La Ciudad de los Dioses
El troll más cercano dio un salto, y Halloran lo hendió en el aire en medio de una lluvia de sangre negra. Daggrande disparó el último de sus dardos, y después empuñó el hacha con gesto adusto, dispuesto a resistir hasta el final. Los dos soldados se mantuvieron delante de sus compañeros, que permanecían en el borde del abismo.
Halloran gritó en el instante en que descargaba un nuevo mandoble, y entonces notó un extraño mareo. Se balanceó por un momento, y después pisó bien firme.
Una crisálida de color giró alrededor del grupo. Asombrado, Halloran miró a Erixitl y vio que ella compartía su asombro. La capa se había desplegado y giraba como un caleidoscopio multicolor. Poco a poco, el resplandor se extendió hasta englobarlos a todos.
Los trolls permanecieron como atontados. Los compañeros observaron el desierto a través del filtro de pluma, y lo vieron pintado de verdes brillantes, azules oscuros y rojos vibrantes. Los colores alcanzaron un brillo deslumbrante, y los monstruos retrocedieron, espantados.
—¿Qué ocurre? —jadeó Jhatli, boquiabierto.
Entonces, con un parpadeo súbito, el mundo alrededor del grupo cambió de aspecto. Desapareció la tierra, y todo se convirtió en una ráfaga de color. Un segundo más tarde, se encontraron todavía juntos, pero en un lugar distinto. El sendero que pisaban era más ancho y firme y, lo que era más importante, no había trolls a la vista.
Abajo estaban los mismos abismos y rocas calcinadas que les habían cerrado el paso, aunque con una diferencia: quedaban hacia el oeste, ¡detrás de ellos!
—¡Este lugar donde estamos es el risco que vimos por la mañana! —exclamó Erix. Señaló hacia el oeste—. ¡Estábamos allá!
—¿Cómo… es posible? —preguntó Jhatli, que, conmocionado, se sentó sobre las piedras.
—Teleportación —respondió Daggrande con voz áspera—. Y, por suerte, muy oportuna. No sé cómo funciona pero nos ha traído a través de todo aquello. —El enano señaló la tierra torturada—. ¡Nos habría costado unos cuantos días de marcha cubrir esta distancia!
—¡Poshtli se acerca! —Erixitl señaló un punto en el cielo. El águila voló hacia ellos desde el oeste, pasó por encima de sus cabezas como una flecha, y continuó su descenso hacia un valle hacia el este.
»¡Y mirad! —agregó Erix suavemente, mientras su mirada seguía el vuelo del águila hacia la tierra más allá del escarpado risco donde se encontraban ahora—. Aquél es el lugar adonde nos guía.
—¡Por el nombre de Helm! ¿Qué es aquello? —gritó Hal. Jhatli y el enano, tan asombrados como él, se sintieron incapaces de articular palabra.
El valle que se extendía por el este aparecía rodeado de sierras muy altas, y su suelo era una enorme llanura de arena y piedras. Se trataba de un sitio salvaje e inhabitable.
Sin embargo, el que no hubiera pobladores resultaba lo más sorprendente, porque en el centro del valle se levantaba una estructura tan magnífica, de líneas tan puras y con unos colores tan brillantes, que parecía haber sido terminada de construir el día anterior.
Desde luego, era una pirámide, y con una altura más de tres veces superior a la Gran Pirámide de Nexal. Se erguía hacia el cielo como una montaña, y una serie de plataformas la rodeaban a intervalos regulares. Las paredes edificadas sobre estas plataformas estaban pintadas de colores brillantes, y los dibujos representaban imágenes abstractas de cacatúas, jaguares y serpientes en una persecución eterna alrededor de la pirámide. En la cara que podían ver había una escalera muy empinada.
Erix, que era la que más cosas sabía del Mundo Verdadero, reconoció el lugar, pero lo habría sabido igualmente porque el lugar provocó en su alma una profunda sensación de reverencia, y comprendió que habían llegado al final de su larga peregrinación.
—Aquello es Tewahca —anunció—. La Ciudad de los Dioses.
Zaltec avanzó estruendosamente hacia el sur. La monstruosa figura de piedra recorría veinte pasos humanos con cada uno de los suyos. Pese a ello, una profunda sensación de urgencia hizo que el dios aumentara su velocidad hasta que la tierra retumbó a su paso.
El dios de la guerra marchaba inexorable a través del desierto, sin fijarse en la tierra calcinada y en la ausencia total de vida. La figura gigantesca se alzaba como un risco escarpado, al que la erosión del viento y la lluvia había tallado con un cierto aspecto humano. Pero, al moverse, desaparecía esta semejanza, porque resultaba un objeto monstruoso, de una escala imposible.
Zaltec avanzaba en línea recta, sin desviarse de las montañas y barrancas que encontraba a su paso. Su mirada permanecía fija en la lejanía, como si buscara un lugar que recordaba desde hacía mucho tiempo.
Un lugar al que, por fin, su destino lo obligaba a regresar.
Los compañeros se acercaron a la pirámide de Tewahca con el ánimo sobrecogido de asombro y respeto. Si bien desde la cima del risco les había parecido cercana, esto era sólo una ilusión producida por su tamaño. Con cada nuevo paso, se hacía más grande, hasta que se convencieron de que la construcción únicamente podía haber sido edificada por los propios dioses.
Era el mediodía cuando se habían recuperado de la conmoción sufrida por el viaje mágico y habían iniciado la marcha. El sol estaba ya cerca de la cima de la cordillera occidental cuando acabaron de descender la ladera y cruzaron la distancia que los separaba de la pirámide, que se erguía con su incomparable belleza en medio de la tierra desértica.
En la cumbre del enorme edificio, se levantaba un templo de piedra. A diferencia de los lados de la pirámide, decorados con mosaicos y murales de colores vivos, las paredes del templo no tenían ningún símbolo. La enorme puerta abierta parecía una boca oscura que esperara su alimento.
Mientras caminaban, los integrantes del grupo observaron las otras formas a su alrededor. Había una estructura de piedra cuadrada, visible en la base de una duna, y una serie de arcos de piedra —que, en otros tiempos, debían de haber sostenido un edificio muy grande— asomaban entre la arena. Una pirámide mucho más pequeña, erosionada por los elementos y derruida en parte, aparecía rodeada de dunas. Poco a poco, comprendieron que se encontraban entre los restos de una inmensa ciudad.
—Tewahca —susurró Erixitl, como si tuviera miedo de que su voz rompiera el silencio—. Construida por los humanos como campo de batalla de los dioses.
El edificio principal lo dominaba todo, pero ahora descubrieron otra segunda pirámide más pequeña, a un costado. Mientras se aproximaban a la base de la estructura, observaron que marchaban por lo que una vez había sido una ancha avenida, que acababa directamente en la pirámide.
Todas aquellas cosas que, en un primer momento, parecían montículos de arena, adquirieron formas concretas, dispuestas en espacios regulares. Eran los restos de viejos edificios, quizá palacios o grandes templos.
—Mirad aquél —señaló Daggrande, cuando atravesaban una amplia plaza, parecida al porche de una mansión. Grandes columnas de piedra se erguían en largas hileras, como centinelas silenciosos encargados de vigilar un edificio fantasmal. Detrás de las columnas, los portales oscuros, enmarcados por los frontispicios a medio derrumbar, los contemplaban como las órbitas vacías de una calavera.
Las sombras se alargaban entre las columnas, y los compañeros se estremecieron, como si los espíritus de los primitivos habitantes rondaran por el lugar.
—Este lugar debe de tener muchos siglos de antigüedad —murmuró Halloran, como si le preocupara que los dioses pudieran escucharlo.
—Muchos siglos —afirmó Erixitl—. Puedo percibir la edad en el polvo que piso. Han pasado más de mil años desde que estos edificios fueron abandonados. ¿Y cuánto tiempo más desde su construcción?
—Y todos están en ruinas —comentó Daggrande—. ¡Todos excepto aquél! —Hizo un gesto hacia la Gran Pirámide.
—Da la impresión de haber sido pintada ayer —susurró Jhatli—. Los colores son tan brillantes, los dibujos tan nítidos…
Llegaron al pie de la inmensa estructura. Las sombras se alargaron a su alrededor, a medida que la luz del sol subía lentamente por la cara occidental de la pirámide.
La empinada escalera comenzaba delante mismo de ellos, aunque, desde su posición, sólo podían ver hasta la primera terraza.
—¡Mirad! —exclamó Halloran, atónito, con la mirada puesta en la tierra junto a la base, y les señaló las huellas dejadas por unos cascos: ¡las huellas de un caballo con herraduras!
—¿Crees que alguno de los exploradores de Cordell ha encontrado este lugar? —preguntó Daggrande.
—Es poco probable. Tendría que haber pasado por la misma zona que nosotros atravesamos con la magia de la pluma. No creo que ningún jinete quiera pasar por la experiencia, si no es absolutamente necesario —contestó Halloran, siguiendo las huellas.
—Son frescas —informó Jhatli, tras haber observado el polvo que comenzaba a rellenar las depresiones—. Han sido hechas hace menos de una hora.
Todas las demás preguntas murieron en sus labios cuando llegaron a la esquina de la base. Se encontraron frente a dos hombres, de pie junto a una yegua negra que soltó un relincho en cuanto vio a Halloran.
—¡Tormenta! —gritó el joven, sorprendido, pero absolutamente seguro de que era su fiel yegua. Había dado por perdido al animal, porque éste se encontraba en el centro de Nexal en la Noche del Lamento.
Entonces se volvió hacia los hombres, consciente de que Erix ya se había lanzado a los brazos de… ¡su padre! ¡El plumista ciego estaba allí, en el desierto! Halloran identificó al otro hombre por su vestimenta como uno de los sacerdotes de Qotal, aunque era mucho más viejo y encorvado que los otros que conocía.
—¡Hija mía! ¡Hijo! —Lotil abrazó a Erixitl y tendió una mano para estrechar la de Hal, quien observó que el anciano mostraba una gran alegría, pero no sorpresa—. Éste es Coton, patriarca de Qotal —añadió Lotil señalando al sacerdote—. Ahora debemos darnos prisa.
—¿Prisa? ¿Por qué? —preguntó Erixitl, sorprendida al escuchar las palabras de su padre—. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué debemos hacer?
—¡Dar la bienvenida al Plumífero! ¿Por qué piensas que estamos aquí?
Harak parpadeó mientras sus ojos, hundidos e inyectados en sangre, escrudriñaban el horizonte en busca de la presa. El gigantesco troll agradeció que el resplandor del sol de mediodía comenzara a disminuir, aunque lo irritaba no poder encontrar el rastro de los humanos y el enano.
Encabezaba a un grupo de monstruos que atravesaba la zona entre las dos cordilleras. Los trolls, conscientes de que Hoxitl los mataría en cuanto se enterara de su fracaso, se apresuraban a avanzar hacia el este, guiados por el instinto de que los fugitivos habían tomado aquella dirección.
Mientras caía el crepúsculo, Harak aceleró el paso y llevó a la banda hacia la cima de la segunda sierra. El corazón le latía con fuerza, y pensó que se acercaba a un lugar de gran poder. Un confuso sentimiento primordial despertó en su conciencia, un sentimiento que mezclaba el odio y el terror con la más alegre exaltación.
Antes de que la Noche del Lamento provocara el cambio divino en Harak, él —como la mayoría de los demás trolls— había sido sacerdote de Zaltec. La transformación le había debilitado la mente, pero todavía recordaba algunas cosas de su enseñanza.
El antiguo sacerdote mantenía su devoción, porque ¿no era el poder de Zaltec el que se manifestaba ahora en su cuerpo?, ¿en sus miembros, en la piel verde y llena de pústulas que le cubría los poderosos músculos?, ¿en sus garras y en sus largos colmillos curvos?
Estos pensamientos dieron nuevas fuerzas al troll. Los demás, unos trescientos, siguieron a su líder. Avanzaron a través de la tierra árida, en una larga fila, buscando su camino por las empinadas laderas de piedra roja y los claros sembrados de peñascos. Ahora, todos apuraron el paso. La sensación de que se encontraban muy cerca de su meta invadió al grupo, que recorrió a la carrera la última y más empinada parte de la cuesta.
Por fin las bestias alcanzaron la cumbre y permanecieron inmóviles, sus siluetas recortadas por los postreros rayos del sol poniente, con la mirada puesta en el valle que se abría ante ellas. La inmensa pirámide dominaba el panorama, pero también podían ver las ruinas que se destacaban claramente entre las sombras alargadas. Los humanos resultaban invisibles en la distancia, porque se encontraban junto a la base de la pirámide. No obstante, Harak sabía que se hallaban allí y, entre ellos, la mujer que poseía la pluma.
Pensó una vez más en la mujer. En su memoria, recordó sin mucha precisión que ella recibía el nombre de «hija escogida de Qotal», y que llevaba la bendición de la Serpiente Emplumada. Ahora tenía que descubrir por qué había venido aquí.
¿Y por qué lo había atraído a él también?
Entonces percibió otra presencia, la inminente sensación de un gran poder y de una terrible amenaza. Notó su proximidad, y supo que su llegada se produciría en cualquier instante. Provenía del norte, un poder creciente que lo dominaba todo y borraba cualquier otro sentimiento. Harak tembló en la gloria y veneración de su sanguinario dios.
Y, al cabo, comprendió.
—Los guerreros están preparados, cacique —informó Tokol. El líder de los kultakas fue el primero en informar a Cordell, cosa que no sorprendió al comandante. A pesar del desastre de Nexal y de la larga huida en compañía de sus enemigos nexalas, Tokol se mantenía leal al general que había conquistado su nación.
Cordell intentó librarse de la sensación de inquietud que tenía desde el momento en que había comenzado a oscurecer. Los nexalas habían llegado al valle que había descubierto Gultec, y era verdad que había provisiones suficientes para todos durante una larga temporada; no sólo había agua, granos y bayas, sino también abundancia de peces y caza.
Además, ofrecía la ventaja de contar con una sierra alta y empinada que lo separaba del sendero natural por el que habían entrado. Advertidos de que las bestias no habían abandonado la persecución, Cordell y los caciques habían desplegado a sus guerreros a lo largo de dicha sierra.
Por lo menos, éste era el plan. Los soldados de Tokol, alrededor de cinco mil hombres, se encargarían de defender el flanco derecho. Los legionarios de Cordell tendrían la responsabilidad del centro. El flanco izquierdo, que era el más extenso, había sido confiado a los nexalas, que reunían unos veinte mil guerreros. Ahora el capitán general esperaba tener noticias de Chical o de alguno de sus lugartenientes responsables del despliegue de las tropas.
Se puso alerta al escuchar el grito de un centinela, pero después el ruido de los cascos le avisó que se acercaba uno de sus legionarios. Cordell se volvió para recibir a Grimes, mientras el jinete desmontaba y le hacía un gesto de saludo.
—Están al otro lado, a unos cuatro kilómetros más atrás —dijo Grimes—. Tienen un campamento inmenso. Parecen dispuestos a pasar la noche allí.
—¿Algún grupo ha seguido a los señuelos? —preguntó Cordell.
—¿Se refiere a Daggrande, con Halloran y su mujer?
—¡Sí, maldita sea! ¿Los han seguido?
—Uno de mis hombres vio a una compañía de los más grandes, toda una pandilla de trolls, que se dirigía a la cordillera oriental. Es posible que sean los encargados de perseguirlos.
—Bueno, ya es algo. —Cordell se volvió cuando otra figura salió de la oscuridad. Vio que se trataba de Chical, el arrogante capitán de los Caballeros Águilas.
—Mis guerreros están desplegados a lo largo del risco. Si vienen, les haremos frente. Con la ayuda de los dioses, los venceremos. —Chical ofreció su informe, sin saludar al capitán general.
—Muy bien —respondió Cordell. La línea de defensa estaba preparada, y cerraba la ruta entre los monstruos y los nexalas acampados en el valle. Durante la noche, sería el momento peor para enfrentarse a un ataque. Sólo podían esperar el inicio de la batalla, o el alba, aunque no podía saber cuál llegaría primero.
»Con la ayuda de los dioses… —repitió el general después de la marcha de Chical y Grimes. ¿Podían aspirar a tanto?
El águila se posó en la plataforma superior de la pirámide, y la mirada de sus brillantes ojos se clavó en los humanos y el enano, que subían la escalera para reunirse con ella. A muchos metros por encima de la terraza más alta de la pirámide, los compañeros jadeaban por el esfuerzo de la larga subida. Cada tramo de escalera había sido más empinado que el anterior y ahora, al llegar al último, tuvieron que apoyar las manos sobre los escalones, que parecían estar a unos pocos centímetros de sus rostros.
—Hemos venido, señor Poshtli —dijo Erix con voz serena, cuando por fin pisaron la cumbre—. Tú nos has llamado, y nosotros hemos venido.
El águila inclinó la cabeza hacia un lado, y Hal tuvo la sensación de que el pájaro había entendido sus palabras perfectamente. Recordó al noble guerrero que había sido su amigo, y se preguntó cómo este pájaro podía ser aquel hombre. Sin embargo, no ponía en duda que, en efecto, era Poshtli.
La cima de la pirámide formaba una amplia plaza cuadrada, de unos cincuenta pasos por lado. El edificio del templo ocupaba una buena parte del cuadrado, si bien todavía quedaba un buen trozo despejado en todo su perímetro. Desde lejos, habían creído que las paredes no tenían adornos, pero ahora pudieron ver las intrincadas tallas de serpientes, pájaros y jaguares que las cubrían de arriba abajo. Las criaturas, esculpidas en bajorrelieve, aparecían sin pintar.
La enorme puerta se abría ante ellos, todavía más inmensa de lo que habían juzgado desde abajo. Tenía casi diez metros de altura y casi lo mismo de ancho.
En cuanto atravesaron la puerta, perdieron el sentido de la proporción. Penetraron en un recinto gigantesco, con las paredes y el suelo de piedra, y un techo de paja sostenido por los troncos de los árboles más altos que hubieran visto jamás. Un resplandor débil alumbraba el interior del templo, aunque no se veía ninguna fuente de luz.
Sólo tardaron un instante en comprender que el edificio, desde el interior, era mucho más grande que la parte exterior.
—¡No hay ninguna duda de que es un lugar divino! —susurró Jhatli, pasmado. El clérigo Coton se adelantó con paso ágil, y se volvió hacia sus acompañantes. Su rostro mostraba una sonrisa picara, casi infantil.
Las tallas de las paredes exteriores se continuaban aquí dentro, hasta alcanzar las partes más altas. En toda la superficie del suelo se podían ver mariposas, peces y colibríes dibujados con piedras incrustadas.
El águila cruzó la puerta detrás de ellos, y entonces, con un poderoso batido de sus alas, se elevó. Poshtli voló hacia el techo y permaneció en las alturas, trazando círculos.
En el centro de la inmensa sala había un bloque de piedra blanca. Halloran no necesitó de la ayuda de nadie para saber que era un altar dedicado a los dioses de Maztica, y sintió alivio al ver su blancura impoluta. No se veía ninguna de aquellas siniestras manchas de color óxido que distinguían a estos altares sagrados como platos para los dioses sedientos de sangre.
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó Halloran, con la mirada puesta en su esposa.
—Yo lo sé —respondió ella—. No me preguntes cómo, pero lo sé.
Erixitl, acompañada por Hal, avanzó lentamente hacia el centro de la sala y, tras un centenar de pasos, llegó junto al bloque de piedra. Una vez allí, se quitó la capa y la depositó sobre el altar. Entonces, la pareja se apresuró a reunirse con sus compañeros, que permanecían junto a la puerta.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Daggrande, pero enseguida hizo silencio al ver que Erix no le hacía caso. El enano imitó a los demás y concentró su atención en el centro del templo.
Las sombras del crepúsculo cubrían todo el fondo del valle, pero la cima de la pirámide estaba a suficiente altura para captar los últimos rayos de sol. Directamente desde el oeste, la luz solar penetró por la puerta de occidente y se alargó por el suelo del templo hasta iluminar la Capa de una Sola Pluma.
Durante unos pocos segundos, no ocurrió nada. Después la capa, colocada con esmero sobre el altar, comenzó a ondular. Sus colores giraban y cambiaban, para extenderse como un arco iris por toda la sala; en realidad, no era uno solo sino un gran número de arcos irisados que se desprendían del altar de los dioses.
Lenta y majestuosamente, un perfil borroso apareció en el altar. Primero observaron su enorme tamaño, luego la forma sinuosa de un cuerpo. A continuación, vieron unas alas inmensas que batían el aire sin moverlo.
Coton y Lotil se arrojaron de bruces al suelo. Jhatli sólo tardó un segundo en imitarlos. Halloran y Daggrande permanecieron boquiabiertos, mientras Erixitl avanzaba hacia el altar. Halloran se recuperó de su sorpresa y corrió a situarse a su lado. La cogió de un brazo y percibió el temblor de su cuerpo, pero la muchacha no detuvo su avance.
Poco a poco, durante un período de muchos minutos, la enorme silueta ganó en nitidez, de pie sobre la Capa de una Sola Pluma. La imagen serpentina era clara aunque insustancial; se podía pensar que, si se le hubiera arrojado una piedra, habría pasado a través de ella. Un collar de plumas brillantes le rodeaba el cuello, más refulgente que cien arcos iris juntos. Unos ojos profundos y relucientes, dorados y sabios, los contemplaron. Sus curvadas piernas terminaban en garras parecidas a espadas. A pesar de la debilidad de la imagen, los tonos resplandecientes de las plumas que cubrían el cuerpo relucían con una fuerza sobrenatural.
Halloran no tenía ninguna duda de que se encontraban ante la presencia del Plumífero, del dios Qotal en persona. No obstante, era una presencia que no acababa de materializarse.
Entonces el Dragón Emplumado habló. Su voz tenía una dulzura inusitada, si bien poseía una resonancia que desmentía su apariencia vaporosa.
—Lo has hecho muy bien, Hija de la Pluma —dijo.
—He hecho aquello que no podía dejar de hacer —respondió Erix con sencillez.
—La tuya es una fe cuyas dudas la hacen más fuerte. Es justo que seas la escogida. Sé que, incluso en este momento, tienes preguntas. Quieres saber por qué he regresado ahora, después de que el desastre asolara la tierra; conocer el motivo de mi tardanza.
Erixitl asintió en silencio. Permaneció delante de la inmensa figura con el cuerpo tenso, pero sin perder el valor. Hal no se separó de ella, mientras intentaba sobreponerse al temeroso respeto que le infundía el dios.
—Siglos atrás le volví la espalda a mi gente, furioso porque habían abrazado el culto de la sangre y la muerte. —La voz del dragón era suave y cargada de tristeza. Su cuerpo seguía sin materializarse, aunque parecía cada vez más sólido a medida que transcurrían los minutos. Los rayos del sol iluminaban de lleno la capa, que creaba un resplandeciente nido de colores debajo del dios.
—Con el paso del tiempo, centenares y centenares de años, mi cólera se desvaneció y comprendí el error de mi comportamiento. Decidí regresar a Maztica para subsanar los males que ahora azotaban mi tierra.
»Pero, cuando intenté entrar en el Mundo Verdadero, descubrí que el culto de la muerte me mantenía a raya. Mi hermano Zaltec se había hecho tan poderoso, y sus seguidores saciaban su apetito tan bien, que yo carecía del poder para dominarlo.
»Entonces ocurrió el episodio que vosotros los humanos llamáis la Noche del Lamento. Este cataclismo golpeó a los seguidores de Zaltec, y también a los míos. El caos debilitó su poder, lo suficiente para que, con la ayuda de un humano de mucha fe, yo pudiera intentar el retorno al mundo que es mi verdadero hogar.
»Tú me has abierto el camino con tu acto de fe, al depositar la Capa de una Sola Pluma en este lugar sagrado; uno de los dos que hay en todo Maztica. Ahora puedo regresar. —La voz de Qotal ganó fuerza, y adquirió un tono de desafío.
»Y, cuando esté aquí, me enfrentaré al mal, y una vez más lo derrotaré en la cumbre de mi pirámide.
—¿El viene aquí? —preguntó Erixitl, asombrada—. ¿Zaltec viene aquí?
No había acabado de hablar, cuando una sombra enorme apareció en la puerta y ocultó la luz del sol. Todos se volvieron, sobresaltados, y vieron dos inmensos pilares de piedra donde antes sólo había cielo abierto. El gran monolito se movió y, al inclinarse, dejó visible el torso de un gigante de piedra. Casi de un salto atravesó el portal. Una vez en el interior del templo, volvió a erguirse. Sus ojos de piedra dirigieron una mirada impasible al Dragón Emplumado; la sombra de sus piernas era tan oscura que consiguió ocultar el brillo de la Capa de una Sola Pluma. El rostro del leviatán era una grotesca caricatura humana, desfigurada por su apetito insaciable de sangre y de corazones vivos.
Halloran escuchó el gemido de miedo que escapó de la boca de Erixitl. Jhatli dejó caer su arco, e incluso el valeroso Daggrande soltó una exclamación de asombro. Sólo Coton y Lotil no parecían afectados. Los dos ancianos permanecieron impasibles mientras la sombra proyectada por la mole oscurecía el interior del templo.
Y, en aquella sombra, la imagen de Qotal comenzó a esfumarse.
De las crónicas de Coton:
Me caigo y me vuelvo a levantar en presencia de la guerra entre los dioses.
Qotal y Zaltec se enfrentan en la vasta arena del templo, una batalla en las sombras que el Dragón Emplumado no puede ganar. El monstruo de piedra que es Zaltec se cierne sobre nosotros, y el poder de su odio brilla como un rubí en las pupilas de sus ojos de granito. Y la vaporosa forma de Qotal, interrumpida en su llegada, se debilita y desaparece poco a poco de nuestra vista.
Los humanos nos acurrucamos en un rincón, aterrorizados por la ira de los dioses. Ellos no se fijan en nosotros y sólo están atentos a su pelea. Es una lucha siniestra y silenciosa; un choque sin violencia de voluntades y poder pero cuyo resultado puede significar un peligro terrible para el perdedor y el Mundo Verdadero.
Zaltec alza los brazos lentamente. Sus dedos de piedra, cada uno más grande que un hombre, se abren y cierran, y un viento infernal, creado por deseo sobrenatural, nos azota.
Qotal brama de furia mientras se esfuma, y el aullido del viento es cada vez más fuerte. Surge un torbellino que levanta el finísimo polvo de piedra y lo arroja al aire con una fuerza feroz.
Y entonces el polvo nos rodea. No podemos ver nada más, aunque todavía podemos escuchar la violencia y la furia de los dioses.