19

Un encuentro de poderes

Halloran se aproximó a la mole marrón de Puerto de Helm montado en Tormenta, que trotaba alegremente a través de los campos. La preocupación por su esposa era como una losa fría en el pecho, aunque no por ello se mantenía menos alerta y precavido.

Con la llegada del alba, las noticias habían corrido deprisa por Ulatos. El conquistador, el capitán general Cordell en persona, estaba otra vez al mando de la gran fortaleza. Los mazticas se reunían en las calles y comentaban las nuevas con una mezcla de entusiasmo y respeto.

Para Hal, el cambio en la situación le ofrecía nuevas esperanzas, y por este motivo iba ahora en busca de Cordell. Erixitl continuaba sumida en el sopor, bajo la custodia de Gultec y Jhatli, mientras que Daggrande se dirigía a pie hacia el fortín. Halloran no había querido esperar a saber el resultado de las gestiones del enano.

No obstante, ¿cuál sería el recibimiento de Cordell? Ahora que el capitán general había recuperado su ejército y ostentaba el mando una vez más, ¿estaría dispuesto a cooperar con la solicitud de un antiguo fugitivo?

Tiró de las riendas cuando se acercó a la entrada de la fortaleza, y saludó con un gesto a los dos alabarderos que montaban guardia. Sus resplandecientes corazas y sus polainas sin una mancha le parecieron algo extraño a Halloran, cuyo equipo y prendas aparecían sucios y muy gastados después de más de un año de campaña.

Los centinelas lo contemplaron con una expresión de sospecha hasta que él les habló.

—Estoy aquí para ver al capitán general —dijo en tono de mando—. ¿Dónde lo puedo encontrar?

—Ahora mismo está allí —se apresuró a contestar uno de los alabarderos, mientras señalaba hacia el edificio que albergaba el puesto de mando.

Halloran no perdió el tiempo; espoleó a la yegua y cruzó el enorme patio del fortín al trote rápido. A su alrededor, pudo ver los escuadrones de lanceros que hacían maniobras; los soldados de infantería hacían la colada y limpiaban sus equipos. El batallón de arcabuceros se ocupaba de sus grandes mosquetones.

En cuanto llegó a la casa, sofrenó a Tormenta y desmontó deprisa. Dos guardias custodiaban la entrada, pero, antes de que pudieran intervenir, se abrió la puerta y apareció el capitán general en persona. Cordell vestía una coraza reluciente. Su cabellera y la barba negra aparecían limpias y bien cortadas; una larga pluma verde se sacudía en su casco bruñido.

—¡Halloran! ¡Mis felicitaciones! ¡Qué sorpresa verte por aquí!

—También lo es para mí —contestó Hal, estrechando la mano de su viejo comandante—. ¿Cómo les van las cosas a los nexalas en Tukan?

Cordell le hizo una breve recapitulación de la retirada de la horda, y de los hechos ocurridos después de saber la noticia de la llegada de Don Váez.

—¿Y ahora, el Caballero Águila os ha guiado hasta aquí? —preguntó el capitán general.

—No tengo tiempo para muchas explicaciones. He venido con otro propósito. —Sin perder un segundo, Halloran lo puso al corriente de la experiencia vivida en la Ciudad de los Dioses, y de la misión que los había llevado a los Rostros Gemelos, para hablarle enseguida de la extraña enfermedad que aquejaba a Erixitl.

—Necesito un clérigo, el mejor que haya, para que intente sacarla de su sopor. Mientras ella permanezca inconsciente, no tenemos ninguna posibilidad de éxito.

—Ésta podría ser la explicación de la presencia de un gigante que, según informan las águilas, acompaña a las bestias de la Mano Viperina —contestó Cordell, y le describió la imagen del coloso de piedra tal como la conocía por el relato de Chical.

—Sí, la estatua es la encarnación de Zaltec. Debemos llegar a los Rostros Gemelos antes que él, para permitir el regreso de Qotal a Maztica. ¡Es el único que puede presentar batalla a su hermano! ¡Y Erixitl es la única que puede abrirle el camino!

Cordell adoptó una expresión reflexiva al escuchar estas afirmaciones, y se acarició la barba.

—Es cierto que entre mis hombres hay varios clérigos. Estoy seguro de que podrían ser de alguna utilidad. Por cierto, uno de ellos se curó a sí mismo después de sufrir un desgraciado… accidente. Es un padre al servicio de Helm.

—Por favor, enviadlo al templo —rogó Hal.

—Antes respóndeme a una pregunta —dijo el capitán general, entornando los ojos—. ¿Por qué debo hacerlo? Después de todo, has renunciado a servir en mi legión, y, según recuerdo, lo hiciste de una manera muy explícita.

El rostro de Halloran se tiñó de rojo. Por un instante, la cólera lo impulsó a echar las manos a la garganta del comandante, pero se obligó a sí mismo a no cometer un disparate.

—Es importante que ella se recupere, no sólo para mí, sino para todos nosotros.

—Desde luego, estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo satisfactorio —manifestó Cordell, como si no hubiese escuchado las palabras del joven, y después sonrió, al ocurrírsele una idea.

»¿Sabes? —añadió—, estoy escaso de capitanes de lanceros. No es un secreto que tú eras uno de los mejores, capitán Halloran. Si quisieras alistarte a mi servicio ahora mismo, no tendría ningún motivo para negarte la ayuda de uno de aquellos fíeles servidores de dios.

Hal miró a Cordell, sin dar crédito a sus palabras. Sin darse cuenta cerró los puños, pero cuando contestó a la oferta lo hizo con voz serena.

—Sabéis que no puedo aceptar la oferta. Ahora soy un hombre de Maztica. No sé cuáles son los propósitos que tenéis para vuestro nuevo ejército, pero no haré nada para apoyarlos, y además me opondré, si es necesario.

El capitán general suspiró. Halloran aguardó en silencio, interesado en saber cuál sería el próximo paso del comandante. La puerta de la casa se abrió una vez más, y apareció un Caballero Águila.

—Chical —dijo Halloran, con una reverencia.

—Me alegra verte, amigo mío —contestó el jefe maztica. Después se volvió hacia Cordell—. Tenéis que darle la ayuda que solicita. Tiene razón cuando dice que la tarea de su esposa es importante para todos nosotros.

Cordell dirigió una mirada aguda al Caballero Águila, sin disimular su irritación. Resultaba evidente que no le agradaban las interferencias en todo aquello que consideraba dentro de sus prerrogativas de mando. Luego miró a Halloran.

—Los enviaré ahora mismo, tal como me disponía a hacer. No tengo la intención de perjudicarte; sólo quería tenerte otra vez entre mis hombres. Es verdad lo que te he dicho, Hal: tú eras el mejor.

Halloran estudió a Cordell, en un intento por descubrir si decía la verdad, o sólo era una forma de no quedar mal. Por fin, decidió dejar de lado las sospechas.

—Aceptaré cualquier ayuda que me podáis ofrecer, y os doy las gracias.

Kardann se abrió paso entre la maraña del bosque, impulsado únicamente por el miedo a lo que había a sus espaldas. Todas sus pesadillas, todos los terrores que Maztica había despertado en él a lo largo de un año que se le había hecho eterno, no eran nada comparados con el pánico que le producía Cordell.

¿Es que no lo comprendía? ¿Acaso no podía el capitán general entender que Kardann era leal a los príncipes mercaderes de Amn? Ellos lo habían contratado; ¡tenía sus responsabilidades! Don Váez se había presentado como el representante legal de aquellos nobles príncipes. La lealtad de Kardann era para con él, y no para Cordell.

Desde luego, Kardann tenía muy claro que Cordell nunca aceptaría este razonamiento. Entonces, en el preciso momento en que su pesadilla parecía estar a punto de acabar, cuando tenía la posibilidad de regresar a su casa, se había producido la catástrofe.

Don Váez había prometido al asesor enviarlo de regreso a su patria con el primer barco, junto con el tesoro que estaban a punto de desenterrar. Pero, de algún modo, el pérfido Cordell había conseguido escapar de su celda, y todas las ilusiones de Kardann se esfumaron en un santiamén. Los hombres de Don Váez se habían plegado al nuevo comandante, sin pensar ni por un instante en la ilegalidad de sus actos.

¿Cómo habían podido aquellos soldados comportarse de una manera tan indecente? ¿Cómo habían podido renunciar a su juramento de fidelidad, y aceptar a un nuevo comandante en plena campaña? Pero era lo que habían hecho.

Kardann había comprendido en el acto que no había lugar para él en este nuevo esquema, o, si lo había, sería colgado en el extremo de una cuerda. Sin pensarlo dos veces, había escapado del fortín, lejos de los soldados dispuestos a aceptar las órdenes de Cordell.

Y ahora se encontraba metido en medio de aquella selva infernal. Avanzaba sin dejar de maldecir cuando las espinas se le clavaban en las carnes, y sin aminorar el paso, mientras sus prendas se convertían en jirones. Sólo podía pensar en poner tierra de por medio entre él y el loco que había asumido el mando en Puerto de Helm.

Para Poshtli, el éter había asumido unas dimensiones infinitas. Durante una era sin tiempo —tal vez durante la vida entera de un hombre— había cabalgado entre los hombros del dios Qotal. Rodeado de un plumaje brillante, tan mullido como cálido, descansaba sin sufrir las molestias del hambre o la sed.

Pero el dios no dejaba de ser para él poco más que un medio de transporte que lo llevaba a través de los mundos, sin ofrecerle ninguna explicación de su misión, ni ninguna muestra de su poder.

En realidad, Poshtli había comenzado a sospechar que el dios necesitaba muy poco de los humanos, excepto para que le abrieran un paso por donde poder regresar al mundo. Sin embargo, en cuanto consiguiera regresar a Maztica, Qotal no se sentiría obligado a escuchar las súplicas de sus fíeles. Para él no eran más que simples mortales, y, por lo tanto, quedaban excluidos de sus preocupaciones cósmicas.

De todos modos, Poshtli podía sentir una presencia, una forma de sustancia en alguna parte, no demasiado lejana, aunque invisible dentro de la niebla etérea. Por una vez, y sólo por un instante, la cortina gris presentó un claro.

Poshtli divisó una costa de un verde exuberante que rodeaba una pequeña pirámide cubierta de líquenes. Cerca de la pirámide, en la pared del acantilado, dos rostros contemplaban impasibles las aguas del océano. Y entonces Poshtli comprendió.

Los Rostros Gemelos miraban el mar, atentos al regreso del dios.

La primera semana siguiente a la usurpación del poder por parte de Cordell transcurrió deprisa. Erixitl permanecía inconsciente, y nada de lo que habían intentado los mazticas y los clérigos extranjeros había servido para hacerle recuperar el conocimiento.

Chical y sus águilas mantenían una estrecha vigilancia sobre el ejército enemigo y el gigantesco dios de piedra que los dirigía. Avanzaban a paso redoblado, y tanto en Puerto de Helm como en Ulatos aumentaba el temor a medida que recibían las últimas noticias del avance de los monstruos.

A primera hora de la mañana del séptimo día después de la victoria de Cordell, Chical aterrizó en el patio de Puerto de Helm y, sin perder un segundo, recuperó la forma humana. El capitán general ya se encontraba a su lado, después de haber recibido el aviso de los guardias que lo habían visto cuando todavía estaba en el aire, ansioso por enterarse de las últimas noticias.

—Están muy cerca —le informó Chical—. Ya no marchan como una horda. Han sido entrenados y se han convertido en un ejército.

—¿Cuándo llegarán aquí? —preguntó Cordell.

—Calculo que en algún momento de hoy —respondió el jefe maztica tras observar el sol, que comenzaba a asomar—. Quizás al mediodía, si continúan su avance con el mismo vigor de siempre.

—No hay ningún motivo para creer que ahora aminoren la marcha —repuso el comandante en tono desabrido—. Máxime cuando están tan cerca. ¿Hay alguna novedad respecto a Erixitl?

—No hay ninguna mejoría —contestó el Caballero Águila, que había pasado por Ulatos antes de dirigirse al fortín.

Cordell arrugó la expresión. No tenía muy claro por qué depositaba tantas esperanzas en la recuperación de la mujer. Desde luego, no había ninguna explicación racional, pero, después de tantos meses en Maztica y de haber estado a punto de conseguir la victoria total, para que todo acabara en una catástrofe por obra de los dioses, su concepción del mundo había variado.

Sabía que el padre Devane había empleado sus mejores artes en la curación de Erix, y que había regresado a Puerto de Helm sin haber conseguido nada. No había podido entender la naturaleza del mal que afectaba a la muchacha, aunque confiaba en que, a su debido tiempo, sanaría. Pero el sacerdote también había percibido en Erix una grandeza, un poder que le había impresionado.

Mientras Erixitl continuara inconsciente, no podían hacer otra cosa que ocuparse de los preparativos para enfrentarse a los monstruos, y, durante la semana transcurrida, Cordell y su nuevo ejército lo habían hecho a conciencia.

Los soldados aceptaron su liderazgo con entusiasmo, y se dedicaron con ahínco a los preparativos de una batalla que Don Váez no había creído posible. El antiguo capitán languidecía en la misma celda que había ocupado Cordell. Si bien el capitán general tenía la intención de conceder la libertad a su rival en cuanto desembarcaran en Amn, no veía la necesidad de anticiparla. Por fortuna, hasta los oficiales más leales de Don Váez habían decidido acatar las órdenes de Cordell. Ahora desempeñaban los servicios que les encomendaba, con una diligencia y una voluntad que nunca habían demostrado con su jefe anterior.

Cordell había repasado los antecedentes de los hombres; contaba con una fuerza bien equilibrada, aunque varias de las compañías no tenían mucha experiencia en el combate. En cambio, otras estaban formadas por mercenarios que ya habían servido con él en otras ocasiones; hombres como Millston, en los que podía confiar.

Los arcabuces eran un arma totalmente nueva para el capitán general. Después de presenciar una demostración de los ruidosos mosquetes, consideró que podían ser eficaces para demorar, o incluso detener a un atacante. Pero le preocupaba el tiempo que se necesitaba para volver a cargar. Durante el combate, los arcabuceros podrían efectuar un disparo, y después no tendrían otra opción que la de retirarse o apelar a sus espadas para salvar la vida.

Cordell no disimuló su alegría al descubrir que los mercaderes habían enviado a un equipo de jóvenes magos para ayudar a la expedición de Don Váez. Eran veinticuatro, y estaba seguro de que podían serle muy útiles. A pesar de que ninguno de ellos podía equipararse en poder a su antigua aliada y amante, la hechicera Darién, hasta los encantamientos más sencillos podían tener, en ocasiones, una influencia decisiva.

Mientras tanto, las veinticinco carracas continuaban con su misión, y, aunque Cordell no hacía ningún comentario al respecto, dudaba que pudiesen llegar al Mar de Azul, recoger a los legionarios y a los kultakas, y regresar a tiempo para el combate.

Tendría que arreglarse con lo que tenía. Si a los hombres de Don Váez y a los arqueros del Lejano Payit les sumaba los enanos del desierto y los halflings, no llegaban a los cuatro mil soldados. Quizá pudiese conseguir otro número igual de lanceros entre la gente de Ulatos, pero, aun así, eran muy pocos para enfrentarse a un ejército de treinta mil orcos, ogros y trolls.

El capitán general echó un vistazo a la ciudad, con sus orgullosas pirámides en medio de la llanura. Pensó en la mujer, a punto de parir, sumida en un extraño sopor.

—Despierta, Erixitl —susurró Cordell con voz muy suave. Sonó como una plegaria.

El Señor de los Jaguares rondaba inquieto, con la panza atenazada por el hambre que había sido su compañera inseparable a lo largo de todas las semanas transcurridas desde que había escapado de la aldea de la Gente Pequeña.

El felino recordó con cariño su vida entre los halflings. La comida no había sido abundante, porque sólo de cuando en cuando conseguían capturar a alguien de la Gente Grande, pero le habían proporcionado animales cuando no había cautivos. Nunca había tenido que salir a cazar su comida, y había podido dormir días enteros, que era como, en realidad, prefería pasar su tiempo.

Desde luego, el viejo jaguar nunca habría admitido que el hombre tenía razón, que ya era demasiado viejo y demasiado lento para cazar en la selva. Pero, por desgracia, era verdad. A pesar de su inteligencia, igual o superior a la humana, su gran tamaño y sus afilados colmillos, la fiera había sido incapaz de cazar nada salvo algún roedor o una serpiente.

Volvió a rugir, porque nunca había tenido tanta hambre. Ansiaba poder comer carne roja y fresca, empapada con la sangre de la caza. En busca de una presa, se adentró por los senderos de la selva. Algunas veces, exasperado, hablaba con la voz humana que tanto había asustado a sus víctimas.

Su camino hacia el norte lo llevó muy lejos de la región de la Gente Pequeña. La comida había sido escasa, y ahora esperaba tener mejor suerte en este país —la patria de los payitas—, aunque hasta el momento sus esperanzas no se habían visto colmadas.

No obstante, continuó con la búsqueda. Necesitaba cazar alguna cosa, y no podía tardar mucho más en hacerlo.

El conocimiento de que estaba cada vez más cerca de culminar su misión inquietaba cada vez más a Darién. Lo presentía de la misma manera que las fieras adivinan la cercanía de un animal herido, y le provocaba las mismas ansias.

Las drarañas la seguían, aceptando sus órdenes con resignación. Se arrastraban entre la maraña de la selva, sin satisfacer el hambre ni la sed. Unas cuantas se desplomaron, y fueron abandonadas a su destino por sus compañeras más fuertes.

Quince de estos monstruos permanecían con vida, cuando la meta apareció ante ellos.

La pirámide de los Rostros Gemelos se levantaba en medio de un gran claro. En el lado norte, había un acantilado que se abría sobre la costa y el arrecife de coral; los otros tres quedaban rodeados por la selva.

Las drarañas salieron de la jungla y esperaron el crepúsculo para avanzar. Se dispersaron y, con mucha cautela, rodearon la pirámide, atentas al menor indicio de una trampa; pero todo parecía estar en calma.

Por fin, llegaron a la base de la estructura y comenzaron a subir los cincuenta y dos escalones que conducían hasta la plataforma superior.

Ni un solo sonido salió del bosque mientras las estrellas se hacían visibles en el firmamento. La media luna alumbró a las drarañas con su luz plateada.

—Ya estamos aquí —dijo Hittok, después de saludar a su señora con una reverencia—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Ahora —respondió Darién, con la mirada puesta en el bosque—, esperaremos a que la presa venga a nosotros.

Mientras las drarañas aprovechaban el descanso, Darién se relajó por primera vez en el transcurso de varias semanas. La calma fue acompañada con la interrupción del hishna. A través del aire, a través de la corta distancia entre los Rostros Gemelos y Ulatos, Darién envió la orden para romper el hechizo.

Ahora se encontraba lista para enfrentarse a su enemiga.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? —preguntó Erixitl con voz débil en cuanto abrió los ojos y vio a Halloran sentado junto a su cama.

—Estamos en Ulatos —contestó el hombre, apenas pudo reponerse un tanto de la sorpresa y la emoción—. En el templo de Qotal. Por todos los dioses, Erix, tenía tanto miedo… —Su voz se quebró, ahogada por la alegría.

—Calma —le aconsejó la muchacha, al tiempo que se sentaba en el lecho—. No podía pasarme nada malo mientras tú estuvieses aquí para cuidarme. —Frunció el entrecejo, en un intento de pensar con claridad—. Recuerdo una horrible oscuridad que se posaba a mi alrededor, para arrastrarme a las profundidades y retenerme allí. Ahora, por fin, ha desaparecido. —De pronto, abrió los ojos de forma desmesurada y preguntó, casi a gritos—: ¿Cuánto tiempo ha durado?

—Han pasado diez días desde que vi tus ojos por última vez —respondió Halloran con voz ahogada, y parpadeó para evitar las lágrimas. Erix le sujetó las manos entre las suyas.

—Tenemos que irnos, ¡tenemos que ir a los Rostros Gemelos! —declaró la joven, con una mirada de miedo. Se resistió cuando su esposo intentó que se acostara otra vez.

—¡Necesitas descansar! —dijo Hal—. El niño… —No pudo continuar, porque Erix lo apartó con una vitalidad sorprendente y se enfrentó a él.

—El bebé viene conmigo. ¡Tenemos que irnos ahora! ¿Quién sabe el tiempo que nos queda?

—El ejército de la Mano Viperina no tardará en llegar; quizás esté aquí hoy mismo —respondió Halloran—. Las águilas de Chical los tienen vigilados a todas horas.

—Y, entonces, ¿qué pasará? —exclamó Erixitl—. Habrá una batalla, y morirán los enanos del desierto, los guerreros de Gultec y la Gente Pequeña.

—También hay mil quinientos soldados de Amn —le informó Hal—. Y Cordell ha enviado a los barcos en busca del resto de sus hombres y los kultakas. —El joven no mencionó sus dudas acerca de que los refuerzos pudiesen llegar a tiempo para el combate.

—Pero Zaltec está con ellos. Y él es quien puede detener a Qotal. Tenemos que llegar a los Rostros Gemelos hoy, ¡ahora!

Cuando enviaron a llamar a Jhatli, que descansaba en una habitación cercana, el muchacho compartió la opinión de Erix y, de inmediato, fue a buscar su posesión más preciada: una espada de acero corta, perteneciente al arsenal traído por la expedición de Don Váez y que le había regalado Cordell.

Lotil, que estaba a punto de acabar la manta de plumas, salió en esos momentos de su habitación. Como siempre, sus manos se ocupaban de enhebrar los plumones en la trama de algodón.

—Yo también voy —anunció.

Halloran abrió la boca para protestar, para advertirle al ciego que si los acompañaba pondría en peligro su vida, pero guardó silencio al sentir que Erixitl le tocaba el brazo.

—Desde luego, padre —dijo la muchacha—. Tú nos acompañarás.

Durante más de una semana después de abandonar Kultaka, Hoxitl había hecho marchar a sus monstruos a un ritmo frenético. La horda desfiló a lo largo de la costa por el amplio sendero que la gigantesca estatua de piedra abría en la espesura. La encarnación de Zaltec avanzaba sin hacer caso de las miles de criaturas que la seguían, pero a Hoxitl le pareció lógico que así fuera.

Por fin, llegaron a la costa payita y se aproximaron a Ulatos, conscientes de que les faltaba muy poco para alcanzar el punto de llegada: los Rostros Gemelos.

El ejército de la Mano Viperina marchaba ahora como un cuerpo bien disciplinado. Los ogros tenían el control absoluto de los orcos, organizados por compañías. Cada una de éstas estaba formada por cien orcos al mando de diez ogros. Diez compañías formaban un regimiento, y, en total, había treinta regimientos. En cuanto a los trolls, veinte en total, marchaban divididos en dos grupos de diez.

Hoxitl, que dominaba en estatura incluso al más alto de los trolls, mandaba este ejército con mano de hierro. Hasta las tropas más salvajes temblaban cuando el clérigo-bestia levantaba una mano. Las compañías más veteranas se enorgullecían cuando él las felicitaba por su aspecto o su comportamiento en combate.

Y delante de ellos marchaba la forma imponente de su dios. Zaltec era capaz de aplastar una hilera de casas de un solo pisotón, o de reducir a escombros una ciudad entera en cuestión de horas. La única duda que tenía Hoxitl era tratar de adivinar para qué necesitaba su dios un ejército.

El enorme ejército atravesó el territorio payita sin encontrar resistencia: los pobladores, alertados por su presencia, habían huido dominados por el pánico. Era evidente que la voz de alarma ya había llegado a Ulatos.

Sin embargo, cuando pisaron la llanura que rodeaba la ciudad, Zaltec tuvo la alegría de ver al enemigo desplegado para el combate. Faltaba poco para el mediodía, y los humanos y sus aliados ocupaban sus posiciones en un arco entre dos aldeas.

Las bestias de la Mano Viperina empuñaron sus armas, y esperaron la orden de Hoxitl.

—¡Por Helm, mirad el tamaño de aquella cosa! —exclamó Cordell, atónito y consternado. El capitán general, en compañía de Daggrande y Grimes, se encontraba en lo alto del parapeto de Puerto de Helm. Desde esta posición, habían sido los primeros en ver salir de la selva, por el lado oeste, a la estatua gigantesca que avanzaba a paso lento pero sin pausa.

—No podremos derrotar a semejante monstruo —opinó Grimes, sin perder la calma.

—Erixitl tiene que llegar a la pirámide —dijo Daggrande—. Es nuestra única esperanza. Quizá podamos vencer a las bestias, pero tienes razón, Grimes: no hay cómo oponerse al gigante.

—¿Cuándo se marcharon? —preguntó Cordell.

—No hace más de una hora —contestó el enano—, y les llevará casi toda la tarde llegar hasta allí. —El trío era consciente de que el gigante podía cubrir la distancia en mucho menos tiempo.

El enorme monolito llegó al linde de la selva, y se detuvo; los árboles más altos sólo le llegaban a la cintura. Los ojos grises de Zaltec miraban hacia el este, sin preocuparse del ejército desplegado en la llanura. Los observadores no podían verlo, pero presentían la presencia del ejército de bestias que, en estos momentos, tomaban posiciones al amparo de la exuberante vegetación.

El gigante permaneció impasible, sin desviar la mirada. Sin duda sabía que su meta estaba un poco más allá de las filas humanas, y que éstas no eran obstáculo para un dios.

No obstante, esperó.

Kardann se desplomó, con el rostro bañado por las lágrimas. Llevaba días perdido en la selva, sin tomar otro alimento que unas pocas frutas y casi sin poder dormir, porque cualquier ruido lo obligaba a reanudar la fuga. Por fin, había llegado al límite de sus fuerzas.

Durante todo el día permaneció en la misma postura, convencido de que estaba a punto de morir. De hecho, la muerte le parecía ahora la única alternativa para escapar de esta terrible situación.

De pronto, escuchó un ruido y se irguió. Quizá todavía no estaba dispuesto a morir.

¿Qué podía ser? Se repitió el sonido, y el asesor se imaginó a una bestia horrible, capaz de descuartizarlo en un abrir y cerrar de ojos.

Entonces se relajó, y estuvo a punto de echarse a llorar de alegría. No podía tratarse de una bestia, porque acababa de escuchar una voz que sólo podía ser humana. Aunque no conseguía entender las palabras, los tonos profundos y resonantes eran inconfundibles.

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Ayudadme! —gritó—. ¡Estoy aquí!

No le hubiese molestado verse en presencia del mismísimo Cordell; podía contar con que el capitán general tendría el gesto de ofrecerle una buena comida antes de colgarlo.

—¡Por favor, venid aquí! —Kardann se levantó y caminó entre los matorrales en busca de su salvador.

Un segundo después se detuvo, incapaz de dar un paso más, mientras en su rostro aparecía una expresión de horror. Había encontrado el origen de la voz, pero no se trataba de un hombre entretenido en una discusión. En vez de un ser humano, tenía ante él un rostro bestial, con una boca dotada de grandes colmillos, que se abrió en una sonrisa escalofriante.

—Hola —dijo el felino, con su voz bien modulada—. Soy el Señor de los Jaguares, y tú me perteneces.

De las crónicas de Coton:

En la certeza de la proximidad del Abuelo Plumífero.

Abandonamos Ulatos conscientes de que, detrás de nosotros, la horda de la Mano Viperina ocupará la capital de los payitas. Esta ciudad que durante tanto tiempo vivió en paz, volverá a ser escenario de una guerra, por segunda vez en un año. Los valientes guerreros que nos acompañaron en nuestro viaje intentarán, con el sacrificio de sus vidas, conseguir darnos el tiempo que necesitamos para obrar el milagro.

Pero, si hay alguien que pueda conseguirlo, pienso que es esta mujer de cabellos negros que lleva en su vientre al hijo de dos razas. Es la elegida de Qotal, y su bondad es manifiesta. Quizá consiga abrir el camino para el regreso del Dragón Emplumado.

La amenaza se cierne a nuestras espaldas, encarnada en los monstruos de Zaltec. Delante tenemos lo desconocido, una oscuridad que nos llama y, al mismo tiempo, nos desalienta. Rezo para que nosotros, para que Erixitl tenga el poder de dispersar las tinieblas.