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Advertencias en el sol

El enorme disco de plata resplandeciente permanecía inmóvil, todavía tapado por el manto de las sombras de la mañana, en las profundidades del cráter central de la montaña. Los caciques de los enanos del desierto esperaron pacientemente, sentados en el borde del agujero, de cara al este. El milagro de la Piedra del Sol no tardaría en comenzar.

Luskag notó la inquietud de Pullog, sentado junto a él, y el jefe de la Casa del Sol sonrió para sus adentros. El rito de la Piedra del Sol entrañaba riesgos para los débiles de espíritu, y Pullog nunca había recibido las revelaciones de los dioses a través del gran lago de plata. Sin duda, conocía los relatos de hombres que habían perdido el juicio, y de enanos cegados por la deslumbrante visión.

Sin embargo, Luskag estaba seguro de que su camarada —de hecho, todos los caciques del clan, reunidos aquí a petición suya— haría frente al milagro sin amilanarse. De no ser así, no los habría llevado a la cima de la montaña. Luskag comprendía que, únicamente si todos los enanos participaban en la misma revelación, se mostrarían partidarios de actuar unidos.

El sol se elevó poco a poco, y sus rayos tocaron el borde occidental del disco plateado. A medida que transcurrían los minutos, aumentó la zona iluminada. A pesar de su enorme tamaño, la superficie de metal brillante no tenía ni una sola imperfección, y resplandeció en su pureza.

Entonces, lentamente, la superficie metálica se movió, como si fuese líquida. Con una gracia majestuosa, el disco comenzó a girar, impulsado por un eje invisible. El disco aumentó su brillo con la elevación del sol.

El eje fue ganando velocidad mientras la luz solar se volcaba sobre su superficie, hasta que, por fin, los rayos parecieron enfocarse en el mismo centro. Allí todos los colores se reflejaron en una impresionante muestra del poder solar.

Un rayo de luz ardiente se clavó en los enanos del desierto sentados en el borde del cráter. Durante mucho tiempo, las figuras permanecieron inmóviles, traspuestas por la luminosidad.

Luskag miró el resplandor blanco. Por unos minutos, no vio nada, pero entonces una sombra comenzó a crecer en el centro del resplandor. Poco a poco se ensanchó, y fue extendiendo unos tentáculos neblinosos que crecían como los miembros de una araña a partir de su cuerpo negro, cargado de veneno.

El enano observó inmóvil el crecimiento de la nube, y sintió que un miedo abyecto se apoderaba de su alma. Por primera vez podía experimentar el increíble poder de la Piedra del Sol, y su miedo se convirtió en terror.

Los tentáculos de humo se volvieron sólidos, sin dejar de aumentar de tamaño, amenazando con apoderarse de él para arrastrarlo a la oscuridad. Nunca antes las imágenes de la Piedra del Sol habían sido tan tangibles, tan absolutamente aterradoras. Los tentáculos negros formaron un círculo y, de pronto, enmarcaron un lugar en la visión; un sitio que él conocía.

¡La Ciudad de los Dioses! Vio la gran pirámide que se alzaba en la arena, de una belleza increíble. A su alrededor se desparramaban las ruinas, filas y filas de columnas, inmensos portales solitarios, y montañas de arena que adoptaban las formas de los edificios sepultados.

Los tentáculos, que parecían ser la representación de la más terrible destrucción, envolvieron las ruinas en un abrazo mortal. El dolor atenazó el pecho de Luskag al ver la negrura que se acercaba a la pirámide, ocultando poco a poco su resplandeciente hermosura. En el centro de aquel brillante remolino de colores, el enano vio una bellísima flor de luz, un pimpollo frágil y hermoso que reclamaba su protección.

Necesitaba un refugio, porque los tentáculos de la oscuridad amenazaban con aplastarla. Tenía que impedirlo antes de que su belleza desapareciera de la faz de la tierra.

Luskag no vio que uno de los caciques, incapaz de dominar su pánico, se había puesto de pie con la intención de huir. Ninguno de sus camaradas oyó su grito de desesperación. En cualquier caso, no hubieran visto los tentáculos que sujetaban su cuerpo en un abrazo de hierro, porque no había nada sólido en el aire.

Sin embargo eran reales para los ojos de la mente. El infortunado cacique, con el rostro desfigurado por una mueca de horror, rodó por la ladera interior del cráter, y no se detuvo hasta llegar al gran lago plateado.

Los demás no vieron cómo su cuerpo chocaba contra el metal líquido y desaparecía en el acto. Ni una sola ondulación alteró la superficie.

Luskag permaneció hipnotizado. Podía ver las sombras con mayor claridad; un manto ominoso que se introducía en la Casa de Tezca, para extenderse a través del desierto, como una plaga que lo devoraba todo. Finalmente las sombras engulleron el último brillo de la Ciudad de los Dioses, que desapareció de la vista.

Ahora, el cacique no veía más que una enorme extensión oscura.

La visión concluyó en el momento en que el sol se acercaba a la vertical del cráter. Los enanos despertaron del sueño de los dioses, temerosos y desconsolados. No hablaron de su visión; les bastó con mirarse a los ojos para saber que habían compartido la misma experiencia. Ni siquiera la ausencia de uno de ellos provocó comentario alguno. Todos habían estado muy cerca de correr el mismo destino.

Pero ahora todos sabían lo que debían hacer.

Halloran vigilaba atentamente a Erix mientras caminaban. Le satisfizo ver que su paso era firme y que había recuperado los ánimos. Su esposa parecía sentir un gran entusiasmo en seguir las evoluciones del águila que volaba muy alto por delante de ellos.

—Recuerda —dijo él, por fin— que puedes montar si te cansas de caminar.

—De verdad, estoy bien. Me gusta caminar. —Le dirigió una sonrisa cargada de paciencia. Su buen humor se mantuvo incluso cuando Xatli se reunió con ellos. El sacerdote jadeaba un poco, mientras se enjugaba el sudor de la frente.

—¡Este sol acabará por asarme! —protestó—. Claro que debe de ser el motivo de que a este lugar lo llamen desierto.

Erix soltó la carcajada y después volvió a mirar al águila para estar segura de que no había desaparecido. Poshtli trazaba un círculo majestuoso, por el sur.

—¿No os parece que su regreso ha sido un milagro? —preguntó el sacerdote.

—Quizá sea un milagro. La justa recompensa a su valor. Es la magia de la pluma —replicó Erix.

—O la bendición de Qotal. ¿No puedes admitir, hermana, que su bondad nos ha devuelto a Poshtli?

Por una vez, Erixitl pareció considerar en serio su pregunta.

—Tal vez. Para mí ha sido la cosa más preciosa que podía imaginar.

—Es una señal de que el Plumífero está complacido contigo —dijo Xatli con suavidad.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Erix, con un escepticismo bienintencionado.

—No lo sé —contestó el clérigo, sonriendo—. Pero es posible, ¿no te parece?

Erixitl le dirigió una mirada de curiosidad, sin contestar a la pregunta.

—Sólo quería decir que no tienes por qué oponerte a la voluntad del dios —añadió Xatli—. Tú eres su hija escogida; es algo que todos sabemos. Te salvó la vida la Noche del Lamento, y te has encargado de guiar al pueblo en su huida de los horrores que nos persiguen. Sin duda, te reserva un destino muy importante, Erixitl de Palul.

La joven volvió su atención al sendero con una expresión muy seria.

—He luchado contra su voluntad, contra ese propósito. —Una vez más observó al águila, que proseguía su vuelo en círculos. Su alegría por el regreso de Poshtli no disminuyó, y admitió para sí misma que su presencia era un milagro.

»Intentaré aceptar sus deseos, hacer su voluntad —prometió, finalmente, en un tono casi inaudible.

Jhatli corrió en dirección al risco que se elevaba en medio del desierto, con toda la fuerza que le infundía el pánico. ¿Cómo había podido perder a un millar de personas? Se repitió la pregunta, furioso, pero después suspiró aliviado cuando llegó a lo alto de la ladera y miró hacia el pequeño valle azotado por el viento.

Al cabo de un segundo, volvió a ponerse alerta, consciente de que nadie debía saber que se había perdido. Se olvidó del miedo pasado y comenzó a pensar en la exploración realizada durante el día anterior, como en una gran aventura.

En realidad, éste era el motivo por el cual se había separado de la columna de refugiados. En el valle se amontonaba una pequeña parte de los supervivientes de Nexal, que seguían a la gran masa con varios días de retraso. La mayoría eran ancianos y heridos, muchos de los cuales ya habían muerto en la agotadora travesía por el desierto.

Marchaban por el ancho valle sin apartarse de la senda abierta por la columna principal. Durante la mayor parte del recorrido, el camino unía los sucesivos valles, rodeados por colinas de piedra desnuda o dunas muy altas. Pero, de vez en cuando —a unos dos o tres días de marcha entre sí—, el sendero descendía a valles más profundos, y encontraban pozos de agua. En estos lugares, los fugitivos se quedaban durante unos días; descansaban y recuperaban fuerzas para la próxima etapa, antes de que se agotara totalmente la comida. De esta manera, los demás grupos dispersos disponían de sustento mientras seguían al resto.

Jhatli y otros jóvenes que estaban a punto de tener la edad para ser guerreros servían como exploradores y mensajeros del grupo. En esta constante y agotadora rutina, había encontrado consuelo a la pesadilla de Nexal. Las imágenes de su madre, engullida en una grieta humeante, o de su hermano mayor, destrozado por una bestia verde en un intento de ganar tiempo para que Jhatli pudiera escapar, se repetían en su mente. No había presenciado la muerte de su padre, pero no dudaba que el hombre había sido sepultado en el derrumbe de su casa.

Estos recuerdos lo acosaban durante las largas horas nocturnas, y el muchacho se olvidaba de ellos a lo largo del día gracias al trabajo. Esa mañana, en cuanto la luz del alba apareció en el horizonte, Jhatli había cogido su arco, las flechas con punta de obsidiana y su cuchillo de pedernal, y se había marchado a explorar un cañón poco profundo paralelo al curso del valle.

Pero el cañón resultó ser cada vez más profundo, y su curso se desvió del valle seguido por el grupo. Por fin, después de escalar una ladera abrupta y poblada de cactos, Jhatli se dio prisa para alcanzar a su familia antes de la noche.

Al menos lo que quedaba de su familia. Había escapado de Nexal con su tío y dos de sus mujeres. En una columna amplia y dispersa de casi dos kilómetros de largo, sus parientes y los miembros de un centenar de familias más marchaban esforzadamente hacia el sur, por el mismo sendero que seguía el grupo principal. Poco dispuesto a admitir su agotamiento ante los demás, Jhatli avanzó al trote para reunirse con los fugitivos.

Entonces se detuvo, alarmado. No había advertido las nubes de polvo que avanzaban por el otro extremo del valle, pero ahora podía ver unas criaturas —¡seres enormes!— que corrían entre las rocas. Tenían un aspecto parecido al humano, y eran mucho más grandes que cualquier hombre. Varios centenares de monstruos más pequeños aunque igual de bestiales seguían a los primeros.

A pesar de la distancia, sabía que iban armados y que atacaban a los fugitivos. Como olas lanzadas contra la playa, las criaturas salían de sus escondites, sedientas de sangre. Jhatli escuchó los gruñidos y aullidos mezclados con los gritos de terror de las mujeres y los niños.

—¡No! —gritó Jhatli, desesperado, y echó a correr, mientras veía a su gente retroceder ante el ataque por sorpresa.

La primera escaramuza dio paso inmediatamente a una terrible masacre. Los mazticas indefensos intentaban huir, sólo para acabar destrozados por las garras de los monstruos unos metros más allá. Un puñado de guerreros y muchachitos armados se lanzaron bravamente a la defensa, pero la fuerza y el número del enemigo acabó con ellos en cuestión de minutos.

Jhatli, con el rostro empapado de lágrimas y sudor, y con los pulmones a punto de estallar por el esfuerzo de la carrera, disminuyó el paso. Comprendió que era demasiado tarde para luchar, que se había acabado la carnicería.

—¡Monstruos! —gritó, agitando un puño; varias de las bestias, a unos centenares de pasos de distancia, escucharon su grito y respondieron con gruñidos.

»¡Vengaré a mi gente! ¡Acabaré con vosotros! —Furioso, colocó una flecha en el arco y disparó, aunque el dardo no cubrió ni la mitad de la distancia. Comprobó, satisfecho, que algunas de las bestias más pequeñas avanzaban hacia él. Los ojos porcinos de las criaturas eran estrechos, y sus morros abiertos mostraban sus colmillos largos y curvos. Sin embargo, sus brazos y manos eran humanos, y empuñaban las macas y escudos de los guerreros mazticas.

Jhatli preparó otra flecha, tensó el arco y esperó, utilizando su primer disparo como punto de referencia. Entrecerró los ojos, soltó la flecha y observó su vuelo hasta el blanco. El dardo se hundió en el pecho de una bestia con un ruido sordo, y el ser lanzó un grito de dolor mientras caía al suelo por la fuerza del golpe.

Pero, al cabo de un momento, el monstruo se incorporó y echó a correr detrás de sus compañeros. Las demás bestias se olvidaron por un momento de sus víctimas, atraídos por la nueva presa.

Jhatli comprendió que era inútil proseguir el combate y, dando media vuelta, se alejó a la carrera. Era más veloz que sus perseguidores, y confiaba en que no tardarían en renunciar a darle alcance.

El muchacho corrió en dirección al sur mientras caía la noche sobre la Casa de Tezca. Sentía pena por la muerte de los fugitivos, pero decidió que ya había malgastado mucho tiempo en lamentaciones y llantos. Había llegado el momento de pensar en la venganza.

Un matorral muy espeso ocultaba la salida de la cueva, que resultaba invisible en medio de la espesura que cubría la ladera. En cambio, desde el interior, la presencia de vegetación indicaba que al otro lado se encontraba la superficie.

Darién, al mando de la columna, se detuvo y escuchó. La draraña blanca presentía la luz del sol, y, por un momento, la dominó su repulsión a dejar la oscuridad. Pero ya no era un elfo oscuro, y la luz del día no tenía por qué molestarla.

—¡Incendrius! —gritó, apuntando con un dedo al matorral. El terrible poder de la magia chispeó en la exuberante barrera, y las ramas y hojas se transformaron en humo. Sin perder ni un segundo, Darién avanzó, para salir al mundo exterior por primera vez en meses.

Las demás drarañas la siguieron, con sus grandes arcos negros preparados. Las criaturas caminaban con los movimientos mecánicos de sus ocho patas, pero empuñaban los arcos con la experiencia de drows veteranos.

Detrás de estos seres repelentes, venía un ejército de hormigas gigantes. Los insectos rojos salieron de la cueva velozmente a pesar de la torpeza de sus movimientos. Sus antenas vibraron en el aire mientras sus enormes ojos inexpresivos contemplaban la selva. Las criaturas de Lolth emergieron de la oscuridad a un mundo vulnerable que nada sospechaba de esta nueva y espantosa amenaza. Un segundo después, las hormigas iniciaron su tarea de destrucción.

Las hormigas se lanzaron sobre los árboles, arbustos, e incluso la hierba, para reducirlo todo a un páramo. Arrancaron la corteza de los árboles y mataron a los gigantes centenarios de la selva en cuestión de segundos. Sus afiladas mandíbulas, duras como el acero, hacían astillas los troncos, mientras más y más hormigas salían de la cueva.

Darién y las demás drarañas se pusieron en marcha, y las hormigas siguieron a sus nuevos amos. Todavía no había acabado de salir el resto del hormiguero, y la columna ya tenía seis metros de ancho, mientras que su longitud no dejaba de aumentar.

Y allí por donde pasaban las hormigas no quedaba nada en pie.

—¿Sabes adonde nos guía? ¿O por qué ha adoptado el cuerpo de un águila? —Halloran manifestó sus pensamientos en voz alta, sin dejar de contemplar al majestuoso pájaro que volaba en círculos por encima de los fugitivos.

—No…, desde luego que no —respondió Erixitl, atenta a las evoluciones de Poshtli—. Sin embargo, vi algo en sus ojos, cuando se posó en aquel peñasco. Un mensaje, o un ruego. Parecía una promesa de esperanza.

—No nos vendría mal —afirmó Hal.

Miraron hacia atrás desde el pequeño altozano donde descansaban, junto con un centenar más de mazticas agotados. La columna de refugiados llenaba el valle, y se extendía hasta desaparecer en la nube de polvo que ocultaba el horizonte, por el norte. Delante, la fila llegaba hasta el próximo otero, a casi un par de kilómetros de distancia. Otro promontorio, más alto, les señalaba la próxima cadena de colinas.

—¿Cómo van tus fuerzas, hermana? —La voz, que sonó a sus espaldas, les indicó la presencia de Xatli.

Erixitl se volvió para mirar al sacerdote, con una débil sonrisa en su rostro, manchado de polvo y sudor.

—Creo que podré marchar como todos hasta que se ponga el sol —respondió—. Pero esta noche dormiré como un tronco.

El clérigo festejó la respuesta de Erix con una carcajada, y se acomodó en el suelo, al lado de la pareja.

—No hay ninguna duda de que te mereces un descanso —declaró el hombre—. Ojalá Qotal permita que las pesadillas no perturben tu sueño.

Erix miró en dirección al cielo para vigilar la presencia de Poshtli, que proseguía su vuelo sin prisa, siempre hacia el sur.

—En otra ocasión, habría discutido tus palabras —le dijo al clérigo—. Ahora, no puedo hacer otra cosa que no sea desear la realidad de las bendiciones de Qotal, que su retorno sea un hecho. —Lanzó un suspiro y después comentó, sin dirigirse a nadie en particular—: Sin esa esperanza, ¿qué otra cosa nos queda?

La mirada de Erix se cruzó con la de una anciana que avanzaba poco a poco por el sendero, cogida del brazo de un joven. La vieja le sonrió mientras se alejaba entre la multitud. Pero su rostro fue reemplazado por otros: una pareja de niños cogidos de la mano, un hombre con un bebé en brazos, un hombre y su mujer. Todos miraron a Erixitl en busca de un gesto de aliento y consuelo de su parte, y la muchacha intentó con desesperación comunicarles su propia esperanza.

—La fe únicamente puede aliviar tus cargas —declaró el sacerdote—. Las señales se han cumplido: ¡su retorno es inminente! ¡Acepta su ayuda, y conseguirás su fuerza inquebrantable!

—¡Pero tendrá que ser muy pronto! —replicó la mujer, con la mirada puesta en los oscuros ojos del clérigo. Xatli asintió. Había comprendido el mensaje.

—¡Amigos míos! —El grito llamó la atención del grupo hacia la cabeza de la columna, y vieron la fornida figura de Gultec que se acercaba. El Caballero Jaguar vestía su capa de piel moteada, y su rostro aparecía enmarcado en las fauces abiertas de su casco.

—¡Gultec! —exclamó Erix, recuperando los ánimos. El ágil Caballero Jaguar avanzó por la vera del camino, sin molestar a los refugiados que marchaban hacia el sur. En cuanto se reunió con sus amigos, se sentó en cuclillas y descansó, con una sonrisa satisfecha—. ¿Qué has encontrado?

—Agua. A un día y medio de aquí. Un lago muy grande, con marjales y hasta peces. —Los ojos del guerrero brillaron de alegría mientras comunicaba sus noticias—. Hacia el sudoeste… este camino lleva directamente hasta allí.

—¡Es una maravilla! —Erixitl miró hacia el cielo. La gran águila proseguía con sus círculos, esperándolos sin impacientarse.

—Quizá podamos permanecer allí durante unos cuantos días —dijo Halloran—. El tiempo suficiente para poder descansar y recuperar fuerzas.

—Sí —repuso Erix, distraída, mientras miraba otra vez al pájaro. Hal sabía que ella sólo aceptaría descansar siempre que el águila no los empujara a avanzar.

También estaba el problema de su padre. Cuando ambos habían ido a Nexal antes de la Noche del Lamento, el anciano parecía estar seguro en su casa, en lo alto de la sierra que dominaba Palul. Ahora la situación había cambiado y el caos reinaba por doquier, y la vida del ciego sin duda corría peligro. Erixitl sólo lo mencionaba de vez en cuando, pero Halloran sabía que pensaba mucho en Lotil. Él también estaba preocupado por la suerte del viejo, pero comprendía que no podían ir en su búsqueda porque las hordas de la Mano Viperina los acosaban.

Su primera obligación era con su mujer y el hijo que crecía en su vientre. Necesitaba encontrar un lugar seguro para instalar el hogar donde nacería el niño. Pero por ahora esto era un imposible, y el saberlo le producía un profundo dolor.

—Espero que podamos disfrutar de ese tiempo —añadió Gultec—, pero creo que no podrá ser. Es posible que tenga que dejaros.

—¿Dejarnos? ¿Por qué? —Erixitl miró al Caballero Jaguar sin ocultar su aprecio por el hombre.

—Tengo una deuda con aquel que es mi amo en todos los sentidos, en un lugar muy lejos de aquí. Me concedió la libertad para viajar a Nexal y conocer la amenaza que se cernía sobre el mundo. Siempre estoy atento a su llamada, y cuando me llama debo obedecer.

—¿Te ha llamado? —preguntó Halloran.

—No, pero siento… cosas en el aire a mi alrededor, en la tierra que piso. El terror camina por Maztica, un terror que supera todo lo que ya conocemos y tememos. Estoy seguro de que no tardaré en recibir la llamada para que regrese a Tulom-Itzi.

Erix asintió, y miró al guerrero con los ojos velados por la pena.

—No podemos escapar por mucho tiempo a los requerimientos del destino —dijo.

—O de los dioses. —Gultec sonrió y miró en otra dirección, aunque sus próximas palabras también eran para Erixitl—. Quizá podamos utilizar toda la ayuda que se nos ofrece.

Erix suspiró. De pronto, volvió la espalda a sus amigos y a todos los mazticas, y se alejó de la procesión. Halloran fue tras ella.

La cogió de la mano y la acompañó en silencio, mientras caminaban lentamente por el terreno cubierto de rocas y espinos. Él comprendía su necesidad de alejarse de la masa de refugiados. Intentó consolarla y protegerla con su presencia.

Por fin, Erix se sentó sobre un peñasco. No jadeaba, pero en su rostro se marcaban las huellas del cansancio. Halloran se sentó a su lado.

—Necesitan tantas cosas —dijo Erix, después de un largo silencio—. Y lo único que les podemos ofrecer son esperanzas. ¿Cuándo ocurrirá algo? ¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar?

—Estamos vivos y sanos —respondió Halloran—. Lo único importante es seguir así. ¡Lo demás vendrá por añadidura! —«¡Así lo espero!», pensó para sí.

Mientras la gente de Maztica proseguía su marcha, Erix se apoyó contra su marido, y él la estrechó entre sus brazos. Entonces, Halloran vio a un jinete que galopaba hacia ellos. Al escuchar el ruido de los cascos, Erix se puso tensa y abandonó su asiento.

—Hola, mi señora…, Halloran —saludó el jinete, que era el capitán Grimes, mientras se apeaba—. Tenemos malas noticias.

—¿De qué se trata? —preguntó Erixitl.

—Un muchacho acaba de reunirse con los exploradores de la retaguardia. Al parecer, estaba con un grupo de rezagados. Fueron atacados y asesinados todos, incluso los niños. Dio algunos detalles. Tengo la impresión de que los atacantes fueron orcos y ogros.

—¿A qué distancia? —quiso saber Hal.

—No lo sé. Dijo que ocurrió esta mañana; por lo tanto, no puede haber sido más que a unos pocos kilómetros de aquí.

—Nos falta mucho más que eso para llegar al próximo pozo —les recordó Erix.

—Hay otra cuestión —señaló Halloran, con la mirada puesta en el cielo—. Gultec dijo que el agua se encontraba hacia el sudoeste, ¿no es así?

—Sí —contestó Erix. Siguió la mirada de su esposo, y en el acto comprendió la preocupación de Halloran.

El águila se había desviado de su camino, y ahora volaba a gran velocidad. Esta vez su rumbo era hacia el este.

Zochimaloc se despertó temprano. Salió de su pequeña casa y atravesó el jardín envuelto por la niebla matinal. Unos segundos más tarde caminaba por la amplia avenida cubierta de hierba que conducía hasta el observatorio.

El aire era denso en las selvas del Lejano Payit. Los grandes edificios de Tulom-Itzi se erguían como centinelas entre la bruma, y los brillantes azulejos, fuentes y objetos de pluma que adornaban las estructuras parecían ser todos iguales, con sus contornos difuminados por la niebla.

El anciano trató en vano de librarse de la sensación de amenaza que se respiraba en el ambiente. Decidido, prosiguió su camino hacia el observatorio. Estaba seguro de que allí encontraría, al igual que en muchas ocasiones anteriores, la respuesta a sus preguntas en el estudio de las estrellas.

A esa hora tan temprana, la ciudad permanecía en silencio, pero no habría mucho más ruido durante el resto del día. Los grandes edificios aparecían entre la niebla y volvían a desaparecer, monumentos a los cien mil hombres o más que habían construido Tulom-Itzi y trabajado los campos circundantes.

Ahora la mayor parte de los habitantes se habían ido, y la enorme ciudad albergaba una población diez veces inferior a aquel número.

Pero el silencio y la ausencia de gente le resultaban agradables; le parecía vivir en una biblioteca o en un museo dedicado al estudio de las personas, y no entre sus congéneres.

Ahora era consciente de que la brecha entre Tulom-Itzi y el mundo que la rodeaba estaba a punto de cerrarse violentamente. Tenía el presentimiento desde hacía años, y, por este motivo, había buscado al Caballero Jaguar Gultec, y le había confiado la preparación de los hombres de la ciudad para la guerra. Gultec había cumplido con su obligación, a pesar de que Tulom-Itzi no era una nación de guerreros.

Gultec se había marchado, y Zochimaloc comprendía la importancia de la misión de su estudiante. No obstante, muy pronto sería necesario pedirle que regresara a su casa.

El viejo maztica entró en el observatorio. El edificio, con su cúpula de piedra labrada, estaba en el centro de Tulom-Itzi, como un símbolo de paz y sabiduría. Zochimaloc caminó hasta el centro de la sala circular y miró a través de las aberturas en el techo. Según las horas y las estaciones, determinados conjuntos de estrellas aparecían en los agujeros.

Pero hoy no le interesaban las estrellas. Zochimaloc necesitaba un conocimiento más profundo y práctico. Cogió un puñado de plumas de la bolsa colgada a su cintura, encendió una pequeña hoguera en el suelo, y después dejó caer otro puñado de plumas alrededor del fuego.

Las plumas captaron la luz y brillaron con mil tonalidades distintas. En la pared circular de la sala, las sombras de las plumas aparecieron como figuras oscuras, que marchaban alrededor del observatorio, alrededor de Tulom-Itzi.

Marchaban como una columna de hormigas gigantes.

Durante un buen rato, Zochimaloc tocó la tierra bajo su cuerpo y percibió su angustia. Olas de dolor se desprendían del suelo. Una nueva plaga se disponía a asolar Maztica, y la primera víctima sería Tulom-Itzi.

Horas más tarde, cuando todavía faltaba mucho para la aurora, salió la luna. Un rayo de luz plateada entró por una de las aberturas orientales del techo, y al cabo de un rato iluminó a Zochimaloc.

La luna se puso, y el anciano permaneció inmóvil hasta que, por fin, la primera luz del alba tiñó de azul el horizonte. Entonces cerró los ojos y movió los labios.

—Gultec, te necesitamos —susurró.

Hoxitl celebró entusiasmado la magnitud de la matanza, sin dejar de lanzar unos aullidos tremendos mientras sus esbirros recorrían el campo de batalla, descuartizando los cadáveres hasta que sus víctimas dejaron de parecer humanas.

—¡Que ésta sea su lección! —gritó la bestia enorme que había sido el patriarca de Zaltec—. ¡Serán menos humanos que nosotros! ¡Y prevalecerá el poder de Zaltec!

El ejército de bestias permaneció en el campo cubierto de sangre durante toda la noche. Una gran cantidad de monstruos se unieron a él, ya que el grupo atacante sólo constituía una avanzadilla. Hoxitl estaba satisfecho por la manera como habían acabado con un enemigo que los superaba en número.

Desde luego, la mayoría de los humanos no eran más que personas indefensas, pero este hecho no tenía importancia para él. Por el contrario, lo consideraba su mayor ventaja. Sus tropas podían avanzar deprisa y lanzarse al ataque, sin la rémora de heridos o incapacitados. En cambio, los refugiados se movían poco a poco e intentaban proteger a los enfermos, los ancianos y los niños, un grupo que no podía ofrecer ninguna ayuda en el combate.

Hoxitl recordó vagamente los grandes sacrificios que, en su época de sacerdote, realizaba para celebrar las victorias. ¡Qué desperdicio había sido capturar y mantener vivos a los prisioneros hasta el momento de la ejecución ritual, cuando resultaba mucho más gratificante y apropiado matarlos en el campo de batalla!

La idea caló en la mente astuta del monstruo. Hoxitl comenzó a entender los motivos por los cuales los ejércitos de Maztica habían sufrido tanto en sus batallas con el invasor extranjero. Los legionarios no se preocupaban de hacer prisioneros.

—¡Divertíos, hijos míos! ¡Celebrad el triunfo! —aulló en su nuevo idioma. Los orcos, ogros y trolls comprendían a su amo, porque también ellos hablaban la extraña lengua que habían aprendido durante la Noche del Lamento.

»¡Complaceos y dad gracias a Zaltec por su bondad! —vociferó el monstruo-sacerdote, en un tono que asustó a los humanoides cubiertos de sangre e inmundicias.

»¡Sí, habéis oído bien: gracias a Zaltec!

La voz de Hoxitl resonó en el pequeño valle, y él mismo se sorprendió al notar el poder que estremecía su cuerpo al mencionar el nombre del dios. Pensó en el monolito de Nexal, la estatua que había cobrado vida para encarnar todo el poderío y la furia asesina de su dios.

—¡Haremos la guerra para mayor gloria de su nombre a todo lo largo y ancho del Mundo Verdadero! —chilló la bestia. El sacerdote arrancó el corazón de un cadáver y lo levantó hacia el cielo.

Zaltec escuchó sus palabras y rugió complacido.

De las crónicas de Coton:

Ante la proximidad del retorno de Qotal, el Mundo Verdadero recupera la esperanza.

Permanezco junto al plumista ciego, Lotil, y escuchamos los resoplidos de las bestias fuera de la casa. El caballo de los legionarios está en la misma habitación que nosotros, mientras los monstruos de la Mano Viperina recorren los campos.

Asaltan todas las casas en la sierra que domina Palul; roban, queman y destrozan. Cada vez que encuentran un trozo de carne salada, o un tesoro oculto, celebran el hallazgo con unos aullidos terribles.

No tengo miedo por lo que pueda pasarme, pero me preocupa el anciano. La bendición del Plumífero me protege, y, si es su voluntad que muera en este caos, que así sea. Sin embargo, el plumista no puede sufrir el mismo destino. Se lo necesita para algo más importante. No sé de qué se trata, pero me quedaré con él e intentaré ayudarlo a cumplir con su misión.

Por alguna razón que desconozco, los monstruos pasan junto a la casa de Lotil, y no entran. Por lo tanto, esperamos a que se vayan, dando gracias por haber salvado la vida.

Una vez más, presiento que el regreso del Plumífero es inminente.