Un dios vivo
Las aves marinas volaban en círculos por encima de las grandes velas blancas; graznaban sin cesar mientras se zambullían en picado en la estela de las naves. Don Váez había zarpado de Murann al mando de una orgullosa flota de veinticinco galeones, y más de mil quinientos soldados ansiosos de riquezas.
El joven comandante, con sus largos rizos rubios al viento, permanecía en la proa de la nave capitana. Los escribas, hechiceros y clérigos le habían dado todas las informaciones disponibles del viaje de Cordell, y, si bien ahora navegaban hacia un continente misterioso, al menos sabía que había tierra al otro lado.
—¡Y por Helm, que será mía!
Como la mayoría de los hombres de armas, Don Váez no necesitaba mucho de los dioses, excepto en la medida en que podían ayudarlo en la consecución de sus fines. Había escogido a Helm como protector, porque el dios de la vigilancia eterna parecía el más apropiado para un soldado.
Don Váez mantenía una actitud de hombre dispuesto a todo, consciente de que sus hombres lo observaban. Creía a pies juntillas que la apariencia era un factor decisivo para el liderazgo, y, en consecuencia, se tomaba grandes molestias para que sus tropas siempre lo vieran con el mejor aspecto. En su camarote tenía cuatro baúles llenos de uniformes, para poder estar siempre bien vestido y elegante en todo momento.
El capitán recordó su pasado mientras la brisa marina le agitaba los cabellos. Había seguido un largo y tortuoso camino para llegar a este punto, pero ahora cada uno de sus audaces pasos estaba a punto de darle la recompensa que se merecía.
La flota navegaba sin tropiezos a las órdenes de un piloto veterano llamado Rodolfo, que tenía la reputación de ser uno de los marinos más temerarios de la Costa de la Espada. Años atrás, había servido al mando del capitán general Cordell cuando había necesitado una flota. Desde aquel entonces, el piloto había vuelto a tierra, aunque había aceptado de buen grado la paga ofrecida por los príncipes para unirse a la expedición.
—Se levanta viento del este. Podremos navegar a toda vela —comentó Rodolfo, mientras se acercaba a Don Váez. El comandante asintió distraído; los detalles técnicos de la navegación no le interesaban, pues los consideraba asunto del piloto. Con una fugaz mueca de disgusto, Rodolfo se marchó al ver que Váez no le hacía caso.
El capitán, sumergido en sus recuerdos, exhibió una sonrisa severa mientras pensaba en la Academia de Ladrones en Calimshan. ¡Había sido un pésimo ladrón! ¿Qué necesidad había de moverse sigilosamente en medio de la oscuridad para apoderarse de una cosa cuando él podía acercarse al dueño, partirle el cráneo con un golpe de su espada, y llevarse el objeto que le interesaba a plena luz del día?
Los directores de la academia habían llegado a la misma conclusión. Don Váez y Calimshan se separaron en términos amistosos, porque los maestros no se ocuparon de hacer un inventario a fondo hasta que el exestudiante ya estaba bien lejos. Con la ayuda de los disfraces que le había proporcionado una sirvienta, escapó de la ciudad y viajó hacia el norte, a lo largo de la costa. No se preocupó más por el destino de la muchacha inocente, al dar por sentado que la habían ajusticiado como cómplice de sus fechorías.
Después de esta primera experiencia, Don Váez había servido en una de las compañías de mercenarios que combatían en Amn contra los piratas de la Costa de la Espada, en una guerra que duraba ya más de veinte años. Tras la misteriosa y desgraciada muerte del capitán de la compañía —nadie pudo identificar al arquero que le había disparado por la espalda mientras encabezaba a sus tropas en el combate—, Don Váez asumió el mando, y fue en el desempeño de su jefatura que concitó la atención de los príncipes mercaderes.
El principal competidor de Váez y sus hombres había sido el capitán general Cordell y su Legión Dorada. Cuando Cordell había conseguido la victoria final frente a las hordas del príncipe pirata, Akbet-Khrul, todos los honores del Consejo de Amn fueron para el vencedor.
Por su parte, Don Váez —que de pronto se había encontrado sin trabajo— encontró su premio en una dama casada y muy rica. Los favores de la señora lo habían llevado una vez más a merecer la atención del Consejo, ahora que no se tenían noticias de Cordell y que existía la posibilidad de que hubiese traicionado a sus empleadores. Don Váez había llegado a pensar si la dama en cuestión no sería uno de los príncipes mercaderes, si bien no tenía ninguna posibilidad de confirmar este hecho.
Fuera como fuese, su influencia debía de ser muy grande, porque lo habían seleccionado para comandar esta gloriosa empresa.
Los príncipes mercaderes le habían otorgado amplios poderes y atribuciones. Presentía que en la tierra, al otro lado del mar, encontraría vivo a Cordell. Los dioses no podían ser tan crueles como para privar a Don Váez de enfrentarse a su viejo rival.
—Sabe que lo encontrará vivo, ¿no es así? —preguntó el padre Devane. El clérigo, ataviado con una gorra de tela y una capa de lana, se unió a él en la barandilla de proa.
—¿Cordell? —Don Váez se volvió hacia el sacerdote, sorprendido por la exactitud de su deducción. En su rostro apareció una débil sonrisa—. Sí. Creo que… lo encontraremos.
—¡Bien! —exclamó Devane, con voz dura—. ¡Su comportamiento insensato le costó la vida a mi maestro!
—¿Fray Domincus? ¿Cree que está muerto?
—Desde luego que sí —manifestó el clérigo—. ¡Pero su muerte será vengada!
—Puede estar seguro de que así será —afirmó el capitán, volviendo su atención al mar. Al parecer tenía un aliado, un hermano espiritual, en este agrio sacerdote de Helm. Recordó la alfombra voladora que había mencionado uno de los príncipes, y pensó que Devane sería un aliado de gran valor.
Don Váez imaginó cómo sería su encuentro con el derrotado Cordell. El hombre rogaría su perdón, y Don Váez lo haría sufrir y suplicar por su vida aún a sabiendas de que se la perdonaría, porque el momento de auténtico triunfo no llegaría hasta su regreso con Cordell a Amn, donde pasearía por las calles de Murann con el traidor encadenado.
Quizá lo llevara en una jaula. De pronto, Don Váez tuvo una inspiración. Utilizaría el oro del nuevo mundo —mejor dicho, parte del oro— y mandaría construir una jaula. La montaría sobre ruedas doradas, y en ella pasearía a su prisionero.
Sí, pensó Don Váez. Sería el regreso más adecuado para el líder de la Legión Dorada. Con esta idea, y una sonrisa en su bien formada boca, Don Váez se dirigió a su camarote bajo cubierta, para dormir.
Y, desde luego, continuar con sus sueños.
—¿Cuántos eran? ¿Has podido contarlos? —preguntó Halloran.
Jhatli lo miró con desconfianza. La inteligencia brillaba en los ojos del muchacho, pero también la rabia y el odio. «No se lo puede culpar por ello», pensó Halloran.
Con la ayuda de Gultec y Daggrande, Hal había intentado averiguar todos los datos posibles. Erixitl dormía cerca de ellos, agotada tras la dura marcha del día. En algún lugar del cielo, el águila los esperaba. Por la mañana, tendrían que adoptar una decisión muy difícil: dirigirse hacia el pozo de agua, o seguir el camino que les señalaba el ave de presa.
Por ahora, permanecían sentados alrededor de una pequeña hoguera hecha con un poco de la escasa leña a su disposición. Algunos de los exploradores mazticas les habían anticipado parte del relato de Jhatli, y todos se compadecían de la terrible experiencia que había soportado el adolescente. Sin embargo, debían insistir en el interrogatorio, porque cualquier cosa que les pudiera decir acerca de la naturaleza y las tácticas de los perseguidores podían resultar de gran utilidad.
—No eran tantos como mi grupo…, menos de mil. Salieron de entre las rocas cuando pasamos, para atacarnos por sorpresa. Que yo sepa, nadie más consiguió escapar —dijo Jhatli—. Estoy vivo sólo porque, al haber ido de cacería, me separé del grupo principal. Pero pude verlos. —El muchacho hizo una pausa, y de pronto exclamó—: Podríamos volver allí y matarlos. ¡Con vuestros guerreros y las armas de plata, no dejaríamos ni a uno solo con vida!
—¡No! —suspiró Hal, moviendo la cabeza—. Sin duda, ahora serán muchos más. Tú sólo has visto una pequeña parte de la horda que nos persigue.
La mirada del joven se oscureció y fue evidente la tensión de sus músculos. Al cabo consiguió controlar sus emociones y se sentó más tranquilo, aunque, cuando habló, su tono tenía una ligera nota despectiva.
—De acuerdo, pero, cuando tenga la ocasión, mataré a todos los que pueda.
—Un guerrero, ¿eh? —comentó Daggrande, con una gentileza poco habitual en él.
—Sí… ¡alguien que no tiene miedo a buscar el combate!
—Cuidado, jovencito —gruñó Gultec, con el rostro muy serio entre las mandíbulas de su casco de jaguar. Jhatli lo miró alarmado, y después contempló el suelo.
—Lo…, lo siento —se disculpó, con la voz entrecortada.
—Sé que la ira te obliga a pensar en el combate —dijo Halloran—, pero debes aprender a controlarla con la sabiduría, porque si no acabará por destrozarte.
Esta vez Jhatli miró a Halloran, todavía furioso, para inmediatamente volver su atención al fuego, mientras su cuerpo se encorvaba sin fuerzas.
—Ven, muchacho —lo invitó Daggrande en su vacilante nexala, con una mano puesta sobre el hombro de Jhatli—. Vamos a ver si podemos encontrar un poco de comida para ti.
Gultec y Halloran permanecieron en silencio durante un rato, a medida que caía la noche. Por fin, el Caballero Jaguar fue el primero en hablar.
—Me molesta tener que huir constantemente de un enemigo que no podemos ver —dijo.
—Y a mí —asintió Hal—. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Hacerle frente, y morir con toda esta pobre gente, entre las garras de unas bestias sobrenaturales?
—¿Cuánto tiempo hemos de continuar la huida? —insistió Gultec—. ¿Es sensato adentrarse todavía más en el desierto? ¿Y si todo es una trampa cruel preparada por los dioses, y cuando encontremos el último punto de abastecimiento no nos quede más alternativa que la de morir de hambre y de sed?
—Aquel nuevo valle que has hallado…, al parecer hay agua y comida para una larga temporada —comentó Halloran.
—Así es, y también hay tierra suficiente para cultivar. Si el suministro de agua estuviese asegurado, se podría edificar una ciudad tan grande como Nexal.
—Siempre y cuando no nos saquen de allí como un rebaño de cabras —observó Hal, amargado.
—No sé qué son «cabras» —replicó Gultec—, pero comparto tus sentimientos. —El guerrero hizo una pausa antes de plantear una pregunta que le preocupaba desde hacía tiempo.
»Tú y tu gente habéis utilizado poderes en las batallas contra nosotros: eso que llamáis hechicería. ¿No hay ningún hechizo que pueda defendernos contra la Mano Viperina?
—La hechicería es un conocimiento sólo al alcance de unas pocas personas —respondió Halloran, moviendo la cabeza en un gesto de resignación—. En la legión contaban con Darién, la elfa albina. Ella disponía de grandes poderes, pero los empleó al servicio de los drows, y ahora está muerta. No es posible que se haya salvado de la erupción del volcán.
—¿No había ningún otro hechicero? —preguntó el Caballero Jaguar.
—El fraile Domincus poseía los poderes comunes a todos los clérigos, pero murió en el altar de Zaltec. También hay algunos hombres de la legión que conocen algunos hechizos de poca importancia, y su poder es pequeño —contestó Halloran, con una risita.
»Yo soy uno de ellos —añadió—. En un tiempo fui aprendiz de un gran mago, y todavía recuerdo algunos hechizos. El encantamiento de la luz, o el de la flecha mágica. También puedo aumentar el tamaño de un objeto con un hechizo de crecimiento.
Gultec lo miró sorprendido, pero comprendió que Halloran decía la verdad. Ambos recordaron las grandes bolas de fuego, las explosiones de escarcha, y el humo venenoso que había utilizado Darién.
—Como ves —concluyó Halloran—, hay muy poco que pueda hacer para cambiar el curso de una batalla.
Durante un rato, los dos hombres permanecieron en silencio. Entonces, Halloran miró hacia el cielo.
—Está por resolver el tema de Poshtli —dijo—. Esta tarde ha volado hacia el este, por tierras que sabemos que son puro desierto. ¿Cómo podemos arriesgarnos a llevar a toda esta gente en la nueva dirección, sencillamente porque nos lo indica un pájaro, a pesar de lo que pueda haber sido antes? —Halloran sabía que nadie procedente de los Reinos tomaría semejante decisión; sin embargo, no tenía muy claro qué podían resolver los mazticas.
—Quizá no pretende que lo siga toda esta gente —murmuró Gultec—. Únicamente aquellos que son importantes.
Halloran miró al Caballero Jaguar, sorprendido. No se le había ocurrido esta posibilidad, aunque parecía tener mucho sentido. Antes de que pudiera responder, una figura surgió de la oscuridad, y vieron que se trataba de Xatli.
—¿Puedo unirme a vosotros? —preguntó el clérigo de Qotal.
—Desde luego —respondió Halloran, mientras Gultec asentía.
Xatli miró a Erix; la muchacha dormía abrigada con su capa, que brillaba suavemente en la oscuridad.
—Es bueno que pueda dormir. Sus cargas le pesan mucho, y el sueño es la mejor cura.
—Ahora sólo está tranquila cuando duerme —comentó Hal.
—He oído decir que nos dirigimos a un valle exuberante —dijo el sacerdote, después de una pausa.
—Gultec lo ha visto. Hay agua y comida en abundancia.
—Sí —asintió el Caballero Jaguar—. Los primeros de la columna llegarán allí a última hora de mañana; a la mañana siguiente, todos estarán en el valle.
—Un buen lugar para acampar —señaló Xatli, poniéndose en cuclillas—. La gente se animará a continuar la marcha.
—Tal vez sea un buen lugar para descansar —repuso Gultec—, pero es mal sitio para una batalla.
—¿Sabíais que hay un lugar en este desierto que fue hecho para la guerra? —anunció el sacerdote.
—¿A qué te refieres? —preguntó Halloran.
—Se llama Tewahca, la Ciudad de los Dioses. Nunca la he visto, pero la historia de su construcción es conocida por todos los sacerdotes. Fue el escenario de la última victoria de Qotal sobre su hermano Zaltec.
—¿Zaltec y Qotal son hermanos? —exclamó Halloran, atónito—. No lo sabía.
—Efectivamente. Son hermanos aunque muy distintos uno del otro. Zaltec sólo desea la muerte y la desgracia; Qotal no puede soportar ver que se hace daño a ningún ser vivo.
—Eso debió de ser una gran desventaja si tuvo que librar una guerra —comentó Hal, irónico, y Xatli soltó la carcajada.
—Hasta cierto punto —respondió el clérigo—. Los dioses ordenaron a los humanos de este mundo que construyeran un gran edificio para la guerra, una pirámide más grande que cualquier otra en el Mundo Verdadero. Para que la gente pudiera alimentarse mientras trabajaba, convirtieron en fértil el desierto.
»Desde luego, los detalles son tan viejos como la leyenda, pero todos los relatos coinciden en que se encuentra en algún lugar de la Casa de Tezca. Ningún hombre la ha visto, al menos en doce generaciones o más. Quizás el desierto la ha engullido.
»No obstante, estoy seguro de que Tewahca está por aquí. Tal vez los dioses desean que vuelva a ser el escenario de una batalla. Además, se menciona que el desierto era fértil. ¿Acaso no es lo que ocurre ahora? ¿Lo que nos mantiene a todos durante esta terrible marcha?
—¿Piensas que nos guían hacia Tewahca? —preguntó Gultec. Por el tono, Halloran comprendió que el guerrero conocía las leyendas sobre la ciudad santa.
—Lo dudo —contestó Xatli—. Los dioses crearon un páramo alrededor del lugar para mantener apartados a los humanos. No parece lógico que ahora deseen llevarnos a todos hasta allí.
»Sin embargo, la construcción de una ciudad así lleva a pensar que podría ocurrir otra vez —murmuró el clérigo—. No sé por qué, pienso que los nexalas podrían volver a tener un hogar.
Hal asintió, y, por un momento, se complació en compartir las esperanzas del clérigo para el futuro. Pero, casi enseguida, recordó a Jhatli y a los terribles perseguidores que los acechaban en la oscuridad del desierto.
Las bestias de la Mano Viperina eran como una espada pendiente de un hilo sobre sus cabezas, dispuesta a acabar con la vida de todos.
El vapor surgía de las enormes grietas de la tierra, y la espesa niebla se extendía como un sudario por el valle de Nexal. Las bestias se habían marchado y, excepto por las ratas que se movían entre los escombros, la isla estaba desierta.
En el centro de la ciudad muerta, el pilar se elevaba como un gigantesco monolito de más de treinta metros de altura. Únicamente si se lo examinaba con mucho cuidado, se podían ver los contornos de los brazos y las piernas, y las mandíbulas dotadas de grandes dientes, que convertían a la piedra en la imagen de Zaltec.
Pero su poder no residía en su aspecto, sino en la esencia del monolito. Centenares de años atrás, esta misma roca —en aquel entonces, no más grande que un hombre— había sido descubierta por un sacerdote de una primitiva tribu guerrera. El pilar le había hablado al hombre, para ordenarle que guiara a su tribu en un largo peregrinaje a través del desierto y las montañas, hasta que por fin llegaron al gran valle con sus cuatro lagos de aguas puras y cristalinas.
Había otras tribus instaladas en las costas lacustres, y los recién llegados escogieron la isla llana y pantanosa para edificar su poblado. La piedra que simbolizaba a su dios fue colocada en el lugar donde construirían su primera pirámide.
Con el paso de los siglos, la aldea se convirtió en un pueblo, y sus habitantes establecieron alianzas con las otras tribus. Se añadieron nuevas plataformas a la pirámide original, y el pueblo pasó a ser una ciudad. Los miembros de la tribu eran diestros en la guerra y la diplomacia y, al cabo, se convirtieron en los amos del hermoso valle. En ningún momento olvidaron que su éxito se lo debían a Zaltec, dios de la guerra.
Ahora, el dios reclamaba su recompensa, y la gente que lo había adorado escapaba aterrorizado por el desierto. El pilar aumentó de tamaño, librándose de sus ataduras, para levantarse como un coloso entre las ruinas.
Entonces, hasta las ratas permanecieron inmóviles. Un temblor sacudió la tierra, y el monte Zatal, envuelto por una niebla gris, vomitó fuego.
Y la estatua comenzó a moverse.
La mortífera columna avanzó por la selva como una guadaña cósmica, dejando atrás árboles arrancados, matorrales aplastados, y los esqueletos de cualquier criatura lo bastante estúpida como para pretender enfrentarse al avance de las hormigas. Prados enteros se convirtieron en pantanos, mientras extensas zonas boscosas quedaron reducidas a páramos cubiertos de inmundicias y troncos pelados.
El avance seguía una ruta poco precisa, con vueltas y revueltas carentes de lógica. Las hormigas vadeaban los arroyos de la selva payita, y escalaban sin problemas las empinadas sierras de pizarra que salpicaban la región. Habían avanzado primero hacia el norte, después habían torcido hacia el este y bajado hacia el sur, y finalmente habían dado la vuelta y cruzado su propio rastro en su regreso hacia el norte.
La marcha podía parecer incontrolada, pero no era así.
En realidad, las hormigas gigantes respondían a las órdenes de una inteligencia tan brillante como perversa. Darién utilizaba la marcha para conseguir el dominio absoluto sobre las hormigas, enseñándoles a responder a su voluntad. Mandaba que la columna avanzara de cinco o seis en fondo, cuando deseaba marchar deprisa, porque había descubierto que así podían maniobrar con mayor facilidad y salvar obstáculos como los pantanos y los matorrales demasiado espesos. Si quería una amplia franja de destrucción, ensanchaba la columna hasta cien o más hormigas; si bien el avance resultaba más lento, no quedaba nada vivo tras el paso de los insectos.
Cada hormiga era un monstruo insensible; más grandes que un jaguar, y con una fuerza mecánica que no conocía el miedo ni el cansancio, las hormigas marchaban, atacaban y devoraban de acuerdo con la voluntad de su ama.
Mientras tanto, el odio consumía a Darién. Sólo pensaba en su venganza contra los humanos, y maldecía la arrogancia de los dioses, que lanzaban sus castigos contra los mortales sin ningún riesgo para sí mismos.
Ahora disponía de las hormigas, millares de insectos gigantes surgidos de las entrañas de la tierra, listos para obedecer su voluntad. Constituían la herramienta ideal para su venganza.
En esta región de Payit, si bien era poco poblada, había unas cuantas aldeas, y Darién ordenó a su ejército dirigirse hacia una de ellas para ponerlo a prueba. No tardaron en llegar al lugar escogido, y Darién contempló los pequeños campos de maíz y el racimo de chozas de adobe.
Esperad, soldados.
Su orden telepática llegó a todos sus súbditos. Las hormigas que iban a la cabeza se detuvieron en los lindes de la selva, para esperar a que llegaran las demás. Poco a poco, la columna se desplegó en un amplio frente de antenas temblorosas y mandíbulas que se abrían y cerraban lentamente. Los cuerpos negros de las hormigas se sacudieron impacientes, pero permanecieron en sus puestos. Cuando consideró que ya había suficientes, Darién dio la orden.
Adelante, ¡matad!
Los insectos salieron en el acto de la selva para lanzarse a través de los campos de maíz. Sus enormes mandíbulas arrancaban las mazorcas, las hojas y las cañas sin dejar de avanzar, y, en cuestión de minutos, llegaron a la aldea.
Las primeras en ver a los espantosos atacantes fueron varias mujeres que recogían maíz cuando la horda apareció frente a ellas. Sus gritos se interrumpieron casi en el acto, y cayeron muertas sin tener tiempo siquiera de intentar escapar.
Los hombres salieron de las chozas, atraídos por los gritos de terror, y de inmediato hicieron frente a los atacantes. Las poderosas patas de las hormigas les arrebataron las armas y les rompieron los huesos. Después, sus mandíbulas se cerraron sobre la carne de sus víctimas.
La primera fila de hormigas dejó atrás a los lanceros, cuyos proyectiles rebotaron en el durísimo caparazón de los insectos. Los humanos, con los miembros arrancados y los pechos abiertos, pero todavía vivos, fueron abandonados para satisfacer el apetito de la segunda fila.
Los alaridos de hombres, mujeres y niños espantaron a las cacatúas y guacamayos, que unieron sus graznidos a los gritos humanos. Todos los aldeanos que no habían caído en el primer embate echaron a correr. Las hormigas los persiguieron y dieron caza a la mayoría. A los humanos más pequeños los cogieron vivos y se los llevaron a su nueva reina. A los mayores los mataron y los hicieron pedazos para que cada una pudiera tener una porción.
Con la rapidez —aunque no la gracia— de un gamo, recorrieron las calles y la plaza de la aldea. Sin perder un segundo, entraron en las chozas y devoraron a los que, por estar enfermos o ser demasiado pequeños, no habían intentado huir. En cuanto acabaron con las víctimas humanas, se dedicaron a comer la paja y los troncos de las casas, que se desplomaron convertidas en escombros.
En la plaza se levantaba una pequeña pirámide, coronada con el habitual templo maztica. Las hormigas subieron por los cuatro costados, tras deshacerse del puñado de guerreros que guardaban la pirámide. En la cima, el sacerdote de la aldea las esperaba en la puerta del templo, armado con su daga de piedra. Antes de que pudiera descargar una sola puñalada, una de las hormigas le cortó el brazo a la altura del codo. Otra lo sujetó de un pie y lo arrastró por los escalones de la pirámide, mientras las demás se ocupaban de hacer trizas el templo con sus mandíbulas. En unos minutos, el templo se hundió, reducido a un montón de astillas alrededor del altar de piedra.
Alguno de los braseros del interior del edificio debía de estar encendido, porque poco después una columna de humo surgió de las ruinas. El fuego se extendió rápidamente, y la madera del templo alimentó la hoguera. El viento arrastró las chispas que se posaron suavemente entre los restos de las casas, y el fuego se propagó a gran velocidad.
En muy poco tiempo, no quedó ningún rastro de la ocupación humana, salvo por la pirámide de piedra rodeada de ascuas y cenizas.
Desde su posición al borde del claro, las drarañas contemplaron la destrucción, satisfechas.
—Nos has conseguido un ejército —siseó una de las drarañas, un macho esbelto, armado con un poderoso arco. Él, como el resto de sus compañeros, había observado en silencio el ataque de las hormigas.
—Mis soldados saben matar —afirmó Darién.
También Lolth estaba muy complacida con la carnicería, aunque sus drarañas no podían saberlo.
De las crónicas de Coton:
Protegidos por el abrazo del Plumífero, quizá podamos vivir para ver el nuevo día.
La puerta de la choza de Lotil ha saltado en pedazos, y una bestia enorme aparece en la abertura, con el morro cubierto de baba, Es altísima, de piel verde, y sus curvadas garras tienen un aspecto feroz. La marca roja de la Mano Viperina palpita en su pecho. Sus ojos, negros y hundidos, enfocan al plumista y a mi persona, mientras nos acurrucamos en un rincón.
Entonces, se manifiesta la presencia de Qotal.
El telar de Lotil, con su tapiz de algodón y plumas, está junto a nosotros. En el momento en que la bestia avanza, el tapiz se desprende del telar, flota hacia donde estamos y se interpone como una cortina entre el monstruo y nosotros.
La criatura se detiene asombrada, pero no más que yo. Porque en el trozo de tapiz aparece la imagen de un lugar, una imagen tan nítida e inconfundible que parece ser un lugar real.
La bestia retrocede, confundida. Por fin, abandona la casa en silencio. Yo permanezco con la mirada puesta en la imagen.
Después el plumista ciego, que no puede ver el sol a mediodía, me habla.
«Es la pirámide de Tewahca», dice, y yo asiento.