El desierto fértil
—Es hora de volver al campamento. Ya es de noche. —Erix se puso de pie lentamente, y Hal la siguió. No tenían más que volverse y mirar al otro lado del risco, para ver el escenario del que habían escapado por unos minutos.
El amplio y disperso campamento se extendía como una mancha fangosa, apenas visible a la luz de un millar de hogueras. No obstante, el barro era señal de buena fortuna; la bendición de los dioses, o de una naturaleza providencial. Un año antes, no habrían encontrado barro, porque no había agua.
Ahora el agua era un bien más o menos abundante en el desierto, y los humanos, que habían convertido las zonas vecinas a los pozos en fangales, podían vivir en estos sitios donde antes sólo los aguardaba la muerte. Pese a ello, la subsistencia resultaba tan dura que estas pobres gentes tenían poco tiempo para pensar en dar las gracias por su salvación.
Halloran y Erix no sabían cuánta gente participaba en este éxodo en dirección al sur, escapando de las ruinas de Nexal y de las bestias que habían tomado la ciudad como su hogar. Como una manga de langostas, los humanos agotaban los pozos de agua y acababan con las existencias de maíz y bayas de los campos vecinos. Ningún lugar los proveía de sustento más que por unos días, y la multitud reanudaba la marcha, porque era la única forma de conseguir más agua y alimentos.
Por ahora, el oasis donde se encontraban les prometía un poco de descanso. Incluso en la oscuridad, las mujeres recorrían los campos, ocupadas en la recolección de maíz, mientras los niños chapoteaban en las orillas del pozo para quitarse el polvo y el cansancio del largo día de marcha. El pequeño lago ocupaba el centro de un valle poco profundo; al otro lado de las colinas, no había más que dunas, kilómetros y kilómetros de terrenos pedregosos, y viento.
En el valle, en cambio, se había producido una transformación milagrosa. Los campos de maíz formaban un cinturón verde que ondulaba con el viento, hasta cubrir la totalidad de las laderas. En las orillas del lago, crecía el arroz salvaje, y en la franja entre estos dos cultivos se podían encontrar arbustos cargados de bayas grandes y dulces.
Los lugares donde no crecían plantas comestibles, o donde ya habían sido cosechadas, servían de alojamiento para los integrantes de la marcha. En su gran mayoría, eran nexalas procedentes de la ciudad destrozada, pero había un grupo pequeño que tenía otro origen. Estos últimos eran hombres barbudos, que llevaban corazas y armas de acero a diferencia de los mazticas, quienes utilizaban garrotes tachonados con puntas de obsidiana, arcos, lanzas, cuchillos de piedra y armaduras de algodón acolchado.
Los dos grupos vivían una tregua inquieta, impuesta por el miedo ante el enemigo común y mucho más peligroso, que los acechaba en la pesadilla de Nexal. La tregua no había dado paso a la camaradería, pero se veía facilitada por el hecho de que ya no había con ellos sacerdotes de sus respectivas religiones.
Los nexalas participantes en la marcha también habían abandonado la práctica de los sacrificios humanos. Los sacerdotes de Zaltec, convertidos en trolls durante la Noche del Lamento, no los acosaban a la búsqueda de víctimas. La catástrofe, que se había iniciado en el momento álgido de una orgía de sacrificios, había impulsado a muchos de ellos a cuestionar la doctrina que siempre habían aceptado al pie de la letra. ¿Quiénes eran ellos para oponerse a alimentar a los dioses?
Ahora, en cambio, a la vista de que sus propios hijos podían morir de hambre, preocuparse por satisfacer el apetito de las deidades no les parecía algo muy importante.
Erixitl y Halloran descendieron lentamente de la cresta a través de un campo que, hasta el día anterior, había estado sembrado de maíz.
—¡Hermana! ¡Hermana de la Pluma! —gritó una voz, y varias más se sumaron al coro a medida que las mujeres reconocían a Erixitl. Se apresuraron a rodearla, acercando a sus hijos para que la joven pudiera tocarlos. Con mucho cariño, Erix acarició las negras y lacias cabelleras de los pequeños.
—¿Habéis visto su capa? —dijo una de las mujeres, que contemplaba embobada la prenda de Erixitl—. ¡Es la señal! ¡Qotal no tardará en regresar y todos volveremos a disfrutar de la felicidad!
Erixitl sintió que se le hacía un nudo en la garganta, y les volvió la espalda para seguir a Halloran.
Un bosquecillo de cedros achaparrados, un regalo poco frecuente en la Casa de Tezca, indicaba que el valle siempre había tenido un mínimo de humedad, la suficiente para permitir el crecimiento de estos árboles. Ahora, gracias al aumento de la provisión de agua, los cedros habían reverdecido y servían de refugio al grupo de personas que se encargaban de dirigir y proteger la marcha.
Era un grupo heterogéneo, formado por la catástrofe y unido por la necesidad, cuyos integrantes se esforzaban por cooperar, conscientes de que era su única esperanza de salvación. Entre ellos había Caballeros Águilas y Jaguares, clérigos de Qotal y de Calor Azul, y varios oficiales de la Legión Dorada.
A medida que Erixitl se acercaba a ellos, su capa se extendió y los colores de las plumas ganaron en intensidad. Como una aureola, los tonos brillantes enmarcaron a la mujer, y los demás miembros del grupo se apartaron en señal de respeto. Sobre ella reposaba la bendición de Qotal, y la gente buscaba en Erixitl de Palul el liderazgo, la esperanza y el consuelo.
Erix los contempló, desolada. ¿Qué sabía ella de dar órdenes? ¿Por qué la miraban? La respuesta, desde luego, era la capa que llevaba sobre los hombros: la hermosa y mágica Capa de una Sola Pluma que representaba la bendición de Qotal, el dios Plumífero. La muchacha maldijo para sus adentros la bendición del dios, porque su fe en los dioses había sufrido un serio revés. ¿Qué clase de dioses podían castigar a sus fieles con un cataclismo tan terrible como el de la Noche del Lamento?
—Salud, Gultec —dijo Erix, sin alzar la voz, a un guerrero moreno y lampiño vestido con la piel manchada de los Caballeros Jaguares. Este hombre les había informado de la existencia de comida y agua en el desierto a la mañana siguiente a la destrucción de Nexal, lo que había permitido salvar a miles de personas.
Él, junto a Halloran, formaban la fuerza y el escudo de Erix en este viaje infernal. Gultec se había convertido para ella en un amigo tan estimado como lo había sido Poshtli. Se le partía el alma cuando recordaba al Caballero Águila, que los había ayudado en su intento desesperado por evitar la catástrofe.
Ahora, mientras desesperaba de su capacidad para dirigir a estas gentes, habría dado cualquier cosa por tener a Poshtli a su lado. El gran señor y guerrero, el mejor amigo con que contaban ella y Halloran, había estado con ellos en la cumbre del volcán, en el momento de la erupción. La capa mágica había bastado para protegerla a ella y a su marido; Poshtli, en cambio, no había tenido ninguna protección. Desde el punto de vista racional, como Halloran había intentado convencerla con mucha dulzura, no existía ninguna esperanza de que Poshtli hubiera sobrevivido. No obstante, en el fondo de su corazón Erix sabía que no podía haber muerto.
Los sacerdotes de Qotal, vestidos de blanco, que habían conseguido huir del caos de Nexal, permanecieron detrás de la pareja, ansiosos por consultar a Erix. No podía faltar mucho para el regreso del dios Plumífero, porque se habían cumplido todas las profecías, y ahora predicaban con renovados bríos. Todos eran clérigos jóvenes, que no habían hecho todavía su voto de silencio. Al patriarca de la orden, Coton, lo daban por muerto en Nexal.
Un guerrero corrió hacia ellos desde su puesto de guardia en el perímetro del campamento. Llegó al grupo reunido entre los cedros, y se echó al suelo delante de Erix.
—¡Mi señora, regresan los extranjeros!
Unos momentos más tarde, tres caballos cruzaron el campamento al trote. Uno de los jinetes, el jefe, desmontó; los otros dos se mantuvieron apartados de la orgullosa figura de Erix.
—¿Qué noticias traéis, general? —preguntó la joven, mientras el jinete barbudo hacía una reverencia.
—Los monstruos han salido de Nexal —informó Cordell—. Mis exploradores han visto largas columnas de orcos, al mando de ogros; los trolls vigilan los flancos. Vienen hacia el sur, siguiendo nuestro rastro.
El comandante utilizaba la lengua común de los Reinos, y Halloran se encargaba de hacer la traducción al nexala. Un murmullo de preocupación recorrió a los presentes hasta que Erixitl levantó una mano.
—¿A qué distancia se encuentran? —preguntó.
—A unos cuatro o cinco días —contestó el capitán general—. Pero avanzan a buen paso. Sus columnas se extienden al este y al oeste, para impedir nuestra fuga por esas direcciones.
—¡Ha llegado el momento de plantarles cara! —afirmó Totoq, un fiero Caballero Jaguar. Un coro de asentimiento secundó su propuesta.
—Esperad. —Gultec, vestido con la piel manchada de los Caballeros Jaguares, alzó una mano para pedir calma. Si bien no pertenecía a la tribu de los nexalas, su valor, demostrado en la larga marcha, le había granjeado el respeto de todos.
—¿Qué pasa? ¿Es que no hemos esperado ya bastante? —preguntó Kilti, un joven Caballero Águila.
—Gultec habla con sensatez —opinó Halloran—. Prácticamente, hemos agotado los alimentos de este lugar. Es muy cierto que podemos establecer una buena defensa en estos cuatro días de margen, pero ¿qué comeríamos antes y después de la batalla?
—Debemos marchar hacia el sur —afirmó Erix, con un tono que puso punto final a la discusión.
—Es la voluntad de Qotal —añadió Caknol, uno de los sacerdotes del dios Plumífero.
Erixitl, envuelta en su resplandeciente capa, los sorprendió a todos al volverse con una expresión furiosa hacia el clérigo.
—¿La voluntad de Qotal? —exclamó—. ¿Por qué tenemos que preocuparnos ahora de su voluntad, después de haberse olvidado de todos nosotros? Nos envió sus heraldos, el coatl, que murió en su valiente lucha contra los Muy Ancianos, y la Capa de una Sola Pluma, que cubre mis hombros, pero ¿con qué fin? ¡Hasta el Verano Helado, que nos permitió escapar de Nexal en el momento de la destrucción, no ha servido para otra cosa que para prolongar nuestra miseria!
—¡Pero su misericordia…! —tartamudeó el clérigo, sorprendido por la furia de la mujer.
—¡Su misericordia! —Erixitl casi escupió las palabras—. ¿Qué clase de misericordia es ésta? —Señaló los miles de refugiados que los rodeaban, y le volvió la espalda al sacerdote con enfado.
Entonces, sin previo aviso, cayó al suelo, desmayada.
La lava se extendía como un mar inmenso; se lanzaba contra las orillas rocosas con una fuerza infernal y se elevaba para cubrir las piedras abrasadas con nuevas capas de granito fundido. Los techos de las cuevas, aplastados por la parte superior y sacudidos por las convulsiones, reflejaban el terrible calor. Grandes trozos de roca se desprendían en el interior de las cuevas, para caer en el líquido rojo como la sangre, o estallaban por efecto combinado de la presión y la temperatura.
Hasta el último rincón de este mundo recibía el tremendo castigo del fuego en medio de la más profunda oscuridad, porque se trataba del mundo subterráneo, y las monstruosas deformaciones que sufría sólo se apreciaban como temblores en la superficie.
Era un mundo sin vida, sin sol, agua o cielo. La única luz la suministraban el resplandor de la lava burbujeante y los súbitos estallidos de gas ardiente. Cada explosión consumía una parte del escaso oxígeno, por lo que el interior de las cuevas estaba lleno de vapores venenosos y humo asfixiante.
Dentro de este mundo se movía una fila de bestias repulsivas parecidas a las arañas. Guiados por una de cuerpo blanco níveo, varias docenas de los monstruos corrompidos por la diosa araña Lolth marchaban lenta y cuidadosamente entre las rocas de las orillas abrasadas por el fuego, en busca de una salida que les permitiera escapar de la cólera de su diosa.
Las drarañas exhibían un aspecto horripilante y no tenían más metas que la destrucción. Cada una caminaba sostenida por ocho patas peludas, dotadas con púas venenosas. Sus cuerpos, hinchados y ovoides como el abdomen de las arañas, colgaban entre las patas.
Sólo sus torsos y cabezas conservaban rastros de su aspecto anterior. La piel negra cubría los rostros torturados que, hasta unos días antes, habían sido orgullosos y bien parecidos. Sus manos, dotadas de dedos largos y diestros, empuñaban espadas de acero negro o arcos de gran tamaño.
Pero sus facciones nobles aunque crueles estaban laceradas por el fuego y deformadas por la corrupción. Sus ojos casi blancos habían perdido todo poder. Ahora miraban aterrorizados el fuego que amenazaba quemarlos vivos, buscando escapar. Hasta su guía, aquella que era blanca en vez de oscura como todas las demás, no pensaba en otra cosa que en huir.
¡Huir! En ese momento, librarse de la pesadilla volcánica era más importante que cualquier otra cosa. La venganza de Lolth había herido sus cuerpos y sumido sus mentes en el pánico, y, al igual que cualquier otra criatura mortal, se afanaban en encontrar un refugio donde la ira de la diosa no los pudiera alcanzar. No sabían que Lolth había dado por cumplida su venganza, y que les tenía reservada una tarea macabra.
Sin embargo, la naturaleza de las drarañas era demasiado odiosa, demasiado vil para contentarse mucho tiempo con vivir dedicadas a la fuga. En esta ocasión, la draraña albina demostró su capacidad de mando. Levantó un puño en carne viva en un gesto de amenaza contra los incendios que tenía delante; maldijo el nombre de su dios, el de todos los dioses, y el odio creció en ella como una llama ponzoñosa.
Sus pensamientos se centraron en la venganza, y sus compañeros no tardaron en hacer lo mismo.
Las paredes del angosto cañón estaban llenas de cuevas a nivel del suelo. Por encima de estas viviendas naturales había muchas casas de adobe, con puertas redondas y pequeñas ventanas enrejadas, que ocupaban las laderas amarillentas y castigadas por los vientos. Parecían estar a punto de desplomarse en cualquier momento, y sólo se podía acceder a ellas por medio de escaleras, cosa que permitía defenderlas fácilmente de cualquier ataque desde abajo.
A lo largo de sus trescientos años de existencia, la Casa del Sol no había sido atacada jamás. El pueblo de los enanos del desierto únicamente debía soportar el sol implacable y los vientos ardientes que, si bien hacían muy dura la vida de sus pobladores, los proveía de seguridad ante cualquier amenaza externa.
Pero ahora Luskag tenía sus dudas acerca de la inexpugnabilidad de la aldea. Se encontraba en la boca del cañón, para recibir a los jefes y caciques de las otras comunidades de enanos del desierto, que venían a la Casa del Sol para la conferencia, y ya no consideraba a su pueblo como una isla segura frente a las tormentas de la guerra.
—Menudo viaje hemos tenido que hacer —gruñó el jefe Pullog, cuyo pueblo quedaba muy al sur, en los límites de la Casa de Tezca. Como la Casa del Sol estaba precisamente en el extremo septentrional, Pullog había tenido que cruzar la enorme extensión del desierto.
—Ten por seguro que ha valido la pena —respondió Luskag—. Me alegro de que hayas llegado con bien, primo. Ven, nos esperan para cenar. Después comenzará el consejo.
Los demás jefes, una veintena en total, se encontraban reunidos en la cueva de Luskag, atendidos por sus hijas y calentados por un buen fuego. La conversación discurrió plácidamente mientras disfrutaban de una cena de carne de serpiente, cactos y agua. El tema obligado eran los cambios producidos en el desierto durante el verano pasado y lo que llevaban de otoño. En cuanto acabaron de cenar, Pullog, siempre impaciente, se dirigió a Luskag.
—Ahora, primo, ¿querrías explicarnos por qué tus hijos han venido a nuestras aldeas, sin aliento y espantados, para pedirnos que abandonáramos a nuestras esposas e hiciéramos el viaje hasta la Casa del Sol? ¿Es para avisarnos que hay agua en el desierto? ¿O comida?
Luskag soltó una carcajada, pero, de inmediato, su expresión se volvió severa. En respuesta a las preguntas de su primo, metió las manos debajo de una manta, sacó un objeto blanco muy grande, y lo arrojó sobre la tela. El cráneo del ogro rodó hasta detenerse delante de Pullog, con las órbitas vacías contemplando al cacique sureño.
—Por todos los dioses, ¿qué es esto? —preguntó Pullog, palideciendo por debajo de su piel requemada por el sol.
—Una señal —respondió Luskag—. Es la prueba de que en Maztica se han producido más cambios que la fertilidad del desierto. —Con pocas palabras describió el tamaño y la ferocidad del ogro—. Mientras luchaba, se apoderó de mí un furor asesino. La abominable criatura me había despertado un odio visceral, y sólo deseaba acabar con ella. —Luskag se estremeció al recordar su furia incontrolable, y los demás, después de estudiar el enorme cráneo, lo miraron con asombro y respeto.
»Envié a mis hijos al norte —añadió—. Han traído noticias de que Nexal está llena de bestias como ésta… o, mejor dicho, estaba llena de bestias, porque han formado un ejército y marchan por el desierto.
Les habló de los humanos, unos cien mil o más, que huían hacia el sur, en etapas de un pozo de agua a otro, perseguidos por las legiones de monstruos.
—Es evidente que nuestro mundo se enfrenta a un peligro gravísimo —comentó Traj, jefe del pueblo más cercano a la Casa del Sol—. Quizá lo más sensato sería hacernos fuertes en nuestros poblados y esperar a que pase el riesgo.
—Éste es el motivo por el cual he convocado al consejo —contestó Luskag—. Es verdad que, desde que la Roca de Fuego nos separó del mundo conocido, hemos vivido en paz. No tenemos enemigos conocidos, y la tierra nos ha dado lo suficiente para sustentarnos.
—Así es —asintieron varios de los jefes.
La historia de su pueblo sólo se remontaba a unos pocos siglos atrás, y la mayoría conocía los relatos de los enanos más viejos acerca de la gran guerra contra los drows, que había concluido con la caída de la Roca de Fuego. Si bien aquel cisma, terrible en su magnitud y violencia, había separado para siempre a los enanos del desierto de sus compatriotas en otras partes de los Reinos, también había liquidado a sus enemigos más odiados: los drows. A lo largo de los siglos, la gente de la tribu de Luskag había aceptado esta solución como el mal menor.
—Hemos disfrutado de años muy buenos —observó Harl, el más viejo de los jefes. A pesar de su edad avanzada, el enano de cabellos y barba blancos todavía marchaba orgulloso al frente de su tribu.
—Y tendremos muchos más —añadió Pullog—, si actuamos sensatamente. No podemos poner en peligro nuestra paz en un acto temerario, y considero una temeridad creer que podemos luchar contra los monstruos. Opino que debemos permanecer en nuestros pueblos, seguros y ocultos, hasta que desaparezca el enemigo.
—Si esto nos asegura más años de paz, que así sea —afirmó Luskag con voz áspera, y todos los enanos lo miraron—. Pero no será como deseamos.
El cacique hizo una pausa, un tanto aliviado al ver que nadie discutía su afirmación.
—Todos conocemos la Ciudad de los Dioses, mucho más grande y espléndida que Nexal. Todavía es un lugar tan desolado que ni siquiera los enanos del desierto podemos vivir allí. No obstante, sigue allí y no deja de tentarnos con sus misterios y maravillas.
—¡Muy cierto! —exclamó Traj—. A menudo he viajado hasta allí, sólo para sentarme y mirar, admirado, la pirámide construida en medio del desierto sin ningún propósito aparente.
—Los dioses nos han dado una bendición, incluso en aquel lugar desolado.
Luskag se volvió para recoger un trozo de piedra caliza de gran tamaño. Gruñó con el esfuerzo, y dejó caer la roca delante de los demás. Entonces, sin prisa, cogió su hacha y la alzó, para que todos pudieran ver el filo de la hoja, que brillaba como un espejo negro. El mango tenía adornos hechos con plumones rojos, verdes y amarillos.
—Encontré obsidiana en la Ciudad de los Dioses; grandes trozos que podemos convertir en armas. —Levantó el hacha y descargó un golpe contra el bloque de caliza. La roca estalló en mil pedazos, rociando a los reunidos con una lluvia de esquirlas.
La hoja, en cambio, aparecía entera y sin un rasguño en la grieta que acababa de abrir en el suelo.
—Al parecer, nuestra época de paz se acerca al final. Una vez más, los enanos del desierto nos veremos involucrados en los conflictos del mundo, y debemos prepararnos para hacer frente a la amenaza, unidos.
—No vayas tan rápido —intervino Pullog—. Tu demostración ha sido muy impresionante. Tal vez, provistos con estas armas, podríamos ser una fuerza poderosa, pero ¿cuál es la mejor manera de enfrentarnos a la amenaza?
—Precisamente es lo que quiero que discutamos aquí —respondió Luskag—. Os pido a todos, mejor dicho, os ruego que me acompañéis por la mañana.
»Propongo que subamos a la gran montaña y consultemos la sabiduría de la Piedra del Sol.
—No intentes levantarte. Descansa. —Halloran intentó mantener la voz serena, pero la preocupación por el bienestar de su esposa se reflejó en el tono. Erixitl yacía tendida en la arena a la sombra de los cedros. Los demás, preocupados por su bienestar y también por respeto, los habían dejado solos. Hacía unos minutos que había amanecido, y la fuerza del sol ya resultaba insoportable.
—Estoy bien —dijo ella con una sonrisa dulce. Le cogió una mano, y Hal notó los dedos fríos y sin fuerzas.
El joven estrechó la mano de Erix entre las suyas, mientras le miraba la barriga. Una ligera hinchazón, invisible para todos menos para él, era la única señal de la vida que crecía en su interior. Cuando volvió a mirarla a la cara, su preocupación no sólo por el bienestar de su esposa sino también por el de su futuro hijo se hizo todavía más patente.
—Nos quedaremos aquí unos días más. Después, cuando reemprendamos la marcha, montarás uno de los caballos. Estas marchas tan largas no pueden ser buenas para ti, y no quiero que te ocurra nada malo.
Erix suspiró resignada, porque éste era un tema que habían discutido hasta el cansancio, y le acarició la mano.
—No me pasará nada. No puedes pedirme que cabalgue, mientras los viejos, las mujeres, y hasta los niños pequeños, caminan.
Los hombres de Cordell todavía disponían de quince de los cuarenta animales que habían traído a Maztica. A los demás los daban por muertos en las batallas, o en el cataclismo de la Noche del Lamento. Quizás algunos hubieran conseguido escapar y ahora vagaran perdidos por los campos de Nexal.
—Pero… —Hal buscó desesperado algún motivo nuevo para tratar de convencer a su esposa—. ¡Tú eres muy importante para todos nosotros! ¡La gente espera que tú seas su líder, buscan en ti el consuelo que necesitan!
—¿Por qué? —El tono de Erix reflejó su enfado—. ¿Porque llevó la Capa de una Sola Pluma? —Se sentó con un movimiento brusco, y señaló hacia la prenda que colgaba de una rama, a su lado—. ¡Con mucho gusto se la daré a cualquiera que la desee!
Halloran guardó silencio, muy preocupado. Deseaba consolarla, pero el enojo de Erix lo contuvo. Por fin, la joven se relajó un poco, y lo miró más tranquila. Hal comprendió que pensaba en otra cosa.
—Espero que mi padre se encuentre bien —dijo en voz baja—. Tengo mucho miedo de que le ocurra alguna desgracia. Palul está muy cerca de Nexal, y él no es más que un anciano indefenso. Si los monstruos de la Mano Viperina van al pueblo, no tendrá ninguna posibilidad de salvarse.
Halloran pensó en el plumista ciego, Lotil. Tenía a su suegro por un hombre muy sabio, que a pesar de su ceguera comprendía muy bien lo que ocurría en el mundo. Trabajaba la magia de la pluma, y ellos tenían dos de sus mejores obras: el amuleto colgado en el cuello de Erix y las muñequeras que él llevaba puestas. El viejo Lotil las había calificado, en broma, como la dote de Erix.
Los poderes del amuleto de Erix les habían servido de protección contra muchas y diversas amenazas. En cuanto a sus muñequeras, tenían la virtud de multiplicar su fuerza por diez cuando debía entrar en combate. Sin ninguna duda, un hombre dotado con tantas habilidades podía salir bien librado en medio del caos que asolaba estas tierras. Al menos, así lo creía Hal.
Erix volvió su atención a su marido, esta vez con una expresión de paz en el rostro.
—¿Podrías enviar a llamar a Poshtli? Me gustaría hablar con él.
Una mano helada oprimió el corazón de Hal, y su pena se le reflejó en el rostro con tanta claridad que Erix la advirtió en el acto.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Es que ha ocurrido alguna cosa?
—¿No lo recuerdas? —replicó Hal, suavemente—. ¿El volcán…, la Noche del Lamento? Poshtli estaba con nosotros en el momento de la explosión, pero no tenía la protección de tu capa. Él… desapareció. —Halloran no se sentía con valor de decirle que el noble guerrero había muerto.
—No es verdad —afirmó Erix, muy tranquila—. Lo recuerdo todo muy bien; ¿cómo podría olvidarlo? Pero Poshtli no murió allí. Está cerca…, ¡viene a nosotros! —Sonrió con dulzura, como si fuera Hal el que imaginaba cosas extrañas. Su marido casi se echó a llorar al ver la palidez de su rostro y la mirada extraviada de sus ojos.
Una sombra se movió a un lado, y Hal vio que Xatli, uno de los sacerdotes de Qotal, se acercaba a ellos.
Como todos los demás miembros de su orden, Xatli se enorgullecía de la pulcritud de su aspecto, pero ahora su túnica blanca aparecía rasgada y sucia por los rigores de la marcha. La piel de sus mejillas, que dos meses antes eran rosadas y regordetas, colgaba como bolsas vacías sobre los huesos. Por ser el sacerdote de mayor edad entre los refugiados, se había convertido en el portavoz oficioso de su secta, que una vez más representaba la fe más divulgada entre la multitud.
Por una de esas cosas del destino había estado a punto de hacer su voto de silencio —el máximo honor de su orden— cuando el desastre que los nexalas llamaban la Noche del Lamento había echado por tierra sus planes. Ahora utilizaba sus magníficas dotes de orador para levantar la moral de los refugiados en sus largas marchas por el desierto.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó, vacilante—. Las bendiciones del Plumífero me han dado la capacidad de sanar algunas cosas.
—No. Muchas gracias —respondió Erix, tensa.
—Si no es por ti, piensa en la otra vida que crece en tu interior —dijo el sacerdote en voz baja, mientras se arrodillaba a su lado. Erix lo miró sorprendida. Xatli le sonrió con dulzura y añadió—: El dios que te ha elegido te ha confiado una pesada carga. Lo comprendo. Pero piensa que te escogió precisamente porque sabe que eres capaz de llevarla.
El clérigo apoyó una mano sobre el hombro de Erix, que no rehuyó su contacto. Por un momento, sintió un calor suave, y su cuerpo recuperó energías, pero luego no pudo contenerse y se apartó.
Xatli se puso de pie y saludó a Halloran con una reverencia. Antes de partir se volvió una vez más hacia Erixitl.
—Recuérdalo, hermana: nuestro dios no es inclemente.
Halloran temió un estallido de cólera por parte de Erix, porque era su respuesta habitual cada vez que le hablaban de Qotal. Sin embargo, esta vez ella optó por refugiarse entre sus brazos.
El grito de un guerrero interrumpió este instante de intimidad. Erix se incorporó y, con un esfuerzo, intentó levantarse. Hal, consciente de que sería inútil insistir en que debía descansar, la ayudó.
—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha mientras varios guerreros, con sus tocados de plumas agitándose por encima de sus rostros pintados, se acercaban a la carrera.
—No sabemos qué significa, hermana —dijo uno de ellos—, pero un águila enorme se ha posado entre la gente. Nos mira como si quisiera desafiarnos.
—¿Un águila? —La voz de Erix sonó fuerte y alegre. Se apartó de Hal y echó a andar con tanta prisa, que Hal casi tuvo que correr para mantenerse a su lado.
La muchedumbre de hombres, mujeres y niños se hizo a un lado para dejarles paso, y la pareja no tardó en ver al pájaro, posado sobre un peñasco enorme para contemplación y asombro de todos.
El águila era tan alta como un hombre. Sus plumas, limpias y suaves, se recortaban con el blanco y el negro más puros. Desde su punto de observación elevado, los brillantes ojos amarillos del pájaro contemplaban a los reunidos. Con un porte noble y orgulloso, el águila movía la cabeza de un lado a otro, hasta que finalmente su mirada descubrió a Erixitl.
Por un momento, la gran criatura pareció temblar ante sus ojos, como si la luz del sol se reflejara en una superficie de agua en movimiento. Entonces, la imagen se volvió más grande, más humana.
Los nativos lanzaron exclamaciones de asombro, y muchos se arrodillaron y tocaron el suelo con la frente. Otros retrocedieron, atemorizados, al ver la transformación del pájaro.
—¡Por Helm! —gruñó un rudo legionario, asombrado.
La imagen del pájaro permanecía visible, como una sombra en el fondo, pero superpuesta aparecía la imagen de un hombre alto de piel morena.
—¡Poshtli! —susurró Erixitl, casi sin atreverse a pronunciar el nombre en voz alta.
Una capa de plumas negras y blancas, difuminada pero visible, colgaba de los hombros del noble. Joyas de oro le adornaban el labio, la nariz y las orejas. Sostenía su gran casco de Caballero Águila debajo del brazo, y sus largos cabellos negros ondeaban con la brisa. Levantó la otra mano y, durante unos segundos, apuntó hacia el sur. Después, con un movimiento súbito, se volvió y señaló hacia el este, antes de bajar la mano.
Durante un buen rato, la imagen del guerrero contempló a Erixitl, mientras los espectadores no se atrevían ni a respirar. Por fin hizo una profunda reverencia, como señal de respeto a una persona de mucho poder. Una repentina ráfaga de viento levantó una nube de arena entre los reunidos, y la imagen se oscureció. Cuando acabó de pasar la ráfaga y la arena se aquietó, sólo se veía al gran pájaro, que observaba a Erix con sus penetrantes ojos.
Entonces el águila desplegó sus enormes alas y, con un poderoso batido, se elevó suavemente del peñasco y planeó por encima de la multitud. Sin dejar de subir, trazó un amplio círculo y puso rumbo al sur. Durante muchos minutos, todos siguieron su vuelo, que en ningún momento cambió de dirección.
—El señor Poshtli no murió en el volcán —anunció Erixitl con mucha confianza, mientras los reunidos la miraban, asombrados. El noble Caballero Águila de Nexal, sobrino de Naltecona, había sido muy respetado en vida, y muchos lloraron su desaparición tras la Noche del Lamento.
»Ahora ha venido a nosotros, con esperanzas y promesas —añadió. A pesar de que hablaba en voz baja, todos podían escucharla—. Lo que acabamos de ver es una prueba palpable de un milagro. Debemos seguirlo ahora, seguirlo hacia el sur y hacia nuestro futuro.
De las crónicas de Coton:
A lomos de la bestia de los extranjeros, cabalgo hacia el destino de mi propio mundo.
La presencia del dios Plumífero está cercana, inminente. Puedo sentir su respiración sobre mi cuello, empujándome. Se han cumplido todas las señales de la profecía; el camino para su regreso está abierto.
Sin embargo, presiento que un nuevo obstáculo ha surgido del caos de la Noche del Lamento. Los actos de los clérigos sanguinarios y la furia del culto de la Mano Viperina se han unido para traer una gran presencia a este mundo; una presencia que ya no se satisface con ser adorada y alimentada de lejos.
Es Zaltec, dios de la noche y de la guerra, y él está aquí.
Percibo su poder en la oscuridad a mi alrededor. Lo veo en la vil corrupción que afecta a sus seguidores. ¡Su poder es tan enorme que ha sido capaz de transformar a decenas de miles de humanos en las bestias que ahora podemos ver! Cada vez es más fuerte, más peligroso, porque sus legiones, carentes de cualquier sentimiento humano, no se detienen ante nada.
Qotal es nuestra esperanza, nuestra única esperanza. Pero, al ver la llegada de Zaltec, comprendo que Qotal no puede entrar en este mundo sin ayuda. Necesitará la ayuda de los humanos, de personas que abran el camino y lo mantengan abierto hasta que él regrese al Mundo Verdadero. Entonces su poder se enfrentará al de Zaltec, y los dos dioses —los dos hermanos— librarán su batalla por el dominio de esta tierra.
Por lo tanto, cabalgo, y no me importa adonde me lleve el caballo. Seré uno de los humanos que abrirán el camino y lo vigilarán. Dejaré que el destino me guíe hasta el lugar.