Caminos convergentes
El tortuoso sendero recoma la ladera calcinada por el sol, cada vez más alto, forzando a los monstruos de la Mano Viperina a estrechar su columna hasta convertirse en una fila india para la escalada. La cresta pelada marcaba el extremo sur del valle de Nexal. Detrás de las bestias, hacia el norte, las ruinas de la capital aparecían como una mancha negra entre las fangosas aguas de los cuatro lagos.
Miles de humanoides deformes constituían el ejército de Hoxitl, que ahora marchaba en una columna de varios kilómetros de largo por el estrecho paso en la montaña.
Otros grupos de monstruos, más pequeños pero igualmente feroces, se habían desplegado por los campos y pueblos alrededor de la ciudad. Tenían la orden de Hoxitl de capturar a cualquier humano que encontraran, y destruir los poblados hasta los cimientos.
Pero el grueso del ejército se apiñaba en el sendero, con Hoxitl al mando. En el fondo del valle, habían marchado sin orden ni concierto, como una ola barriendo la playa. Aquí, en cambio, la escasa amplitud del camino los obligaba a demorar el avance.
Hoxitl, animado por la voluntad de Zaltec, marchaba a la cabeza. Alcanzó la cima y se detuvo sólo unos segundos en la cresta azotada por el viento. La senda, atestada con sus tropas, apenas era poco más que un escalón en la pared casi vertical de la montaña. Un paso en falso significaba la caída hasta el fondo, centenares de metros más abajo. Aun así, las bestias se apresuraban a seguir a su jefe hacia el desierto.
Como era inevitable, había continuas peleas entre los monstruos. Cerca de la cumbre, dos ogros se disputaban el derecho de ser el primero en atravesar el paso. La fila se detuvo mientras los rivales se aporreaban con sus puños grandes como jamones. Enzarzados en su combate mortal, clavaban sus enormes colmillos en el cuerpo del rival.
Durante unos minutos, las bestias lucharon al borde del abismo con saña feroz. Los orcos, formados en una larga columna a espaldas de los enormes ogros, se apartaban para no ser alcanzados por alguno de sus terribles golpes.
Entonces, un estremecimiento de pánico se extendió entre la fila cuando una presencia enorme apareció ante ellos. Hoxitl, inquieto por la demora, había vuelto sobre sus pasos, y ahora se abría camino a coletazos, que despeñaron a unos cuantos orcos.
El clérigo-bestia vociferó su ira sin dejar de avanzar hasta llegar al lugar de la disputa. Los dos monstruos interrumpieron la pelea al ver la sombra que se cernía sobre ellos, y la miraron con una expresión estúpida.
—¡Idiotas! ¡Imbéciles! —Los gritos furiosos de Hoxitl los aterrorizaron hasta el punto de que no podían moverse del miedo.
Con un golpe salvaje, Hoxitl hizo caer a uno de los ogros, y el aullido de la bestia despeñada se interrumpió cuando chocó contra las piedras del fondo.
—¡Éste es el castigo que se merecen todos los débiles y los estúpidos! ¡Prestadme atención! —bramó Hoxitl—. ¡Guardad vuestro odio para el enemigo, para los humanos que todavía no han recibido su castigo!
En un movimiento inesperado, lanzó un golpe con su zarpa, dotada de garras afiladas como puñales, y abrió en canal la barriga del otro ogro.
Con un gemido de asombro, la bestia miró su vientre mientras sus intestinos se volcaban sobre el sendero. La otra garra de Hoxitl se hundió en el cuello de la criatura y le arrancó la cabeza. Después, con un gesto de desprecio, lanzó al ogro al vacío de un puntapié. El cuerpo de la bestia voló por el aire como un pelele y se estrelló en el fondo del abismo con un ruido sordo.
El cuerpo de Hoxitl se estremeció de entusiasmo cuando olió el olor de la sangre. Sintió la presencia del dios de la guerra; ¡Zaltec estaba cerca! Ansioso, Hoxitl volvió su atención al sendero y a las víctimas que escapaban.
—¡Adelante! —aulló el clérigo, reanudando la marcha.
A sus espaldas, la larga columna de monstruos acató la orden.
A lo largo de la noche subterránea, las drarañas continuaron su viaje, alejándose poco a poco de los mares de lava. Hasta ahora ningún camino las había acercado a la superficie, y las criaturas corrompidas de los drows lo agradecían. Como elfos oscuros, se habían mantenido ocultos del sol; transformados en drarañas, no querían caminar por la faz de la tierra.
Sin embargo, Darién presentía que únicamente en la superficie podrían llevar a efecto su venganza. Convertida en reina de las drarañas, guió a sus criaturas hacia el este, sedienta de la sangre de sus enemigos y desesperada por la oportunidad de atacarlos. Su piel albina, que le había servido para ocultar su condición de drow entre los humanos, la distinguía ahora de las drarañas negras. Ostentaba el mando del grupo, porque el odio la había dotado de un poder y una voluntad a los que nadie podía oponerse.
Su resentimiento y su inquina englobaban a todo el mundo y más allá, incluyendo la forma oscura de Lolth, la diosa de los drows. Pero a esta última la temía. Lolth le había causado la más terrible de sus heridas al despojarla de su hermoso cuerpo femenino, convertido ahora en una monstruosidad repugnante. Por esta razón, tenía miedo de la diosa.
Era consciente de que el momento de su venganza debía esperar hasta que las drarañas recuperaran su poder. Necesitarían aliados —cuantos más, mejor— para descargar contra los humanos toda la ira y el odio que sentía. Darién no sabía que Lolth la empujaba al encuentro de sus aliados.
La draraña albina llevó a sus seguidores hacia el este, lejos de los límites del volcán, por los caminos subterráneos del centro de Maztica, hasta que, por fin, llegaron a las extensiones selváticas de Payit. Si hasta entonces habían marchado por grietas y galerías, aquí había enormes lagos que tardaron días en cruzar a nado.
En una ocasión encontraron un canal de agua salada, y Darién se desvió hacia el sur, porque sabía que se acercaban al mar. Sin detenerse ni un minuto, prosiguieron su marcha hasta situarse debajo de los más inaccesibles y oscuros rincones de la selva del Lejano Payit. Ahora la guiaba una memoria profunda y primordial, la percepción de una presencia que las drarañas podían utilizar para sus propios fines. Aquí encontrarían el instrumento para su venganza, listo para acatar sus órdenes.
Darién no percibía la mano de Lolth en su descubrimiento. Ignoraba que, una vez más, era un peón en los designios de la diosa. Sólo era consciente de su odio, y de que tal vez ahora contaría con los medios para satisfacer su ansia de venganza.
Penetraron en el nido de una inmensa caverna cubierta de musgo, a muchos metros por debajo de la selva. Por todas partes había huevos y las formas dormidas de miles de hormigas gigantes.
Una multitud de antenas se agitaron cuando las drarañas aparecieron por uno de los túneles. Las hormigas soldado les salieron al paso, pero Darién levantó una mano y trazó un símbolo mágico en el aire. Su transformación no la había privado de los poderes de hechicería.
Los soldados se hicieron a un lado, contenidos únicamente por la fuerza de la magia, mientras Darién, con el torso bien erguido, se enfrentaba a la reina.
El gran insecto, con el vientre hinchado de huevos, presintió su destino. Sus polifacéticos ojos contemplaron a la draraña, que volvió a alzar la mano.
Esta vez Darién gritó una orden que sonó como un ladrido, y el poder surgió de sus labios para envolver a la reina hormiga en una resplandeciente nube de chispas azules. El flujo de poder arcano se mantuvo durante un buen rato, y el enorme cuerpo se retorció en una agonía indescriptible. Los segmentos del cuerpo de la reina se quebraron, desparramando huevos e icor por todo el nido, hasta que la magia lo redujo a pedazos.
Las enormes hormigas contemplaron impasibles los inmundos restos de su reina. Una vez más se agitaron las antenas a lo largo de las columnas de soldados. Miles de criaturas, cada una casi tan grande como las drarañas, observaron la matanza y al ser que se había convertido en su nuevo líder. Darién hizo un gesto, y todas la siguieron obedientes en su marcha hacia la superficie.
La maga había encontrado su ejército, y ahora podía comenzar la venganza de las drarañas.
Erixitl miró a Halloran. No dijo nada, pero la alegría reflejada en su rostro era como un tónico para el hombre. A su alrededor, los mazticas levantaban el campamento dispuestos a reanudar su marcha hacia el sur.
Hal dirigió su mirada hacia el cielo para observar el vuelo del águila y sacudió la cabeza, asombrado del milagro que le había tocado presenciar.
—Siempre has dicho que Poshtli estaba vivo —admitió Hal—. No tendría que haber dudado de tu fe.
—¿Mi fe? —Erixitl sonrió, severa—. En ningún momento creí en la muerte de Poshtli. Lo que sí me gustaría es poder creer en Qotal con el mismo fervor. —La muchacha contempló la capa que le cubría los hombros, y la tocó con sus largos dedos morenos—. Quizá tenga algo que aprender en el regreso de nuestro amigo. Si pudiese tener la misma fe en el dios que me ha escogido… —Erix se interrumpió.
—Algo debió de haberlo sacado con vida de aquella montaña —afirmó Hal—. ¿Por qué no puedes creer que fuera el poder de Qotal?
—Tienes razón —asintió Erix, muy seria—. Tengo que encontrar la esperanza y la fuerza para seguir mi búsqueda. Poshtli podría ser la señal que necesito. Después de tantos días de fuga, tal vez haya una meta para nosotros y nuestro hijo.
—El águila nos mostrará el camino —aseguró Hal, y, acercándose a Erix, le cogió las manos—. Pero, en cuanto acabemos esta odisea, iremos a donde nos plazca. No escaparemos de nada ni de nadie. Buscaremos un lugar y viviremos en paz con el resto del mundo.
Erixitl se apoyó contra el cuerpo de su marido y lo estrechó entre sus brazos. La suave redondez de su vientre era para ellos un vínculo tan poderoso como su amor.
—¿Adónde iremos? —preguntó—. ¿Cuál es el lugar adonde te gustaría ir?
—Quisiera poder llevarte algún día a la Costa de la Espada —repuso Hal, después de una breve pausa—. ¿Te gustaría conocer mi mundo?
—No… lo sé —dijo Erix con toda sinceridad—. Me asusta la idea de viajar tan lejos. ¡Ahora tengo miedo de tantas cosas! —Hal percibió en su voz la tensión que la embargaba.
La mantuvo entre sus brazos, sin hablar, y contemplaron la marcha de los mazticas. En el calor de su abrazo, Erixitl recuperó sus fuerzas.
A miles de kilómetros de distancia hacia el este, al otro lado del mar, el sol iluminaba una costa muy extensa. Allí prosperaban muchas naciones que comerciaban, edificaban ciudades y guerreaban entre ellas. Estas tierras, lugares con nombres como Calimshan, Amn, Tethyr, Aguas Profundas o Moonshae, habían desarrollado una cierta complacencia de sus logros a lo largo de los siglos.
¿Acaso no eran los principales centros de cultura y enseñanza —mejor dicho, la cuna de la civilización— de los Reinos? Nadie negaba que los recientes avances de las tribus nómadas, procedentes de la gran estepa central, podían causar algunos problemas, o que, desde luego, las grandes naciones orientales de Kara-Tur poseían algunos refinamientos inexistentes en la Costa de la Espada.
Pero, de todas maneras, el centro de todo lo importante eran los Reinos, y nadie sensato podía pensar otra cosa.
Los príncipes mercaderes del Consejo de Amn se consideraban a sí mismos como personas muy sensatas. Gobernantes absolutos dentro de sus fronteras, y con mucha influencia en los asuntos exteriores, los seis hombres y mujeres anónimos que dirigían el poderoso reino sureño esperaban obediencia y eficacia de todos aquellos que estaban a su servicio.
Amn, una nación de mercaderes, navegantes y banqueros, controlaba su imperio no por la fuerza de las armas, sino a través del poder del oro. Bajo el gobierno de los seis príncipes, que mantenían su identidad en el más absoluto secreto, el comercio de Amn se extendía por todos los reinos conocidos, y también a zonas inexploradas para las demás naciones.
Los príncipes habían invertido una suma enorme en la expedición del capitán general Cordell y su Legión Dorada. Había pasado más de un año desde que las naves habían partido a la búsqueda de los tesoros al otro lado del mar occidental, y, hasta el momento, ni un centavo de ganancia había entrado en las arcas principescas.
Ahora los gobernantes, cada uno bien abrigado en su capa y con el rostro cubierto por una máscara, se habían reunido en sesión privada para discutir la desaparición de Cordell y —lo que era más importante— la probable pérdida de las cantidades invertidas. La sala del consejo estaba en penumbras, para ayudar a mantener el secreto de la identidad de los miembros.
Por fin se abrieron las puertas doradas, y entró un cortesano.
—Don Váez está aquí —anunció el hombre, vestido de seda.
—Ya era hora —exclamó uno de los príncipes, detrás de su máscara oscura—. Hacedlo pasar.
Un segundo después, una figura muy alta entró en la sala y, quitándose su sombrero de alas anchas adornado con una pluma de avestruz, hizo una profunda reverencia. El hombre se irguió, y una sonrisa apenas visible apareció en su rostro. No llevaba barba, y sus largos rizos dorados, casi blancos, le caían como una cascada sobre los hombros.
—Ah, Don Váez, podríais prestarnos un gran servicio —murmuró otro de los príncipes.
—Como siempre, sólo vivo para serviros —respondió Váez, con otra reverencia.
—No lo dudo —afirmó la voz del príncipe, cargada de ironía—. Desde luego, estáis enterado de la expedición de la Legión Dorada hacia Occidente, ¿no es así?
—Naturalmente. Hay grandes esperanzas puestas en ella. Confío en que no se hayan presentado… problemas.
—Durante muchos meses, hemos recibido noticias de sus progresos a través del templo de Helm, en Amn. El fraile Domincus, jefe espiritual de la tropa, se encargó de mantenernos al corriente. Al parecer, nuestras expectativas de conseguir cuantiosos tesoros se vieron confirmadas, mucho más allá de cualquier previsión, en las nuevas tierras descubiertas por Cordell.
Los ojos de Don Váez brillaron de codicia, pero no hizo ningún comentario.
—Sin embargo, hace unos meses los mensajes cesaron sin previo aviso —añadió otro de los gobernantes, con una voz un poco más aguda—. Tenemos razones para suponer que ha ocurrido lo peor.
—Vuestras palabras explican muchas cosas —afirmó el aventurero. Como ninguno de los príncipes hizo ningún comentario, añadió—: Dos docenas de carracas fondeadas en Murann, con compañías de arcabuceros, ballesteros y caballería. Incluso algunos de los veteranos de la legión de Cordell, aquellos que no quisieron viajar con él al oeste. Los rumores dicen que Amn ha decidido que necesita un ejército.
Uno de los príncipes levantó una mano para interrumpir el discurso de Váez.
—Necesitamos un ejército, pero no aquí. Sin embargo, es posible que haga falta una fuerza considerable para asegurar el reembolso correcto y merecido de nuestra inversión.
—¿Sospecháis que Cordell os ha traicionado? —preguntó Váez, compadecido. Ahora sabía la razón por la cual lo había citado el Consejo. Lo sabía, y no podía ocultar su satisfacción.
—No lo sabemos. Quizá tropezó con dificultades superiores a las que había previsto; sólo llevó una fuerza de quinientos hombres. Nosotros enviaremos tres veces ese número a buscarlo. Sabemos, a través de los informes del templo, el curso que siguió y hasta el lugar donde se efectuó el desembarco.
Por un momento, la atmósfera de la sala se cargó de tensión. Don Váez esperó.
—Queremos que os hagáis cargo de mandar la expedición de rescate —manifestó uno de los príncipes—. Os enviaremos a buscar nuestro oro, y a descubrir qué ha pasado con Cordell. Si está vivo, lo traeréis de regreso; encadenado, si es necesario.
Otro de los consejeros levantó una campanilla de oro y la sacudió. En respuesta a la llamada, se abrieron las puertas y apareció el mismo cortesano de antes.
—Llamad al padre Devane —ordenó el príncipe.
Un momento más tarde entró el clérigo, que saludó con una reverencia, primero a los príncipes y después a Don Váez. El aventurero estudió al recién llegado. El fraile iba bien afeitado y llevaba un casquete de acero y una túnica de seda. Sus manos aparecían cubiertas con los guantes plateados de Helm.
—El padre Devane era el ayudante privado de fray Domincus —dijo el príncipe.
—¿Os encargabais de mantener la comunicación con Domincus? —preguntó Váez.
—Así es, mi señor. Cada dos o tres semanas, a través del canal de nuestra fe, el fraile me informaba de los progresos de la misión. Durante un tiempo, avanzaron a buen ritmo. Penetraron hasta el corazón del continente y llegaron a una ciudad con tesoros inmensos. Después… silencio.
—Es un misterio que no tardaremos en aclarar —afirmó el capitán, muy confiado—. Supongo que me acompañaréis en el viaje.
—Si es ése vuestro deseo —respondió el clérigo, con una reverencia.
—¡Desde luego!
—Estoy seguro de que el padre os será de gran ayuda —comentó uno de los príncipes—. Le hemos hecho un pequeño regalo, que os puede ser de mucha utilidad: una alfombra voladora.
Don Váez saludó al clérigo con una inclinación de cabeza y luego hizo una reverencia a los consejeros, rozando el suelo con su sombrero. Un clérigo capaz de volar podía ser empleado para una multitud de fines. Mientras les daba la espalda a los príncipes, una sonrisa astuta le iluminó el rostro. El encargo no podía ser más de su agrado, porque la fama de Cordell había eclipsado sus méritos como mercenario leal.
¡Podría utilizar a los hombres del capitán general contra él! No se le escapaba la ironía de la situación. ¡El Consejo de los Seis le había dado la oportunidad de su vida! Cuando acabara la misión, su nombre sería uno de los más famosos en la historia de la Costa de la Espada.
Cordell se movió incómodo en su montura. Siempre había sido el primero en dar ejemplo de resistencia física, pero jamás se había esforzado tanto como en los últimos meses, desde la huida de Nexal. Le dolían los huesos y los músculos, cualquier movimiento era un suplicio, y se desesperaba por el hambre y la sed.
Echó una ojeada al campamento. Sus legionarios, los ciento cincuenta supervivientes, se dedicaban a limpiar y afilar sus armas, a aceitar las botas y correajes, o a reparar las armaduras, cambiando las correas podridas por el sudor.
Seis de los hombres, al mando del joven capitán Grimes, estaban de patrulla por el desierto. Necesitaban más exploradores, pero sólo contaban con quince caballos —los únicos que había en todo el Mundo Verdadero—, y los pobres animales ya no daban más de sí.
Sus soldados se encontraban en la misma situación. Los legionarios, los supervivientes de aquella orgullosa Legión Dorada, marchaban junto a sus viejos enemigos, los nexalas. El enemigo común, la horda de monstruos, los había obligado a aunar sus fuerzas. Amargado, recordó la pérdida del oro de Nexal. Ya no había motivos para luchar contra los nativos.
Una de las pocas alegrías en esos meses de huida y desastre era la lealtad de los guerreros de la nación de Kultaka. Cuando él había invadido su país en su marcha tierra adentro, los kultakas habían opuesto una resistencia feroz. Sin embargo, tras la victoria de Cordell, el joven cacique de los kultakas, Tokol, se había convertido en su más leal aliado. Ahora, seis mil guerreros kultakas ocupaban su posición junto a los nexalas y los legionarios. La antigua rivalidad —mejor dicho, odio— entre Kultaka y Nexal se había dejado de lado, al menos temporalmente, ante la necesidad de escapar de los monstruos de la Mano Viperina.
Cordell vio al capitán Daggrande, el valeroso enano que mandaba a los ballesteros, conversando con un grupo de arqueros nativos. Daggrande era uno de las tres docenas de enanos que habían sobrevivido a la Noche del Lamento. A diferencia de la mayoría de sus camaradas, había aprendido a hablar el idioma nexala.
Por un momento, el general recordó a otros hombres —el capitán Garrant, el fraile Domincus y otros soldados leales— muertos en Nexal. Pensó en la enorme cantidad de oro que yacía enterrado debajo de toneladas de escombros y vigilado por bestias feroces. En otro tiempo, la pérdida de un tesoro tan valioso le habría parecido el fin del mundo. En cambio ahora lo consideraba sólo como un episodio más del terrible destino que los amenazaba a todos.
Pero todavía quedaba el oro enterrado detrás de los muros de Puerto de Helm, el botín conseguido en la conquista de Ulatos, que había puesto a buen recaudo antes de que la legión emprendiera su marcha hacia Nexal. Los hombres que conocían la ubicación precisa del tesoro lo habían acompañado a Nexal, y ninguno de los soldados de la guarnición sabía dónde lo había escondido.
El general desmontó y se acercó a Daggrande, que lo observó sin interrumpir su conversación con los nativos. A Cordell se le encogió el corazón al ver la sospecha reflejada en la mirada de su viejo compañero. «¡Hasta Daggrande desconfía de mí!», pensó.
—¿Cómo te las apañas para hablar una lengua tan enrevesada? —preguntó el comandante, en tono de guasa.
—Es lo más sensato —respondió el enano, sin hacer caso de la broma—, a la vista de que es muy probable que tengamos que pasar aquí el resto de nuestras vidas.
—¡Tonterías! Todavía disponemos de hombres valientes. Tan pronto como consigamos cruzar este desierto, no veo inconvenientes para llegar a la costa y construir un par de naves.
Daggrande gruñó, y Cordell interpretó el gruñido como un reproche. Su propia conciencia no lo dejaba en paz. «¡Si me hubiera conformado con el oro que ya teníamos! ¿Por qué tuve que ir a Nexal?». Una expedición que había conseguido ganar diez veces más de lo que pensaba, había quedado reducida a un puñado de hombres cuya única esperanza era salvar el pellejo.
—Nos vamos —dijo Daggrande. Señaló el campamento, y Cordell vio que muchos mazticas ya habían comenzado su marcha, una vez más hacia el sur, en busca de agua y comida.
—Es lo que veo, aunque no lo entiendo. Todavía quedan provisiones para unos cuantos días.
—Tenemos que seguir a un pájaro. Es lo que me han dicho estos guerreros —añadió el enano—. Al parecer, un águila se presentó en el campamento, y la mujer de Halloran decidió que debíamos seguirla hacia el sur. —Su tono al referirse a «la mujer de Halloran» no tuvo ningún énfasis especial.
Cordell le volvió la espalda, súbitamente enfadado con el enano. Daggrande comenzó a recoger sus armas, preparándose para la marcha.
Entre los guerreros, Cordell vio a Chical, el orgulloso jefe de los Caballeros Águilas. Chical vestía su capa de plumas blancas y negras, y la visera en forma de pico de su casco de madera dejaba en sombra su curtido rostro. El hombre había sido un enemigo feroz, al mando de los ataques contra los legionarios durante la retirada de Nexal, pero, en cuanto comprendió que su pueblo se enfrentaba a una amenaza mucho más terrible, no había vacilado en aunar sus fuerzas con las del general.
Chical se había convertido en el jefe militar de todos los nexalas, si bien nadie lo había designado oficialmente para el cargo. Cordell lo consideraba un guerrero sabio y valiente, que entendía mejor que nadie lo ocurrido en el Mundo Verdadero.
Echó una mirada al otro lado del valle, y descubrió la presencia de Erixitl, gracias a los brillantes colores de su capa. La mujer estaba a un lado del camino mientras desfilaba la larga columna de nativos. Halloran se encontraba con ella.
¿Cómo había podido aquel hombre integrarse con estas gentes hasta el punto de tomar una esposa nativa? ¿Cómo había hecho Daggrande para aprender su idioma? El general sintió envidia de estos soldados, que habían militado en su legión y a los que ahora había perdido. Eran muy capaces de quedarse a vivir allí.
Para Cordell, Maztica no era más que un enorme vacío anónimo. En un tiempo le había tentado la aventura del descubrimiento y la obtención de tesoros incalculables, para después convertirse en una pesadilla donde no podía hacer otra cosa que huir aterrorizado.
El ruido de unos pasos a sus espaldas lo apartó de sus pensamientos. Al volverse vio la regordeta figura de Kardann, el asesor de Amn, que se acercaba presuroso. El hombre designado por el Consejo de príncipes mercaderes había resultado una molestia y una preocupación a lo largo de toda la expedición. Su sola presencia bastaba para despertar la ira de Cordell. ¿Por qué este personaje inútil había sobrevivido, mientras muchos hombres buenos yacían muertos en los campos de Maztica?
—Buenos días, general —jadeó el contable, con la cara roja por el esfuerzo, secándose el sudor de la frente.
—¿Sí? —dijo Cordell, despectivo.
—He pensado una cosa —explicó Kardann. Se cruzó de brazos y devolvió la mirada al comandante—. Tal vez podríamos regresar a Nexal. No puede ser muy difícil dar con el oro. Con toda esta gente como ejército, no nos costaría mucho derrotar a los monstruos.
—¿Nos? —exclamó Cordell, furioso. Sabía muy bien que los ánimos guerreros de Kardann crecían en proporción directa a la distancia entre el contable y la batalla en perspectiva—. ¡Estoy harto de vuestros planes ridículos, Kardann! Mirad a vuestro alrededor. ¿Creéis que se puede formar un ejército con esta gente? ¡Hasta los guerreros no piensan en otra cosa que no sea proteger a sus familias!
Los ojos de Kardann resplandecieron de cólera, pero, por fin, dio media vuelta y se alejó. El general miró cómo se iba, consciente de sus propias frustraciones. No tenían otra elección que la de escapar. Pese a ello, este hecho era como una herida abierta. No le gustaba ceder a los designios de la fortuna, sino ser él quien forjara su propio destino.
De las crónicas de Coton:
Escapo de las fuerzas del caos.
El caballo me lleva como el viento a través del Mundo Verdadero, pero en todos los lugares por los que paso reinan la oscuridad, la destrucción y la desgracia. Volamos por la carretera a Cordotl, y atravesamos las ruinas humeantes de aquella ciudad.
Aquí los monstruos de la Mano Viperina han erigido un gran edificio encima de la pirámide, que parece una gigantesca calavera, para honrar a Zaltec. Pretenden elevar a su dios sanguinario a nuevas alturas, sin comprender que ha sido él quien los ha convertido en bestias. La gente de Cordotl ha desaparecido; aquellos que no pudieron huir, han sido sacrificados al dios de la guerra.
Ahora galopo por los campos de maíz arrasados, por el extenso valle entre Cordotl y Palul, convertido en un fangal. También Palul está en ruinas, y su pirámide aparece coronada con la imagen grotesca.
El caballo me lleva por la ladera de la montaña, a lo largo de un sendero con mil y una curvas. No hemos encontrado a ninguna de las bestias de la Mano Viperina, porque Hoxitl las ha llevado de regreso a Nexal.
Por fin el caballo llega a la cumbre, y nos detenemos delante de una pequeña cabaña. Percibo que es un lugar santo, y con una plumamagia muy poderosa.
El hombre que me recibe es un anciano ciego.