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Madejas

No podía decir si era lluvia o sangre lo que le inundaba los ojos, pero no podía ver. La noche cayó sobre él, una noche iluminada con el fuego del infierno. Los estampidos secos de la magia letal sospechó que eran rayos sonaban más allá de la línea de árboles; después resonaron los clarines, y él notó el temblor de la tierra producido por los golpes de grandes cascos.

Se limpió la cara y descubrió que el fango le había tapado los ojos; en unos segundos recuperó la visión. Una gran parte de la ciudad estaba en llamas y unos cuantos árboles se habían incendiado, pero por lo demás la noche era oscura. Por los sonidos, juzgó que la batalla se alejaba.

Miró las hendiduras, en su coraza de acero, y rió sin alegría. Había perdido el casco y a su alrededor yacían los cuerpos de sus hombres; mejor dicho, de sus muchachos. Eran campesinos jóvenes y alegres, convocados a la guerra, y habían sido exterminados por guerreros. La risa amarga se le ahogó en la garganta mientras miraba en otra dirección. Furioso, reprimió las lágrimas que le escocían en los ojos.

Dio un respingo al sentir el toque de una mano delicada y, al girarse, vio el rostro de una elfa. Tenía ante él a una mujer pequeña, arrebujada en un manto oscuro. Su piel era muy pálida, de un blanco lechoso, y parecía latir con el reflejo de las llamas. De pronto una bola enorme de fuego estalló cerca, y él pudo ver sus ojos claros, con las pupilas dilatadas, que lo observaban con una mirada tranquilizadora.

—Capitán, está herido —dijo ella.

—La batalla está perdida —repuso él con un suspiro.

—¡Perdida por los locos al mando! Usted y sus hombres han peleado bien.

—Y muerto bien.

Él estaba demasiado cansado como para sentir otra cosa que una vaga amargura. Vio el estandarte —un mascarón carmesí delineado en plata, sobre un campo rojo brillante— pisoteado en el fango, cortado por la espada y teñido casi de negro por la sangre de los jóvenes soldados que lo habían seguido.

El ruido de caballos sonó muy cerca; los jinetes de cascos negros buscaban a los enemigos rezagados. La mujer pálida levantó una mano y dijo algo muy extraño; el barro levantado por los cascos salpicó a la pareja, pero los caballeros no advirtieron la presencia de los dos supervivientes. En cambio, se detuvieron un poco más allá, con la mirada dirigida a los incendios, buscando la silueta de sus blancos recortada en la luz.

El hombre notó la suave protección de la magia, la invisibilidad creada por la mujer, que los arropaba. Un minuto más tarde, los jinetes desaparecieron al galope; después se escucharon los gritos de los hombres alcanzados por las lanzas, las mazas o los cascos.

—El rojo no es un buen color para los estandartes —dijo él con aire ausente, la mirada puesta en las manchas de sangre de la tela desgarrada—. Tendrá que ser otro.

La mujer sujetó el brazo del hombre y lo alejó del lugar, aunque no parecía muy claro el rumbo a seguir. Se encontraban en pleno campo de batalla; el fuego, el humo y el clamor de los combates los rodeaban hasta donde alcanzaban a ver y oír.

—El desastre —dijo él—. Se ha acabado la alianza. La guerra está perdida.

—Pero usted, capitán Cordell, vivirá para luchar de nuevo. Y yo lucharé a su lado.

Él asintió sin hacerle mucho caso. ¿Cómo sabía su nombre? La pregunta no tenía importancia; en cambio, el tono de confianza en su aseveración concitó su atención y acuerdo.

La riada de sombras que huían en todas direcciones, perseguidas por los jinetes sedientos de sangre, iba en aumento.

Sin embargo, los caballeros pasaban junto a las dos figuras sin verlas. En una ocasión, una bestia enorme de una altura que doblaba a la de un hombre, olisqueó algo extraño y se volvió hacia ellos. El troll mostró sus terribles colmillos y avanzó.

La mujer levantó una mano y apuntó, mientras emitía un sonido agudo. Un diminuto globo de fuego brotó de la yema de su dedo y voló hacia el troll. El monstruo parpadeó en un gesto estúpido, y entonces estalló la bola de fuego, que lo encerró en una esfera incandescente. Soltó un aullido lastimero y cayó al suelo para retorcerse en las garras de la muerte; sin perder un segundo, la mujer arrastró una vez más al capitán herido.

—Oro —exclamó él, deteniéndose. Ya habían dejado la batalla a sus espaldas.

—¿Qué? —Ella también se detuvo y lo miró. La capucha había caído sobre los hombros, y él pudo ver los cabellos blancos y su piel pálida, casi sin sangre. La punta de una oreja asomaba entre sus cabellos y la reconoció como la señal característica de los elfos. No le sorprendió.

—Oro —explicó él—. Éste será el color de mi estandarte. Oro.

Erixitl trotó por el empinado sendero, sin preocuparse mucho del profundo abismo que había a su izquierda, ni de la ladera poblada de arbustos a su derecha. En cambio, la mirada de sus grandes ojos castaños se mantuvo fija en el camino sinuoso. Su larga cabellera flotaba en el aire como una nube negra, decorada con plumas rojas y verdes.

A su alrededor había una cadena de colinas cubiertas en su mayor parte con el mismo tipo de vegetación que bordeaba el sendero. De vez en cuando se veían algunas terrazas en la parte más baja de las laderas, que formaban campos angostos y circulares dedicados al cultivo del maíz.

La muchacha de piel cobriza pasó por un recodo estrecho, sin dejar de subir. Ahora sus pies golpeaban el suelo en una cadencia más mesurada, a medida que se hacía sentir el esfuerzo de la ascensión. Pese a ello, su redonda cara brillaba con una alegría secreta y, cuando apareció a la vista una pequeña casa blanca, echó a correr.

—¡Padre! ¡Padre! —Su voz se dejaba oír por encima del fuerte viento, y, unos segundos después, un hombre de piel oscura se asomó al portal.

—¿Qué pasa, Erixitl? ¿Sucede algo malo?

La muchacha llegó a la casa. Mientras trataba de recuperar el aliento, el rubor provocado por el cansancio y la excitación se reflejó en su rostro.

¡Payatli, es maravilloso! Oh, por favor, padre, debes dejarme ir, tienes que…

El hombre frunció el entrecejo, y la muchacha se interrumpió en la mitad de la frase. Dirigió una mirada de cansancio a los ojos de su hija. ¿Por qué no bajaba la mirada como correspondía a una niña bien educada? Este empecinado orgullo desconcertaba al padre, casi tanto como enfadaba a los sacerdotes de Zaltec, con quienes Erix insistía en poder estudiar cada vez que bajaban de la montaña para ir a la aldea de Palul.

Sin embargo, sus ojos eran tan hermosos, tan despiertos y observadores, que, en ocasiones, el padre se preguntaba si no los compartía con otras personas como un regalo para aquellos que bendecía con su mirada. Un regalo del propio Qotal, que derramaba belleza sobre los que había dejado atrás. Quizás éste era el motivo por el cual los sacerdotes se inquietaban ante su mirada. Los fíeles de Zaltec jamás podrían disfrutar de tanta hermosura.

Erixitl estudió a su padre y observó la tela de fino algodón que tenía en las manos. Una esquina de la tela anticipaba cómo sería el trabajo acabado; el pequeño trozo resplandecía con una brillante profusión de colores: rojos, verdes, azules, violetas, y una infinidad de tonos, todos dotados de una iridiscencia sobrenatural que superaba la de cualquier pintura o tinte. Mientras contemplaba el bordado, la joven previo cuáles serían las próximas palabras de su padre.

—¿Conque payatli, eh? No acostumbras llamarme Muy Honorable Patriarca, a menos que busques librarte de tus obligaciones. ¿Es así?

—¡Por favor, payatli! —Erix casi se puso de rodillas, pero una reserva de orgullo interior la mantuvo de pie, y aguantó la mirada cada vez más tormentosa de su padre—. ¡Terrazyl irá con sus hermanos y su padre a Cordotl a vender sal! ¿Puedo ir con ellos? ¡Mira el cielo, padre! ¡Sin duda hoy podría ver los templos y las pirámides de Nexal! ¡Por favor, padre! ¡Me prometiste que este año podría ver la ciudad!

El artesano hizo un gesto casi de dolor, y después suspiró.

—Es verdad que lo prometí. Pero tu hermano está en las clases de nuestro propio templo; desde luego no es tan grande como el templo de Zaltec en Nexal, pero es una tarea importante…

Erix sintió una profunda desilusión. Le fallaron las rodillas y le temblaron los labios, pero no dio ninguna muestra de su pena. Había olvidado que su hermano no estaría en casa. Era cierto que su condición de seminarista representaba un gran honor, y, si progresaba en sus estudios para el sacerdocio, alcanzaría una posición relevante en la aldea. A pesar de que su padre era uno de los pocos que continuaba fiel al culto de Qotal, el Plumífero, no había desalentado las ambiciones de su hijo de convertirse en sacerdote de Zaltec.

Sabía que su petición no sería atendida antes de que su padre acabara de explicarse.

—Alguien debe cuidar de las trampas, y ésta será tu tarea de hoy. No querrás que los pájaros sufran más de lo necesario, ¿verdad? ¿O que las plumas resulten dañadas?

La muchacha sabía que la discusión había concluido, pero pudieron más sus emociones, y sus palabras brotaron como un torrente; se lamentó de ello mientras hablaba.

—¡Pero lo prometiste, padre! ¡Hemos ido tres veces a Cordotl, y en cada ocasión la niebla o la lluvia no me dejaron ver la ciudad! ¡Éste es mi décimo verano y debo ver Nexal! —Por fin se mordió la lengua y permaneció inmóvil, a la espera del bofetón.

Esperó en vano. En cambio su padre le habló en voz baja, con tono apenado.

—Y la verás, hija mía. Ahora, desiste de esta súplica insensata.

—Muy bien. —Sin saber cómo, consiguió que su voz no temblara. Dio media vuelta y comenzó el ascenso por el enrevesado camino que pasaba junto a la casa para perderse en la empinada ladera.

—¡Espera! —El artesano llamó a su hija, quizá porque se sentía culpable, o porque una espantosa premonición le había mostrado el futuro que aguardaba a esta muchacha fuerte y orgullosa. La estrechó contra su pecho durante un buen rato.

»Muy pronto, Erixitl, te llevaré yo mismo. ¡En el día más claro y soleado de todos! Veremos la gran pirámide, todos los templos que hay alrededor de la plaza, y hasta los lagos, de un azul turquesa que te hará llorar.

—¿Y el templo de Zaltec? ¿También lo veremos?

Una sombra pasó por el rostro del hombre, cuando pensó en el altar cubierto de sangre, pero ocultó sus sentimientos.

—Sí, hija mía, también el templo de Zaltec. Veremos toda Nexal desde las laderas de Cordotl.

Erix se sorbió los mocos, un poco más animada. Devolvió el abrazo a su padre y volvió al sendero.

—Me ocuparé de las trampas.

—¡Erixitl! —La joven se volvió, sorprendida ante la segunda llamada de su padre. Él sacó algo de su bolsa—. He esperado mucho tiempo para darte esto. Quizá sea el momento más adecuado.

Ella se adelantó y vio que se trataba de un pequeño colgante hecho de mechones de plumón dorado y esmeralda, montados alrededor de una piedra de suave color turquesa. La piedra descansaba sobre un anillo de jade y colgaba de una tira de cuero. Las gemas verdes y azules resplandecían, pero eran las plumas las que daban al colgante toda su belleza. Suaves y delicadas, parecían sostener a la joya inmóvil, sin peso, como si flotase en el aire. Erix apenas se atrevía a respirar ante tanta hermosura.

—Representa la memoria de nuestros antepasados y un tiempo pasado de grandeza —le explicó el artesano—. El verde y el oro son los colores sagrados de Qotal. La piedra turquesa simboliza sus ojos, vigilantes y benignos, el color del cielo.

—¡Muchas gracias, padre! ¡Es precioso!

El corazón de Erix se deleitó con la delicadeza del trabajo y los colores brillantes. No comprendió sus palabras acerca del dios, Qotal, porque para ella los dioses no eran otra cosa que dioses. Pero percibió una belleza y una paz en el pendiente muy distintas de los coloridos y violentos rituales de Zaltec.

—¡Lo conservaré siempre! —Abrazó a su padre, y él la mantuvo entre sus brazos por unos momentos.

—Así lo espero —dijo el hombre, con más deseo que esperanza. Era un artista de mucho talento y habilidad. Había creado los abanicos mágicos para el gran canciller de Palul, y sus trabajos habían sido llevados al mercado de Nexal, donde, según le dijeron, se vendían a buen precio. Miró el medallón en las manos de su hija, y afirmó—: Ojalá lo aprecies, porque no puedo darte nada mejor.

Erix se dirigió a su tarea con nuevas energías. Comparado con el sendero, el camino hasta su casa parecía una amplia avenida. Subió por la empinada ladera cubierta de vegetación. Se sujetó a ramas y raíces, trepando como un mono, y no tardó en ascender unos ciento cincuenta metros. Por fin alcanzó la cima del risco detrás de su casa.

Hizo una pausa, aunque respiraba con facilidad, y contempló el panorama que se abría a sus pies. Verdes laderas descendían miles de metros hasta el fondo. Los campos de maíz cubrían el suelo del valle como una alfombra lujuriosa, y lo era de verdad, una alfombra de alimento. El valle se curvaba para desaparecer por su derecha, y más allá podía ver otra enorme montaña, de color azul por la bruma de la distancia.

Cordotl. La ciudad comercial, que se levantaba en la falda de aquella montaña, ofrecía una visión del ancho valle de Nexal y sus lagos resplandecientes. ¡Con cuánta claridad imaginaba la joya que brillaba en el centro de aquellos lagos: Nexal, el corazón del Mundo Verdadero! Con un pequeño suspiro, dio la espalda al glorioso espectáculo, consciente de que su primera mirada a la fabulosa metrópolis tendría que esperar.

Intentó convencerse de la importancia de las plumas que iba a buscar, de la grandeza del arte de su padre. Los artífices de la magia de la pluma eran los ciudadanos más importantes entre los nexalas. Desde luego, la magia de su padre era de tipo sencillo y rural. Consistía, en su mayor parte, en armaduras de plumas para los guerreros de Palul y las poblaciones cercanas, corazas ligeras pero resistentes, capaces de detener la punta de pedernal de una lanza o desviar la hoja de una espada de obsidiana; de vez en cuando, hacía una litera flotante para el portavoz de la aldea, o un tributo para Nexal.

Había oído hablar, aunque no las había visto jamás, de las grandes obras realizadas por los maestros de la pluma en Nexal: literas enormes, que podían soportar a un noble y a todo su séquito; grandes abanicos giratorios, que refrescaban las casas palaciegas de los nobles y guerreros; y amplios ascensores, que ascendían raudos por el costado de la gran pirámide, con su carga de sacerdotes y víctimas llorosas.

A medida que los pensamientos de Erix se centraban en sus visiones de la ciudad mística, se olvidó de su pena. Continuó por el sendero ansiosa por buscar las aves atrapadas en las trampas de la familia, con la confianza de que, algún día, no sólo vería sino que también sería una parte de la grandeza de Nexal.

Miró hacia la derecha mientras trepaba. A lo lejos, en la espesura oriental, se encontraban las tierras de los temidos kultakas, enemigos feroces de los nexalas. Los kultakas constituían una nación de guerreros que adoraban a Zaltec y satisfacían el terrible apetito del dios en sus altares de sacrificio. Si bien eran una nación pequeña, en comparación con la poderosa Nexala, los kultakas se enorgullecían de ser la única tribu cercana jamás subyugada por Nexal.

Erix siguió el sendero a lo largo de la estrecha cresta. A la izquierda tenía las laderas arboladas que conducían a su casa y, más abajo, a la pequeña ciudad de Palul. Hizo una nueva pausa al llegar a una curva y alcanzó a ver la pequeña pirámide de Palul donde su hermano mayor estudiaba para ser sacerdote de Zaltec. Dirigió una mirada furiosa, pero después le dio la espalda, arrepentida por sus celos. En realidad, convertirse en sacerdote del dios de la guerra era un honor que cualquier varón de Nexala anhelaba conseguir.

Prosiguió la marcha y no tardó en llegar a la primera trampa, de la que colgaba un papagayo. Los esfuerzos del pájaro por librarse del lazo habían acabado por ahorcarlo; Erix observó complacida que sólo unas pocas de las brillantes plumas habían resultado dañadas. Con mucha habilidad, aflojó el lazo y deslizó la cuerda hecha con tripas de jaguar por encima de la cabeza del papagayo, al tiempo que alisaba las plumas rojas y verdes. Después metió el pájaro en su bolsa de cuero y avanzó por el sendero.

Cuatro de las trampas a lo largo de la cumbre estaban vacías; en la quinta encontró un hermoso guacamayo. Ahora la senda bajaba hacia el extremo más alejado de la cresta. Miró por un momento a sus espaldas y después comenzó el descenso por la ladera oriental. Aquí estaban las trampas más lejanas, el territorio de su hermano, pero Erix sabía su ubicación.

El camino serpenteaba junto a una catarata, y se detuvo para refrescarse los pies en el agua. Miró hacia el cielo y dejó que la llovizna la envolviera, limpiándola del polvo. Cuando entró en la sombra de los árboles, al otro lado del arroyo, se sentía fresca y contenta.

Un graznido furioso la avisó que otro guacamayo había caído en una trampa; se apresuró a ir en su busca y le retorció el pescuezo. Caminó agachada entre la espesa vegetación donde había arbustos que casi doblaban su altura y encontró más pájaros. Su padre se alegraría mucho.

De pronto un chillido áspero llamó su atención desde la espesura. Vio el relámpago de algo muy brillante que desaparecía y enseguida lo distinguió otra vez, un poco más lejos. Asombrada, separó las ramas y miró boquiabierta.

En un primer momento, pensó que había visto la forma de una serpiente brillante, que se confundía con el follaje. Pero, después, se movieron un par de alas grandes. Debía de tratarse de un pájaro, aunque de una especie muy grande y de plumaje resplandeciente. La forma multicolor desapareció en un santiamén, y ella tuvo una vez más la impresión de que era una serpiente.

Sin embargo, no se detuvo a pensar. Hechizada, prosiguió su avance entre los matorrales, y cada tanto vislumbraba las grandes y largas plumas de la cola que distinguían a la criatura. No tenía la intención de capturarla, si bien sabía que aquellas plumas podían figurar entre los tesoros más valiosos de toda Maztica. Siguió al pájaro con una sensación de reverencia, atrapada en el lazo de su hermosura, tan extraña como única.

Pasó casi corriendo por debajo de una enredadera florida, cruzó el arroyo poco profundo sin hacer ruido, y llegó a tiempo para ver a la criatura remontar el vuelo. Se posó en la copa de un árbol muy alto, y Erix avanzó poco a poco, sin dejar de contemplar al fantástico y orgulloso pájaro.

No advirtió la figura amarillorrojiza que se deslizaba en silencio, disimulada por las ramas, con las manchas negras perdidas entre las sombras como un aceite oscuro. Erix presintió, más que oyó, la presencia de un cuerpo a sus espaldas; en el acto se olvidó del pájaro, y no pensó en otra cosa que en el peligro inminente.

Se volvió para encontrarse ante las fauces abiertas, los ojos sanguinarios y las terribles zarpas curvas de un jaguar que se lanzaba hacia sus hombros. Erix gritó mientras el animal se ponía en dos patas; después, el grito se convirtió en un gemido de terror. El felino la tumbó en tierra, y ella sintió el calor del aliento contra su cara. La muchacha permaneció tendida, con los ojos bien cerrados y el cuerpo sacudido por el terror; esperaba el beso de los colmillos asesinos.

—¡Silencio, pequeña! —Una voz de hombre sonó junto a su oreja; le costaba hablar en nexala.

Sorprendida, abrió los ojos y descubrió entre las mandíbulas del jaguar un rostro huraño, pero humano.

Erix conocía a los Caballeros Jaguares. Había visto a miembros de la orden mística en Palul. Cubiertos de pies a cabeza con la piel del felino, las pinturas de guerra, o ceremoniales, armados con escudos hechos de pluma y lanzas emplumadas, los Caballeros Jaguares resultaban un espectáculo impresionante. Pero los que ella había visto eran guerreros nexalas, su gente.

En cambio, el hombre que la sujetaba —con sus manos y no con las garras que había imaginado— no era nexala.

Entonces comprendió que su captor debía de provenir de Kultaka. Con un cierto distanciamiento, se preguntó si su destino sería la esclavitud o el ara de los sacrificios. Esto último era lo más probable. Sin dejar de temblar, y con ojos despavoridos, observó al hombre para descubrir alguna señal de sus intenciones. ¿Matarla allí mismo? No parecía muy lógico; sin embargo, esta conclusión sólo sirvió para aumentar su terror sobre el futuro que le aguardaba.

Aparecieron otras figuras entre los matorrales, el séquito del caballero. Varios de los hombres llevaban jubones de algodón acolchados, teñidos de un color verde idéntico al de la vegetación. Una media docena iban casi desnudos, con un taparrabos hecho de un único trozo de tela. Dos de estos últimos la sacaron de las manos del caballero y la amordazaron. Después, la ataron con las manos delante.

El caballero susurró una orden en un idioma desconocido, y uno de los hombres tiró de la cuerda, arrastrando a Erix entre la espesura en dirección al este, hacia Kultaka y los enemigos de los nexalas.

A sus espaldas quedaron el valle de Palul, y mucho más lejos que nunca la ciudad mística de Nexal, corazón del Mundo Verdadero.

Mientras la muchacha avanzaba dando traspiés, la vegetación se cerró detrás de ella, del caballero y de su séquito. Muy pronto la única huella de su paso fue una mancha roja en las hojas de vez en cuando: la sangre que manaba de las heridas hechas por las garras en los hombros de Erix.

—¿Cómo es posible que ninguno de mis sacerdotes más sabios pueda explicar un portento de tanta magnitud?

Naltecona abandonó su asiento y se paseó arriba y abajo del estrado. Su amplia capa, hecha de plumas verdes y resplandecientes, bordadas en la más fina tela de algodón, flotó casi ingrávida en el aire a sus espaldas.

El gran gobernante se detuvo, y la magia de la pluma elevó poco a poco la capa hasta convertirla en un abanico detrás de su cuello, como si fuese la cola esmeralda de un pavo real exhibiéndose. Naltecona observó a los sacerdotes que tenía delante con una mezcla de desprecio y desesperación.

—¡Tú, Caracatl! —Fijó su terrible mirada en un clérigo tembloroso—. ¿Qué tiene que decir el gran patriarca de Tezca acerca de este mensaje de los dioses? —Naltecona señaló a un hombre con el rostro manchado de ceniza blanca. Vestía una túnica rojo oscuro, y su cuerpo era casi esquelético a consecuencia de sus frecuentes ayunos.

—Excelentísimo canciller —respondió Caracatl, muy solemne, sólo con un leve temblor en la voz—, el fuego que arde en el cielo, por encima de Nexal, es desde luego una señal, y es obvio que proviene de Tezca Rojo, dios del sol. Mis hechizos revelan que vemos el reflejo nada menos que de su gran espíritu. Es una señal del hambre del dios, reverendísimo señor. ¡Tezca desea más sangre para alimentar su llama portadora de vida!

Naltecona le dio la espalda al sacerdote, y la capa siguió su movimiento con mucha elegancia. El gobernante pasó junto a la fila de cortesanos y servidores formados detrás de su trono, y las brillantes plumas de la capa azotaron sus rostros. Si bien todos eran nobles y personas de gran riqueza, iban vestidos con prendas de algodón basto, desprovistas de cualquier adorno; ninguno fue capaz de ocultar su temor ante la presencia del canciller, ni se atrevió a levantar la mirada al paso de Naltecona.

De pronto, el príncipe se volvió y miró a otro de los cuatro sacerdotes que permanecían en los escalones de su estrado.

—Atl-Ollin, quizá tú puedas echar un poco de luz sobre este tema. Sin duda, Calor desea el sacrificio de otro infante. —Un toque de ironía asomó en los labios del canciller; sin embargo, el sacerdote de Calor no lo advirtió, porque miraba al suelo como correspondía al protocolo.

También este clérigo era un hombre delgado, pero, a diferencia de Caracatl, que tenía la piel cubierta de mugre y ceniza, la suya aparecía limpísima. Incluso se veían lastimaduras allí donde se había herido a sí mismo al frotarse vigorosamente con la piedra pómez que utilizaba como jabón ritual.

—Creo, excelentísimo canciller, que, por desgracia, Calor ha preferido guardar silencio respecto a este presagio. —El hombre ataviado de azul se frotó las manos—. Nadie duda de que esta estrella que brilla de día, cada vez más resplandeciente en las últimas diez jornadas, es un portento que puede augurar un cataclismo.

—Al menos es una respuesta sincera —murmuró el canciller, mientras reanudaba el paseo por el estrado.

Los cortesanos se inclinaron al paso de la figura real, sin ocultar su inquietud.

—¿Y tú, Hoxitl? —Naltecona hizo una pausa delante de un tercer sacerdote—. Por favor, comparte tus noticias con nosotros. ¿Cuál es la voluntad de nuestro Primer Dios? —En esta ocasión, el interpelado era un hombre esquelético y encorvado. La piel de su cara, tensa sobre los huesos, mostraba las cicatrices de las heridas de penitencia requeridas por Zaltec. Tenía las manos rojas, teñidas con el tinte ritual utilizado para distinguir a los servidores más fieles de Zaltec, aquellos que exhibían la marca honrosa conocida con el nombre de Mano Viperina.

El detalle más sorprendente lo daba su abundante cabellera; Hoxitl, como todos los monjes de Zaltec, empapaba sus cabellos con la sangre de las víctimas de los sacrificios, y aquéllos, una vez secos y peinados, formaban una masa negra de tirabuzones.

—Zaltec arde de impaciencia, reverendo canciller Naltecona. Debo buscar el consejo de los ancianos inmediatamente. Antes del anochecer iré a la Gran Cueva. Sólo después de hablar con ellos, cuando haya escuchado la sabiduría de los Antepasados de la Oscuridad, me atreveré a hacer conjeturas acerca del significado de esta señal. —En ningún momento el hombre se enfrentó a la mirada de Naltecona, pero su voz no temblaba—. De todas maneras, sé que ha pasado más de un año sin una sola fiesta de victoria. Quizá nuestro Primer Dios está hambriento.

Hoxitl, patriarca de Zaltec, permaneció firme ante la mirada de su príncipe. No obstante, tenía la frente perlada de sudor y las gotas se escurrían entre los cabellos teñidos de sangre.

—Debemos conseguir cautivos, cuantos más mejor, para poder ofrecer sus corazones a Zaltec. —Hoxitl se atrevió a hablar con firmeza, aunque sin levantar la mirada—. ¡Tal vez sea la única manera de borrar del cielo el augurio nefasto!

Naltecona no mostró desprecio, aunque sí sacudió la cabeza como si no estuviese muy convencido, antes de mirar a otro sacerdote. Éste devolvió la mirada del canciller con otra de calma y paciencia.

—¡Y tú, Coton! —Naltecona habló con suavidad, con un tono de añoranza juvenil—. Desearía tanto poder escuchar tus palabras… ¿Qué sabiduría ocultas detrás de tu escudo de silencio?

Coton, resplandeciente en su sencilla túnica del más puro algodón, asintió en señal de respeto pero, desde luego, no contestó. Naltecona se giró una vez más y, llevado por su nerviosismo, volvió a recorrer el estrado como una fiera enjaulada. Por fin hizo una pausa junto al trono. En la pared más lejana de la sala, y muy alta, había una ventana estrecha. Incluso ahora podía ver el brillo insolente del presagio, más brillante que el propio sol, pese a que era mediodía.

—¿Acaso eres el símbolo del Retorno? ¿Quieres advertirnos que Qotal volverá al Mundo Verdadero? —Naltecona habló pensativo; después permaneció en silencio durante unos momentos, hasta adoptar una resolución. Enseguida se dirigió a uno de los cortesanos—. Que preparen una docena de esclavos para la ceremonia de Tezca de esta noche. Informa a mis generales que organicen una expedición contra Kultaka. ¡Su misión será la de conseguir prisioneros para el altar de Zaltec!

A muchos miles de kilómetros de distancia, una torre se elevaba en un ángulo absurdo. La estructura angosta y de techo cónico de tejas construida en un páramo de arena roja, en lugar de erguirse recta y orgullosa hacia el cielo, se inclinaba en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados. En abierto desafío a las leyes de la gravedad, proclamaba con su existencia que había un poder superior: la magia.

En el interior de la torre, todo parecía normal y las paredes se veían verticales. Una escalera de caracol imbricada en los muros conducía desde la habitación, a nivel del suelo, hasta otra en lo más alto. El resto de la estructura consistía en un cilindro hueco. En la parte central no había nada ni nadie, excepto una figura que se movía con paso lento y deliberado.

Kreeshah… barool… hottaisk. Una vez y otra, la frase resonó en la mente de Halloran. Había estudiado las palabras, los componentes verbales del hechizo del proyectil mágico, hasta que el cerebro se le hizo agua, pero su maestro insistía en la concentración.

Halloran subió la escalera con mucho cuidado, sosteniendo la jarra humeante con las dos manos. Le faltaban dos vueltas para llegar a lo alto de la torre, al laboratorio del hechicero, a…

¿A qué? El joven no quería saberlo.

El acto que realizaba ahora el hechicero Arquiuius, un poderoso sortilegio de invocación, había provocado en Halloran un miedo sin precedentes. La criatura, encerrada dentro del esquema mágico, llevaba ya tres días con sus correspondientes noches tomando forma, y con cada hora parecía añadir una nueva pústula, un tentáculo hinchado, o un globo que rezumaba pus. Hal suponía que éstos debían de ser los ojos, si bien los había por docenas en la masa deforme que ocupaba casi todo el centro de la habitación.

Kreeshah… barool… hottaisk. Repitió las palabras una vez más, pero le costaba concentrarse. Era muy temprano, aún no había amanecido, y apenas si había podido dormir, desde que su maestro había iniciado el hechizo. «Debo ser más disciplinado», pensó Halloran, al recordar la gran deuda que tenía con el mago. Arquiuius lo había recogido siendo huérfano, un golfillo veterano en la vida callejera, que había perdido a su familia en las guerras, y lo había llevado allí. Halloran se había ocupado de diversas tareas menores para el hechicero. Ahora, a medida que crecía, Arquiuius había comenzado a enseñarle los arcanos de la magia. Quizás, algún día, Halloran sería un brujo tan poderoso como su maestro.

Sin dejar de pisar con mucha cautela cada uno de los resbaladizos y gastados peldaños, el aprendiz de mago recorrió otra vuelta. Le faltaba sólo una.

—¿Qué hago aquí? —Formuló la pregunta en voz alta, impulsado por una curiosidad genuina. Desde luego, se sabía poseedor de las aptitudes que Arquiuius había visto en él años atrás. Ahora, el joven era capaz de lanzar un dardo explosivo mágico desde la punta de sus dedos, o hacer que un campesino se durmiera mientras empujaba el arado. Podía encantar a un posadero para conseguir una noche de alojamiento gratuito, o crear una luz mágica en una habitación a oscuras. Jamás, había proclamado Arquiuius, un aprendiz había conseguido tanta maestría cuando aún le faltaban años para dejarse crecer la barba.

Los escalones pasaron demasiado deprisa, a pesar de que Halloran caminaba cada vez más despacio a medida que se acercaba al rellano y a la gran puerta de roble.

«¿Por qué no empuñé la espada y el escudo como mi padre?», se lamentó. Pero ya no tenía tiempo de responder a la pregunta.

La puerta se abrió en silencio, como si tuviese voluntad propia, y Hal intentó controlar el temblor de sus manos, mientras entraba en el laboratorio. Tenía los ojos llenos de lágrimas debido a la irritación provocada por el humo acre que salía de la jarra; sin embargo, alcanzó a ver que la forma había desarrollado más tentáculos. En varios puntos de la piel habían aparecido unos agujeros húmedos, que se abrían y cerraban como la boca de los peces.

Arquiuius permanecía en la misma posición de las tres jornadas anteriores, sentado con las piernas cruzadas y los ojos abiertos. El hechicero siempre había sido delgado, pero Halloran lo encontró ahora esquelético. A sus espaldas, a través de la ventana, se podía ver el horizonte inclinado de los desiertos de Thay iluminados con la primera luz del alba. Desde luego, Halloran sabía que era la torre, no el horizonte, la causa de la inclinación; sin embargo, la distorsión de la gravedad conseguida por Arquiuius nunca dejaba de sorprenderlo.

Ahora, Hal, ordenó una voz en su cerebro, y él comprendió que le hablaba su maestro, aunque el viejo no había movido los labios. Con mucho cuidado, el joven rodeó la forma que crecía, y con el pulso casi firme le alcanzó la jarra humeante a Arquiuius.

De pronto un tentáculo rosado se disparó como un látigo desde los confínes mágicos de la criatura. Con profundo horror, Halloran vio cómo el asqueroso miembro hacía presión contra el límite del dibujo trazado en el suelo; poco a poco, se abrió paso a través de la barrera encantada.

¡Ahora!

La orden del hechicero resonó en la mente del joven. Con gran rapidez se volvió hacia el maestro, y la desesperación inundó su pecho al ver el rostro de Arquiuius. ¿Era miedo lo que veían sus ojos?

La masa se agitó una vez más, y un tallo de carne voló hacia Halloran. En una reacción instintiva, saltó hacia atrás y salvó la vida por los pelos, mientras el terrible azote le arrancaba la jarra de las manos.

—¡No! —La voz de Arquiuius, dominada por el terror, sonó con toda claridad.

La jarra cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Una nube de gas rojo surgió del contenido desparramado; el aprendiz retrocedió dando tumbos.

Contempló atónito la aparición de una boca enorme entre el humo y escuchó el terrible grito de agonía del hechicero. Se desplegaron, hilera tras hilera, los dientes curvos, derramando una baba ácida sobre la patética víctima.

Dejándose llevar por sus instintos primarios, Halloran salió del laboratorio como una centella y bajó de dos en dos las numerosas vueltas de la escalera hasta llegar a la puerta inferior. En cuanto la atravesó, cayó de bruces.

Había olvidado compensar la diferencia de gravedad con el mundo exterior.

Se levantó de un salto sin perder un segundo y corrió hacia el desierto. Pensó que el corazón le estallaría pero no dejó de correr. Nada en el mundo lo haría volver a aquel mundo de pesadilla. Se oyó un trueno, y la torre se hundió en medio de una gran cortina de humo. Él ni se molestó en mirar atrás y siguió al mismo ritmo, desesperado, mientras los rayos del sol naciente alumbraban los escombros.

Millares de plumas verdes, rojas, amarillas y azules dispuestas en un círculo formaban un enorme dosel. El pulso rítmico y silencioso de la magia de la pluma levantaba y bajaba el dosel como si fuese un abanico que refrescaba la antesala. Pese a ello, había gotas de sudor en la frente del esclavo que recibió con una reverencia al Caballero águila.

El veterano vestía una túnica blanca y negra que, gracias a la pluma, podía resistir el filo de la mejor espada de obsidiana. Las plumas rojas colgadas de las mangas del caballero y su capa corta flotaban en el aire al caminar.

Sin decir palabra, el Caballero águila se quitó el casco empenachado y se lo entregó al sirviente apostado ante las grandes puertas. Aceptó el chal mugriento que le ofreció el sirviente, y cubrió sus apuestas facciones con la tela, reprimiendo un gesto de disgusto.

El esclavo bajó la mirada, avergonzado por la humillación del caballero; sin embargo, éste era el deseo de Naltecona.

—Puede pasar a la presencia del excelentísimo canciller, honorable capitán de la centuria —dijo el sirviente, y le abrió la puerta.

El caballero entró en la sala, con la mirada baja y el rostro impasible. De inmediato, se arrodilló y besó el suelo. Después se levantó y avanzó hacia el estrado, repitiendo el gesto de sumisión dos veces más antes de llegar al trono. El guerrero evitó mirar a la figura vestida de plumas que tenía delante; en cambio, miró al grupo de cortesanos y clérigos vestidos humildemente, ubicados al fondo de la tarima.

—Excelentísimo canciller, lamento poner en vuestro conocimiento que nuestra expedición contra los kultakas ha acabado en desastre. El enemigo luchó bien, y nos hizo caer en la trampa. Muchos de nuestros guerreros han ido a los altares floridos de Kultaka.

Naltecona se reclinó en el almohadón flotante de plumas esmeraldas, con los ojos medio cerrados. «Debo ocultar mi angustia», pensó.

—Tú y dos de tus camaradas, además de tres Caballeros Jaguares, ofreceréis vuestros corazones en penitencia a Zaltec. ¡Roguemos para que quede satisfecho!

—Sólo deseo que nuestro Primer Dios considere a mis compañeros y a mí mismo como dignos sustitutos. —El rostro cobrizo del caballero permaneció impertérrito.

—Esta noche lo sabremos. —El canciller se levantó y dio la espalda al hombre al que acababa de condenar a muerte. No hizo caso de los movimientos de los abanicos a su alrededor, y se paseó furioso hasta que, de pronto, apartó las plumas mágicas para volver al borde del estrado—. ¡Mañana enviaremos otra expedición! ¡Esto les enseñará a los kultakas los riesgos del desafío!

El Caballero águila no mostró ninguna emoción. Besó el suelo, delante de su príncipe, y retrocedió de espaldas a la puerta, sin olvidarse de repetir el ritual de sumisión.

—Tío… —La voz correspondía a uno de los cortesanos, un joven bien parecido con una mirada que reflejaba su coraje. El manto burdo y sucio que lo cubría no disimulaba su porte. Ahora sólo él se atrevió a hablar, mientras todos los demás, los más viejos y sabios consejeros de Naltecona, contenían la lengua.

—Habla, Poshtli —dijo el canciller.

—¿No desearías, tío, darles una lección inolvidable a los kultakas? ¿No podrías, en tu sabiduría, mandar que recompongan los ejércitos diezmados en esta última campaña? ¡Cuando estén preparados podrán unirse a las nuevas tropas, y marchar a la batalla contra Kultaka! —Poshtli hizo una reverencia y esperó tranquilo la respuesta de Naltecona. Sabía, como todos los demás, que el envío de una segunda expedición, organizada rápidamente, sólo podía acabar en un nuevo desastre. En su condición de hijo de la hermana del canciller, Poshtli podía atreverse a dar consejos a Naltecona, aunque no podía saber si su recomendación sería bienvenida.

—Tienes razón —murmuró el canciller, con una mirada despreciativa a sus demás asistentes—. Es lo que haré. Atacaremos Kultaka sólo cuando esté preparado.

Las puertas se abrieron de golpe mientras Poshtli reprimía un suspiro de alivio. Un guerrero muy excitado entró en la sala y realizó el ritual rápidamente, sin dejar de avanzar hacia el trono. Su armadura de algodón asomaba por debajo de la prenda roñosa que le habían dado a la entrada.

—Mu… muy excelentísimo canciller —tartamudeó, temeroso de la reacción de Naltecona.

—¿Qué ocurre? ¡Habla, hombre! —El canciller se irguió en su trono, y miró furioso al intruso.

—¡Es el templo…, el templo de Zaltec! Excelencia, por favor, ¡debéis venir y verlo por vos mismo!

—¿Qué quieres decir? Yo no debo hacer nada. ¡Explícate!

—¡El templo ha estallado en llamas! Yo estaba en la plaza y vi la erupción ¡La propia piedra se encendió sin que la hubiese tocado ni una sola chispa! ¡El templo está destruido!

Naltecona se puso de pie y bajó la escalera, seguido de cerca por sus numerosos cortesanos. Los superaba en estatura por una cabeza y el orgullo con que caminaba lo hacía parecer aún más alto.

El canciller a duras penas podía contener su agitación, mientras pasaba por la puerta que se abría al gran vestíbulo. Escoltado por su séquito y la guardia, pasó la pasarela tendida sobre uno de los canales interiores del palacio; después subió una escalera y fue a dar a un balcón muy amplio.

Al otro lado de la enorme plaza se levantaba la gran pirámide, la estructura más alta de Nexal. En lo alto de la pirámide se encontraba el templo de Zaltec, flanqueado por los santuarios más pequeños del dios del sol, Tezca, y el dios de la lluvia, Calor, los hijos favoritos del sangriento Zaltec.

Tal como había dicho el guerrero, el templo del centro se resquebrajaba en medio de una fulgurante hoguera. Los muros de piedra al rojo blanco se deformaban. Los espectadores despavoridos pudieron ver cómo el edificio entero se fundía poco a poco.

—No vimos ninguna chispa que pudiera provocar el incendio —repitió el soldado.

—No lo dudo. —Naltecona contempló la escena durante mucho tiempo, con el rostro convertido en una máscara impenetrable. «¿Cuál será el significado de esta catástrofe?», se preguntó a sí mismo.

—¡Tendremos que reconstruirlo de inmediato! —ordenó—. Mientras tanto, que los sacerdotes utilicen la pirámide de la Luna. Zaltec tendrá su fiesta esta noche.

«¡No deben descubrir mi miedo!».

Los profundos gruñidos de los jaguares de guardia todavía sonaban cerca de Hoxitl a medida que el sacerdote avanzaba lentamente hacia la entrada de la Gran Cueva. Ahogó una maldición cuando tropezó con una piedra en la oscuridad.

Durante casi toda la noche, él y un trío de aprendices habían escalado las laderas del humeante Zatal. El volcán dominaba la ciudad de Nexal, y todos lo consideraban como morada del espíritu sagrado del propio Zaltec. Ahora, no muy lejos de la cumbre, Hoxitl y sus acólitos llegaron a la boca de la cueva mística que el patriarca conocía como hogar de los Muy Ancianos.

—Esperad aquí —susurró el sacerdote, y sus asistentes vestidos de negro no necesitaron que les repitiera la orden. Movieron las cabezas al unísono, y sus cabelleras empapadas de sangre seca se sacudieron como tentáculos; después se sentaron, con el rostro sombrío, delante de la cueva.

Jirones de humo y vapores sulfurosos rodearon a Hoxitl a medida que el sumo sacerdote entraba en la caverna. Se quitó la capucha y espió en la oscuridad, rota de tanto en tanto por el resplandor rojizo de los charcos de lava.

Casi ahogado por la tos, Hoxitl contuvo la respiración al pasar junto a un geiser que despedía un vapor acre. Los ojos se le llenaron de lágrimas al punto que apenas si podía ver.

Entonces presintió la presencia de uno de los Muy Ancianos mientras una figura oscura salía de un nicho para cerrarle el camino.

—¡Alabado sea Zaltec! —susurró el sacerdote.

—¡Alabado sea el dios de la noche y de la guerra! —respondió la figura encapuchada, para completar el saludo ritual.

Hoxitl miró al Muy Anciano de la misma manera que lo había hecho mil veces antes, pero no pudo descubrir nada nuevo. «¿Quién eres? ¿Qué eres?», pensó.

El Muy Anciano era más bajo que Hoxitl y más menudo. Su cuerpo aparecía completamente envuelto en tela negra, y hasta las manos estaban tapadas por una gasa que no le impedía mover sus ágiles y finos dedos.

—La señal —dijo Hoxitl—. ¡Necesitamos saber su significado!

—Conocemos vuestras preocupaciones, y su significado. —La figura oscura habló con una voz áspera y ahogada—. Has acertado en tus palabras al canciller. El fuego en el cielo es la señal del hambre de Zaltec. ¡Necesita más corazones! ¡Agoniza por la falta de sangre!

Hoxitl asintió, complacido por su análisis de la señal, aunque también muy perturbado por esta prueba de la sabiduría del Muy Anciano. La frágil figura sabía lo que había ocurrido en la sala del trono aquella misma tarde.

—Pero hay algo más. —La voz del Muy Anciano se hizo aún más grave—. Zaltec desea el corazón de una joven muchacha, una niña que vive en la aldea de Palul. Su nombre es Erixitl, y su vida deberá ser entregada a Zaltec cuando hayan transcurrido diez días.

—Así se hará. Nuestro templo en Palul la reclamará para el sacrificio nocturno tan pronto como reciban mi aviso. —Hoxitl no se molestó en preguntar por qué habían considerado a la niña como una amenaza a Zaltec. Tenía la orden, y la muerte de una niña campesina entre las docenas de sacrificios que se ofrecían a Zaltec cada noche no sería advertida.

—¡No fracases en esta misión!

La tensión en la voz del Muy Anciano despertó el interés de Hoxitl. Intentó imprimir a su respuesta un tono de confianza. Después de todo, él era el sumo sacerdote de Zaltec, el de la Mano Viperina.

—Habrá muerto antes de nuestro próximo encuentro —afirmó, pero sus palabras le sonaron huecas.

De la Crónica del Ocaso:

Dedicada a la gloria resplandeciente del Plumífero, el dorado Qotal.

La desaparición de un imperio y de un pueblo es un proceso gradual, que se puede medir no en días o años, sino en generaciones y siglos. Sin embargo, el ocaso de Nexal, si se aplica la misma escala, se convierte en una súbita caída en el desastre.

Aun así, mi crónica debe dejar pasar diez años entre estas palabras. Deben reunirse más madejas de hilo, y los protagonistas del relato deben crecer sanos y fuertes.

Los portentos mostrados a Naltecona se hicieron más terribles. Sus ejércitos no cosecharon más que derrotas en Kultaka. El sangriento Zaltec, de acuerdo con su patriarca, estaba disgustado, y más esclavos y cautivos fueron ofrecidos para saciar su horrible apetito.

La hebra de los niños se alargó hasta alcanzar la adolescencia, una como esclava de los kultakas, el otro como orgulloso soldado que demostró en el campo de batalla la confianza que le había faltado en la torre del hechicero.

Y ahora mis portentos me muestran otra visión: un maestro de guerreros de la misma raza que el joven Halloran. Pero éste es un hombre de gran poder sobre los demás, capaz de actos brillantes y crueldades, de increíble audacia y sorprendente codicia. Es un comandante de guerreros como no había visto jamás, y a su mando éstos parecen invencibles. Sé que él será el instrumento principal del Ocaso.

Se llama Cordell.