8

Los espíritus guardianes

El aullido del viento creció en potencia hasta que pareció que las paredes de piedra del templo se derrumbarían sobre los compañeros. Las partículas de polvo se les clavaban en el cuerpo, y el ruido del tornado hacía imposible cualquier intento de comunicación, ni aun a gritos.

Por un momento, Halloran atisbó unas plumas blancas en las alturas. Vio al águila que se lanzaba en picado, a través de la nube de polvo, hacia la inmensa estatua de piedra. También la figura de Qotal parecía moverse, aunque resultaba difícil verla.

El magnífico pájaro desapareció en la nube con un grito furioso, y el exlegionario gimió para sus adentros ante el valiente pero fútil ataque. Sabía que Poshtli podía resultar aplastado por un simple golpe de los dedos de Zaltec.

Erixitl lloró al ver cómo la Capa de una Sola Pluma flotaba en el aire, arrastrada de un lado al otro del templo por las caóticas rachas de la batalla. El viento desgarraba la prenda multicolor con furia demencial, arrancaba las plumas y las hacía trizas. En un momento de violencia extrema, la capa desapareció, y la oscuridad se acentuó en el inmenso templo.

Escucharon un graznido agudo y, una vez más, vieron al águila, que se remontaba. Después, con las alas plegadas y las garras extendidas, Poshtli atacó el gigantesco bloque que era la cabeza de Zaltec.

El pequeño grupo se acurrucó en un rincón del templo, paralizado por el miedo y la conmoción. Halloran sacudió la cabeza y se limpió el polvo de los ojos, en un intento de espiar entre la nube. En aquel momento, advirtió que alguien más había entrado en el recinto.

A través del polvo, divisó una sombra difusa que atravesaba el portal. La siguieron otras, y los rayos del sol poniente recortaron sus siluetas con toda nitidez; eran trolls, los sirvientes de Zaltec. Una horda de criaturas grotescas se apiñó detrás de los pies del monolito.

Halloran gimió para sus adentros, aunque le pareció que tanto él como sus compañeros, acurrucados en las sombras y protegidos por la nube de polvo, no habían sido descubiertos. ¿Durante cuánto tiempo más contarían con esta ventaja?

Tocó el brazo de Daggrande para llamar su atención, y le señaló los monstruos que no cesaban de entrar en el templo, dispuestos a presenciar la batalla de los dioses y la victoria de su amo.

Todo parecía indicar que el tremendo poder de Zaltec había conseguido hacer desaparecer a Qotal. También Poshtli había desaparecido. La gigantesca figura de piedra comenzó a bajar los brazos, y el viento amainó poco a poco.

Halloran recordó que había otra puerta, en la pared que daba al este.

—¡Salgamos de aquí! —gritó y, sin perder un segundo, empujó a los demás para que se pusieran en marcha. Con señas, les indicó la otra puerta.

Inclinados hasta casi tocar el suelo, se movieron junto a la pared sin dejar de rezar para que los monstruos no los descubrieran. Halloran se mantuvo en la retaguardia, con la mano apoyada en la empuñadura de su espada. No quería desenvainarla antes de tiempo, porque el resplandor de la hoja delataría su presencia. Observó que Daggrande llevaba la ballesta colgada a la espalda, y que empuñaba el hacha.

Por fin llegaron a la puerta oriental, que era tan grande como la otra. A sus espaldas, se escuchó el grito desesperado de Qotal. El combate estaba a punto de acabar.

—¡Corred! —gritó Halloran—. ¡Salgamos de aquí antes de que sea demasiado tarde!

Los compañeros abandonaron el templo y se dirigieron a la escalera que se encontraba a unos pocos pasos de distancia. Habían recorrido la mitad del trayecto cuando unos rugidos de furia sonaron a ambos lados.

Una pareja de trolls, con las babas salpicando de sus curvos colmillos, se lanzaron sobre ellos desde el portal. Con una rapidez sorprendente, Jhatli levantó su arco y disparó una saeta con punta de piedra contra el vientre de uno de los monstruos.

La espada de Hal apareció en su mano como por arte de magia. Con el mismo movimiento, Hal se adelantó para clavar la punta de acero en la garganta del otro troll. La fuerza de la pluma respaldó el golpe; después retiró la espada, y un chorro de inmundicia brotó de la herida. Mientras tanto, Daggrande descargaba hachazos contra la bestia alcanzada por la flecha de Jhatli. La furia y el miedo daban nuevas energías a los músculos del enano, y su hacha, afilada como una navaja, se hundió hasta el hueso en el muslo del troll.

Las dos bestias, malheridas, soltaron un aullido de agonía y cayeron al suelo. La superficie de la pirámide tembló bajo los pasos de los otros monstruos, que se acercaban a la carrera. Un momento más tarde, aparecieron por las esquinas del templo.

Los compañeros se encontraban atrapados en la franja entre el templo y el borde de la pirámide. La escalera era demasiado empinada, y no se podía bajar por ella si había que luchar al mismo tiempo. Cualquier golpe de un atacante situado más arriba los haría caer a lo largo de centenares de metros hasta estrellarse en las rocas de abajo.

—¡Tu amuleto, hija mía! ¡Utilízalo! —gritó Lotil. El ciego presentía, con tanta claridad como ellos, el peligro mortal que corrían.

—¿Utilizarlo? ¿Cómo? —preguntó Erixitl. En su garganta, el medallón de jade y plumones parecía flotar en el aire, pero ella no sabía qué clase de poder poseía para detener a los atacantes.

—Ya no hay tiempo para explicaciones. Coge mi mano. ¡Todos, cogeos de las manos! —Lotil pronunció sus palabras con un tono de mando que sorprendió a Erixitl, que se apresuró a obedecerlo, al igual que Coton y Jhatli.

Pero Hal y Daggrande estaban en los flancos del grupo, de cara a los monstruos que atacaban. El enano tumbó a una de las bestias con un hachazo feroz, y la hizo caer por el costado de la pirámide. Halloran, por su parte, mantenía la espada en alto dispuesto a rechazar la embestida de su primer agresor.

—¡Mi mano! ¡Cógela! —gritó Erixitl, que creía haber adivinado las intenciones de su padre. Desesperado, Halloran tendió su mano izquierda hacia atrás, y notó el firme apretón de su esposa. Con la derecha descargó un mandoble contra su atacante.

Daggrande, muy ocupado en recuperar el equilibrio, no apartaba su mirada de la horda enemiga y, por lo tanto, no podía ver la mano extendida de Coton.

—¡Saltad! —ordenó Lotil, acercándolos hacia el borde. Halloran tropezó cuando Erixitl tiró de su mano; vaciló al verse enfrentado al vacío, y entonces notó el tirón cuando su esposa saltó al espacio. Con un gemido, saltó tras ella.

Coton, patriarca de Qotal, miró hacia la plataforma mientras seguía a Lotil y Jhatli. Con un movimiento súbito, tendió la mano y sujetó el codo de Daggrande. El enano soltó una maldición al ver que había fallado el golpe.

Pero entonces él también siguió a los demás en la caída por el precipicio. El enano cerró los ojos y se preparó para morir.

Una suave ráfaga de viento sopló por debajo de sus cuerpos y los sostuvo como si fuese un cojín. Los compañeros se movieron con torpeza, incómodos por la súbita sensación de ausencia de peso. El amuleto de plumas de Erixitl se desprendía de su cuello como si la brisa quisiera llevárselo. Poco a poco, fácilmente, como una hoja que cae de un árbol, el grupo descendió hacia el suelo.

Sin dejar de aullar como posesos, varios trolls se lanzaron al aire, en un intento de apresar a los humanos que bajaban lentamente. Sus saltos resultaron cortos, y las bestias cayeron a plomo para chocar primero contra la escalera más o menos a la mitad de su altura, y después rodar por los peldaños hasta el fondo, donde quedaron convertidos en un montón irreconocible de huesos rotos y piel destrozada.

El viento no dejó de soplar, y el cojín de aire se alejó de la pirámide; su recorrido trazó un arco primero hacia el norte, para desviarse a continuación hacia el oeste, sin dejar de bajar. En su prisa por perseguirlos, las bestias de la Mano Viperina corrieron escalera abajo, y unos cuantos más resbalaron para ir a morir estrellados contra las piedras. Mientras tanto, la brisa se llevaba a los compañeros cada vez más lejos.

Demasiado aterrorizados para hablar, se estrechaban las manos con toda la fuerza posible, sin dejar de rogar para sus adentros que el hechizo que los sostenía no se rompiera. No se apoyaban en nada visible o palpable, y no podían evitar la horrible sensación de la caída libre.

—No miréis hacia abajo —jadeó Halloran, que lo había hecho y ahora sufría vértigo.

Sin prisas, arrastrado hasta por la más suave brisa, el cojín de pluma los soportaba con toda firmeza. Vieron que los llevaba hacia las ruinas de la avenida por la que habían caminado cuando se acercaban a la pirámide.

Por fin, con un remolino de despedida, el viento los depositó suavemente sobre la tierra y se esfumó. Casi a un kilómetro de distancia, las bestias soltaron gritos de alegría y echaron a correr hacia ellos. En lo alto de la pirámide reinaba un silencio amenazador. Muy cerca de su punto de aterrizaje, se abrían los portales oscuros del edificio en ruinas que habían visto antes, en su aproximación a la pirámide. Todavía se sostenían muchas de las columnas del pórtico, como otros tantos centinelas silenciosos dispuestos a cerrar el paso a los intrusos.

¡Tormenta! —gritó Halloran, al ver un movimiento en una esquina de la ruina. La yegua negra galopó hacia él. Había escapado ante la presencia de los monstruos, y ahora relinchó, contenta de ver a su amo.

Coton, en silencio, levantó una mano y señaló los portales oscuros. Todos comprendieron su indicación. Allí estaba su próximo refugio.

—¡Meternos allí dentro es una trampa mortal! —protestó Daggrande.

—No podemos dejarlos atrás —replicó Halloran—. Más nos conviene enfrentarnos a ellos en un lugar donde tengamos una pared que nos cubra las espaldas.

Sin más vacilaciones, se internaron en el bosque de columnas en dirección a las puertas. A pesar de que casi no había luz, Halloran pudo ver que cada pilar estaba labrado con la forma de un Caballero Águila o Jaguar, con el casco de la orden, picudo o con colmillos, como remate de la columna, a unos tres metros de altura.

Entonces llegaron al primero de los portales, una abertura en ruinas con un tejadillo por encima del arco de la entrada. Del interior surgía un olor mohoso, que llamaba la atención en un lugar tan seco.

Coton abrió la marcha, escoltado por Daggrande y Jhatli. Erixitl los siguió, pegada a sus talones y sin soltar el brazo de su padre. Halloran, junto a

, protegía la retaguardia. Mantenía la espada en alto, dispuesto a descargar el golpe en cuanto apareciera el primer perseguidor. A medida que avanzaban vio muros y habitaciones sembradas de escombros. Dieron la vuelta en una esquina, y perdieron de vista el portal.

Muy pronto se encontraron en plena oscuridad, que sólo aliviaba un poco el débil resplandor de la espada de Halloran. La sensación de algo muy viejo y húmedo flotaba en el aire, junto con una vaga presencia que Halloran no conseguía identificar. Su alarma no estaba provocada por los sentidos, pero percibía la amenaza en una reacción instintiva que le ponía la piel de gallina.

Sin embargo, Coton parecía no tener problemas para ver el camino, porque se adentró en el edificio, moviéndose por los distintos pasillos con una precisión notable.

—Esperad —dijo Daggrande, y todos se detuvieron.

—¿Los ves? —preguntó Erixitl.

A su alrededor no había otra cosa que sombras un poco más oscuras, y Hal levantó su espada. Extrañado, vio que la luz de la hoja no penetraba en estas sombras.

Entonces se le heló la sangre en las venas. Las sombras se acercaban.

Poshtli se estremeció al recibir el impacto de un golpe de una violencia increíble. Por un momento, tuvo la certeza de que estaba muerto, pero, poco a poco, recuperó los sentidos. Mantenía las garras enganchadas con fuerza a una cosa larga y ondulante, que parecía ser la melena del Dragón Emplumado.

La rabia sacudió el cuerpo de la orgullosa águila, y su furia se dirigió contra el dios bestial que intentaba apartar a Qotal del Mundo Verdadero. Soltó un graznido exasperado e intentó librarse, para poder atacar una vez más a su odiado enemigo.

No consiguió su objetivo porque el plumaje del dragón, como si tuviera vida propia, sujetaba las garras del águila. Poshtli batió las alas con todas sus fuerzas, mientras se preguntaba por qué el dios rechazaba su ayuda y no lo soltaba.

Pasó el momento culminante del combate, y percibió que disminuían las fuerzas del Dragón Emplumado. A pesar de saber que sus ataques no servirían de mucho, Poshtli deseó fervorosamente tener una oportunidad para lanzarse contra la figura de Zaltec.

Pero no podía librarse. Por fin, advirtió que se había hecho el silencio en el interior del templo. La batalla había concluido.

Los monstruos de la Mano Viperina atacaron a los refugiados nexalas antes del amanecer. Aparecieron como una ola incontenible en la cima de la sierra que los separaba de los humanos y del fértil valle donde se cobijaban.

Los mazticas lanzaron una lluvia de flechas sobre la horda. Los ballesteros de Cordell esperaron hasta tener bien centradas a las bestias de ojos porcinos en sus miras, y entonces dispararon sus saetas de acero, que provocaron una carnicería entre las filas enemigas.

Un momento después, los dos bandos chocaron con una fuerza brutal. Los guerreros nativos levantaron sus lanzas y aguantaron a pie firme, hundiendo sus lanzas en cuantas bestias se ponían a su alcance. Pero la horda era como una marea incontenible, y muchas lanzas se rompieron antes de que sus puntas de piedra consiguieran atravesar la piel de sus rivales.

Las macas con filo de obsidiana —que utilizaban los dos bandos— descargaban golpes a diestro y siniestro con un ritmo mortal. La línea se retorcía y se quebraba; por unos segundos aparecían brechas que se cerraban cuando los guerreros humanos contraatacaban y hacían retroceder a los monstruos. Los mazticas luchaban con una furia poco habitual, porque esta vez no buscaban hacer prisioneros sino matar al enemigo.

Y las bestias únicamente sabían matar; cada muerte en el campo era un sacrificio para mayor gloria de Zaltec.

Los pocos jinetes de los que disponía Cordell cargaron contra los orcos, y los humanoides se mostraron tan incapaces de resistir el ataque de los lanceros como lo habían sido los nativos durante las batallas de la conquista.

—¡Los ogros! ¡Matad primero a los ogros! —vociferó el capitán general, y sus jinetes volvieron sus lanzas contra los enormes brutos, que no eran muchos, pero que se destacaban por su estatura entre los orcos.

Un pequeño grupo de orcos consiguió atravesar la línea. Sin dejar de proferir sus horribles aullidos, se lanzaron contra el flanco de los defensores. La única reserva de Cordell —varias compañías de arqueros kultakas— dispararon andanada tras andanada sobre los atacantes, hasta que consiguieron matar a la mayoría. Los pocos supervivientes entre los orcos intentaron retroceder hacia la brecha, y se encontraron con que se había cerrado. Las compañías de reserva avanzaron para rematarlos a todos a golpes de maca y puñaladas.

Por la derecha, Tokol rugía como un león entre sus guerreros y se lanzaba a cerrar las brechas con un agudo grito de combate, atizando golpes con su espada empapada de sangre hasta conseguir que los orcos retrocedieran. El cacique kultaka luchaba como un endemoniado, e inspiraba en sus hombres el ansia de emular su heroísmo. Al igual que su padre, Takamal, lo había hecho durante siete décadas, Tokol sabía cómo conseguir que sus guerreros se entregaran al combate con alma y vida.

En el flanco izquierdo, Chical, capitán de las Águilas, no desperdiciaba ni un solo golpe de su lanza. Firme como una roca, su ejemplo de valor mantenía en sus puestos a los guerreros nexalas. La punta de su arma, un afilado cuchillo de acero sujeto a una caña, se clavaba en el vientre de los ogros más grandes, y la fuerza del veterano convertía en mortal cada uno de sus lanzazos. La serenidad de su jefe llenaba de valor a sus tropas, que luchaban con denuedo.

En el centro de la línea, también Cordell daba ejemplo de gran coraje. Montado en su brioso corcel, el capitán general empleó la lanza hasta que el arma se partió. Entonces desenvainó su espada, que al instante se cubrió con la sangre de los orcos. También su caballo aplastó con sus cascos a unos cuantos atacantes.

Era evidente que la responsabilidad de la victoria o la derrota recaía sobre los hombros de estos tres jefes.

Hoxitl observaba el desarrollo de la batalla desde la retaguardia de su ejército. En un primer momento, disfrutó exultante del ímpetu de la carga, pero, a medida que la lucha se estabilizó a lo largo de la línea de defensa, comprendió que sus tropas, sin la punta de lanza de los trolls, carecían del empuje necesario para quebrar la resistencia enemiga.

Resultaba imprescindible que él hiciera algo para animarlos, y con un gran aullido avanzó a trompicones entre sus huestes, en dirección al odiado enemigo. La suave luz de la aurora tiñó de rosa el horrible espectáculo de desolación y muerte, y los humanos observaron espantados la monstruosa aparición que se erguía ante sus ojos.

—¡Allí! —gritó Cordell, que intuyó en el acto el efecto desmoralizador que provocaba en sus soldados la aparición del monstruo. No era para menos: Hoxitl doblaba en altura a un hombre montado a caballo.

Comprendiendo que necesitaba hacer algo para devolver los ánimos a la tropa, el capitán general clavó las espuelas a su corcel y cargó contra Hoxitl. Pasó como una flecha junto al monstruo sin desperdiciar la oportunidad de causarle una profunda herida en uno de los muslos con un certero golpe de su espada. Después, el caballo hizo una pirueta justo a tiempo para evitar ser alcanzado por la respuesta de Hoxitl.

También Tokol y Chical advirtieron la amenaza del ataque del ser, y se lanzaron en ayuda de su aliado. El Caballero Águila arrojó la lanza con gran puntería, y vio cómo se clavaba en el flanco de Hoxitl. El monstruo soltó un aullido; sujetó el astil de la lanza, la arrancó como una brizna, y la tiró al suelo, en el momento en que Tokol le asestaba un mandoble feroz en la rodilla. Antes de que Hoxitl pudiera reaccionar, el caballo de Cordell se acercó una vez más, y el capitán general le abrió el vientre de un solo tajo.

Sin dejar de proferir unos aullidos aterradores, y enloquecido por el dolor de las heridas, la mente del clérigo se impuso a la naturaleza bestial de su cuerpo. El combate era cosa de guerreros, y no de los líderes religiosos. Hoxitl optó por la retirada y, mientras huía, los tres jefes humanos lo acosaron con nuevos golpes.

Sin la presencia de Hoxitl para animarlos, los orcos perdieron toda voluntad de lucha a medida que aumentaban las bajas producidas por las flechas, las espadas y los caballos de los hombres.

—¡Cargad! —ordenó Cordell—. ¡Atacad!

Sus palabras sólo fueron escuchadas en un pequeño sector de la línea, donde se encontraban los legionarios y los kultakas, quienes, sin perder un segundo, acataron la orden. La sorpresa producida por el súbito ataque rompió el punto muerto de la batalla, y centenares de orcos abandonaron el combate, dominados por el pánico. La huida de los orcos fue suficiente para que el resto de las bestias se desmoralizaran, al menos por el momento.

Los defensores aprovecharon la ocasión para rehacer la línea, dispuestos a reemprender la lucha si era necesario, en tanto los monstruos, conscientes de que esta vez habían sido derrotados, retrocedían.

Los humanos contemplaron cómo se retiraban hacia la llanura donde habían acampado el día anterior, seguros de que el enemigo no tardaría en regresar.

Las formas oscuras se acercaron, sombras oscuras en medio de la negrura impenetrable de las ruinas. Se retorcían y danzaban entre los escombros, apretadas como el humo contra el círculo de luz formado por los compañeros.

—Es una tumba —siseó Daggrande—. ¡Son fantasmas! —La voz del enano transmitía un temor desconocido en él.

—Desde luego que son los espíritus de los muertos —confirmó Lotil. El ciego pareció oler el aire, tan consciente de la presencia espectral como cualquiera de los demás—. Pero no son fantasmas; al menos, tal como tú piensas.

Las sombras tenían una cierta apariencia humana, porque levantaban unas siluetas como brazos y señalaban a los compañeros con dedos vaporosos. Jhatli se estremeció al tiempo que se apartaba de una de las apariciones, mientras Daggrande se movía de un lado al otro, con el hacha preparada, sin saber muy bien cuál era el enemigo.

Halloran tragó saliva, ansioso por liberarse del nudo que le oprimía la garganta. Le resultaba imposible dominar el horror provocado por estas sombras deformes. Sólo sentía pánico, y éste lo empujaba a dar media vuelta y correr al encuentro de los monstruos de la Mano Viperina.

Vio una forma oscura, parecida a una bolsa que se elevaba, y levantó la espada. No llegó a descargar el golpe —quizá lo contuvo el miedo a que el acero no sirviera de nada frente a algo tan intangible— pero la sombra ni siquiera vaciló al verse enfrentada a la hoja resplandeciente.

—¡Escapemos! ¡Vienen en nuestra busca! —El terror de Jhatli se reflejó en su grito. El muchacho se volvió y echó a correr; no pudo dar más de un par de pasos, porque chocó contra Erixitl, y a punto estuvo de hacerla caer. Por su parte, Tormenta se encabritó y relinchó asustada.

—¡Esperad! —se apresuró a decir Erix, conteniendo a Jhatli con una mano—. ¿Lo veis? No nos atacan.

La joven no se equivocaba. Las sombras se mantenían en el borde de su visión y ejecutaban una tétrica danza, mientras daban vueltas alrededor de los compañeros. Hal pensó que podían ser humanos o cualquier otra cosa con la estatura de un hombre.

Entonces acortaron las distancias, sin dejar de bailar. Hal vio los oscuros tentáculos que se dirigían hacia él, y sintió que un puño helado le oprimía el corazón. A su lado, Jhatli soltó un gemido, y pensó que el muchacho habría escapado de no haber sido por la presencia de sus amigos. También él creía que la única alternativa lógica era huir.

No obstante, algo muy profundo lo animó a quedarse. Sabía que en el exterior del templo no encontraría otra cosa que una muerte cruel a manos de los monstruos. Tendría que confiar en el instinto de aquellos que lo habían guiado hasta allí.

Coton salió al encuentro del anillo formado por las sombras. Halloran vio muy vagamente algo oscuro e intangible que se levantaba ante el sacerdote, y entonces éste se detuvo, contenido por una barrera invisible. A Hal se le puso la piel de gallina al ver unos dedos de humo que se enganchaban a la túnica del clérigo y lo empujaban de vuelta hacia los otros humanos.

Pero si el sacerdote sentía la misma repulsión, no la demostró. En cambio, cedió sin prisas a la insistencia de la fuerza, y paso a paso retrocedió hasta unirse a sus compañeros.

—Ah, son los espíritus guardianes —dijo Lotil con voz suave, como si anunciase algo grato—. Permanecen en el camino de los dioses, para impedir el paso a cualquier otro.

Coton movió la cabeza ante los ciegos ojos de su amigo, para expresar su conformidad con la información dada por Lotil.

—¿A cualquier otro? —preguntó Halloran, cuyo miedo se transformó en frustración.

—Es lo que se dice —repuso Lotil, con un gesto despreocupado—. Pero también se puede tentar a los dioses. Quizás un sacrificio adecuado pueda abrirnos el camino.

Coton se volvió para mirar a Erixitl. La mirada del sacerdote era tierna y comprensiva. A sus espaldas, escucharon el estrépito de las pisadas, los gruñidos y las órdenes de las bestias de la Mano Viperina, que los buscaban entre las ruinas. Varios gruñidos guturales sonaron en un lugar cercano; los monstruos seguían con precisión el rastro que habían dejado tras ellos.

Erixitl vaciló por un instante. Miró a su padre con una expresión de profunda pena, y Lotil, aunque no podía verla, asintió. La muchacha se llevó las manos al cuello, cogió el cordón de cuero que sujetaba el amuleto y lo alzó por encima de su cabeza. Sosteniéndolo con mucha delicadeza, lo balanceó suavemente por última vez; a continuación pasó junto al sacerdote y lo depositó en el suelo, delante mismo de las sombras.

Entonces se abrió el camino, aunque no podían ver el retroceso de la oscuridad, pero sí notaron algo que los impulsaba a seguir y comprendieron que ya no habría más barreras a su huida.

El débil resplandor de la espada de Hal les alumbró el camino cuando él encabezó el grupo. Coton se encargó de guiar a la yegua, y Daggrande ocupó la retaguardia. Marcharon por un pasillo sinuoso que, al parecer, los llevaba hacia las profundidades de la tierra.

Detrás de ellos, los aullidos de los perseguidores rebotaron en las paredes de piedra, y el terrible estrépito les puso alas en los pies. Al cabo de unos instantes, los aullidos se transformaron en gritos de terror, y muy pronto se esfumaron en la distancia a medida que los monstruos abandonaban el templo, desesperados por alejarse de los guardianes de los espíritus.

De las crónicas de Coton:

En la larga oscuridad de la huida, nos esforzamos por alcanzar el alba.

Escapamos durante la noche, por los caminos de los dioses debajo de la ciudad de Tewahca. Halloran utiliza el poder de la magia, un poder que nunca había visto, y hace que un globo de luz aparezca en la punta de su espada. Éste nos alumbra a través de las profundidades del laberinto.

Y aquí pasamos ante los mausoleos de los grandes reyes y las tumbas de los valientes guerreros. También yacen aquí los cuerpos de caciques muy ricos, en medio de enormes tesoros; montañas de oro que, algunas veces, son más altas que los propios túmulos, o imágenes de pluma que flotan tentadoramente por encima de nuestras cabezas.

De los nichos surgen unas figuras oscuras que se acercan a nosotros, algunas envueltas en sus mortajas, otras simples esqueletos, animadas por un poder olvidado. Se mueven y agitan en un simulacro de ataque fantasmagórico, y nuestro coraje es puesto a prueba en cada nueva pesadilla.

Pero siempre la bendición de los guardianes de los espíritus nos protege, y nos permite pasar por donde otros habrían encontrado la muerte. Por fin nos alejamos de las tumbas, y comenzamos a subir hacia la superficie. La larga marcha nocturna nos ha agotado, aunque ninguno habla de hacer una pausa o descansar. Por el contrario, seguimos adelante cada vez más aprisa, y, a medida que pasan las horas, nuestra urgencia aumenta. Casi a la carrera recorremos los serpenteantes laberintos de la oscuridad y la muerte.

Y entonces, cuando subimos por una gigantesca escalera que parece brotar de las entrañas de la tierra, un soplo de aire nos roza el rostro. Vemos la boca de la cueva y el azul del alba que nos saluda.