiento—. Pero no habrías podido crecer allí. En realidad, no habrías vivido más que unas pocas semanas.

—¿Qué…, qué quieres decir? —Por algún motivo, Erix no dudó de la veracidad del ofidio.

—Eres una hija del destino, Erixitl, aunque quizá seas la última en saberlo. Los sacerdotes de Zaltec y sus amos, los Muy Ancianos, te temen. Habían planeado raptarte de la casa de tu padre y enviarte al sacrificio, sólo tu desaparición permitió que salvaras la vida.

El cuerpo de Erix se convirtió en un peso muerto, mientras miraba asombrada a la serpiente, que asintió.

—Tus diez años en Kultaka fueron relativamente seguros, hasta que los Muy Ancianos se enteraron de que estabas allí. Una vez más intentaron matarte; sin embargo, demostraste ser más fuerte de lo que pensaban. De haber tenido éxito, nosotros no habríamos podido hacer nada por salvarte.

»Pero fracasaron, y el intento, la zarpamagia del envío, advirtió a tu dueño de la amenaza contra tu vida. Decidió que estarías más segura entre personas que exaltaban a Qotal por encima de Zaltec, y por lo tanto arregló las cosas para que vinieses a Payit.

Erix movió la cabeza lentamente, no tanto en un gesto de negativa sino de asombro. ¿Huakal la había vendido a Kachin para salvarla? En el fondo de su corazón, sabía que era verdad.

—¿Por qué soy tan importante? ¿Por qué me temen los Muy Ancianos?

—No lo sé —respondió Chitikas, impaciente.

Pero la muchacha no escuchó la respuesta. Pensaba en otra pregunta que para ella era fundamental.

—¿Por qué te opones a la voluntad de Zaltec? ¿Quién eres tú?

La serpiente voladora agachó la cabeza en un gesto de humildad.

—Soy Chitikas y sirvo al dios Plumífero, el único dios verdadero de Maztica. Te he ayudado porque al oponerme a los designios de Zaltec, el de la Mano Sangrienta, colaboro a que se haga la voluntad de Qotal.

—¡Qotal! ¡Qotal! —Las palabras graznadas provenían de lo alto de un árbol junto a ellos. Erix miró hacia arriba y descubrió al guacamayo que había acompañado a la serpiente la vez anterior.

El graznido del pájaro era estrepitoso, y de pronto la muchacha se sintió muy vulnerable en su escondrijo tan cerca de la pirámide.

—¡Qotal, el dios verdadero! —chilló el guacamayo—. ¡Zaltec el falsario, el bufón!

Erix se hizo un ovillo al advertir que los clérigos y los soldados miraban en su dirección. Varios guerreros dejaron la plataforma para bajar la empinada escalera de la pirámide.

—Quizá consiga distraerlos —susurró la serpiente, con aires de conspirador—. Pero recuerda, ¡debes rescatar al hombre!

La muchacha no tuvo tiempo de protestar, si bien para ella el asunto no había quedado resuelto. Chitikas desapareció en el acto, demasiado rápidamente para ser un movimiento físico. Con una exclamación de asombro, tendió una mano y pudo tocar la suave cola de la criatura, aunque no verla. ¡La serpiente se había vuelto invisible!

Deseaba poder huir, pero tenía miedo de que el ruido de su escapada pudiese delatar su posición. En cambio, observó a los guerreros que bajaban la escalera. Los sacerdotes, el Caballero Jaguar y los demás soldados, junto con el prisionero, permanecieron en la pirámide.

—¡Falso dios! ¡Zaltec es el dios de las sabandijas y la escoria! —graznó el pájaro, muy inoportuno.

De pronto, uno de los guerreros tropezó con un objeto invisible. Rodó por la escalera, se partió la cabeza en el filo de uno de los escalones, y continuó su caída hasta abajo.

Sus compañeros reaccionaron en el acto, y bajaron a la carrera. Llegaron junto al cuerpo inmóvil y miraron desconfiados a su alrededor. No mostraron ninguna gana de apartarse de la pirámide.

El extranjero no se movió de lo alto de la estructura, vigilado de cerca por varios fornidos guerreros. Pasó un minuto, y Chitikas no volvió. La oscuridad fue en aumento, si bien en el horizonte todavía se mantenía un leve resplandor rojizo.

Sin esperar más y en absoluto silencio, Erix dio media vuelta y se esfumó en la selva, con la intención de estar bien lejos para el amanecer. Caminó a toda prisa hacia el sendero.

Apartó unas lianas y pisó la senda. Antes de poder gritar o dar un paso atrás, se vio abrazada por unos brazos muy fuertes.

Halloran permaneció de pie, aturdido, mirando alternativamente a los guerreros salvajes y a los clérigos fanáticos. Le resultaba insoportable mirar el cuerpo inanimado de Martine, y tampoco podía aguantar la visión de la escultura bestial, con la boca abierta. La última imagen del sacrificio había sido la del sacerdote que arrojaba el corazón por aquel agujero.

Pero, aunque no miraba, el rostro de piedra con un cierto aire humano donde se mezclaban rasgos de serpiente y león continuaba grabado en su mente. Para él simbolizaba la peor muestra de la barbarie, el asesinato despiadado de inocentes para alimentar el apetito insaciable de un dios monstruoso.

«¡Martine! ¿Por qué no me escogieron a mí?», pensó.

El enfado que sentía ante la presencia de la mujer había desaparecido en el momento de la captura. Ahora lo consumía una sensación de pena y fracaso.

También sentía una cólera terrible, pero no podía hacer nada, sujeto como estaba por la piel de serpiente. Odiaba a los guerreros. Odiaba esta tierra primitiva y calurosa. Y por encima de todo odiaba al siniestro sacerdote cubierto de cenizas, que había realizado el rito abominable. Halloran miró al clérigo con una expresión tan fiera, que el hombre hizo una mueca y le volvió la espalda.

El sacerdote había discutido un buen rato con el guerrero de la piel manchada, y Hal creía que él había sido el tema. Al parecer, el guerrero había impuesto su opinión, porque el otro no se había acercado a él. En realidad, el legionario casi deseaba ser sacrificado. Su sentimiento de culpa era tan grande que consideraba injusto seguir con vida después del brutal asesinato de Martine. Por unos momentos, pensó en arrojarse desde lo alto de la pirámide, como merecido castigo por su fracaso.

No obstante, en su corazón de guerrero ardía el deseo de venganza, y para vengarse necesitaba seguir vivo. Al menos, el tiempo suficiente para matar a los culpables.

—¡Reúne a la legión! —gritó fray Domincus—. ¡Nos amenaza el desastre!

—¡Calla! —dijo Cordell, sin alzar el tono—. Todavía no sabemos a ciencia cierta qué ha ocurrido. —Los dos hombres, con Darién y Kardann, permanecían junto a un soldado casi sin aliento, en el perímetro del campamento legionario instalado en la costa—. ¿Habéis encontrado alguna señal de Halloran o de la hija del fraile?

—No, señor —jadeó el soldado. Apenas si podía respirar después de descender de dos en dos los escalones desde lo alto del acantilado, y correr a través de la playa hasta dar con el capitán general—. Encontramos cuatro hombres, todos muertos, y unos cuantos nativos.

—¡Que la maldición de Helm caiga sobre su cabeza y su alma! —rugió el fraile. Furioso, amenazó con el puño en dirección al lugar donde habían visto a Halloran por última vez.

—¡Quizás ella esté bien! ¡No es bueno que nos pongamos en contra de los nuestros, especialmente cuando no sabemos qué ha ocurrido! —Cordell luchó por conservar la calma.

—¡Tal vez tú no lo sepas —gimió el clérigo, a punto de echarse a llorar—, pero yo sí! ¡El mal ha golpeado! ¡Mi hija sufre en las manos de los perversos! ¡Lo sé, puedo sentirlo!

—¿No sería aconsejable volver a bordo de las naves? —sugirió el asesor de Amn. El nerviosismo de Kardann aumentaba a la par de la desesperación del fraile. Cordell le dirigió una mirada de mal disimulado desprecio.

—No hay peligro que la legión no pueda afrontar. Si lo deseáis, podéis embarcaros ahora mismo. Mis hombres permanecerán en tierra.

—Sí, quizá sea lo mejor —afirmó el asesor, sin advertir el tono afilado en la voz del comandante—. ¡Me ocuparé de supervisar la actividad en las naves! —El rechoncho contable les dio la espalda, y corrió a buscar una chalupa que lo llevara hasta el Halcón.

—¡Enviaré más grupos allá arriba! —dijo Cordell. Los exploradores habían encontrado tres amplias escaleras esculpidas en el farallón. Sólo la central, que pasaba entre los dos rostros gigantescos, mostraba señales de un uso regular.

—¡Que Helm permita que no sea demasiado tarde! —rogó Domincus.

Spirali se puso en marcha cuando la oscuridad envolvió otra vez el mundo, pero el Muy Anciano utilizaba medios desconocidos para el resto de Maztica. Su viaje comenzó en la boca de la Gran Cueva, en el pico del volcán más alto de Nexal.

Pronunció una sola palabra, y al instante se encontró en Ulatos, capital de los payitas. El Muy Anciano llegó al patio del templo de Zaltec, sin que nadie advirtiera su presencia en las sombras. La capa, la capucha y las botas de caña alta, todas negras, lo convertían en parte de la noche.

Un joven acólito montaba guardia junto a las puertas del templo. Spirali percibió de inmediato que no había nadie más. El Muy Anciano se acercó al muchacho, que no advirtió su presencia hasta escuchar su voz.

—Busco a Mixtal, sumo sacerdote de Ulatos.

El acólito abrió la boca, y dio un paso atrás dominado por el terror. Podía ver una forma oscura y amenazadora, y la voz tenía un tono de autoridad impresionante. Hizo un gran esfuerzo por responder.

—La co… costa… —tartamudeó—. Se marcharon esta mañana. Fueron a ver la llegada de los extraños…

El muchacho se quedó sin palabras, y sólo entonces descubrió que la sombra había desaparecido.

—¡Eh, capitán, quizás esta moza pueda decirnos algo! —Grabert, que encabezaba la columna, se volvió hacia Daggrande sin soltar el cuerpo que se retorcía entre sus fuertes brazos.

El enano vio a una joven hermosa, de cabellos negros y piel cobriza, que pataleaba y arañaba, en un esfuerzo inútil por zafarse del abrazo del explorador. El hombre mostró una expresión de dolor cuando le alcanzó un puntapié, pero la sujetó más fuerte mientras uno de los ballesteros la cogía por los pies.

Daggrande gruñó sin dejar de estudiar a la niña… o mujer; no estaba muy seguro. La piel tersa de su rostro y su cuerpo esbelto correspondían al final de la adolescencia; sin embargo, había algo en sus ojos brillantes, en la firmeza de su boca, que pertenecía a un adulto.

También Erixitl observó a estos hombres extraños, sus nuevos captores después de un corto día de libertad. A todos les crecía cabello en el rostro y la piel tenía un color blanco enfermizo. Sintió una especie de repulsión ante sus ojos, órbitas de azul acuoso, que parecían ojos de pescado.

Algunos de los hombres eran muy bajos de estatura, aunque esto no disminuía la ferocidad de su aspecto. Con el abundante adorno piloso en sus caras y las piernas retorcidas, estos seres pequeños resultaban aún más desagradables que sus camaradas humanos. Recordó los relatos acerca de los hombres peludos del desierto que, según decían, habitaban en las zonas áridas del sur de Kultaka y Nexal. Las leyendas los describían como gentes de poca estatura, hombros anchos y patizambos. La descripción encajaba con los seres que tenía delante.

—Bueno, no creo que ella sea la autora de las muertes y las capturas —dijo Daggrande—. Pero no sería prudente dejarla ir, antes de enterarnos mejor de lo que pasa. —Llamó a un par de ballesteros—. Atadla y encargaos de su custodia. ¡No tardéis! Seguimos la marcha.

Erix no entendió el habla áspera y gutural de los extraños, aunque sus intenciones resultaron evidentes cuando le ataron las manos. Sus esfuerzos por librarse de estos hombres rudos eran como los de un bebé en brazos de su madre. En unos segundos la habían amarrado, si bien para su sorpresa no la amordazaron ni le vendaron los ojos.

Mientras tanto, el soldado que encabezaba la columna se había adelantado para explorar el terreno, y ahora volvía para dar su informe.

—¡Capitán, venga a ver esto! —llamó. En su voz había una nota de urgencia.

Erix supo que el hombre había visto la pirámide y los restos del horrible sacrificio.

De la crónica de Coton:

Como siempre al servicio de la gloria resplandeciente del dios Dorado.

Observo al joven señor Poshtli mientras abandona la ciudad por la salida del sur. Deja Nexal a solas, pero esto no empequeñece la grandeza de su misión.

Poshtli lleva un par de lanzas, una maca con borde de obsidiana, su arco, flechas y un pellejo de agua. Evitará las tierras de Kultaka y Pezelac. En cambio, recorrerá la Casa de Tezca, el gran desierto que marca el límite sur del Mundo Verdadero.

Todavía viste el manto y el yelmo del Caballero águila, pero no realizará su misión por el aire. En cambio, se ajusta los cordones de sus sandalias porque camina hacia tierras tan terribles como la peor pesadilla de los dioses. Pretende encontrar la verdad, y no se conformará con menos; una búsqueda que puede necesitar un tiempo muy largo.

Pero Poshtli ha soñado con la piedra solar. Este sueño debe proveer una chispa de esperanza, porque muestra la presencia, por débil que sea, y la voluntad del Plumífero. Además, esta visión le fue dada por el cuatl, la serpiente emplumada que es la voz del propio Qotal.

Por lo tanto, prefiero creer que, quizá, Poshtli pueda encontrar su verdad en la gran rueda plateada de la piedra solar.