6

Marchas y emboscada

Luskag sintió una extraña mezcla de tristeza y orgullo mientras presenciaba el desfile de los enanos. Todos los adultos aptos —machos y hembras— marchaban a la guerra. Los niños y los viejos se harían cargo de la Casa del Sol durante su ausencia. En todos los demás pueblos de los enanos del desierto, repartidos por la Casa de Tezca, se repetía la misma escena.

El cacique contaba sólo con cien guerreros, y no estaba muy seguro de lo que podrían conseguir frente a la horda de monstruos, aparentemente innumerable, que avanzaba por el desierto en dirección sur. Pero la visión del caos había sido tan clara y amenazadora, que debían intentar oponerse al terrible enemigo.

La mayoría de sus enanos llevaban armas hechas con plumapiedra, una ventaja de la que sólo ellos disponían. Las demás tribus aún no habían aprendido las técnicas adecuadas para trabajar la durísima obsidiana, y sus guerreros contaban con las armas primitivas habituales en Maztica.

El trabajo para fabricar las nuevas armas avanzaba lentamente, aunque sin pausa, desde el concilio de guerra celebrado en la Casa del Sol. Todas las aldeas habían enviado grupos a las sierras vecinas a la Ciudad de los Dioses en busca de la piedra negra, y los artesanos hacían todo lo posible para suministrar flechas y hachas.

Unos cuantos enanos disponían de hachas y espadas de acero, conservadas desde los tiempos anteriores a la Roca de Fuego, pero, en general, las reservaban para el uso de los caciques y otros guerreros de rango. Luskag tenía un hacha de acero, pero se la había dado a su hijo mayor, Bann, y había escogido para sí mismo una pesada hacha de plumapiedra.

Sin tener en cuenta el armamento, todas las aldeas habían enviado compañías de guerreros valientes, si bien ninguno de ellos había participado jamás en una guerra. Pero los enanos tenían una larga tradición guerrera, y Luskag sabía que lucharían con bravura. «Aunque su destino final —pensó apenado— sea la muerte».

Luskag corrió a ocupar su puesto a la cabeza de la columna, y los enanos iniciaron su marcha a través del desierto calcinado por el sol que era su hogar. Se reunirían en la Ciudad de los Dioses y allí esperarían el momento del combate.

Gultec saludó a Halloran con un movimiento de cabeza, y después hizo una profunda reverencia ante Erixitl. El sol todavía no había salido, pero el cielo aparecía despejado y azul, anticipando una jornada de mucho calor. Por el este, a gran altura, Poshtli volaba en pequeños círculos, como si estuviera impaciente por la demora de los humanos.

—Señora de la Pluma —dijo Gultec—, ha llegado el momento de despedirme. Mi destino me llama.

Erixitl abrazó al Caballero Jaguar, pero no hizo nada por disuadirlo de su decisión.

—Sé lo que significa el destino —susurró—. Ojalá sea una carga que puedas soportar.

—Puede ser tanto una carga como una bendición —respondió Gultec, sin apartar la mirada de su rostro y con las manos apoyadas en los hombros de la mujer—. En cualquier caso, se nos impone, y no debemos resistirnos.

Erixitl frunció el entrecejo; después se relajó con un suspiro. Notaba una profunda unión con el Caballero Jaguar, y sabía que sus palabras eran sabias.

—Intentaré recordarlo —prometió.

—Los actos de los dioses no son fáciles de entender. En otro tiempo, combatí por la causa de Zaltec e incluso colaboré con los sacerdotes en pro de la gloria del dios de la guerra, aunque debería llamarse el dios de la muerte.

—Lo recuerdo —dijo Erixitl. Los dos sonrieron, a pesar de que el recuerdo no era agradable. Gultec había atado a Erix y la había colocado en el altar de los sacrificios para ser inmolada ante las costas del Océano Oriental. Sólo la aparición providencial de las «criaturas marinas aladas», que después resultaron ser los navíos de la Legión Dorada, la había salvado.

—Pero mi propio destino me llevó al Lejano Payit, y allí me enseñaron las virtudes del dios al que tú llamas Qotal. Su sabiduría ha quedado demostrada por el hecho de haberte escogido a ti como su heraldo.

—¿Y eso qué demuestra? —protestó Erix, enfadada—. ¿En qué colaboro para su regreso, el tan prometido retorno?

—No puedo responder a tu pregunta. Pero has de saber una cosa, Erixitl de los nexalas: cuando llegue el momento, tú serás la primera en saberlo.

A su alrededor, los millares de refugiados comenzaron a despertarse. La suave luz de la aurora alumbraba las plumas del águila que continuaba volando en círculos por el este. El rumor de que habían surgido problemas había corrido entre los nativos.

Todos se habían enterado de la masacre del día anterior. Un millar de víctimas inocentes habían muerto en un ataque brutal. A pesar de que la noticia había provocado inquietud y miedo, Erixitl no había descubierto ninguna señal de pánico entre sus compatriotas, y esto la llenaba de orgullo.

La gente sabía que Gultec había encontrado un valle donde había agua y comida para todos. Los más fuertes llegarían allí hacia el anochecer, y el resto arribaría hacia la media tarde de mañana.

Sin embargo, ¿para qué servía un lugar tan fértil si acabaría arrasado por el avance de la guerra? En el mejor de los casos, sólo parecía ofrecer un refugio temporal —un respiro de un día o tal vez dos— en una peregrinación que amenazaba con convertirse en un estilo de vida.

Además, estaba el asunto del águila. Muchos habían sido testigos del milagro, como llamaban ahora a la aparición de Poshtli encarnado en ave, y el episodio había llegado a oídos de todos. Pero ahora el águila se había desviado de la ruta que conducía al agua y la comida, y el camino hacia la seguridad parecía poco claro.

De pronto, Gultec dio media vuelta. Erixitl soltó una exclamación mientras presenciaba el cambio que sufría el cuerpo del Caballero Jaguar. Hubo un destello de plumas verdes, y Gultec se esfumó. Erix vio a una cacatúa que se remontaba, y entonces el pájaro la miró por un instante. En cuestión de segundos, ya estaba muy lejos; volaba hacia el este.

—Allí, hacia el este —dijo con voz suave, mientras Halloran se volvía hacia ella—. Hacia allí es a donde vuela Poshtli, y ahora Gultec. Es en aquella dirección hacia donde debo ir yo también. Poshtli nos enseña el camino, aunque todavía no sé adonde nos llevará. —Erix miró a su marido, que asintió. Él también había observado el cambio de rumbo del águila. A pesar de que el valle con agua y comida para todos se encontraba hacia el sudoeste, Poshtli volaba ahora sobre tierras áridas, un páramo donde no había más que sierras y quebradas abrasadas por el sol.

—Iré contigo —dijo—. ¿Qué pasará con los demás?

—Dejaremos que la gente vaya al valle —respondió Erix—. Allí podrán descansar por unos días. Creo que Poshtli nos muestra el camino sólo para nosotros dos.

Halloran contempló la serranía que se levantaba por el este; al otro lado no había más que desierto. En silencio, juró hacer todo lo posible para que Erixitl cruzara el páramo sana y salva. Todo esto no era más que otro paso en la búsqueda de un hogar, se dijo a sí mismo. Algún día lo hallarían.

Mientras el grueso de los mazticas se preparaban para la marcha, y los más madrugadores caminaban por el sendero en dirección al sudoeste, Erixitl y Halloran se reunieron con Cordell y Daggrande en el campamento de los legionarios.

—Necesitamos vuestra ayuda —dijo Halloran. La mirada del capitán general se animó al escuchar las palabras, y, en un gesto automático, su mano se dirigió al pomo de su espada.

—Habla —dijo.

—Dejaremos el camino y seguiremos a Poshtli hacia el este, aunque esto nos llevará a las zonas más recónditas del desierto. —A continuación, Hal le habló del valle que había en dirección sudoeste, consciente de que Grimes y algunos otros jinetes de la legión ya estaban enterados—. Acompañe a la gente y esté alerta a un posible ataque. Si encuentra que la posición puede ser defendida, prepare un campamento para mucho tiempo.

—¿Cuál es el motivo que justifica el cambio de rumbo? —Cordell había conocido a Poshtli como un adversario digno de respeto, y había sido testigo de la aparición del hombre en forma de pájaro, pero no estaba dispuesto a dejar que Halloran y Erix se marcharan sin un plan.

—Qotal —contestó Erixitl—. Por alguna razón que desconozco, estoy unida a su retorno. Él es la única fuerza que puede enfrentarse a Zaltec y sus criaturas. Por mi parte, debo hacer todo lo posible para traerlo de nuevo al Mundo Verdadero.

Halloran sabía el resentimiento que sentía su mujer al verse forzada a intervenir en el juego de los dioses; sin embargo, no se delataba en su voz. Por el contrario, hablaba como una auténtica creyente, y Cordell aceptó su fe sin hacer más preguntas.

—Os deseo buena suerte —dijo el general—. Me encargaré de reunir las compañías. Los kultakas lucharán con valor, y estoy seguro de que los nexalas demostrarán que son grandes guerreros. ¡Mantendremos a raya a esos bastardos!

La voz de Cordell mostraba su entusiasmo ante la perspectiva de la batalla, tal como Hal había pensado que ocurriría. Comprendía muy bien la pesada carga que la interminable retirada suponía para el fogoso general. No obstante, la valoración optimista que el comandante hacía de sus posibilidades de éxito le parecieron descabelladas.

—Iré con vosotros —declaró Daggrande. Miró a Hal y a Erix, y tosió, incómodo—. Siempre, claro está, que os pueda ser de alguna ayuda.

—Amigo mío, tu colaboración siempre es bienvenida —respondió Halloran, con una mirada de profundo aprecio por su viejo camarada.

—No te pongas sentimental —gruñó el enano, con la voz ahogada por la emoción—. Voy a buscar mi piedra de afilar, y nos vamos. No sé qué hacer para proteger el filo de mi hacha, con todo este polvo.

Daggrande se alejó, y Halloran lo observó sin disimular su afecto. Una «hoja desafilada», según el enano, era una hoja como el filo de una navaja. La ayuda del valiente veterano aumentaba las oportunidades de salir bien librados de esta nueva aventura.

Varios mazticas, entre los que estaban Xatli y el Caballero Águila Chical, se aproximaron a ellos. Erixitl les explicó sus planes, y aceptó sus deseos de buena suerte. El sacerdote de Qotal la miró muy serio.

—Presiento, hermana, que tu destino te aguarda en medio del desierto. Te acompañaría si mi ayuda pudiera ser de alguna utilidad, pero quiero que sepas una cosa: contaras con la ayuda de alguien infinitamente más poderoso que yo.

—¿A quién te refieres? —preguntó Erix, sorprendida.

—No lo sé —repuso el clérigo—. Sin embargo, es algo que percibo en ti. Serás llevada al desafío final en las alas de tus amigos.

—Espero que tengas razón —afirmó Erix. Sacudió la cabeza, y su larga cabellera negra flotó en el aire. Después, se abrigó en su capa, que con cada segundo del nuevo día aumentaba su brillo.

El enorme monolito parecía un ser vivo cuando se movía. Dos grandes piernas, gruesas como troncos de árboles gigantes, lo soportaban y le servían para caminar. Dos brazos con forma humana, pero rematados en garras de piedra, colgaban de sus hombros.

La forma de Zaltec desdeñó las pasarelas rotas que todavía conectaban la isla con la costa. En cambio, la inmensa estatua vadeó el lago Tezca, sin que el espeso fango del fondo retrasara su marcha. El agua sólo le llegaba a las rodillas.

Entonces llegó a la orilla sur del lago, y sus pisadas hicieron temblar la tierra. Pasó por delante del monte Zatal sin echarle ni una mirada al cráter humeante. Sus ojos, formados por globos de granito, resplandecieron mientras miraba impasible en dirección al desierto, como si atendiera a una llamada silenciosa.

Y Zaltec echó a andar. Un vigía en la cumbre de las montañas que formaban el valle sólo habría podido divisar una forma monolítica, moviéndose por la inmensidad del desierto; una cosa parecida a una montaña, con laderas verticales.

Una montaña que caminaba.

—¡Adelante, bestias de la Mano Viperina!

Las huestes de Hoxitl se pusieron en marcha. Desde horas antes del alba, los ogros habían recorrido el campamento despertando a puntapiés a sus subordinados, y los orcos se habían preparado para otra jornada de persecución.

Ante ellos se abría el ancho y llano fondo del valle que se curvaba suavemente a través del desierto. A cada lado, las sierras de piedras rojas y ocres marcaban un perfil anguloso al rastro de sus presas.

—¡Hoy encontraremos más humanos, y habrá más muertes! —prometió el líder de las bestias.

Las criaturas bufaron de contento, golpeando los mástiles de sus lanzas contra el suelo, y las macas y garrotes entre sí. El estrépito se extendió por el desierto, y Hoxitl deseó que pudiera llegar hasta el campamento de sus enemigos.

¡Cómo odiaba a los humanos! La ira que lo había animado entre las ruinas para guiar a su ejército en esta gran marcha parecía una llama débil en comparación con el odio que ahora lo consumía. Con cada nueva muerte, con cada vida ofrendada a la gloria de Zaltec, aumentaban sus deseos de venganza.

Con una explosión de gritos y rugidos, las bestias marcharon detrás de Hoxitl cuando el gran monstruo comenzó su avance. Se desplegaron en una enorme ola, por el mismo valle que los humanos habían recorrido el día anterior. Durante una hora, la horda se movió al trote, y cubrieron la misma distancia que los humanos habían recorrido en cuatro.

La primera pista fue un olor en el viento seco, el dulce olor de la presa. Hoxitl aulló, y un grito se alzó entre las filas que lo seguían. El clamor de las bestias sedientas de sangre resonó en el silencio del desierto como el aullido de las tormentas de arena.

Hoxitl observó el fondo del valle que tenía delante, pero no advirtió ningún movimiento. Probablemente, los humanos habían iniciado la marcha con la salida del sol. Sin embargo, su olfato le indicó que los rezagados acababan de irse.

Entonces los vio.

En la cima de una de las colinas que encerraban el valle, Hoxitl distinguió un destello de color. Forzó la mirada, y consiguió ver varias siluetas; sin ninguna duda eran humanas, aunque una parecía mucho más baja y rechoncha.

En aquel momento, una ardiente saeta de luz se clavó en sus ojos. ¡Los colores! ¡El brillo! Hoxitl profirió un grito de dolor y rabia mientras retrocedía, llevándose las zarpas a la cara para frotarse los ojos y aliviar el sufrimiento.

Poco a poco se disipó el dolor, y la bestia, con un gruñido sordo, miró otra vez hacia la colina. Parpadeó, confuso y atemorizado; unas manchas rojas aparecieron en su visión, pero no se repitió el estallido luminoso. Ya sabía lo que era: pluma. Únicamente el poder de la plumamagia podía causar tanto daño a sus poderosos sentidos.

A pesar de la confusión mental, comprendió que el ataque había llegado desde el punto de color en lo alto de la colina. Y entonces todo su odio y toda su rabia se concentraron en la lejana mancha de color que se movía lentamente.

Los gruesos párpados de Hoxitl cubrieron sus demoníacos ojos mientras reflexionaba sobre este acontecimiento inesperado. Sabía que la gran masa de humanos continuaba su huida por el terreno llano. Por lo tanto, entre aquellos que habían escogido trepar el risco desolado había alguien de una importancia especial. El poder de la pluma que acababa de ver confirmaba sus deducciones.

No podía olvidar la multitud de víctimas al alcance de su ejército. El sabor de la sangre probada el día anterior había sido muy dulce y tentador. Pero tampoco podía dejar de lado al grupo que encaminaba sus pasos hacia el este.

Hizo una señal a sus trolls, criaturas de piernas muy largas que podían moverse con mucha prisa.

—Perseguid a aquellos que escapan hacia el este —ordenó.

En grupos de tres o cuatro, las criaturas de piel verde se separaron del resto del ejército. Por fin, varios centenares de monstruos —todos trolls— orientaron sus pasos hacia el risco. Avanzaban con el andar característico de los seres de gran estatura. El señor de las bestias sabía que se moverían de prisa e inexorablemente en persecución de los patéticos humanos.

Hoxitl volvió su atención al resto de sus tropas, la masa de orcos y ogros. A éstos los llevó hacia el sur, en busca de los cuerpos calientes que servirían para saciar el apetito de su hambriento dios.

Jhatli permaneció sentado a la vera del sendero, observando el paso de la larga columna de refugiados. Sus compatriotas caminaban por la ruta despejada del valle, en busca del agua y la comida que los aguardaba a un día de marcha. La visión de otro muchacho apenado, al parecer sin amigos ni familia, ya no era suficiente para despertar su compasión, así que los nexalas desfilaron por delante de Jhatli sin siquiera mirarlo ni dirigirle la palabra.

¡Corrían…, escapaban! Jhatli los miró con desprecio. ¿Era esto lo único que sabían hacer? ¿Por qué no se detenían y peleaban? Ésta no era la vida de un guerrero… o de alguien que quería ser un guerrero.

Pero ahora la vida de los nexalas se había convertido en una fuga permanente. El muchacho sacudió la cabeza enfadado, con la mirada puesta en el norte. Pensó en la horda invisible más allá del horizonte. ¿Cuánto tiempo tardarían en alcanzar a esta gente, hasta obligarlos a enzarzarse en un combate para el que no estaban preparados?

Por fin Jhatli echó una mirada por encima del hombro. De inmediato advirtió la presencia del águila, que volaba muy alto en dirección al este. Después, divisó al trío: Erixitl, la Señora de la Pluma, y a los dos soldados, Halloran y Daggrande.

No sabía adónde iban, aunque sospechó que estaría relacionado con las terribles bestias que los perseguían. No podía olvidar su promesa de vengarse, y los observó con mucha atención.

Había escuchado el relato de que el águila era en realidad el señor Poshtli. Jhatli recordaba muy bien al noble guerrero, orgulloso y altivo con su capa de plumas y su gran casco picudo. Un guerrero de su valía, encarnado en el cuerpo de la más aguerrida de las aves, podía ser un aliado poderoso y un guía muy sabio.

Erixitl y sus compañeros habían abandonado a los refugiados para seguir al águila, y a Jhatli le pareció lo más lógico seguir él también el camino marcado por Poshtli.

Esperó a que los tres comenzaran a escalar el escarpado risco que bordeaba el valle. Entonces, dejó la columna y corrió al trote hacia la colina, pero un poco más a la izquierda del lugar por donde habían subido Erix y sus compañeros. Una vez más, la gente no le prestó atención; otro mozalbete que salía a cazar presas donde no las había. Era una pena que sus padres no cuidaran de él. ¿Acaso ignoraban los peligros que acechaban en el desierto?

Jhatli trotó sin esfuerzo a lo largo de una hondonada que lo llevaría hasta el risco. Durante un buen rato, trepó con el cuerpo empapado de sudor. Pisaba con seguridad, y la fuerza de sus brazos le permitió sortear sin muchos tropiezos algunos puntos difíciles.

Por fin llegó a una pequeña brecha de la hondonada, a través de la cual pudo alcanzar un repecho del risco. Vio que se encontraba bastante cerca de la cumbre. Medio kilómetro más allá, vio los colores resplandecientes de la capa de Erix, casi en la cresta.

De pronto, Jhatli notó un fuerte mareo. Volvió a mirar la capa, y los colores comenzaron a girar, para crear unos dibujos muy hermosos; imágenes de pájaros, flores y mariposas de una multitud de tonalidades distintas. Sacudió la cabeza, confuso, y se sentó sin mirar en dirección a Erix.

Entonces, vio la horda de monstruos reunida en el valle, desplegada casi de un lado al otro, y envuelta en una inmensa nube de polvo que ocultaba a los que venían detrás. Instintivamente, el joven se apretó contra las piedras, asustado ante el tamaño del ejército enemigo.

Después advirtió movimientos en un punto mucho más cercano a su posición. Se trataba de un grupo más reducido de criaturas horribles —bestias de piel verdosa y bocas provistas de dientes enormes— que avanzaban desde el fondo del valle. Sus zancadas les permitían moverse deprisa en dirección al risco. De hecho, caminaban por la misma hondonada que él había seguido en su escalada.

¡Venían tras él!

Los colores se esfumaron mientras Halloran y Daggrande miraban a Erixitl, asombrados. Por un momento, la pareja se había visto envuelta en una nube luminosa muy brillante pero que, al mismo tiempo, los había refrescado del terrible calor del desierto.

—¿Cómo…, cómo lo has hecho? —preguntó Halloran, en voz baja.

—Es el poder de la pluma —respondió Erix, molesta—. Yo no he hecho nada. ¡Fijaos, parece haber atraído su atención!

La muchacha no se equivocaba. Vieron a la horda que avanzaba hacia ellos. Incluso desde esa distancia, podían oír los gritos y los aullidos, los golpes de las armas y las pezuñas contra el suelo.

—¡Vamos! —exclamó Hal, y los tres se lanzaron por la ladera opuesta. Ya no podían ver a las bestias de la Mano Viperina, pero, desde el otro lado de la cumbre, la presencia de los monstruos se cernía sobre ellos como una nube de tormenta. Sabían que no tardarían en alcanzarlos.

Observaron con desaliento que descendían hacia una zona de hondonadas, peñascos y partes llanas sembradas de rocas y zanjas por donde el avance resultaría muy lento. A lo lejos, disimulada en parte por una niebla azul, se veía otra línea de montañas.

Muy alto en el cielo, el águila volaba sin esfuerzos. El gran pájaro trazaba sus círculos sin dejar de marcarles el este. Si lo seguían, tendrían que atravesar obligatoriamente por aquella tierra torturada.

—¿Cómo vamos a poder cruzar? —gimió Halloran.

—¡Por allí! ¡Sigamos a Poshtli! —Erix señaló al águila que descendía. Al parecer su trayectoria seguía el curso de una grieta retorcida y quebrada. Desde donde se encontraban no podían ver el fondo.

A gatas y resbalones, acabaron de bajar la ladera. Su ruta los llevó directamente hasta el borde del barranco, y vieron que el fondo parecía bastante despejado. Tardaron muy poco en encontrar un camino practicable hasta abajo.

Al mirar hacia arriba entre las paredes de roca casi verticales, sólo pudieron ver una estrecha franja de cielo. En el fondo se sintieron más seguros, porque únicamente alguien desde el aire o que se asomara por el borde podía descubrir su presencia. Con la respiración alterada por el esfuerzo, comenzaron la marcha, aliviados al ver que el águila seguía cada una de las vueltas y revueltas del pequeño cañón.

Durante varias horas caminaron en silencio, cubiertos de sudor, y sólo se detuvieron el tiempo suficiente para beber un par de sorbos de sus cantimploras, todavía llenas. Por suerte, el suelo del cañón seguía un curso hacia el este, aunque había muchas vueltas hacia el norte o el sur.

En el momento en que hacían el tercer descanso y se mostraban más mezquinos en el consumo de agua, Halloran se puso alerta. En el acto, sus acompañantes lo imitaron. Daggrande interrogó con la mirada a su compañero.

—He oído algo —articuló Halloran. Sin hacer ruido, desenvainó su espada y avanzó de puntillas. Unos pasos más allá, un recodo a la derecha ocultaba el próximo tramo.

Hal se agazapó y levantó la espada a medida que se acercaba al recodo. Después, dio un salto y lanzó su estocada en cuanto tocó tierra al otro lado.

Estuvo a punto de caerse cuando, en un intento desesperado, desvió la trayectoria de la espada antes de hacer blanco. Su preocupación ante la posibilidad de toparse con el enemigo dio paso a la sorpresa.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

También Daggrande y Erix se quedaron de una pieza cuando vieron a Jhatli salir de su escondite, detrás de una roca.

—He…, he venido a avisarte —susurró el muchacho. La angustia de su voz captó la atención del trío.

—¿De qué? ¿Por qué has dejado a los demás? —inquirió Hal, furioso.

—¿Los otros? —La indignación de Jhatli se expresó como desprecio—. ¡Es aquí donde debo estar! Te lo dije. Seré un guerrero, y no alguien que se pase la vida escapando de sus enemigos como el resto de mi gente.

—¿Avisarnos? —intervino Erix, con la voz tranquila—. ¿Avisarnos de qué?

—Han preparado una emboscada un poco más arriba. ¡Monstruos de color verde! Os vieron entrar en el cañón, y ahora esperan en el borde para mataros.

Hal miró al muchacho con expresión severa, aunque no dudaba de la veracidad de su información.

—Trolls. Has sido muy valiente. ¿A qué distancia están?

—Te lo mostraré, pero primero ¡salgamos de aquí abajo!

El grupo aprovechó una vertiente en la ladera para escalar hasta la superficie. Sintiéndose vulnerables al tener que abandonar la protección de la grieta, avanzaron con muchas precauciones, pero no vieron a nadie cuando salieron del cañón.

Sólo tuvieron que recorrer menos de un centenar de pasos para que Jhatli les señalara al enemigo. Vieron a tres de los monstruos verdes agazapados en el borde del cañón, con las miradas atentas a cualquier movimiento en el fondo.

—Hay más…, seis o siete, al otro lado —explicó Jhatli—. Aquí únicamente veo a tres.

—Intentemos escapar mientras todavía creen que estamos allá abajo —sugirió Erix. El plan tenía sentido, así que se alejaron poco a poco del cañón, yendo de un montículo a otro. Por fortuna, las dificultades del terreno facilitaban una multitud de escondites.

Parecía casi demasiado perfecto para ser verdad.

—Aceleremos un poco el paso —indicó Hal, cuando ya los separaba una buena distancia de los trolls. Acompañados por Jhatli, se dirigieron hacia la próxima cordillera, sorteando lo más rápido posible los obstáculos que encontraban a su paso.

Un rugido a sus espaldas fue el primer aviso del ataque. Un par de trolls encaramados en un peñasco aullaban a todo pulmón, para avisar a los demás de la presencia de los fugitivos.

Daggrande fue el primero en reaccionar. Levantó su ballesta, y disparó uno de sus gruesos dardos de acero. La flecha se hundió en el pecho del troll más cercano, y salió por la espalda con una explosión, acompañada de una lluvia de sangre e inmundicia. Con un terrible rugido, la criatura se desplomó detrás del peñasco.

El segundo troll corrió hacia ellos, y Hal se movió con tanta celeridad como su antiguo camarada. Sintió el cosquilleo de la pluma alrededor de sus muñecas, los diminutos plumones engarzados en las pulseras que aumentaban su fuerza. Su espada trazó un arco de plata en el aire y cortó de lado a lado al monstruo, directamente por la cintura. En silencio, las dos partes cayeron a tierra en medio de un charco de sangre negra.

Pero Hal estuvo a punto de desmayarse de horror al ver que las dos partes del troll no dejaban de moverse. Con una decisión aterradora, el torso se arrastró gracias a la fuerza de sus brazos rematados en garras. El chorro de sangre negra que salía de la herida se redujo a un goteo, y después cesó del todo. Mientras Hal retrocedía, intentando contener la náusea, un pequeño par de piernas brotó de la herida, y creció lenta e inexorablemente.

Por su parte, las piernas lanzaron frenéticos puntapiés, hasta que la herida dejó de sangrar. Después, un diminuto montículo de carne apareció en la cintura y comenzó a crecer.

—¡Cuidado! —gritó Erixitl, y Halloran advirtió un movimiento detrás del peñasco. Horrorizado, vio que el troll herido por el enano volvía a encaramarse poco a poco sobre la roca. Entonces observó más cabezas verdes: una columna entera de trolls que venía a atacarlos.

—¡Corred! —Sin perder un segundo, comenzó a lanzar mandobles para darles tiempo a sus compañeros a escapar. Escuchó el chasquido del arma de Daggrande, y vio cómo el dardo hacía diana en la cabeza de un troll.

Pero ahora las bestias superaban la docena, y todavía venían más. Halloran dio medía vuelta y echó a correr detrás de sus amigos, con el corazón helado por el peligro que amenazaba a Erixitl. Se detuvo y, de un sablazo, hizo retroceder al troll que avanzaba a la cabeza, y enseguida cercenó la mano de un segundo. Para sorpresa y asco de Hal, la mano se arrastró en su persecución.

El grupo corrió por un sendero polvoriento que serpenteaba por la ladera de un risco estrecho. Halloran se volvía una y otra vez para rechazar a los monstruos que tenía más cerca. Al parecer, las bestias podían sentir dolor, porque retrocedían hasta quedar fuera del alcance de su espada, si bien volvían a la carga en el momento en que Hal reanudaba su carrera.

Daggrande se detuvo para cargar y disparar otra flecha. La fuerza del impacto tumbó a uno de los trolls, que rodó por la ladera envuelto en una nube de polvo hasta estrellarse en las rocas del fondo. Halloran también consiguió despeñar a otro con un golpe de espada, aunque sabía que sus esfuerzos únicamente servían para retrasar su avance, puesto que no podía matarlos.

Jhatli les tiraba piedras. Sus músculos de adolescente tenían mucha fuerza, y podía levantar piedras de gran tamaño por encima de su cabeza y lanzarlas contra los monstruos verdosos. Por su parte, Erix buscaba el camino más adecuado a lo largo de la cresta erosionada del risco. El sendero se estrechaba cada vez más y llegó un momento en que sólo tenía cuarenta o cincuenta centímetros de ancho, con las laderas muy empinadas a cada lado.

Halloran tropezó, y estuvo a punto de caer por la pendiente. Consiguió sujetarse con una mano, pero al mirar hacia arriba se dio por muerto. Un troll se abalanzaba sobre él, y no podía hacer nada por defenderse.

Entonces una figura negra y blanca pasó ante sus ojos. Con un agudo graznido retador, el águila cruzó como el rayo por delante del grupo, y sus poderosas garras se engancharon en la mata de cabellos del monstruo y lo arrastraron hacia un lado hasta hacerle perder el equilibrio. La criatura soltó un rugido furioso al ver que no podía mantenerse sobre el sendero, y el águila sólo la soltó cuando la vio rodar por la ladera. Sin dejar de chillar, el troll fue dando tumbos entre las afiladas rocas, hasta que, por fin, se estrelló en el fondo. Incluso desde esa altura, pudieron ver cómo los miembros destrozados y las heridas sangrantes comenzaban a sanar.

Halloran se encaramó al sendero y se puso en guardia justo a tiempo para enfrentarse al siguiente troll. La bestia, con el morro cubierto de babas, gruñó furiosa mientras se mantenía fuera del alcance de la espada. Hal lanzó varias estocadas, pero la larguirucha criatura, mucho más alta que el humano, consiguió eludirlas sin dificultad. Las piedras desprendidas por los pies de Halloran volaban por el aire para después caer al precipicio.

Por un momento, el joven pensó en utilizar un hechizo; uno de los pocos que había aprendido en su etapa de aprendiz de brujo, pero enseguida desistió, consciente de que un proyectil mágico o el hechizo del crecimiento no le servirían de nada.

—¡Adelante! ¡No te detengas! —lo urgió Daggrande, a sus espaldas. El enano se moría de ganas por tener la oportunidad de utilizar su hacha, aunque el sendero era demasiado estrecho y la espada de Halloran, ayudada por el poder de la pluma, resultaba más eficaz contra estos enemigos. En consecuencia, optó por montar uno de los pocos dardos que le quedaban, y esperó la ocasión de disparar.

Halloran avanzó por el sendero sin dejar de lanzar golpes a diestro y siniestro para mantener a raya al troll que iba a la cabeza. Entonces tropezó con un saliente y cayó de espaldas. En el acto, el troll se lanzó sobre él.

Por fortuna, Daggrande estaba preparado. Disparó la ballesta, y el dardo de acero hizo diana en la marca de la Mano Viperina. Con un gemido ahogado, la bestia se derrumbó por la ladera, y, para el momento en que se adelantó el siguiente troll, Halloran ya estaba otra vez en pie. Repelió el ataque con el filo de su espada, y una vez más consiguió proteger la retaguardia del grupo.

Los compañeros avanzaron por la cresta casi durante un kilómetro, siempre un paso por delante de los trolls. Unas cuantas bestias seguían su avance por las estribaciones del risco, y todos eran conscientes de que un paso en falso significaría acabar despedazados por sus garras y los colmillos.

De pronto, el avance se detuvo. Hal se arriesgó a mirar hacía donde se encontraba Erixitl, y vio que delante de su esposa no había ningún camino. Tampoco había manera de bajar, y los trolls no cesaban en su acoso por la retaguardia. Las bestias de abajo comenzaron a trepar por la ladera.

—Una bonita encerrona —comentó Daggrande. Disparó otra saeta contra uno de los trolls que escalaban, y la criatura rodó por la pendiente—. Sólo me quedan dos —anunció, mientras recargaba.

Con un coro de aullidos y gritos, los trolls se lanzaron al ataque.

De las crónicas de Coton:

En medio del océano del desastre, una pequeña isla de plumas nos mantiene a flote.

Lotil, el plumista, y yo saludamos la marcha de los monstruos de Palul como el nacimiento de un nuevo día. El pueblo yace en ruinas, y sus habitantes han muerto o escapado. Por alguna razón que desconozco, la horda ha dejado algunas casas en pie, entre ellas la de Lotil.

En este perdón, presiento el destino del viejo ciego y la necesidad de que lo ayude. Ahora estamos unidos, no sólo por el peligro que hemos pasado, sino también por el camino que nos llama.

El caballo de los extranjeros está preparado para llevarnos, y con el nuevo día nos disponemos a la marcha. Los dos hemos soñado con la Gran Pirámide en el desierto, de brillantes colores, y con las maravillas secretas ocultas debajo de la arena que la rodea.

La visión de la pluma nos dice que es allí adonde debemos ir.

¡Y Qotal! El Plumífero no tardará en regresar, y comprendemos que la Gran Pirámide será el lugar de su llegada. En cuanto montamos, el caballo nos lleva hacia el sur, hacia el altar del advenimiento del dios Plumífero.

Los dos sabemos que el caballo sigue la dirección correcta.