Sacrificio
Mariposas de todos los tamaños y colores volaban en el interior de la jaula de junquillo. Coton, el patriarca silencioso de Qotal, cargó con la jaula por la escalera de la pirámide. En la otra mano sostenía un ramillete de flores acabadas de arrancar. Si bien había una litera de pluma junto a la base de la pirámide, Coton prefería subir a pie.
La edificación no era tan alta como la Gran Pirámide, que soportaba los templos de Zaltec, Calor y Tezca, y Coton no tardó en llegar a la cima. Una vez allí, dejó la jaula sobre el bloque de cuarzo blanco que servía de altar. La piedra resplandecía con el sol del mediodía.
Desde su posición, el clérigo podía mirar sin obstáculos hacia los cuatro puntos cardinales, y observar las casas de Nexal. Sin prisas, distribuyó las flores entre los cuatro lados del altar. Después, abrió la puerta de la jaula.
Una tras otra, las mariposas salieron de su encierro, y se elevaron en el aire para formar un cordón multicolor que parecía unir el altar con el cielo.
En cuanto desaparecieron, Coton, emocionado por la sencilla ceremonia, descendió de la pirámide a buen paso. No se sorprendió al ver al señor Poshtli que lo esperaba en el patio.
El sobrino de Naltecona vestía el uniforme de un Caballero águila. En el labio inferior, agujereado hacía muchos años, llevaba un tapón de oro puro. Su capa y tocado resplandecían con el colorido de las plumas. Calzaba sandalias nuevas con cordones hasta las rodillas, y un abanico de pluma flotaba por encima de su cabeza; le daba sombra y le refrescaba con una suave brisa.
—Coton de Qotal, deseo hablar contigo. Tú sabes muchas cosas acerca del Mundo Verdadero, y yo muy pocas. Quizá todo lo que sé es que no sé nada.
El clérigo observó al joven señor durante unos segundos, mudo como siempre. Poshtli había estudiado con él años atrás, antes de que el sacerdote se convirtiera en patriarca, e hiciera su voto de silencio. El muchacho había sido el mejor de los alumnos de Coton y un líder natural entre sus compañeros, incluidos los de mayor edad y más fuertes. Coton había vigilado complacido el crecimiento de Poshtli, que no tardó en convertirse en un hombre cabal.
Poshtli había mostrado los mismos sentimientos hacia su maestro. A diferencia de la mayoría de los jóvenes aspirantes a guerreros que se herían en los brazos en señal de penitencia, y buscaban cautivos para el altar de Zaltec, el sobrino de Naltecona había tomado la senda del dios Plumífero. Quería ser un Caballero águila, la más importante y noble de las órdenes militares de todo Maztica.
Los Caballeros Jaguares seguían a Zaltec, porque el hishna mágico de la zarpa requería sacrificios de sangre, y sin este poder los miembros de la orden no eran nada. En cambio, los guerreros del credo águila, eran libres de escoger a su dios, y muchos elegían a Qotal. Pero los muchos años de estudios, las duras pruebas —tanto físicas como intelectuales— y la disciplina rigurosa, hacían que nueve de cada diez aspirantes a águilas no pudieran conseguir su meta.
Incluso entre los que llegaban, Poshtli destacaba como un hombre de habilidad, valor e inteligencia excepcional. Había capturado muchísimos prisioneros en combate, prisioneros que entregaban su corazón en los altares de Zaltec, o eran vendidos como esclavos en la gran plaza. No hacía mucho había dirigido al ejército de Nexal en una misión de reconquista contra Pezelac —un estado vasallo rico en obsidiana, sal y oro—, donde se había producido una sublevación. Las tropas de Poshtli habían restaurado el orden y dado un castigo ejemplar a los cabecillas rebeldes, para después encargarse de recaudar el pago de los tributos que se debían a Nexal.
Ahora Coton presintió que Poshtli se enfrentaba a una decisión crucial. Si bien no podía hablar con él, nada le impedía escucharlo.
—Mi tío, el gran Naltecona, se ha convertido en el más grande entre los grandes —dijo Poshtli, sin alzar la voz—. Es el más poderoso de todos los cancilleres en la larga historia de Nexal. Jamás nuestro pueblo ha recaudado tantos tributos, ni dominado regiones tan inmensas.
Coton asintió. Tenía a Poshtli no sólo por un magnífico soldado, sino también por alguien dotado de una inteligencia analítica. Era capaz de unos razonamientos muy poco habituales entre los jóvenes guerreros. El sacerdote esperó sus próximas palabras.
—Nuestras ciudades crecen a diario, y reclaman más y más tierra a las aguas a medida que los jardines flotantes aumentan sus superficies. Más tesoros, más cacao, maíz, plumas…, además de oro, entran a raudales en la poderosa Nexal, corazón del Mundo Verdadero. Cada día se ofrecen más corazones en sacrificio a Zaltec.
»Sin embargo, tú, Coton, vienes aquí y sueltas tus mariposas. Colocas tus flores y no dices nada —afirmó Poshtli, sin apartar su mirada de los ojos del sacerdote.
»No dices nada porque nos enseñas mucho y, no obstante, somos incapaces de comprender. —Algo parecido al asentimiento brilló en la mirada de Coton—. Creo que nos muestras lo que una vez fuimos y lo que podemos volver a ser. Nos lo muestras, y no lo vemos.
»Ahora, Coton, he tenido un sueño. Creo que este sueño es una visión de Qotal, y por lo tanto iré a buscar la voluntad del dios. —El joven paseó arriba y abajo lentamente, mientras recordaba los detalles del sueño.
»Soñé con un gran desierto, ¡un desierto que incluía a Nexal! Atravesé el desierto a pie, agotado por el calor y el sol, sin gota de agua. De pronto me vi rodeado de hombres pequeños, y estos hombres tenían una gran rueda de plata. —El caballero observó que Coton enarcaba las cejas al escuchar la descripción.
»En la rueda, vi el reflejo de una serpiente alada, una cosa larga y sinuosa de brillante plumaje y gran sabiduría. ¡Y esta serpiente era la voz de Qotal! ¡Estoy seguro de ello!
Poshtli permaneció callado durante varios minutos, y Coton esperó paciente sus próximas palabras.
—Abandonaré Nexal en busca de la verdad. Quizá la encuentre entre los extranjeros. Los he visto, he volado por encima de ellos, cuando llegaron a la playa de Payit. Quizás esté entre sus maneras y las nuestras; tal vez, no la encuentre jamás. —Poshtli volvió a mirar los ojos de Coton—. ¡Debo encontrar la rueda de plata!
La mirada de Coton se desvió hacia el azul claro del cielo, y después por un segundo hacia el sur, antes de mirar al vacío. Poshtli comprendió la guía ofrecida.
—Caminaré. Mis pies, no mis alas, me llevarán a través del Mundo Verdadero, hasta el conocimiento que todavía me esquiva, o quizá no. Pero lo encontraré, o moriré en el intento.
Daggrande podía ver en su imaginación cómo el aire salino devoraba el acero, corroía la pátina brillante de su yelmo, picaba el metal impoluto de su coraza y perforaba la hoja de su espada, mientras marchaba al frente de un destacamento de dos docenas de legionarios, un grupo formado por ballesteros y espadachines, hacia lo alto del acantilado. Halloran y Martine habían desaparecido en algún lugar de allá arriba, unos pocos minutos antes.
«¡Maldita sea esa mujer!» —protestó para sí mismo—. ¡Ahora Cordell quiere que siga a Martine, que «la cuide»! «¿Acaso soy su niñera?».
El enano sospechaba, no sin razón, que el fraile tenía algo que ver en el asunto. Daggrande había visto el enfado de Domincus en cuanto su hija y Halloran subieron por la escala.
«Suponía que el muchacho tenía más entendederas —pensó—. Desde luego, es un humano, pero podría haberse comportado de otra forma».
De pronto, Daggrande se olvidó de sus rezongos, y se convirtió en lo que siempre había sido: un magnífico guerrero. No podía definir qué le había llamado la atención; quizás era el olor de la sangre, el rumor lejano de un combate, o algo más visceral. Sin perder un segundo señaló a sus ballesteros que prepararan las armas.
El curtido veterano subió con precaución los últimos peldaños. Vio el alto del acantilado; una franja de matorrales que se extendía por el borde del precipicio, y la selva al otro lado, a un centenar de metros de distancia.
Daggrande avanzó por el matorral, bien agachado, con la ballesta preparada. Ordenó a sus hombres que subieran y los desplegó en un semicírculo. No veía ninguna señal de presencia humana excepto la pirámide a casi dos kilómetros costa arriba. No perdió tiempo en pensar qué se había hecho de Martine, Halloran y los soldados. En cambio, mandó a la formación avanzar hacia la derecha, hacia la pirámide, en una hilera que casi se extendía hasta la selva. Los legionarios avanzaron, examinando el matorral.
Un minuto más tarde, encontraron los cuerpos.
Erixitl espió sin aliento, oculta tras la escasa protección de unos helechos. Vio al sumo sacerdote que pretendía matarla, encabezar la marcha; caminaba con un vigor insospechado en alguien tan esquelético. Lo seguían sus alumnos y una compañía de guerreros. También vio a los prisioneros, incluida la muchacha, atada tal como la habían atado antes a ella: con una venda en los ojos, amordazada y las manos ligadas delante.
No pudo menos que sentir curiosidad por el guerrero plateado que daba traspiés detrás de la joven, al que no habían cegado ni amordazado. Observó que la camisa de plata era un trozo de metal; el peso le dificultaba la marcha.
—Es a él a quien debes rescatar —dijo una voz suave junto a su oreja, y a duras penas consiguió reprimir un grito de espanto.
—¡Chitikas! —exclamó, mientras la aterciopelada serpiente salía de la espesura para enroscarse a su lado.
Si bien ésta era la segunda vez que veía a la criatura, sintió una profunda alegría ante su aparición, como si acabase de encontrar a su más viejo y sabio amigo. De pronto, se extrañó ante su reacción y se encaró a la serpiente alada.
—Dime, ¿qué ocurre? ¿Por qué el sacerdote ha capturado a la extranjera y al guerrero?
—Lleva a la mujer, convencido de que eres tú, al altar de Zaltec, para sacrificarla.
Erix se volvió hacia la procesión, incrédula.
—¿Cómo puede creer que soy yo? Nuestro color de piel es diferente, nuestras cabelleras son distintas, no hay nada…
—El poder de la pluma confunde sus ojos. —Chitikas sacudió sus grandes alas, y a Erix le pareció que el movimiento correspondía a la risa humana—. Al creer que eres tú, el sacerdote se dispone a obedecer a su dios.
La joven recordó las primeras palabras de Chitikas.
—Has dicho que debo rescatar al hombre. ¿Por qué? ¿Y cómo? ¿Qué quieres decir?
La serpiente bajó la cabeza y su lengua bífida azotó el aire.
—Te ordeno que lo rescates a cambio de haberte salvado la vida, porque el sacerdote cree que te mata a ti. Ya no te buscará más.
—¡No! —replicó, furiosa. Intentó dominar su incredulidad—. ¡No soy tu esclava, y no haré caso de tus órdenes! ¡Escapé por mis propios medios, sin tu ayuda! ¡Si quieres, puedes hacer que vuelva a ser ella misma y que el sacerdote me persiga! ¡No puedes obligarme a obedecer!
—No puedo. —Chitikas movió su cabeza despacio, como apenado—. Es la voluntad de los dioses.
—¿Dioses? ¿Qué dioses? ¿Quizá Zaltec? ¿Sus hijos, Calor Azul o Tezca Rojo? —La voz de Erix subió de tono, pero por fortuna la procesión ya había desfilado para desaparecer en la selva. No pudo evitar una nota de desprecio—. ¿Qué han hecho los dioses por mí, excepto demostrar el deseo de ver mi cuerpo en un altar de piedra?
—Hay más dioses de los que mencionas. Has disfrutado de una gran atención. —Chitikas la observó con severidad; Erix no se amilanó y le devolvió la mirada, con orgullo.
—¡Quizá Qotal, el mismísimo Canciller del Silencio, se digna ahora hablar conmigo, un esclava fugitiva! ¡Todo el mundo sabe que él sólo habla con sus más altos sacerdotes, y únicamente después de que ellos hacen su voto de silencio!
Chitikas movió la cabeza y, por primera vez, Erix vio la insinuación de una amenaza en la postura del cuerpo. Los ojos amarillos la miraron sin pestañear.
—Piensa lo que quieras —siseó con suavidad—, pero tendrás que obedecer.
—¡Ahora mismo me voy! —Erix se incorporó, furiosa, desafiando a la serpiente a que la detuviera.
—Muy bien —susurró Chitikas. La serpiente batió una sola vez sus alas, y se elevó en el aire para de inmediato deslizarse entre los árboles y desaparecer.
Sin dejar de rabiar, Erix observó la marcha de la serpiente voladora. Después dio media vuelta y se adentró en la selva. No advirtió que una vez más seguía las huellas del sacerdote y sus prisioneros.
Halloran caminaba por el sendero como en una nube. Martine lo precedía tambaleante, fuera de su alcance y sin poder hacer nada para consolarla. Recordó a los cuatro valientes, muertos en el acantilado. Los prisioneros marchaban en medio de la procesión de soldados y sacerdotes, con dos fornidos lanceros a los costados.
¡Martine! ¿Cómo había podido suceder? Gimió para sus adentros, angustiado. Una parte de sí mismo la culpaba porque había sido su empecinamiento el motivo de la captura. Pero por encima de todo lo demás, recordaba la expresión de terror abyecto en su rostro cuando los clérigos la habían atrapado y atado. No podía evitar sentirse responsable del resultado de la batalla. ¡Había fracasado en su deber de protegerla!
El tiempo anterior a su captura, apenas unos minutos antes, era como de otra vida. Recordó los semblantes de los nativos. El trío con capas de leopardo, y los rostros enmarcados por las fauces abiertas de sus yelmos, le había resultado el más estrafalario; en cambio, el sacerdote fanático cubierto de cenizas y sonrisa retorcida lo había asustado.
Los aborígenes se habían mostrado muy curiosos. En cuanto consiguieron hacerlos prisioneros, la coraza de acero de Hal había sido motivo de atención general, a la vista de que muchas espadas de piedra se habían roto al golpear contra ella. Uno de los guerreros, ataviado con la piel manchada y la cabeza de jaguar, la había examinado con mucho cuidado y llegó a rascarla con los dedos. Después estudió el sable largo, y se lo quedó. Sin embargo, no le quitaron la coraza ni el yelmo.
Habían dejado los cuerpos de los soldados y los nativos en el lugar del combate. Dos de los tres guerreros con pieles y varias docenas de lanceros habían muerto en la pelea. Halloran dedujo que el guerrero manchado y el sacerdote estaban en desacuerdo acerca de abandonar los cadáveres, porque la pareja había discutido acaloradamente antes de iniciar la marcha. Al parecer, el sacerdote había ganado.
Las imágenes giraban en la mente de Halloran, que no alcanzaba a comprender del todo la rapidez de la catástrofe. ¿Con qué terrible propósito los habían hecho cautivos? Sólo a Martine le habían vendado los ojos y atado las manos. Esto le hacía pensar que la habían escogido con un propósito especial, y el pensamiento le heló la sangre.
—¡Martine! —exclamó, sin alzar mucho la voz. Vio que la espalda de la joven se ponía rígida, pero no tuvo ocasión de decir nada más porque recibió un golpe muy fuerte en el yelmo.
El guerrero que marchaba detrás gruñó y le dio un empellón. El lancero que iba a su lado le tapó la boca con una mano, y el capitán entendió el significado de la orden, con toda claridad.
El calor sofocante del crepúsculo se alivió cuando una suave brisa agitó el follaje. Una cortina de lianas y hojas impedía la visión del cielo, y Halloran no podía saber la dirección en que avanzaban. El sendero tenía tantas vueltas y revueltas que, a su juicio, debían de haber pasado varias veces por el mismo lugar. Sin embargo, la actitud del guerrero con la piel de jaguar —el hombre que mandaba la columna, si bien parecía aceptar una cierta autoridad del sacerdote— convenció a Hal de que no se habían perdido.
Poco a poco la mente del capitán recuperó la calma mientras se recordaba a sí mismo que la inactividad significaba el desastre. ¿Qué podía hacer? Se negaba a aceptar la perspectiva de un largo cautiverio en manos de estos…
No sabía cómo clasificar a sus captores. Mostraban un nivel de preparación militar muy superior al encontrado por la legión en sus contactos con los nativos de las islas. Además, utilizaban la magia —tenía la prueba en la piel de serpiente que le sujetaba los brazos— y luchaban en formaciones grandes y bien disciplinadas. Por otra parte, los Rostros Gemelos esculpidos en el acantilado y la pirámide eran una muestra del desarrollo de su construcción.
En cambio, el loco vestido de negro había atacado con un salvajismo primitivo que lo desconcertaba. Sus cabellos empapados de sangre, sus facciones cadavéricas y su aspecto roñoso resultaban grotescos. ¿Sería esta gente igual de fanática y criminal?
«Esto es peor que la bestia horrible que devoró a Arquiuius», pensó al recordar el que hasta ahora había sido el peor momento de su vida. Aquel desastre lo había llevado a abandonar los estudios de magia y escoger la vida del soldado.
Ahora marchaba con las manos atadas a la espalda, y su sable lo tenía otro hombre, un enemigo. Por un instante fugaz, lamentó haber dejado del todo sus estudios. Hasta un espadachín podía utilizar algún hechizo sutil de vez en cuando, aunque no creía poder sacar partido del puñado de encantamientos que conocía.
Un tirón de la cuerda lo volvió a la realidad. Sintió la brisa fresca contra su rostro, y el olor del mar le informó que volvían a la costa. La cubierta vegetal cerraba el paso de la luz del sol, pero aun así comprendió que no faltaba mucho para el ocaso. Sin saber por qué, el detalle le pareció significativo.
Halloran pensó otra vez en sus estudios de magia. Había aprendido a ejecutar unos cuantos hechizos, pero las fórmulas se confundían en su mente. Sacudió la cabeza, extrañado de que precisamente ahora sus pensamientos se centraran en algo ocurrido hacía más de diez años.
De pronto la procesión se detuvo al llegar a un claro de la selva. Sin ninguna contemplación, lo arrojaron de bruces contra el suelo. Desde esta posición, Halloran vio a los lanceros dispersarse entre los árboles. Algunos se detuvieron un segundo para asegurar las jabalinas en los lanzadores, antes de avanzar deprisa y sin ruido.
Unos momentos más tarde, los dos prisioneros fueron arrastrados al claro, y Hal vio la pequeña pirámide que habían divisado desde la nave. Había tres legionarios muertos al pie de la escalera. Al parecer, los primeros exploradores de Cordell habían sido pillados en un ataque por sorpresa.
Los clérigos se apresuraron a conducir a Halloran y Martine hacia la pirámide. El sacerdote fue el primero en subir la escalera y lo siguieron sus acólitos y guerreros con los dos cautivos.
Por el oeste, el sol rozó la copa de los árboles. Hal se estremeció al comprender que se pondría en unos minutos.
—Avisa a Cordell que se ha producido un ataque… —ordenó Daggrande a un soldado—. Cuatro exploradores muertos. No hay rastros de Hal ni de la hija del fraile. Intentaremos encontrar su pista.
El hombre asintió y comenzó a bajar la escalera hacia la playa, dando grandes voces; por su parte, el enano encaminó a su tropa hacia la selva.
—Grabert, tú has trabajado con los rastreadores, ¿no es así? —preguntó Daggrande a uno de los espadachines del destacamento. El interpelado asintió—. Ve delante. Intenta descubrir alguna huella.
El explorador se volvió para examinar los rastros del combate, y Daggrande dio nuevas órdenes a sus legionarios.
—Aquí está, capitán. Se han metido en la selva —anunció Grabert.
De inmediato, la tropa formó en columna.
Daggrande colocó a dos ballesteros detrás de Grabert, después se ubicó él mismo y mandó que el resto se alternara en parejas de ballesteros y espadachines. El grupo nativo había dejado un rastro muy claro, y el explorador no tuvo dificultades para seguirlo; la columna avanzó a buen paso entre la espesa vegetación.
El capitán marchaba con un ritmo rápido y silencioso, sin preocuparse del calor sofocante. No lo molestaba la coraza, y sus gruesas botas lo protegían de las espinas de las zarzas que pisaba. Echó una mirada a retaguardia y vio que los legionarios se mantenían alertas. En el grupo había media docena de enanos, y Daggrande sabía que tanto ellos como los humanos eran soldados valientes y curtidos.
En cambio, ¿qué sabía de su enemigo? Por un momento, también se preguntó qué se habría hecho de Halloran.
Hizo un gran esfuerzo de voluntad para olvidar la pregunta, al considerar que interesarse demasiado por un compañero podía ser peligroso para su objetividad en el ejercicio del mando. Sin embargo, no pudo dominar el miedo que lo embargaba al pensar en su joven protegido en manos de los salvajes.
Observó que faltaba muy poco para el ocaso.
—¡Vamos, por Zaltec, moveos! —rugió Gultec a la columna de lanceros que marchaba lentamente por el sendero en plena selva. El ejército payita, integrado por diez mil hombres, había salido de Ulatos poco antes del anochecer. Para Gultec, acostumbrado a moverse deprisa, las columnas marchaban a paso de tortuga, aunque en realidad los miles de guerreros avanzaban al trote por la red de tortuosos senderos que convergían hacia los Rostros Gemelos.
Ahora, el Caballero Jaguar permanecía en las sombras a un costado de la senda y observaba el desfile de las tropas. Cada centuria se distinguía por los colores de sus tocados de plumas. Los nativos llevaban jabalinas y lanzadores que les permitían arrojar los venablos a gran distancia. Otros cargaban mazas, y muchos —los guerreros veteranos— iban armados con las pesadas macas.
El ejército payita avanzaba sin problemas, de dos en fondo, pero Gultec no dejaba de sentir una vaga inquietud. Desde luego, superaban en número a los extranjeros; sin embargo, el aspecto de los recién llegados era tan extraño y sus equipos parecían tan poderosos que Gultec desconfiaba del resultado del combate contra ellos. Claro que tal vez el encuentro podría no degenerar en una batalla.
De pronto una figura se unió a Gultec junto al camino; miró a su lado y vio a Kachin que lo observaba. Los cabellos grises del hombre, atados con una cinta, colgaban por encima de su hombro hasta llegar a la cintura. El Caballero Jaguar sintió por un instante el deseo de adoptar su forma felina y desaparecer en la jungla; en cambio, devolvió la mirada sin inmutarse.
—Hay mucho revuelo a nuestro alrededor —comentó Kachin, tranquilo—. Nadie, ni siquiera el reverendo canciller de Ulatos, el propio Caxal, sabe qué hacer respecto a estos visitantes. ¿Nos invaden, Gultec?
El interpelado estudió al sacerdote mientras le hablaba, extrañado por su sencilla túnica blanca, el vientre abultado y su cara redonda. Su aspecto le resultaba curioso; no se parecía en nada a los sucios y esqueléticos clérigos de los dioses más jóvenes. A Gultec le resultaba difícil creer que este hombre fuese religioso de verdad.
—Tienen una apariencia muy extraña, y se mueven como guerreros. —Gultec pensó con cuidado cada una de sus palabras—. Sospecho que no vienen en son de paz.
—A Caxal le preocupa que estos extranjeros sean los heraldos del propio Qotal, que el Plumífero haya vuelto a Maztica y lo haya hecho en los Rostros Gemelos, tal cual dice la profecía. —El tono de Kachin era irónico, y Gultec miró al clérigo sin ocultar su curiosidad. Los sacerdotes no solían hablar de sus propios dioses con tan poco respeto.
»Te sorprendes —dijo Kachin, soltando una risa irónica—. Te diré una cosa, Caballero Jaguar, y más te conviene creerla: aquellos hombres no son servidores de Qotal. Sus naves no han traído de regreso a nuestras costas al Canciller del Silencio.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Gultec—. ¿Los has visto?
—¿Crees que un sacerdote de Qotal no sabría si su Maestro Verdadero espera un recibimiento apropiado? —Kachin dirigió al guerrero una mirada severa, y Gultec se sintió como un gusano enganchado en un anzuelo.
»¡Escúchame, Gultec! Son hombres, y muy peligrosos. ¡Nos corresponde a los payitas como tú y yo asegurarnos de que su amenaza no se convierta en nuestra catástrofe!
El caballero miró al clérigo con mayor respeto. Este hombre era muy distinto del pusilánime Mixtal. Por un momento, Gultec lamentó la preparación que lo había llevado a servir entre los Jaguares, fíeles a Zaltec, dios de la guerra.
—La gloria de un dios no necesita ser medida por el número de cadáveres amontonados en su honor —añadió Kachin, como si le hubiese leído el pensamiento—. Éste es el error de los dioses jóvenes, y su sed de sangre podría ser la causa del desastre que destruirá al Mundo Verdadero. —De pronto, el tono del clérigo se volvió muy duro—. Te repito la advertencia de Ulatos. Si tú o aquel «sacerdote» matarife habéis matado a la muchacha, Erixitl, me cobraré la venganza… en sangre.
—Entonces ¿por qué me ofreces consejo? —se extrañó el caballero.
—Nos encontramos ante un desafío mucho más importante que nuestras rencillas personales —contestó el clérigo, y Gultec pudo sentir la sinceridad en su voz—. Pienso que el futuro del mundo que conocemos está en juego. —La voz de Kachin se hizo más grave, revelando su gran preocupación.
Gultec soltó un gruñido casi inaudible. No buscaba el consejo de los sacerdotes, ni le agradaba que se lo dieran. No obstante, había una sinceridad en este clérigo que lo forzaba a respetarlo. Resultaba evidente su gran sabiduría y no había ninguna duda acerca de su coraje. Jamás ningún sacerdote se había atrevido a hablarle como éste, y mucho menos dos veces en el mismo día.
Si este clérigo tenía miedo de los extranjeros, pensó Gultec, entonces debían de ser gente muy peligrosa.
—¡No dejéis que se mueva! —gritó Mixtal a los cuatro acólitos que sujetaban los miembros de Martine—. ¡Esta vez no volverá a escapar! —El sacerdote no veía las miradas de asombro de sus ayudantes, que ya habían renunciado a insistir en que la cautiva no era la muchacha Erixitl.
»¡Traed también al hombre! —Mixtal señaló a Hal, y los guerreros lo empujaron por los estrechos escalones hasta la cima de la pirámide. En varias ocasiones, trastabillaron, y Halloran pensó si no sería mejor una caída rápida y mortal a lo que los aguardaba arriba.
Mixtal llegó a lo alto, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada de absoluto deleite. Miró hacia el sol, y se calentó con sus rayos mientras el disco de fuego rozaba la copa de los árboles. «¡No escapará! ¡Los Muy Ancianos quedarán complacidos!».
Se volvió para mirar a los congregados, y maldijo el velo que le cubría los ojos. Miró hacia el mar. Los extraños objetos alados parecían estar muy lejos, sus siluetas convertidas en sombras contra la luz del ocaso.
Por un momento, pensó en el motivo por el cual los acólitos y guerreros se mostraban tan sombríos. Hizo un esfuerzo para observar mejor sus rostros sin conseguirlo… ¡Maldito velo!
Los aprendices quitaron la venda de los ojos de la muchacha y cortaron las ligaduras; después la arrastraron hacia el altar. Martine se retorció frenética, con los ojos desmesurados por el terror, pero los jóvenes la sujetaron sin esfuerzo. Mixtal contempló a la muchacha: su piel cobriza, sus trenzas negras, todos los detalles que conocía de sobra. Todo le resultó perfectamente claro.
A Halloran se le heló la sangre a la vista del horrible altar. El bloque de piedra tenía el tamaño de una mesa pequeña, y las manchas de un rojo oscuro, por sus costados, indicaban cuál era su función. Junto al altar había una escultura bestial acurrucada con la boca abierta. Martine soltó un grito, que apenas si se escuchó a través de la mordaza.
—¡No! —vociferó Hal, intentando liberarse de las manos de los dos guerreros—. ¡Por Helm, no!
El sumo sacerdote, con una expresión de locura en el rostro, se volvió hacia el legionario. Los tirabuzones de su cabello formaban una aureola rojiza alrededor de su cabeza mientras extendía la mano derecha y, poco a poco, cerraba el puño.
Halloran jadeó mientras sentía cómo aumentaba la presión de la cuerda mágica sobre la coraza, amenazando con aplastarle las costillas. Notó un martilleo en las sienes y un velo rojizo apareció ante sus ojos. Movió la boca como un pez fuera del agua, e intentó que el aire encontrara espacio en sus pulmones.
Su último aliento escapó con un gemido al tiempo que caía de rodillas; hizo un esfuerzo para no desmayarse. Tuvo la sensación de que sus huesos crujían a punto de romperse, y entonces la presión desapareció.
El capitán se dio de bruces contra el suelo sin pensar en otra cosa que llenar de aire sus pulmones. Poco a poco, se puso en cuatro patas, y los dos guerreros lo pusieron de pie. Lo retuvieron cuando intentó avanzar.
No podía hacer nada para impedir que los clérigos tendieran a Martine de espaldas sobre el altar. La mirada horrorizada de la joven se volvió hacia él.
—¡No! —rugió Halloran, mientras otros dos guerreros ayudaban a sujetarlo. Martine yacía indefensa, y él no podía hacer nada por salvarla.
El sumo sacerdote levantó su mano armada con la daga de piedra. Por un instante, el brillo oscuro de la obsidiana captó los últimos rayos del sol, como un resplandeciente reflejo del odio asesino que ardía en los ojos de Halloran. La hoja cayó como un rayo cuando Mixtal repitió el gesto que había ejecutado miles de veces. Martine soltó un último suspiro, y los acólitos la mantuvieron absolutamente inmóvil, para que el sacerdote acabara de hacer la incisión sin perder un segundo.
Y entonces Mixtal extrajo el corazón y lo sostuvo en el aire. Parecía latir con una cadencia que se apagaba al mismo ritmo que la luz del sol.