20

La segunda batalla de Ulatos

Los monstruos de la Mano Viperina, al mando del sanguinario Hoxitl, esperaron la caída de la noche para lanzar su ataque. La espera permitió que la totalidad del ejército se reuniera en el borde de la llanura. Después, las compañías iniciaron su despliegue sin salir en ningún momento de la protección que les ofrecía la selva.

Por su parte, Cordell había tenido que prepararse para rechazar el asalto en cuanto vio que las bestias se acercaban al linde de la llanura, poco antes del mediodía. Sus hombres tuvieron que soportar el sol abrasador a campo abierto a lo largo de todo el día, hasta que el crepúsculo les ofreció un poco de alivio.

El capitán general dio gracias de que sus tropas no hubiesen tenido que enfrentarse al coloso de piedra. Zaltec había permanecido inmóvil mientras transcurría el día, con la mirada puesta más allá de la llanura y de las tropas que tenía a su alrededor. Parecía como si los humanos le resultaran demasiado patéticos, indignos de que un dios se molestase en masacrarlos.

Por fin, minutos antes del ocaso, el gigante entró en la llanura, lo que provocó la desbandada de los enanos de la tribu de Luskag, que se encontraban desplegados directamente en su camino. Por fortuna, estos guerreros consiguieron alejarse lo suficiente para no ser aplastados, mientras Zaltec marchaba hacia el este.

Cordell, junto al resto de su ejército, contempló la partida del coloso sin disimular su alivio, aunque sabía muy bien que la batalla que tenían entre manos era tan importante para su futuro como la que se libraría en los Rostros Gemelos.

En cuanto el gigante desapareció de la vista, el capitán general volvió su atención al campo de batalla. Sus tropas estaban en posición, y le parecieron muy escasas para hacer frente a la marea oculta en la selva. Contaba con los enanos del desierto, armados con sus afiladas hachas de plumapiedra; los veteranos arqueros de Tulom-Itzi; los halflings, provistos con dardos emponzoñados; los mercenarios de Don Váez, equipados con ballestas, arcabuces y espadas; y un centenar de lanceros a caballo. Se trataba de una variedad poco habitual en el núcleo de un ejército.

La ciudad de Ulatos y las aldeas payitas habían contribuido a estas formaciones con siete mil guerreros, una cifra que resultó una grata sorpresa para el capitán general. Un año antes, el grueso del ejército payita había acompañado a Cordell en su desastrosa marcha a Nexal. A pesar de que tenían menos experiencia guerrera que las otras naciones del Mundo Verdadero, los payitas eran combatientes valerosos y leales. Por lo tanto, cuando su conquistador les ordenó que se sumaran a sus filas, lo hicieron de buena gana y sin objeciones.

Los payitas habían marchado con la Legión Dorada, y habían participado en la derrota de los kultakas. Esta nación también se había convertido en aliada del capitán general, y su colaboración había resultado decisiva en la toma de la gran ciudad de Nexal. Los payitas, los kultakas y los legionarios habían entrado en la capital del imperio maztica, y habían asentado sus reales en la plaza mayor.

Pero, a diferencia de los kultakas, los payitas no habían tenido la suerte de poder retirarse de la ciudad cuando se produjo la catástrofe de la Noche del Lamento y, prácticamente, habían muerto todos. Ahora, Ulatos y las otras zonas cercanas a la capital casi no tenían guerreros suficientes para atender a sus necesidades defensivas más inmediatas.

La posición de los defensores se iniciaba junto al mar, en el fortín de Puerto de Helm. Uno de los antiguos oficiales de Don Váez, que había pasado al servicio de Cordell, había asumido el mando del fuerte, con cien ballesteros y otros cien infantes a sus órdenes. El recinto amurallado serviría de refugio para gran parte de la tropa si la línea se venía abajo. Aquí también se encontraban varios de los jóvenes hechiceros que habían acompañado a Váez; los demás estaban dispersos a lo largo de las líneas.

Por otra parte, Cordell sabía que atrincherarse sin más en la fortaleza y dejar que los monstruos campasen por sus respetos era una estrategia derrotista; en consecuencia, había montado una larga línea de defensa a través de la llanura.

La primera parte del arco defensivo llegaba hasta la pequeña aldea de Nayap, a casi un kilómetro y medio de la costa. Aquí Cordell había destinado un par de batallones de infantes y arqueros, porque el poblado era el primer obstáculo para cualquier ataque procedente de la selva.

Pasada la aldea, la línea retrocedía por la izquierda durante casi un kilómetro hasta llegar a otra aldea, Actas. Ninguno de estos dos pueblos tenía más de cincuenta casas, que en su mayoría eran de paja y adobe; pero ambos contaban con una pequeña pirámide. El capitán general había decidido sacar partido de su altura —alrededor de ocho metros—, y en la plataforma superior de cada una había situado a los arqueros, mientras que, junto a la base, los soldados armados con espadas, alabardas y picas se encargarían de defenderlas en el combate cuerpo a cuerpo.

Por desgracia, la línea sólo alcanzaba a cubrir una tercera parte de la distancia que había hasta la ciudad de Ulatos. Compañías mixtas formadas por ballesteros y arcabuceros de la legión, y arqueros de la Gente Pequeña e Itzas, estaban repartidos por sectores. Entre ellos se situaban los infantes de la legión, los enanos del desierto y los lanceros payitas.

Más atrás, se encontraban las reservas al mando de Daggrande, integradas por legionarios con espadas y hachas. Por su parte, Cordell se había reservado a los cien jinetes que capitaneaba Grimes. A la caballería se le había asignado la misión de evitar que los monstruos rodearan el flanco izquierdo del dispositivo de defensa.

Durante toda la tarde, agobiados por un calor infernal, los defensores habían permanecido alertas mientras el enemigo reagrupaba sus fuerzas. Después de la marcha del coloso hacia los Rostros Gemelos, se redobló la vigilancia porque el ataque parecía inminente. Pero, durante un par de horas, no se produjo ninguna novedad.

Por fin, cuando ya era noche cerrada, los hombres notaron los primeros movimientos en la oscuridad, y después la vibración de la tierra castigada por los golpes de miles de pies lanzados a la carrera.

Con el mismo estruendo que produce un viento huracanado, un grito salvaje surgió de las gargantas de millares de orcos y ogros. Las bestias abandonaron la selva y marcharon en busca de su enemigo. El estrépito de los silbatos de madera y los cuernos de concha se sumó a la algarabía. Diez regimientos completos aparecieron como una ola que avanzaba incontenible a través de la llanura, a su cita con la muerte.

Hoxitl permaneció en la selva. Gracias a su altura descomunal y a sus ojos preparados para la visión nocturna, podía ver la línea de defensa y el avance de sus propias tropas.

Por su parte, los defensores, atónitos ante el estruendo, intentaban ver a sus enemigos, mientras se preparaban para el primer encontronazo. Por suerte, no sabían que el ataque sólo lo realizaba una tercera parte de las fuerzas al mando de Hoxitl.

Cuando las bestias se encontraron a unos cincuenta metros de la línea, los magos de la legión pusieron en práctica sus hechizos de luz, y las tinieblas se disiparon a todo lo largo de la posición.

Sin perder ni un segundo, los arqueros de Tulom-Itzi descargaron su primera andanada. Las puntas hechas con dientes de tiburón diezmaron la primera fila de orcos, ogros y trolls; antes de que sus cuerpos cayeran a tierra, los arqueros ya habían disparado por segunda vez.

Después, se escuchó el ruido sordo de las ballestas, y los dardos, que parecían cimitarras voladoras, causaron estragos. Hasta los ogros más grandes se revolcaban de dolor, en tanto que los orcos morían en el acto.

Entonces el fragor de un trueno desconocido en los campos de batalla mazticas se sumó al estruendo, cuando los arcabuceros dispararon sus armas. Una espesa nube de humo surgió de la boca de sus cañones, mientras las balas de plomo se incrustaban en la carne del enemigo. Los arcabuceros consiguieron matar a unos cuantos orcos, pero, al no tener tiempo para volver a cargar, se vieron obligados a desenfundar las espadas para proseguir la lucha.

La Gente Pequeña fue la última en disparar sus arcos. El tamaño de sus flechas parecía insignificante, y casi no se veían cuando se clavaban en los atacantes; sin embargo, gracias al curare que embadurnaba las puntas, resultaban igual de mortíferas.

El ataque lo encabezaba un grupo de cuarenta trolls. Las horribles bestias avanzaron con las fauces abiertas y las garras extendidas. En sus pechos se podía ver claramente cómo latía la marca roja de la Mano Viperina, entre el verde de sus escamas.

Algunos de los dardos, flechas y balas que hacían blanco en los trolls conseguían tumbar a las criaturas, pero los monstruos volvían a levantarse, se arrancaban los proyectiles del cuerpo, y reanudaban el ataque a la zaga de sus compañeros.

Los primeros trolls atacaron a una compañía de infantes mercenarios. Sus enormes puños verdosos apartaron los escudos como si fuesen papel, y sus garras y colmillos buscaron carne humana. Los soldados aguantaron la carga por unos momentos y descargaron sus hachas y espadas hasta que comprendieron la inutilidad de sus esfuerzos; las heridas de los trolls cicatrizaban casi al mismo tiempo de producirse.

La encarnizada pelea se convirtió en un caos salvaje mientras los pequeños grupos de hombres luchaban por su vida contra los enormes trolls. Los gritos de aviso y de rabia rasgaban la noche, entremezclados con los alaridos y los ayes de los heridos. Los golpes de las espadas y hachas contra los escudos resonaban como campanadas, al tiempo que los aullidos y rugidos de los trolls dominaban a todos los demás sonidos, ofreciendo un telón de fondo monstruoso e inhumano a una escena de pesadilla.

Los infantes caían hechos pedazos por los colmillos y las garras de los trolls. Algunos de los monstruos abandonaban el combate durante un rato en espera de que cicatrizaran sus heridas más profundas; pero después las bestias volvían a la pelea, mientras que las bajas humanas eran definitivas.

Por fin, la primera línea de defensa se vino abajo cuando diez mil orcos se unieron al ataque de los trolls. Enardecidos por el fuego de su marca roja, las criaturas de colmillos curvos se abatieron sobre los humanos con una fuerza brutal. Sus macas y garrotes repartían golpes a diestro y siniestro contra los escudos de los defensores, mientras las bestias de las últimas filas se adelantaban para llenar los huecos que dejaban sus compañeros muertos o heridos.

—¡Allí! —gritó Daggrande, al ver que los trolls cruzaban las defensas, para después dividirse en dos grupos que se dirigieron hacia direcciones opuestas.

El primer grupo se enfrentó al flanco de los pequeños arqueros de Tabub. La Gente Pequeña se volvió para descargar una lluvia de flechas contra los trolls, mientras Luskag y los enanos del desierto extendían sus líneas para proteger el frente de los halflings del avance de los orcos. Los monstruos maldijeron y aullaron al sentir el impacto de los dardos emponzoñados contra sus cuerpos. Unos cuantos, los que habían sido heridos varias veces, comenzaron a tener espasmos y, al cabo de unos segundos, murieron por efecto del veneno.

La compañía de reserva se adelantó para entrar en combate contra el segundo grupo de trolls. Daggrande hundió su hacha en la espalda de una de las criaturas, que cayó de rodillas. Sin perder un instante, el enano descargó una lluvia de golpes hasta que lo redujo a pedazos. Después se alejó mientras unos cuantos soldados rociaban con aceite los restos del troll y le prendían fuego. Una columna de humo negro marcó la desaparición definitiva del monstruo.

Alrededor de Daggrande, otros soldados veteranos atacaban con tizonas y alabardas. Los trolls respondían con la misma ferocidad, y muchos guerreros valientes cayeron a consecuencia de las terribles heridas provocadas por los zarpazos y dentelladas. Pero el denuedo de la compañía del enano, unido a la utilización del fuego, consiguió por fin rechazar el ataque de los trolls.

Daggrande respiró satisfecho al ver que, por el momento, habían cerrado la brecha.

Desde su posición, detrás del enano, Grimes vio que uno de los regimientos de bestias se desplegaba en abanico para rodear el flanco de la línea defensiva.

—¡A la carga! —ordenó Grimes, enarbolando su espada. Los jinetes, formados en cinco escuadrones de veinte, se lanzaron al galope en un amplio frente, con las lanzas bajadas, contra el regimiento de orcos y, en cuestión de minutos, causaron una gran carnicería entre los atacantes.

En cambio, los ogros se mantuvieron en sus posiciones e intentaron abatir a los jinetes a golpes de maza, pero los lanceros aprovecharon el ímpetu de sus caballos y la ventaja de las lanzas para ensartarlos. Los monstruos que se desplomaban ya no volvían a levantarse.

Mientras los lanceros se reagrupaban para iniciar una segunda carga, los cascos de sus corceles remataron a los orcos y ogros tendidos en el campo. Aterrorizados por la matanza, los supervivientes del regimiento escaparon hacia la selva. Los escuadrones, que habían sufrido pocas bajas, volvieron a su posición detrás de la línea defensiva.

Otro regimiento de la Mano Viperina entró en combate por el extremo de la aldea de Nayap. Los guerreros payitas les hicieron frente con gran valor, e incluso consiguieron matar a varios ogros con sus lanzas de punta de obsidiana. Pero entonces una docena de trolls consiguió abrirse paso por el centro de la posición, y los payitas escaparon en desorden.

De inmediato, la horda enemiga se lanzó por la brecha y rodeó la aldea, dispuesta a acabar con los defensores. Entonces, una silueta apareció en el cielo y sobrevoló el lugar.

Se trataba del padre Devane, montado en su alfombra voladora, que detuvo su vuelo cuando se situó a unos cien metros por delante del regimiento enemigo.

—¡Por el poder de Helm, que la plaga caiga sobre vosotros! —gritó, mientras señalaba con su guante metálico a la primera fila de monstruos.

Un instante después, el zumbido de millones de insectos se escuchó en toda la llanura por encima del estrépito de la batalla, al tiempo que los ogros comenzaban a soltar alaridos de dolor y sorpresa, se descargaban palmadas contra el cuerpo, y se contorsionaban en un intento inútil para evitar las picaduras.

Avispas, abejas, tábanos, abejorros; todo tipo de insectos clavaron sus aguijones en los monstruos, que, en el acto, renunciaron al ataque. Las bestias sólo pensaban en escapar, y todo el regimiento se dispersó en el más absoluto desorden. Muchos de los que huían se interpusieron en el camino de otro grupo que avanzaba contra Nayap, con la consiguiente desorganización, lo que dio un respiro a los defensores.

Durante unos minutos, la batalla permaneció equilibrada. Humanos, orcos, enanos, ogros, halflings, caballos y trolls sangraban tendidos en la tierra oscura, cubiertos por un manto de nubes que no dejaba pasar ni un rayo de la luz de la luna o las estrellas.

Centenares de seres exhalaron su último suspiro. Compañías enteras de orcos y humanos, diezmados por la batalla, se alejaban para reagruparse en la retaguardia. Los dos bandos extendieron sus líneas para poder cerrar las brechas, y el frente se estabilizó, aunque no por mucho tiempo.

Entonces, se escuchó una nueva explosión de pitidos y gritos procedentes del bosque. El estrépito del combate pareció insignificante frente al horrible sonido que anunciaba la entrada en escena de tropas de refresco, tan sedientas de sangre como las anteriores.

Una multitud de sombras surgió de la selva y avanzó por la llanura. Los monstruos se movían como una gigantesca ola dispuesta a destrozar todo lo que se opusiera a su paso, mientras Hoxitl lanzaba otros diez regimientos al ataque.

Erixitl avanzaba tambaleante, ayudada por Coton y Halloran, mientras Jhatli llevaba a Lotil de la mano. Tenían que ir a pie a lo largo de la costa hacia los Rostros Gemelos, pues en algunos lugares las dificultades del terreno impedían montar a caballo. Además, por este camino evitaban el riesgo de perderse, porque había que ser muy experto para marchar por los senderos a través de la selva hasta su punto de destino.

—No nos falta mucho —dijo Erix, al cabo de varias horas de marcha. El sol se acercaba al horizonte, y querían llegar a su meta antes del anochecer.

Halloran recordaba el lugar llamado Rostros Gemelos, donde había conocido a Erixitl. En aquel momento, le había parecido dotado de poderes arcanos. Ahora se había convertido en el centro de su mundo, el lugar donde convergían todos los caminos.

—Cuando lleguemos allí, ¿tendremos que subir a la pirámide? —le preguntó Hal. Aquella estructura, mucho más pequeña que la de Tewahca, parecía insuficiente para soportar al inmenso dragón que habían tenido ocasión de ver por un segundo en la Ciudad de los Dioses.

—Sí.

—¿Y el dios llegará allí?

—Así creo —respondió Erix, y enseguida sacudió la cabeza en un gesto de frustración—. ¡No lo sé! ¡Sólo hago lo que parece ser correcto! —Soltó un gemido de dolor y se llevó las manos al vientre—. No… pasa nada.

El nivel del terreno comenzó a subir a medida que se acercaban a la zona del cabo. En silencio, avanzaron por la franja relativamente despejada entre el linde de la selva y el abismo que se abría a la playa azotada por las olas.

Entonces, Halloran se detuvo para levantar una mano y señalar al frente, sin hacer ningún comentario. Erix miró en la dirección señalada y se estremeció. Nunca podría olvidar aquel horrible sitio donde había estado tan cerca de la muerte.

Ante ellos se erguía la mole de la pirámide con los Rostros Gemelos. Más allá, marcadas por las manchas cobrizas del crepúsculo, se divisaban las aguas del océano y la laguna. No alcanzaban a ver la parte superior de la pirámide, pero sí una de sus caras, iluminada por los últimos rayos de sol.

Erixitl gimió una vez más, al sentir un dolor agudo en la barriga, y se desplomó, con las manos apoyadas en el vientre.

Las llamas disiparon en parte la oscuridad del campo de batalla a medida que se incendiaban las chozas de Nayap. Los legionarios de Amn luchaban con desesperación por cada palmo de terreno que cedían, y mataban a uno, dos o diez de sus enemigos antes de dar un paso atrás. Pero el ejército de monstruos podía soportar la pérdida.

Por fin, los defensores se vieron acorralados junto a la pirámide, atacados desde tres frentes por una horda sedienta de sangre. El humo, las llamas y las cenizas se arremolinaban alrededor de la estructura de piedra, aunque el fragor del combate ensordecía el crepitar del incendio.

Un ogro gigantesco se abrió paso por la escalera de la pirámide, y de un garrotazo le hendió el cráneo al primer legionario que le salió al encuentro. Sin dejar de blandir su garrote, subió varios escalones, hasta que un infante consiguió hundir su espada en el muslo de la bestia. Con un aullido furioso, el ogro se volvió hacia el hombre y lo sujetó en un abrazo mortal antes de rodar hasta el suelo, donde permaneció tendido sin soltar a su presa, que ya había muerto con los pulmones reventados.

Mientras tanto, un millar de orcos —un regimiento completo— atacaron por la retaguardia de la aldea. La plaga de insectos se había disipado, y los pocos guerreros que intentaron demorar el avance sacrificaron sus vidas inútilmente.

Los humanos, empeñados en una lucha desesperada en defensa del último bastión, no advirtieron que el lento pero continuo avance de los monstruos les había cortado la retirada. Entre el humo y el caos del combate, la maniobra pasó inadvertida hasta que fue demasiado tarde. De pronto, los soldados comprendieron que la aldea se encontraba en poder del enemigo; habían perdido todo contacto con el resto de su ejército.

Además, se había abierto una brecha en la línea defensiva. Varios ogros y orcos se lanzaron como una tromba escalera arriba. Los arqueros situados en la plataforma superior descargaron contra ellos una lluvia de flechas, sin fallar ni un disparo, y los cadáveres se amontonaron en los peldaños. Pero, cada vez que caía una de las bestias, otras dos surgían de las sombras para ocupar su lugar; y así, poco a poco, los monstruos ganaron posiciones por los cuatro costados.

La provisión de flechas no era inagotable; después de disparar las últimas saetas, los arqueros desenvainaron sus espadas y se dispusieron a morir peleando. Con la aldea en llamas, y con las bestias dueñas del terreno, no podían pensar en la retirada. Sólo les quedaba luchar y morir como valientes. Su resistencia duró unos minutos, y, cuando cayó el último, una docena de orcos aullaron su victoria desde lo más alto de la pirámide.

—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó Cordell, y las trompetas tocaron retirada. A lo largo de la línea, diezmada por la primera fase de la batalla, los hombres exhaustos abandonaron sus posiciones. La segunda oleada de atacantes corría a través de la llanura enfangada, pero todavía le quedaba por recorrer casi un kilómetro y medio.

Nayap, que había soportado la primera embestida, se había convertido en una pira funeraria para todos los hombres que habían muerto en su defensa.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Grimes, que cabalgaba junto al capitán general.

—Tenemos que conservar Actas —respondió Cordell, y le señaló la aldea que marcaba el final de la línea defensiva por el lado de tierra—. Hay que defenderla cueste lo que cueste, aunque tengamos que acortar la línea. ¡Mantén a los lanceros preparados y vigila nuestro flanco! —El general llamó a Daggrande, que se acercó a la carrera.

»Divide a tus hombres en dos compañías —le ordenó el comandante—. Si todo se derrumba, tendrás que cubrir nuestra retirada hasta el fuerte.

—De acuerdo —gruñó el enano, con una expresión de desagrado por tener que dividir a los pocos soldados de que disponía. Vio cómo se acortaba la fila mientras las compañías de mazticas y legionarios se agrupaban para cubrir los huecos dejados por los camaradas muertos.

El griterío de la segunda oleada se podía escuchar con claridad a medida que los monstruos pasaban por la primera posición defensiva sin preocuparse de si aplastaban o no a los compañeros heridos. Los que habían tomado Nayap y todos los que estaban en condiciones de proseguir la lucha se sumaron a las fuerzas de refresco, que corrían a enfrentarse a los defensores.

Una vez más, la lluvia de flechas, las balas de los arcabuces, y los dardos de los ballesteros y halflings provocaron una mortandad tremenda entre los atacantes, pero, así y todo, había más monstruos que proyectiles, y resultaba evidente que el número acabaría por imponerse.

Los enanos del desierto al mando de Luskag fueron los primeros en recibir la embestida, y los monstruos —que parecían gigantes frente a sus pequeños oponentes— se encontraron con una muy desagradable sorpresa.

Los enanos esperaron a que las bestias estuviesen sobre ellos, para después deslizarse por debajo de los escudos y las armas, que buscaban a un enemigo más alto. Las afiladas hachas de plumapiedra se clavaron en el vientre de los orcos, y se escuchó el aullido de centenares de monstruos que se desplomaban para morir despanzurrados. Sin pérdida de tiempo, los enanos buscaron su próximo objetivo, y se concentraron en el exterminio de los ogros.

Estos seres enormes pero torpes de movimientos descubrieron su inferioridad frente a la agilidad de los enanos, que esquivaban sus garrotazos al tiempo que descargaban sus hachas con una precisión asombrosa en el bajo vientre y piernas. En cuestión de minutos, las bestias renunciaron al ataque, aterrorizadas por la eficacia de los pequeños guerreros, y emprendieron la retirada. Luskag dejó que sus tropas las persiguieran durante unos cuantos metros, antes de ordenarles que regresaran a sus puestos.

Otros regimientos de Hoxitl cambiaron la dirección de su ataque para ir a colaborar en la lucha contra los enanos del desierto. Esto podría haber significado un fallo decisivo en el plan del clérigo-bestia, pero en ningún otro punto de la línea los defensores estaban preparados para ofrecer una resistencia equiparable a la ofrecida por la tribu de Luskag.

Sin embargo, dos regimientos sí que proseguían según las órdenes recibidas, y, mientras los defensores intentaban repeler el ataque, las bestias habían rodeado la aldea de Actas con la intención de lanzar una carga por la retaguardia.

Cordell miró hacia la izquierda cuando numerosas antorchas se encendieron por aquel sector. Los responsables eran una compañía de payitas que, al advertir la maniobra, encendieron las teas para dar la alarma. El general vio las siluetas de los monstruos que corrían más allá de la aldea.

—¡Grimes! ¡A ellos! —gritó Cordell, y el capitán clavó las espuelas a su caballo.

Una vez más, los lanceros cabalgaron a lo largo de la línea, para impedir este nuevo intento del enemigo de rodear la posición.

La tierra resonó bajo los cascos de los caballos al galope, y los jinetes embistieron a los monstruos con la fuerza de un vendaval. Primero uno, y después otro de los regimientos se dispersaron y sus tropas emprendieron una fuga desesperada. Los lanceros los dejaron escapar y concentraron sus esfuerzos en el tercer regimiento que permanecía intacto.

Pero se encontraron con un cambio de tácticas. Mientras Grimes galopaba al frente de sus escuadrones, los orcos se separaron en tres grandes grupos. Luego cada grupo formó un cuadrado, para tener un frente en cada una de las direcciones. Los lanceros se lanzaron contra uno de estos cuadrados, y causaron numerosas bajas.

No obstante, la formación se mantuvo y las bestias de la Mano Viperina lucharon contra los jinetes atrapados en el interior del cuadrado. Los orcos no volvían la espalda, sino que devolvían golpe por golpe, y buscaban sobre todo tumbar a los caballos.

Por su parte, los lanceros hicieron caracolear a sus caballos al tiempo que buscaban cómo librarse del apuro. Los corceles aplastaban a los orcos con sus cascos, y sus jinetes repartían mandobles a diestro y siniestro con sus espadas cubiertas de sangre. Por fin, con una carga entre dos ogros gigantescos, Grimes consiguió abrir una brecha, mientras aprovechaba para degollar a una de las bestias. El resto de los lanceros se apresuró a seguirlo, ensanchando el hueco abierto por su capitán.

En el resto de la línea, los regimientos de la vanguardia se enfrentaban a las tropas de Cordell. Daggrande envió primero a una, y después a su segunda compañía de reserva, para evitar por los pelos que el enemigo consiguiera mantener abierta las brechas.

El estallido de los proyectiles mágicos resonaba por el flanco derecho, donde la veintena de hechiceros ponían en práctica sus artes, desde lo alto de los muros de Puerto de Helm. El estruendo de la magia, el fuego de la muerte y la destrucción se extendieron por la llanura como una pesadilla infernal.

En un acto tan valiente como desesperado, la caballería inició otra carga, esta vez para conseguir atravesar las líneas enemigas y reunirse con los suyos. Un regimiento entero salió a su encuentro y, por un momento, pareció que conseguirían rodearlos. Por fortuna, Grimes demostró su capacidad de mando y, con gran habilidad, pudo evitar la encerrona, aunque sufrió muchas bajas.

Cada hombre, cada halfling, cada enano, luchó para salvar su vida en aquella noche eterna. El cielo aparecía cada vez más encapotado, y la oscuridad era prácticamente total, aunque quizá, llevados por la desesperación, podían ver lo suficiente para saber dónde tenían al enemigo.

Los lanceros atacaban a la horda por los flancos, y se retiraban justo a tiempo para no quedar atrapados. Los dardos metálicos y las espadas de acero causaban estragos entre los monstruos, y, de vez en cuando, las descargas de los arcabuces colaboraban en la matanza.

Por su parte, la Gente Pequeña concentraba sus disparos en los trolls, tras haber descubierto que el curare era lo único eficaz —aparte del fuego— para acabar definitivamente con ellos, a la vista de que los monstruos verdes tenían la capacidad de regenerarse por muy graves que fuesen sus heridas.

Entonces se escuchó otro griterío espeluznante que procedía de la selva, como un anuncio de nuevas catástrofes. El estrépito de los silbatos, los cuernos y los tambores se sumó al estruendo, y los defensores lo interpretaron como el fin de sus esperanzas.

Para Hoxitl era el toque de la victoria. El señor de las bestias acababa de lanzar a la batalla a sus últimos diez regimientos.

—¡Chisst! ¡Alguien se acerca! —Darién apenas podía controlar la alegría salvaje que reflejaba su voz. ¡La luz! El tesoro que había deseado desde hacía tanto tiempo. Se aproximaba el momento de cobrarse la revancha.

Las demás drarañas permanecían acurrucadas en la plataforma superior, agradecidas porque la luna ya se había puesto. Desde su posición, junto a los bordes, espiaron en dirección al bosque y el camino de la costa.

—Viene de Ulatos, de la ciudad —dijo Hittok, al cabo de unos momentos. Darién era de la misma opinión; su instinto le indicaba que la amenaza provenía del oeste.

Poco a poco, la aguda mirada de la hechicera descubrió las siluetas que se apartaban del linde de la selva, para atravesar el claro sumido en la más profunda oscuridad. Pero, para la visión de Darién, una de aquellas siluetas resplandecía como un sol, y le parecía tan próxima que apenas si se atrevía a respirar. La aureola era tan fuerte que no podía identificar a su tesoro.

De todas maneras, comenzó a saborear el placer de su muerte.

—¿Los matamos a flechazos? —preguntó Hittok, con un susurro que fue como la caricia de la brisa sobre la mejilla sudorosa de la maga.

—¡No! —La excitación impulsó a Darién a hablar en un tono casi normal. Las drarañas contuvieron el aliento al ver que los humanos vacilaban, pero no había sido la exclamación de la hechicera el motivo de su alarma.

Darién volvió a mirar la luz, y observó que uno de los humanos apenas si podía caminar, como si estuviese padeciendo un dolor muy intenso. Entonces, comenzó a ver… que era ella. ¡La mujer de Halloran! Ella era la fuerza ardiente que tentaba los apetitos de la draraña.

—¡No! —siseó la criatura blanca—. Nada de flechas. Los esperaremos aquí, y cuando comiencen a subir los atacaremos.

—Muy bien —dijo Hittok; se colgó el arco a la espalda, y desenvainó su espada negra.

—Y os advierto una cosa —añadió Darién con la voz tensa—: cuando ataquemos, la mujer es mía.

Erixitl se desplomó con un gemido y permaneció acurrucada en el suelo, a la espera de que desapareciera el dolor de la súbita contracción.

—¡El bebé! —susurró la muchacha—. ¡Ha llegado la hora!

La mente de Halloran se puso en blanco. Durante toda la marcha, a lo largo de los meses pasados en el desierto y las selvas, durante su épico viaje hasta Ulatos, no había dejado de prepararse para este momento. Pero, ahora que veía a su esposa a punto de parir, no sabía qué hacer.

—¡La pirámide! —susurró Lotil—. ¡Debemos llevarla a lo alto de la pirámide!

Halloran miró atónito al ciego.

—¡Eso tendrá que esperar! —replicó, y se volvió hacia su esposa—. Te llevaremos de regreso al bosque y buscaremos algún claro con hierbas. Todo irá bien.

—¡No! —La voz de Erixitl retumbó en el silencio de la noche—. Lotil tiene razón. ¡Tenemos que subir a la pirámide!

Halloran miró alternativamente al padre y a la hija, boquiabierto. Su mirada se cruzó con la de Coton, que lo observaba con una expresión comprensiva, sin dejar por ello de mostrar una decisión férrea, y reconoció que no podía oponerse; tenían que afrontar la subida. El destino que los había llevado hasta allí los presionaba ahora para que escalaran hasta la cima de la pirámide.

—¿Y qué pasará con el bebé? —protestó—. ¡Tenemos que buscar un refugio e instalarla lo mejor posible!

—¡Escucha! —jadeó Erix, casi sin mover los labios—. ¡Subidme a la pirámide! ¡Llevadme hasta el altar!

Halloran la observó, incrédulo. ¡Se trataba del mismo altar donde había estado a punto de ser sacrificada! ¿Acaso el regreso del dios necesitaba del sacrificio de su esposa o de su hijo?

—¡No! —Hal no podía permitirlo. Estaba decidido a oponerse a los hombres, pero fue incapaz de resistirse a los gemidos de su mujer; la miró a los ojos, vio la súplica que se reflejaba en ellos, y se dio por vencido.

—Muy bien —dijo en voz baja, y se arrodilló junto a Erix.

—El dolor ha pasado por el momento —le informó la joven. Permaneció sentada por unos instantes, y después se incorporó con la ayuda de Hal.

Jhatli los guió hasta la escalera, en medio de la más total oscuridad, en las horas previas a las primeras luces del alba. El muchacho tanteó con la punta del pie y subió el primer escalón.

No había conseguido superar el cuarto, cuando unos brazos musculosos lo sujetaron. Una mano áspera le tapó la boca mientras los brazos lo apretaban contra un cuerpo.

Un cuerpo cubierto por un caparazón metálico.

De las crónicas de Coton:

Las bestias de la oscuridad aparecen en los escalones de la pirámide. Jhatli, su primer prisionero, lucha por un momento, y después permanece inmóvil.

Observo la escena, consternado, y no puedo evitar retroceder, porque estas bestias son tan corruptas como las criaturas de la Mano Viperina. En sus cuerpos deformados, en sus patas peludas de araña, exhiben el castigo impuesto por su dios.

Ahora, entre las criaturas de la noche, veo a una que es blanca, que se mantiene apartada de las demás; nos contempla desde la cumbre, y a nosotros nos parece enorme. No hay duda de que es una hembra, peligrosa y dotada de mucho poder.

Además, es una criatura de la zarpamagia. Presiento el poder de Zaltec en su interior, y comprendo que representa una amenaza que debemos destruir a cualquier precio.