Un amanecer ventoso
Dominado por su ímpetu guerrero, Halloran no se detuvo a pensar. En medio de la profunda oscuridad, vio las horribles siluetas que descendían por la escalera de la pirámide, y a Jhatli prisionero entre los brazos de uno de aquellos seres, unos cuantos escalones más arriba.
Empuñó su espada y, un segundo más tarde, la sangre oscura y pegajosa de la draraña manchaba la hoja resplandeciente. La criatura cayó muerta, y la siguiente retrocedió en el acto, para situarse fuera del alcance del espadachín.
Con sus ocho patas, las drarañas no tenían problemas para mantener el equilibrio en la empinada escalera. Además, su visión nocturna constituía una ventaja importantísima. El brillo de la espada de Hal casi resultaba inútil en una noche tan cerrada.
—¡Socorro! —gritó Jhatli, al tiempo que hacía lo imposible por librarse del abrazo de su captor. Sólo podía mover las piernas, y sus puntapiés no servían de mucho. Además, aún estaba conmocionado por lo inesperado del ataque y la siniestra naturaleza de su oponente. Las drarañas se movían a su alrededor, y vio a tres que bajaban para enfrentarse a Halloran.
Erixitl se desplomó a los pies de su marido, y su vulnerabilidad era para él como una cuerda que le impedía alejarse. De todos modos, no había manera de eludir el combate; de hecho, ya había comenzado, y no podía permitir que se desarrollara junto a su esposa. Coton y Lotil se ocuparon de la mujer, mientras Halloran subía la escalera en ayuda de Jhatli.
—¡Quítamela de encima! —Jhatli se debatió como un endemoniado entre los brazos del monstruo, al ver que otra de las criaturas se acercaba a él con la espada en alto. Hal subió otro escalón, a tiempo para interponer su acero y desviar la trayectoria de la espada enemiga. Enseguida, casi con el mismo movimiento, hundió la punta de su arma entre las costillas de la draraña que sujetaba al muchacho, y Jhatli quedó libre. Halloran repelió el asalto de otras dos drarañas, mientras retrocedía hacia la base de la pirámide.
Jhatli se colocó a su lado y desenvainó su espada. La hoja reflejó el brillo del arma de Halloran con tanta intensidad como si estuviera dotada de luz propia.
A sus espaldas, podían escuchar los gemidos de Erixitl, aunque toda su atención se concentraba en las drarañas que iniciaban el ataque. Sus espadas chocaron contra el acero negro, en tanto otra pareja de drarañas intentaba rodearlos. Jhatli se volvió hacia ellas y descargó un mandoble, pero su inexperiencia en el manejo del arma lo llevó a cometer un error fatal.
La draraña paró el golpe y, con un giro de muñeca, desvió el acero hacia abajo y al costado derecho de Jhatli. Por un instante, el pecho y el estómago del muchacho quedaron indefensos, y el monstruo aprovechó la oportunidad. Lanzó su estocada con la rapidez del rayo, y Jhatli gritó de dolor. La sangre brotó de la profunda herida, y el joven cayó al suelo, sin sentido.
Con un rugido furioso, Halloran se volvió hacia el asesino y descargó un mandoble con todo el poder que le daban sus muñequeras de pluma y su propia rabia. En los ojos de la draraña apareció una mirada de terror, mientras la bestia levantaba su espada sólo para ver cómo se partía al recibir el golpe del arma de Hal, la cual continuó su trayectoria para hendirle el cráneo, el cuello y medio pecho.
Hal no tenía tiempo para atender ni llorar a su amigo. Vio una silueta blanca entre las drarañas y, en el acto, adivinó quién era. Las criaturas se lanzaron al ataque, y él se situó delante de su esposa, el sacerdote y el plumista ciego. Levantó su espada, la única barrera que quizá podía salvar al trío indefenso de una muerte horrible.
El joven libró la batalla de su vida, atacando a las drarañas con una fuerza que gracias a la magia de la pluma se centuplicaba. La desesperación lo convirtió en un esgrimista formidable, capaz de fintar, parar y atacar con una destreza asombrosa. Su espada cortó el brazo de una draraña y la pata de otra. Su hoja atravesó el torso de una tercera y partió la espada de una cuarta.
Una de las drarañas se escurrió hacia un costado para rodear a Halloran, que debía hacer frente a los asaltos simultáneos de dos oponentes. Con una estocada certera le atravesó el corazón a uno de ellos, mientras trataba de adivinar qué ocurría a sus espaldas, preocupado por el súbito silencio de Erixitl.
Arrancó la espada del cuerpo de su primera víctima, y ejecutó un giro con la espada a media altura como quien mueve una guadaña. La hoja decapitó a su otro oponente sin disminuir la velocidad, pero su impulso lo hizo trastabillar y caer de rodillas, después de cortarle dos de las patas a otra de las bestias.
La criatura siseó furiosa y retrocedió un paso, levantando su arma. Sin perder ni un instante, Halloran se irguió para pasar a la ofensiva. Su primer mandoble obligó a la draraña a retroceder todavía más, y el segundo le arrancó el arma de la mano. El hombre descargó un tercer golpe casi horizontal, que separó en dos el cuerpo de su rival. Los brazos de la draraña se movieron en un acto reflejo hacia sus patas como si quisiera mantener unidas las partes seccionadas, y después cayó muerta, mientras Halloran volvía su atención a las otras amenazas.
Tenía casi encima a otro grupo de drarañas, y comprendió que su venganza le había hecho perder un tiempo valiosísimo. Paró el primer golpe, pero perdió el equilibrio; consiguió detener el segundo mientras caía. Después, tendido en el suelo y rodeado por sus enemigos, vio que otros pasaban a su lado.
—¡Erixitl! —Halloran pensó en su mujer, sin darse cuenta de que había gritado su nombre.
Vio que una espada se alzaba por encima de su cabeza, y luego se hundió en las tinieblas.
Su primer plan había sido eliminar al hombre con una descarga mágica, para después disfrutar con la muerte de la mujer. Pero Darién no se atrevió a ponerlo en práctica, consciente de que en el pasado había desperdiciado sus poderes al utilizarlos contra Halloran y su esposa, porque sus hechizos no habían podido superar las defensas mágicas de la muchacha.
Por lo tanto, Darién había esperado en la escalera de la pirámide, mientras las drarañas se ocupaban de librar la batalla. Sólo tenía una meta; la dulce flor de luz la llamaba como una tentación irresistible.
Ahora podía ver a la mujer tendida en el suelo, aquejada por los dolores del parto inminente. Sonrió con una expresión de burla ante el momento de debilidad de su enemiga, una debilidad que le costaría la vida.
La draraña blanca bajó los escalones y se situó al margen de la pelea. Observó cómo sus criaturas atacaban a Halloran y morían a sus manos. Con un cierto desapego, admiró al humano por su capacidad de lucha, y hasta cierto punto, la visión de su cuerpo sudoroso y manchado de sangre la excitó de una manera que no había experimentado desde la Noche del Lamento.
De todos modos, tenía muy claro cuál sería el resultado del combate, y lo vio caer con un vago sentimiento de piedad, como quien lamenta la muerte inútil de un buen caballo.
Darién avanzó hacia la mujer tendida en el suelo. Había dos viejos que la cuidaban, y escuchó sus gemidos. Pero la mirada de Erixitl respondió a la de la draraña, que se sorprendió al ver la furia y el poder en sus ojos.
Erixitl gimió y echó hacia atrás la cabeza al sentir la contracción en su vientre. Vio el rostro horrible de la draraña, y comprendió que Halloran había caído. Por un momento, creyó que se volvería loca.
De pronto, Lotil se puso de pie con la manta de plumas entre las manos, una manta de colores brillantes y tonos seductores.
Darién se detuvo por un momento, con la mente un tanto confusa. A su alrededor, las demás drarañas también vacilaron.
Lotil movió la manta suavemente entre las manos, y los colores comenzaron a girar de una manera que invitaba a su contemplación, hasta formar un vórtice que atrajo a la draraña blanca con una fuerza hipnótica.
El ciego se apartó de su hija, con mucho cuidado para no tropezar, y, sosteniendo la tela en alto, aumentó la velocidad de sus vueltas. Se detuvo, aunque sin dejar de mover la manta, cuando llegó junto al cuerpo de Jhatli.
—¡Padre, no! —susurró Erixitl.
Lotil dejó caer la manta, que se posó como un sudario sobre el cadáver del muchacho, y luego se hizo a un lado. Ahora sus manos sólo movían el aire que tenía delante. Pero, de forma misteriosa, los colores seguían presentes, agrupados en una columna que giraba para impulsar a las drarañas a que la siguieran, hipnotizadas por la luz multicolor.
El plumista prosiguió su marcha envuelto en el torbellino de pluma, que ahora lo sobrepasaba en altura y giraba a una velocidad vertiginosa. Se alejó de la pirámide a través del claro, y su hija observó cómo se alejaba. La luz mágica alumbraba todo el claro, y Erix vio a las drarañas, las ocho o diez que quedaban, seguir a su padre en un grupo compacto. Darién, la hechicera albina, las precedía.
La columna se convirtió en un tornado, con la parte superior cada vez más alejada del suelo, al mismo tiempo que se ensanchaba por la base para envolver a las drarañas en un abrazo luminoso. El grupo se movió lentamente, pero sin pausa, hacia el precipicio.
—¡No, por favor! —gimió Erixitl, entre dos contracciones—. Padre, no…
Su voz no tenía fuerzas, aunque sin duda Lotil no le habría hecho caso, incluso si la hubiese escuchado.
Darién no podía apartar la mirada de la seductora e intensa luz que brillaba ante sus ojos. El poderoso hechizo de la pluma la mantenía cautiva junto con sus compañeras, con tanta eficacia como una trampa real.
Siguieron al hombre que avanzaba arrastrando los pies, a través del prado. Algunas veces, se detenía para ejecutar una reverencia y un par de vueltas, como si se tratara de una danza ritual. Después reanudaba la marcha, y las drarañas lo seguían.
En el fondo de la conciencia de Darién, sonó un aviso. Los objetos de hishna —las zarpas, el veneno y la piel de víbora que llevaba en su bolsa— le pesaban cada vez más. El poder oscuro surgió en su mente, en un intento de apartar la mirada de la imagen hipnótica que giraba ante sus ojos.
La luz no dejaba de llamarla. Darién hizo un esfuerzo por continuar, en tanto las demás drarañas la iban dejando atrás, pero el peso de hishna la retuvo.
No vio el precipicio que se abría a los pies de Lotil; tampoco lo vieron sus compañeras. Todas sabían que estaba allí, aunque el conocimiento pertenecía a la parte lógica de su mente, que ahora no funcionaba. Sólo tenían en cuenta su desesperante deseo de poder alcanzar aquel resplandor y quedárselo para sí mismas.
Lotil se detuvo en el mismo borde, y esperó a que las drarañas le dieran alcance. Las siniestras criaturas se precipitaron sobre él, con los brazos extendidos para cogerlo.
El plumista y los monstruos cayeron al vacío en el más absoluto silencio, abrazados por el vórtice de pluma, para ir a estrellarse contra las afiladas rocas del fondo. El choque de sus cuerpos sonó como el de una calabaza aplastada.
En el último momento, los poderes oscuros que bullían en el interior de Darién la detuvieron. Sentía la necesidad imperiosa de saltar; de hecho, dio un paso adelante y cayó por el borde. Pero, un par de segundos después, se asió a unos matorrales en la pared del acantilado.
Mientras jadeaba para recuperar el aliento, encontró dónde apoyar las patas y se apretó contra la roca. Estremecida de terror, pensó en lo cerca que había estado de la muerte. El resto de las drarañas, junto con el humano ciego, yacían hechas pedazos entre las piedras del fondo.
Permaneció en su posición, oculta a las miradas de quienes se encontraban en el claro. Por ahora, no podía hacer otra cosa que descansar. Sintió que su odio contra los humanos que casi la habían derrotado se renovaba. Estaba viva y debía recuperar sus fuerzas.
No tardaría en entrar en acción una vez más.
Los últimos diez regimientos de Hoxitl acabaron con la defensa de Actas, la segunda aldea en la línea defensiva de Cordell. Los orcos se lanzaron al ataque con una ferocidad tremenda, y rodearon el poblado en un movimiento de pinzas.
Grimes dirigió a sus lanceros, que cada vez eran menos, en una serie de cargas, pero no tardó en comprender que era como intentar impedir la marea. Por fin, los jinetes se retiraron para reagruparse.
En lugar de permitir que sus tropas fuesen aniquiladas en una defensa sin sentido, como había ocurrido en Nayap, el capitán general ordenó a los cornetas que tocaran retirada.
Los defensores abandonaron el combate, y se ocuparon de mantener la formación mientras retrocedían en dirección a Puerto de Helm. Los jinetes asumieron la tarea de detener las avanzadillas enemigas.
Las balas de los arcabuces y las flechas disuadieron a los atacantes de empeñarse mucho en la persecución. ¿Acaso no habían conseguido poner en fuga a los humanos? Ahora que habían ganado, ¿qué necesidad había de darse prisa? Nadie quiere ser la última víctima de una campaña victoriosa.
Las primeras luces del alba alumbraron el campo de batalla, convertido en un lodazal y cubierto de cadáveres. Enanos del desierto, Gente Pequeña, guerreros payitas, arqueros de Tulom-Itzi, mercenarios de la Costa de la Espada, mezclaban su sangre en el fango, más allá de las diferencias que los habían separado en vida o de las alianzas que los habían reunido.
Pero todavía quedaban muchos vivos, y los supervivientes buscaron refugio en los terraplenes elevados de Puerto de Helm. Llegaron al fortín, donde los esperaban Daggrande y Cordell; después, los oficiales llevaron a las compañías a las posiciones asignadas para colaborar en la defensa.
Cuando las últimas tropas de Hoxitl entraron en la llanura, la batalla había concluido, y, ante la ausencia de enemigos, se sumaron a la marcha hacia el fuerte, sin dejar de celebrar con aullidos la victoria. Su clamor se podía escuchar con toda claridad desde las murallas del fortín, como el rugir de las olas.
La empinada pendiente de las murallas hizo que los orcos, ogros y trolls se amontonaran en la base. Arriba los esperaban los defensores, bien armados y con la ventaja de la altura a su favor. En cambio, la horda no tenía espacio de maniobra suficiente para emplear todas sus fuerzas, y Cordell no desperdició esta baza. Ahora, sus hombres luchaban codo a codo, estimulados por la certeza de que ya no habría más retiradas.
En Puerto de Helm se trataba de victoria o muerte.
El gigantesco monolito que encarnaba a Zaltec se encontraba cerca del claro de los Rostros Gemelos desde las primeras horas de la noche anterior. El dios de la guerra había percibido la presencia de los poderes de la pluma y el hishna, pero sabía que todavía no era el momento de su combate con Qotal.
Por lo tanto, el coloso había esperado, impasible, mientras Halloran luchaba por su vida y las drarañas amenazaban a la mujer, para luego encontrar la muerte al ir en pos del torbellino luminoso y del ciego que lo había creado.
Zaltec presintió la proximidad del nacimiento, y aquella pequeñísima chispa de vida, insignificante para una mirada que pasaba por alto ejércitos enteros, se le antojó un bocado tentador.
El dios de la guerra permaneció en silencio, y aguardó. No faltaba mucho para el momento de su más grande y decisiva victoria.
Coton apartó la mano de la frente de Halloran cuando el espadachín se sentó con un gemido. El clérigo regresó de inmediato junto a Erixitl, que jadeaba entre espasmos de dolor. Hal se puso de pie, mareado y con un fuerte dolor de cabeza, y fue a arrodillarse junto a su esposa. Observó, sin mucho interés, que las drarañas y Lotil habían desaparecido.
La mujer volvió a gemir y echó la cabeza hacia atrás. Mantenía las piernas separadas, y apretaba los dientes mientras hacía fuerza para echar a su hijo al mundo.
El sacerdote le pasó una mano por delante de los ojos y sacudió la cabeza. Erixitl esperó a que pasara la contracción, y después asintió, muy seria.
—Lo sé —susurró—. Allá arriba.
Con muchos esfuerzos consiguió ponerse de pie. Halloran la sostuvo mientras Coton iba a buscar la manta de pluma que Lotil había dejado sobre Jhatli. La sangre del infortunado muchacho había manchado el tejido.
Poco a poco, ascendieron los escalones de la pirámide, con las pausas impuestas cada vez que Erix sufría dolores agudos, de modo que tardaron mucho en llegar a la cima. Faltaba muy poco para el amanecer, y los intervalos entre contracciones eran cada vez más cortos.
Coton extendió la capa sobre la plataforma, no muy lejos del sencillo bloque de piedra que servía de altar. Halloran ayudó a su esposa a tenderse sobre el tejido de plumas, y una vez más comenzaron los jadeos.
Entonces, gritó y lloró al mismo tiempo. Echó la cabeza hacia atrás y chilló a todo pulmón. Siseó entre los dientes apretados mientras empujaba con todas sus fuerzas.
El dolor se convirtió en su compañero, en una forma de vida que sólo podía traer consigo la muerte. Luchó con todas sus fuerzas, pues empujar era la única manera para superarlo. Por fin, sintió que se le acababan las fuerzas. El dolor todavía seguía allí, pero ya no tenía importancia; se esfumaba a toda prisa.
Halloran, incrédulo, se encontró de pronto ante su hijo, que se sacudía sobre la manta de plumas, al tiempo que arrugaba la cara y soltaba un berrido exigente.
—Es un niño —anunció con reverencia y, cogiendo al bebé, se lo alcanzó a la madre, que lo apretó contra su seno.
Coton los sorprendió con sus tirones a la manta de plumas. En el momento en que consiguió sacarla de debajo del cuerpo de la madre, Erix gritó, asombrada.
—¡La Capa de una Sola Pluma!
Aunque parecía increíble, la manta que había tejido Lotil con innumerables plumones tenía exactamente el mismo aspecto que la famosa capa, el símbolo de la hija elegida de Qotal.
Coton se levantó lentamente y, en el azul claro del amanecer, cargó con la capa hasta el altar, donde la extendió con mucho cuidado y devoción.
En ese preciso instante, el sol asomó en el horizonte, y los primeros rayos del día acariciaron el altar. La capa los reflejó, convertidos en un maravilloso arco iris.
El Dragón Emplumado cambió de rumbo violentamente, y se lanzó en picado. Por primera vez, Poshtli notó la atracción de la gravedad, y entonces divisó el océano, de un azul claro a esa hora de la mañana, que se extendía a sus costados y por detrás.
Adelante, en cambio, podía ver una delgada línea verde de tierra, que muy pronto se convirtió en el acantilado de los Rostros Gemelos. Entonces vio los dos rostros que había atisbado en una ocasión anterior, que contemplaban el mar a la espera de alguien. ¡Lo esperaban a él!
O, mejor dicho, a Qotal.
—Ella ha dado una vida para que yo pueda regresar —gritó el Dragón Emplumado, eufórico.
—¿Un sacrificio? —preguntó Poshtli.
—Todavía no —contestó el dios con tono amenazador, y después guardó silencio porque no tenía tiempo para ocuparse de los mortales.
El Dragón Emplumado prosiguió su vuelo hasta llegar a la pequeña pirámide, y allí inició el descenso. Aterrizó, apoyando sus poderosas patas en las cuatro esquinas de la plataforma.
Poshtli se deslizó del enorme cuello por primera vez en no sabía cuántas semanas. En el mismo momento en que sus pies tocaron el suelo de la pirámide, se oyó un terrible estrépito de árboles aplastados. Miró hacia el bosque, y vio salir de él a una gigantesca figura de piedra, con un vago parecido humano, pero con un rostro burdo y enormes dedos como garras. El monstruo destrozaba varios árboles cada vez que uno de sus pies tocaba tierra.
—¡Poshtli! —El guerrero escuchó su nombre y se volvió, sorprendido.
—¡Halloran! —gritó, con gran emoción.
Entonces, el dragón volvió a remontar vuelo.
La horda de monstruos se lanzó una y otra vez contra la cima del terraplén, donde los esperaban las flechas, las espadas y las balas de los arcabuces. Hoxitl, cada vez más furioso, mandaba a sus tropas al ataque dispuesto a acabar con la resistencia de una vez por todas.
El alba dio paso al día, sin que se registraran cambios en la situación. Cada intentona acababa con sangrientas pérdidas para los asaltantes. También había bajas entre los defensores, pero de mucha menor cuantía. La pared exterior del fuerte aparecía cubierta de centenares y centenares de cadáveres con el emblema de la Mano Viperina en sus pechos, apilados en capas que marcaban cada uno de los asaltos. Por fin, con el cielo cada vez más claro, llegó el momento en que las bestias retrocedieron para descansar. Por primera vez en muchas horas, el silencio se extendió por el campo de batalla.
A medida que el sol asomaba sobre el horizonte, sus rayos iluminaron las aguas casi transparentes de la laguna, y, al otro lado del arrecife de coral, se podía ver la inmensidad del océano de un azul limpio y puro.
No ocurría lo mismo en tierra. Los terraplenes del fortín, y toda la llanura que hasta el día anterior había sido verde, habían quedado convertidos en barro por el paso de miles de pies. Las nubes de humo y cenizas procedentes de las dos aldeas incendiadas se extendían a baja altura, y las descargas de los arcabuceros habían contribuido con otra nube que se mantenía sobre el fuerte, aportando el olor acre de la pólvora.
Las bestias de la Mano Viperina se reagruparon en sus regimientos y se instalaron a descansar en el campo. De las treinta unidades que habían participado en el combate, nueve o diez habían sufrido un número elevadísimo de bajas.
Pero Hoxitl sabía que los humanos estaban atrapados y que también ellos habían tenido muchos muertos y heridos entre sus filas. Ahora le interesaba que sus monstruos pudiesen recuperar fuerza antes de lanzarlos al ataque final.
Y, si no lo era, ordenaría otro y otro. Tarde o temprano, el número acabaría por imponerse.
Darién trepó con mucho cuidado por el último tramo del acantilado. Con la salida del sol, tenía que extremar las precauciones para no ser vista por los humanos, aunque su instinto le indicaba que no pensaban en ella.
Había visto el paso del gran dragón, y comprendió que aquél era su enemigo; para ser exactos, «el» enemigo, la verdadera antítesis de su hishna. Pero el ser le dio la oportunidad que necesitaba.
Vio cómo la criatura batía suavemente sus inmensas alas multicolores, mientras se posaba en la plataforma de la pequeña pirámide. Le daba la espalda con la mirada puesta en el coloso que salía de la selva.
Darién se escurrió a través del prado hasta la base de la pirámide, segura de que nadie la había visto. Paso a paso, con el cuerpo casi pegado a los escalones, comenzó a subir la escalera.
Cuando había llegado casi a la mitad, el gran dragón volvió a elevarse. La draraña se aplastó contra la piedra, aterrorizada por el poder que emanaba del ser. Boquiabierta, contempló su vuelo hacia el coloso de piedra que era Zaltec.
Se produjo el encontronazo entre las dos deidades, y fue como un cataclismo. Unas grietas enormes aparecieron en la tierra, y numerosos árboles se hundieron cuando el coloso se sacudió por la fuerza del choque. Entonces, uno de sus inmensos puños se estrelló contra el cuello del Plumífero, que retrocedió con un ala plegada.
Qotal cayó a tierra, y en su caída aplastó docenas de árboles, al tiempo que provocaba más fisuras en la tierra payita. La pirámide se levantó por un momento de su base, y Darién se sujetó con manos y patas a los escalones para no salir despedida por los aires.
El dragón se levantó, y una bocanada de fuego surgió de sus fauces. Las llamas envolvieron de arriba abajo a Zaltec, pero el dios de la guerra no les hizo caso. Una vez más se lanzó contra Qotal, y el dragón respondió a sus golpes.
Los dioses prosiguieron su combate, sin preocuparse de las cosas que había a su alrededor, fuesen éstas árboles, animales o humanos. Luchaban con tanta ferocidad que destruyeron hectáreas de bosque, y provocaron terremotos que amenazaron con asolar Payit.
Presintiendo que había llegado su oportunidad, Darién subió los últimos peldaños y espió la plataforma. Tal como esperaba, las miradas de todos estaban pendientes de la batalla entre los dioses.
El poder oscuro de hishna invadió el cuerpo de la hechicera en el momento de su triunfo. Allí estaba la madre, casi sin fuerzas, atenta a los movimientos del dios de la guerra. Mantenía al niño contra su pecho, y en el rostro de Darién apareció una sonrisa demoníaca.
Poco a poco, la draraña subió a la plataforma. La zarpamagia hizo que toda su energía se concentrara en el ser de pluma que tenía delante.
Entonces, lanzó su ataque.
—¿Cuántas bajas has tenido? —le preguntó Cordell a Grimes, en lo alto del terraplén, desde donde podía mantener vigilados a los monstruos acampados en la llanura.
—Treinta caballos, y unos veinte jinetes —respondió el capitán de caballería, con un suspiro de cansancio y desconsuelo.
—Has salvado las vidas de dos mil hombres —dijo el capitán general—. De no haber sido por los lanceros, no habríamos podido regresar al fuerte.
—De todos modos, no creo que nos sirva de mucho —comentó Grimes con una débil sonrisa, y señaló a la horda.
—Más de lo que crees. Nos ha dado tiempo. El que necesitamos para descansar. Para que Rodolfo regrese con la flota. Para que Erixitl obre un milagro. El tiempo es nuestra mejor arma. —Cordell palmeó el hombro del jinete—. Ahora, ve a descansar. Dentro de poco, tendremos mucho trabajo que hacer.
Grimes asintió agradecido, y se volvió para bajar al patio. En aquel momento, observó el mar por el lado del noreste y se quedó inmóvil.
—¿Qué ocurre? —inquinó Cordell al ver la reacción del capitán, y miró en la misma dirección.
Las velas blancas parecían meros puntos en el horizonte, pero aumentaban deprisa, y unos minutos después pudieron identificarlas: ¡la flota! Las carracas que habían zarpado con rumbo al Mar de Azul regresaban; las contó, veinticinco en total.
—¡Rodolfo! —gritó Cordell, y su anuncio fue coreado por todas las voces del fortín. Las carracas navegaban a toda vela, y los asediados las ovacionaron.
A medida que las naves se acercaban, pudieron ver a los kultakas alineados en cubierta, y también a algunos de los legionarios que los habían acompañado en la travesía del desierto. Eran unos cinco mil hombres descansados y ansiosos por demostrar su valor en el campo de batalla.
—¡Estabais aquí! ¿Qué ha pasado? ¡El bebé! —La voz sorprendió a Hal, que le dio la espalda a Poshtli para ver quién era. Sin poder dar crédito a sus ojos, se encontró con Jhatli, quien, con una expresión de asombro igual que la suya, se encaramaba en la plataforma. Por un momento, la alegría de ver a su compañero le hizo olvidar el combate entre los dioses.
—¡Estás vivo! —gritó Halloran, que cogió a su amigo entre sus brazos y lo estrechó contra su pecho. Los brillantes ojos de Jhatli lo observaron con curiosidad. A su vez, Hal estudió con disimulo el pecho del muchacho. No se veía ninguna herida, ni siquiera la cicatriz.
—La magia de la pluma —dijo Erixitl con voz suave para no molestar a su hijo, que mamaba con avidez, contento de estar en brazos de su madre.
Halloran se volvió hacia Poshtli y le palmeó los hombros.
—Y poder volver a verte a ti, amigo mío, es algo que no me habría atrevido ni a soñar.
—He tenido… suerte —contestó Poshtli lacónicamente.
—Pero ¿qué…? ¡Cuidado! —gritó Jhatli, con la mirada puesta en algo a espaldas de Hal.
Coton se volvió con una rapidez sorprendente. Hal se sobresaltó y dejó de prestar atención al combate entre el coloso y el dragón. En aquel momento descubrió a Darién, que se lanzaba al ataque contra su mujer y su hijo.
Antes de que pudiese reaccionar, el sacerdote de Qotal cogió la manta que se había convertido por un milagro en la Capa de una Sola Pluma tras el nacimiento del bebé, para permitir el regreso de Qotal, y la hizo girar delante de la draraña.
Darién soltó un grito de odio y repulsión, mientras el clérigo se abalanzaba sobre ella. Coton se movía con una agilidad inusitada, y, cuando Hal desenvainó su espada, el sacerdote y la draraña se estrechaban en un abrazo mortal, con la capa entre sus cuerpos.
Una vez más, los dioses se embistieron, y el mundo tembló. El dragón lanzó otra bocanada, y centenares de árboles se convirtieron en cenizas. Zaltec le replicaba con sus gigantescos puños; cuando erraba el blanco y golpeaba el suelo, aparecían unos cráteres inmensos de tierra calcinada. Las grietas se ensancharon, como si Maztica tuviese que morir con el perdedor. Los terremotos sacudieron el promontorio, y parte del acantilado se desplomó con gran estruendo para desaparecer en las aguas del océano. En cualquier momento, el mundo podía saltar en pedazos.
También Coton presintió el peligro. Toda una vida de servicio a sus dios lo había llevado a aquello: a poner en peligro la existencia del mundo. Una vez más la tierra se sacudió, y la pirámide comenzó a hundirse. La draraña y el clérigo continuaron con su danza macabra, que repetía a pequeña escala la lucha entre la pluma y el hishna, la magia de Qotal y de Zaltec.
El combate prosiguió cada vez con mayor furia, y entonces el sacerdote de Qotal hizo algo que sorprendió hasta a su propio dios. Durante más de veinte años, había mantenido su voto de silencio a una deidad que ahora amenazaba con destruirlo todo.
Coton levantó la cabeza y gritó su maldición a voz en cuello.
—¡Malditas sean vuestras pretensiones! —vociferó, y los dioses interrumpieron el combate—. ¡Maldita sea vuestra codicia y vuestra crueldad, y esto vale para los dos!
Por un momento, los dioses dejaron de darse golpes y volvieron sus enormes cabezas hacia el mortal insolente. Después, Qotal rugió furioso y avanzó hacia el clérigo que había roto su juramento y ahora lo maldecía. Zaltec siguió a su hermano, dispuesto a matar al insensato que había osado interrumpir un asunto exclusivamente divino.
Coton se retorció para poder mirar a Halloran. El rostro del sacerdote reflejaba su tremendo esfuerzo para mantener sujeta a Darién envuelta en la capa de pluma, lo que le impedía utilizar la fuerza oscura del hishna.
—¡Nos destruirán! —le dijo el clérigo—. Tenemos que enviarlos de regreso a su dimensión, tenemos que sacarlos de nuestro mundo. No es éste su lugar.
—Pero ¿cómo? —preguntó Halloran, cada vez más espantado ante la proximidad de los gigantes.
—¿Te atreves a maldecir mi nombre? —La voz de Qotal sonó como un trueno que casi los dejó sordos—. ¿Tú, que has orado por mi retorno, suplicado mi presencia?
Los dioses se cernieron sobre la pirámide; uno era la fuente de la pluma, y el otro, el origen de hishna y la raíz del poder oscuro. Miraron fríamente a los mortales. Vieron a un viejo que mantenía envuelta en una capa de pluma a uno de los horribles seres de hishna. La esencia de los dos poderes flotaba en la sangre de aquellas criaturas diminutas, y les daba la vitalidad que necesitaban para su guerra en el mundo de los humanos.
—¡Mátame! —siseó el sacerdote, con la mirada puesta otra vez en Halloran—. ¡Mátanos a ambos, ahora! ¡Es nuestra única posibilidad!
Zaltec y Qotal llegaron junto a la pirámide; un segundo más y los aplastarían de un solo golpe. Pero a Halloran le resultaba imposible lanzar la estocada.
—¡Ahora! ¡Se acabó el tiempo! —La voz de Coton era una súplica desesperada.
Halloran permaneció inmóvil, incapaz de actuar. No podía matar al anciano que los había acompañado a través del Mundo Verdadero. Intentó mover la mano que empuñaba la espada, sin conseguirlo. Erixitl lo observaba aterrorizada, con su hijo apretado contra el pecho.
Pero había un hombre que estaba en posición de actuar. Poshtli arrebató la espada de la mano de Halloran y se volvió hacia la pareja. Cuando el Dragón Emplumado abrió sus fauces para inmolarlos en una nube de fuego, el guerrero dio un salto.
Y clavó la espada.
La punta de acero atravesó sin obstáculos el cuerpo del clérigo, desgarró la capa de plumas y se hundió en el vientre de la draraña. Darién soltó un chillido de agonía y retrocedió con tal violencia que arrancó la espada de manos de Poshtli.
Coton mantuvo su abrazo hasta la muerte, y, a medida que la sangre de pluma y hishna se derramaba como una sola sobre las piedras de la pirámide, el poder de los dioses se fue desvaneciendo.
De las fauces de Qotal escapó una nubécula de humo mientras el cuerpo del dragón se hacía translúcido. Por su parte, el coloso de piedra dio un paso atrás, se tambaleó, y después cayó a tierra con un ruido tremendo. La encarnación de Zaltec quedó convertida en un montón de escombros.
Cuando desapareció la nube de polvo, no había rastros de Qotal.
Tokol se reunió con Cordell y los defensores de Puerto de Helm junto a las murallas del fuerte. Juntos contemplaron la retirada de las bestias de la Mano Viperina, que se apresuraban a desaparecer en la espesura de la selva.
—¿Habrá sido nuestra llegada el motivo de su abandono? —preguntó el jefe kultaka.
—Quizá —respondió el capitán general—. O quizá tenga alguna otra explicación. Por lo que se ve, han perdido todo su espíritu de combate.
—Esperemos que nunca lo recuperen —gruñó Daggrande con expresión agria.
—Chical me ha dicho que no hay ningún rastro del coloso —añadió Cordell.
Un grupo de viajeros se acercó por el lado de la playa, y todos corrieron al encuentro de Poshtli, Halloran y Jhatli. Erixitl, con su hijo en brazos, viajaba en una litera rudimentaria que arrastraba su marido.
—Los dioses se han ido; han regresado a sus planos inmortales —les informó Halloran—. Han dejado el mundo en nuestras manos.
—Para convertirlo en lo que nosotros queramos —agregó Poshtli, que dirigió a Cordell una mirada significativa.
—¿Qué es eso? —le preguntó Daggrande a Halloran, al ver que el joven sostenía un rollo de pergamino.
—Las crónicas de Coton. En ellas se pueden leer el relato de nuestras aventuras, y también una buena parte de la historia del Mundo Verdadero.
—Una historia que cambia hora a hora —comentó Cordell, en uno de sus raros momentos de reflexión. Después sacudió la cabeza y volvió al presente. Miró a Halloran—. Dentro de muy poco, zarparán las primeras naves de regreso a Amn. Tienes pasaje, si lo deseas.
El joven miró a su antiguo comandante por unos momentos.
—Mi hogar está aquí, en Maztica —contestó, emocionado—. Quizá regrese algún día a la Costa de la Espada, de visita. Pero, por ahora, yo…, nosotros no iremos a ninguna parte.