El viento sopla desde el Mar Oriental con una fuerza incontenible. Levanta las olas y las lanza contra la playa; barre el acantilado de los Rostros Gemelos, ahora desierto, y la selva desgarrada por grietas y abismos y cubierta de árboles aplastados. La pirámide y las dos caras se enfrentan al mar que, por ahora, permanece desierto.
El viento sigue su curso. Atraviesa Ulatos, convertida en un próspero centro comercial, gracias a que Puerto de Helm es el punto de amarre más importante de toda la costa del Mundo Verdadero. De Ulatos parten muchos tesoros además del oro; el maíz y el cacao son transportados al este. Y otras cargas —caballos, acero, carros, ganado— llegan de la Costa de la Espada, para su distribución a lo largo y ancho de Maztica.
Ahora el viento llega a Kultaka. La nación ha perdido a su enemigo de siempre, porque Nexal ha dejado de ser un imperio. De todas maneras, los kultakas mantienen la vigilancia en la frontera de aquella tierra infernal.
Después el viento sobrevuela los volcanes de Zatal y Popol, y roza por un momento el humeante valle de Nexal. Es como si el aire infecto de aquel lugar fuese una afrenta para la limpia brisa marina, que se apresura a dejar atrás el valle convertido en madriguera de varios miles de monstruos. Entre las ruinas, hay enterrado un inmenso tesoro, que nadie tiene interés en reclamar.
El viento se desvía hacia el sur a través de los cultivos de maíz y de los fértiles valles, en un territorio en el que hasta no hacía mucho no había más que desierto. La brisa llega a la ciudad de Tukan, donde todavía se conservan las tradiciones del Mundo Verdadero, modificadas en parte tras la llegada de los extranjeros. Ya no se rinde culto a los dioses sangrientos, porque los hombres reclaman el mundo para sí mismos.
Aquí, en esta nueva ciudad, tienen su hogar un hombre y una mujer. En el hijo de esta pareja se encarna lo mejor de sus respectivos mundos.
Y el viento, satisfecho con su paseo, emprende el camino de regreso al mar.