18

Ejércitos cautivos

El desconsuelo se cernió como una nube negra sobre el cuantioso ejército integrado por los halflings, los enanos del desierto y los itzas tan pronto como corrió la voz del extraño mal que afligía a Erixitl. Para todos ellos fue como si la brillante esperanza que los había reunido para guiarlos hacia los Rostros Gemelos se hubiese extinguido para siempre.

Ahora transportaban a la mujer en una amplia litera, adornada con flores y hojas. Las varas delanteras iban sujetas a la montura de Tormenta, y las de atrás se arrastraban por el suelo cuando el camino lo permitía. Pero con mucha frecuencia encontraban troncos y ramas caídas, y entonces Halloran levantaba la parte de atrás para hacerla pasar por encima de los obstáculos. Halloran no permitía que nadie más se ocupase de realizar este trabajo.

La respiración de Erix era normal, pero no recuperaba la conciencia. Ni siquiera las fuertes medicaciones de Coton habían podido hacer que volviese en sí, que moviese los párpados o pronunciase alguna sílaba.

Durante dos días, continuaron con la marcha a través de la selva, siempre con rumbo norte. Luskag, Daggrande, Jhatli e incluso Lotil intentaron ayudar a Halloran, mientras el joven se esforzaba por sostener la litera en las zonas más difíciles, sin conseguirlo. Hal apretaba los dientes y no les hacía caso, a pesar de que el sudor le escocía en los ojos, y las dificultades se multiplicaban con cada nuevo paso.

Se detenían sólo cuando era noche cerrada, y en una de estas paradas Halloran tomó una decisión.

—Creo que debemos llevarla a Ulatos, en vez de continuar directamente hacia los Rostros Gemelos —dijo, cuando acabaron su cena de venado y fruta, sentados alrededor de una pequeña hoguera.

—¿Por qué? —preguntó Luskag. El enano del desierto estaba profundamente convencido de la visión de Erixitl, y no dudaba que el regreso de Qotal tendría lugar en el acantilado, tal como había anunciado la muchacha.

—Todo indica que es víctima de algún encantamiento. Al menos, en la ciudad podríamos encontrar más clérigos, o quizás un herbolario, que pudieran ayudarla.

Coton, el sacerdote de Qotal, mostró su acuerdo con un cabeceo, mientras Lo til manifestaba su opinión.

—Podemos llevar a mi hija al templo de Qotal en la ciudad —dijo—. Es lógico suponer que encontraremos un alivio para su mal. Creo que es un buen plan.

Uno tras otro, los demás dieron su aprobación. No sabían a qué distancia se encontraba la costa, aunque Gultec calculaba que no faltaba mucho para llegar a Ulatos y a los Rostros Gemelos. Como nativo de esta tierra, sabía que habían dejado atrás hacía tiempo las selvas del Lejano Payit.

En cuanto tomaron la decisión, Halloran dejó a sus compañeros y fue a ver a Erixitl. Su esposa yacía inmóvil en el mullido jergón que le habían preparado. Su pecho se movía rítmicamente al compás de la respiración, y su vientre hinchado parecía tan lleno de vida que Hal casi se convenció de que sencillamente dormía. Apoyó una mano sobre el abdomen, donde había percibido las patadas y los movimientos de su hijo. Ahora, en cambio, no notó ningún movimiento.

—¡Centinela, manda a buscar a vuestro clérigo! ¡Que venga ahora mismo, antes de que Katl se muera! —Cordell se paseaba como una fiera por la pequeña celda, aporreando la puerta cada vez que pasaba por delante y sin dejar de dar voces. Tendido en el suelo, el Caballero Águila deliraba de fiebre y dolor, con su brazo derecho roto, envuelto en un vendaje improvisado por Cordell y Grimes.

Katl, el Caballero Águila herido, había sido puesto en el calabozo junto con el capitán general y sus legionarios. Poco a poco, mientras permanecía inconsciente, había recuperado la forma humana. La bala le había destrozado el hueso, y parecía poco probable que pudiese volverlo a utilizar.

En el exterior, los tres centinelas intentaban no hacer caso de los gritos del prisionero, encerrado en lo que había sido una cuadra, en el interior de un pequeño establo de madera. Alquilados por Don Váez y leales a él, los tres mercenarios no conseguían disimular su inquietud por tener que ser custodios de un personaje de tanta importancia como Cordell.

Por fin, uno de los guardias se alejó en dirección al puesto de mando, pero cuando volvió no lo hizo en compañía de un curandero, sino con Don Váez en persona.

—Me han dicho que alteras el orden —bromeó el capitán.

—He intentado decirles que el herido necesita los servicios del clérigo. La fiebre es muy alta, y, si no recibe atención médica, no se salvará.

—¿Y a ti qué más te da? —preguntó Don Váez, que observó con desprecio al guerrero maztica. Katl permanecía acostado en el suelo de la celda, rodeado por los quince legionarios que habían sido capturados junto a Cordell.

—Es un buen hombre y mi amigo —contestó el capitán general, con una voz dura como el acero—. ¿Por qué quieres verlo muerto?

—Tanto me da verlo vivo o muerto —repuso Don Váez con indiferencia—. Quizá si estuvieses dispuesto a colaborar, verías que puedo ser… comprensivo.

—¿Qué quieres decir? —Cordell frunció el entrecejo y estudió a su rival.

—Sabemos que conseguiste un magnífico botín en la conquista de Ulatos. Sin embargo, no hemos podido encontrar ni una onza de oro. El hombre que dejaste al mando, Tramph, insiste en que no sabe dónde está oculto, a pesar de que se lo hemos preguntado con bastante rigor y de una forma persuasiva.

«¡Eres una bestia!», pensó Cordell. Respiró con fuerza mientras intentaba disimular su ira.

—Te ha dicho la verdad. Tramph no sabe dónde está enterrado el oro. Ninguno de los hombres que dejé como guarnición lo sabía —respondió. Don Váez asintió; era una precaución comprensible.

—No obstante, el bueno del asesor nos ha dicho que está oculto en los muros de este fortín, aunque, por desgracia, no sabe el lugar exacto.

—¡Maldito bastardo! —exclamó Cordell, incapaz de contenerse. El relato confirmaba la traición cometida por el representante de los mercaderes de Amn.

—Pero tú sí lo sabes —añadió Don Váez, mientras miraba otra vez a Katl y hacía un gesto de compasión fingida—. Quizás antes de que sea demasiado tarde, te decidas a decírmelo.

Con una sonrisa astuta y una sacudida de sus plateados rizos, el aventurero giró sobre sus talones y se alejó de la celda.

Un enorme bloque de piedra cayó entre los árboles, y convirtió sus troncos en astillas. Un segundo después, otro bloque idéntico cayó a su lado, y, a continuación, los dos martillos gigantescos repitieron el proceso.

De esta manera, Zaltec entró en las tierras payitas. Los senderos desaparecían en la verde cortina de la selva, pero el monstruo no los necesitaba porque abría su propio camino, arrasando la vegetación con su fuerza descomunal a medida que avanzaba a la cabeza de su ejército.

Detrás de la estatua viviente, que era la encarnación del dios de la guerra, marchaban Hoxitl y las bestias de la Mano Viperina.

En el mes transcurrido desde su partida de Nexal, la horda indisciplinada, interesada únicamente en conseguir víctimas para el sacrificio y ricos botines, se había transformado en un ejército auténtico. Marchaban en formación, con los ogros al mando de los orcos; los trolls, mucho más fuertes y veloces que el resto, contaban con sus propias compañías.

Hoxitl marchaba al frente de su huestes, lleno de devoción por su hambriento dios, y consciente de que muy pronto encontrarían a un enemigo. No sabía quién sería, y sólo le preocupaba que fuesen seres de sangre caliente, cuerpos a los que pudiesen arrancar el corazón para mayor gloria de Zaltec.

—Tendré que decirle dónde está el oro —le comentó Cordell a Grimes, poco después de acabar su conversación con Don Váez. Katl lanzó un gemido y se retorció de dolor; la fiebre parecía ir en continuo aumento. Era obvio que el Caballero Águila estaba muy cerca de la muerte.

Al otro lado de la puerta, el trío de guardias no les prestaba atención, entretenidos con un juego de apuestas que jugaban sobre el suelo de tierra. Cordell se disponía a llamarlos para que fuesen en busca de su comandante, cuando se abrió la puerta del establo y entró un hombre.

El recién llegado pasó junto a los centinelas, quienes no hicieron nada por detenerlo, pues lo conocían. El hombre se acercó a la puerta del calabozo.

—¿Rodolfo? —preguntó Cordell, sorprendido—. ¿Eres tú?

—Sí, aunque me dé vergüenza decirlo —respondió el piloto, mientras echaba una ojeada a los guardias para asegurarse de que no podían escuchar la conversación.

—Creía que habías abandonado el mar después de tu casamiento —susurró el capitán general—. ¡De no haber sido así, te habría encomendado el timón de la nave capitana en mi expedición!

—Durante cinco años trabajé como campesino —contestó el canoso navegante con voz triste—. Pero el pueblo recibió el azote de la peste y perdí a mi mujer y a mis dos hijos.

—Lo lamento, viejo amigo. —Cordell extendió la mano y palmeó el hombro de Rodolfo. Después esperó en silencio, consciente de que el motivo de la visita del piloto de Don Váez era otro.

—Hemos escuchado lo que habéis dicho de un ejército que viene hacia aquí… ¡al mando de un gigante hecho de piedra! Hay muchos hombres, y no me importa decirlo, que no tienen mucha confianza en la capacidad de Don Váez para hacer frente a la amenaza.

—Ni siquiera cree que sea real —afirmó el capitán general, disgustado—. Piensa que lo he inventado, como una manera de conseguir mi libertad.

—Vuestra libertad… —Rodolfo echó otra mirada a los tres guardias, absortos en su partida de dados. Ninguno de ellos apartó su atención de las monedas y las piezas de hueso—. Hay muchos más, aparte de mí, que os desearían ver otra vez en libertad. Hombres que temen a Don Váez, pero que no lo respetan.

—Tus palabras me dan aliento y esperanzas —manifestó Cordell, sinceramente—. Ahora necesitamos trazar un plan.

Katl gimió una vez más, y el capitán general se volvió hacia el herido, antes de devolver su atención a Rodolfo.

—De todos modos —dijo—, tengo que revelar a Don Váez dónde está oculto el oro. Es la única manera de conseguir que envíe al clérigo para que atienda a Katl. Pero quizá, con tu ayuda, pueda conseguir que al final no caiga en sus manos.

Tabub corrió con todas sus fuerzas en dirección a Halloran, sin dejar de señalar el cielo y la selva que tenían delante.

—¡Águila! —gritó el cacique de la Gente Pequeña—. ¡El aterrizar! ¡Ahora, Gente Grande! ¡Venir rápido!

El primer pensamiento de Hal fue que se trataba de Poshtli, pero, después de dejar en el suelo la litera de Erix, y mientras seguía al pigmeo, consideró que la posibilidad de encontrarse otra vez con su viejo amigo era tan sólo la expresión de un deseo.

No obstante, lo alegró ver a Chical en compañía de Daggrande y Coton. Hasta ahora, Hal había pensado que el jefe de los Caballeros Águilas se encontraba en la inmensidad de la Casa de Tezca, ayudando a su pueblo en la construcción de la ciudad de Tukan.

El jefe maztica acortó las salutaciones, y les informó de la misión que había llevado a los Caballeros Águilas y los jinetes a Puerto de Helm, y de la suerte corrida por Cordell al llegar allí.

—Se encuentra prisionero de aquel llamado Don Váez —añadió Chical—. Lo tienen encerrado en una de las casas, y no sé si todavía está vivo.

»Esta mañana, una de mis águilas hizo un corto vuelo de reconocimiento hacia el sur y os descubrió. Como no sabía quiénes erais, salí a averiguarlo. —Chical contempló al extraño grupo de guerreros integrado por los enanos del desierto, los halflings y los humanos.

—¿Un vuelo corto? —preguntó Hal—. ¿A qué distancia nos encontramos de Ulatos?

—A tan sólo dos días de marcha. Podríais recorrer el trayecto de una sola vez.

—Don Váez. —Daggrande pronunció el nombre y lo acompañó con una maldición. Después escupió, disgustado—. Esa infame sabandija no tiene agallas para hacer nada por su cuenta, pero siempre va detrás de la gloria de la Legión Dorada. No me sorprende que ahora haya mandado encerrar a Cordell.

—Tenemos que ponerlo en libertad, si está a nuestro alcance —manifestó Chical, en voz baja.

Halloran miró al guerrero, sorprendido al percibir la existencia de un vínculo entre el Caballero Águila y el soldado extranjero; un vínculo que resultaba todavía más sorprendente teniendo en cuenta las batallas que habían librado como rivales en Nexal. Chical había sido el comandante de las tropas mazticas en un asedio del que Cordell y la Legión Dorada habían conseguido librarse a uña de caballo.

—¿Por qué? —preguntó Gultec, sin ambages—. ¿Qué más nos da cuál de los hombres barbados mande a las tropas?

Chical asintió: comprendía muy bien la pregunta del Caballero Jaguar. Les habló de Zaltec y del ejército de monstruos que marchaba sobre Puerto de Helm y Ulatos, y de las órdenes que el capitán general había dado a sus legionarios y a los kultakas para que se dirigieran a la costa.

—Su intención es enviar a las naves a la costa del Mar de Azul para que los recojan. Si regresan a tiempo, ¡contaremos con un refuerzo muy importante!

—¿No será demasiado tarde? —preguntó Daggrande—. Su posición está a centenares de kilómetros hacia el sur.

—No lo sé —admitió Chical—. Las bestias llegarán de aquí a una semana, diez días como máximo. Todo depende de lo rápido que puedan navegar, pero el único que puede dar la orden de zarpar es Cordell.

—¡Los Rostros Gemelos! —exclamó Halloran, que, de pronto, vio la luz—. Zaltec no marcha contra Ulatos. ¡Va hacia los Rostros Gemelos!

Desde luego, el dios tendría que pasar por Ulatos, pero Hal sospechaba que su verdadera meta era el lugar donde su hermano intentaría el regreso. Súbitamente, las maquinaciones del destino, al proveerlos con un ejército, comenzaban a tener sentido.

—Tienes razón —le dijo a Chical—. Tenemos que conseguir que zarpen las naves. Pero ¿cómo podemos liberar a Cordell? No ganaremos nada con atacar a las tropas de Don Váez. No son el enemigo real.

—De todos modos, vuestra presencia aquí sólo puede ser calificada de providencial —contestó el Caballero Águila—. Tengo una idea…

Mientras el guerrero explicaba su plan, todos comprendieron que se trataba de una intentona desesperada, aunque a ninguno se le ocurrió una alternativa mejor. Discutieron los detalles de coordinación, y aclararon las dudas. Cuando Chical remontó el vuelo, tenían claro su cometido.

Descansaron únicamente mientras la oscuridad fue total, y, con la aparición de la luna, varias horas antes del amanecer, toda la columna reanudó la marcha hacia Ulatos. A lo largo de todo el día, con un calor infernal, Halloran se ocupó de cargar con el cuerpo inconsciente de su esposa.

Cuando anocheció, ninguno manifestó la intención de descansar. Estimulado por el conocimiento de que la ciudad estaba muy cerca, Halloran quería llevar cuanto antes a Erixitl al santuario del templo. Además, el plan de Chical exigía que estuviesen en la llanura que rodeaba Ulatos antes del amanecer.

Era casi medianoche cuando Halloran y Gultec alcanzaron el linde de la selva, y pudieron ver las antorchas de la ciudad payita en medio de los campos de cultivo.

Acompañado por el Caballero Jaguar y el sacerdote de Qotal, Halloran guió a los arqueros de Tulom-Itzi, a los enanos del desierto y a la Gente Pequeña hasta la llanura que se extendía más allá de Ulatos. Todos sabían cuál era su cometido, y comenzaron a recolectar leña seca para repartirla en centenares de lugares diferentes.

Después el trío llevó a Erixitl a la ciudad en busca del templo de Qotal, mientras el resto de la columna instalaba su campamento en las afueras. Los tres compañeros recorrieron las calles en dirección a la pirámide. A pesar de que había antorchas encendidas, no encontraron a nadie en su camino.

Por fin, Coton los guió hasta una pequeña casa de adobe encalado al costado de una pirámide cubierta de vegetación.

—¡Despertad! ¡Despertad! —gritó Halloran, aporreando la puerta. Al cabo de unos momentos, escucharon el ruido de pisadas.

—¿Quién es? —preguntó una voz—. En el nombre del Dragón Emplumado, ¿qué quieres a estas horas de la noche? —Se abrió la puerta, y apareció un sacerdote rechoncho, con el rostro afeitado y vestido con una túnica blanca—. ¿Sí? ¿Qué quieres?

—Mi mujer está enferma y necesita un lugar donde descansar. Venimos desde muy lejos, y nuestra misión es muy importante. ¡Es de vital importancia para el propio Dragón Emplumado! —Halloran entró en la casa con Erixitl en sus brazos, mientras el sacerdote expresaba su protesta.

—¿Por qué vienes a importunarme? —preguntó, indignado—. ¿Quién eres tú…?

En aquel preciso momento, el sacerdote descubrió la figura de Coton, que se había mantenido apartado.

—¡Perdón, patriarca! No sabía que… ¡Desde luego, traed a la señora! ¡Seguidme!

Halloran siguió los pasos del clérigo, que ahora era pura sonrisa, después de mirar agradecido al silencioso Coton. El joven sacerdote los llevó hasta una habitación pequeña pero limpia, caliente y con un mullido jergón.

—Aquí, aquí estará bien —explicó. Halloran pasó a su lado y dejó a su esposa sobre el camastro. Su respiración, la única señal de que seguía viva, era normal.

En cambio, su rostro tenía la palidez de la muerte, y sus ojos —aquellos ojos tan hermosos, oscuros y cálidos— permanecían cerrados.

Halloran se preguntó si los volvería a ver alguna vez.

Se abrió la puerta del establo, y la luz amarillenta de las lámparas iluminó el lóbrego calabozo. Cordell se despertó en el acto, y miró por el ventanuco; vio a Rodolfo que entraba en el recinto escoltado por un grupo de hombres armados. No sabía qué hora era, aunque ya había pasado la medianoche.

—¡Eh! ¡Nadie puede entrar aquí durante la noche! —protestó uno de los centinelas con voz adormilada. Se levantó y salió al paso del navegante.

El guardia no tuvo tiempo para nada más, porque uno de los compañeros de Rodolfo lo derribó de un puñetazo en la barbilla. Los otros dos centinelas retrocedieron, tartamudeando una protesta, pero se callaron cuando los intrusos les acercaron la punta de sus espadas a la garganta para convencerlos de la prudencia de guardar silencio.

—Don Váez ha dado órdenes para que la mayor parte de la flota regrese a Amn con el oro —susurró el navegante—. Tenemos que actuar ahora mismo. Las naves zarparán con la marea de la tarde.

—¡Maldito traidor! —exclamó el capitán general en voz baja—. Habíamos hecho un pacto. Le informé del lugar donde estaba el tesoro, a cambio de su promesa de enviar al clérigo para atender a mi hombre.

Rodolfo echó una mirada al guerrero que gemía en el suelo, ardiente de fiebre, y comprendió que Don Váez no había cumplido con su palabra.

—¡Deprisa, las llaves! —dijo Cordell, señalando a uno de los centinelas. El compañero de Rodolfo tocó con su espada el cuello del guardia, que, con una expresión de terror en su rostro, se apresuró a coger el llavero.

—Es es… tá —tartamudeó, separando la llave adecuada.

Un segundo más tarde, Rodolfo abrió la puerta, y Cordell, seguido por sus hombres, abandonó el calabozo. Por unos instantes, parpadearon ante la intensidad de la luz.

—Atadlos, y no olvidéis las mordazas —ordenó Cordell.

—Con el permiso del general —dijo uno de los guardias, que dio un paso atrás para apartarse de la espada que le apuntaba a la garganta. Cordell observó que el hombre le resultaba conocido.

—Me llamo Millston, señor. Serví a vuestro mando contra Akbet-Khrul y sus piratas. Me gustaría poder ir con…, quiero decir… que estoy de vuestro lado, señor. He escuchado hablar del gigante, los trolls y todos los demás monstruos. Señor, nuestra única oportunidad de victoria es que vos asumáis el mando. Aquel petimetre nos matará a todos.

El capitán general estudió al hombre, y después tomó su decisión. Si quería tener éxito, necesitaba que la mayoría de los soldados de Don Váez siguiesen el ejemplo de Millston.

—Me alegro de tenerte de nuevo a mi servicio —dijo, e hizo una señal al compañero de Rodolfo—. Devuélvele su espada.

Los conspiradores apagaron las lámparas. Sacaron al pobre Katl del calabozo, y lo acomodaron en un jergón de paja. A los otros dos centinelas, atados y amordazados, los encerraron en la celda como medida de precaución.

Abrieron la puerta del establo con mucho cuidado. La casa del comandante estaba al otro lado del patio, y había hombres por todas partes. La parte superior del muro que miraba al sur, por el lado de la llanura, aparecía iluminada con un gran número de lámparas.

Cordell comprendió que Don Váez había organizado una cuadrilla de trabajo, que ahora se ocupaba de sacar el oro enterrado en el muro. Estaban derribando la pared, precisamente cuando la amenaza de Zaltec y su ejército de monstruos se cernía sobre el fortín.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Grimes, al tiempo que se volvía con la espada en alto. Después, con un tono de alivio, añadió—: ¡Chical!

El capitán general vio al Caballero Águila, que surgió de las sombras junto al establo. Apretó el brazo de su amigo, con la garganta oprimida por la emoción.

—Venía a liberarte, pero veo que alguien ya se ha ocupado de hacerlo.

—Me alegro de verte —respondió Cordell en voz baja.

—Traigo noticias —susurró el guerrero y, sin perder un segundo, lo puso al corriente de su reunión con Halloran y el plan que habían trazado. En aquel instante, escucharon los gritos de los hombres que trabajaban en lo alto del muro. Desde su posición, podían ver la llanura que se extendía hasta Ulatos, y algo que habían visto los llevó a dar la alarma.

—¡Tienen que ser ellos! —dijo el Caballero Águila.

—¡Vamos! —ordenó Cordell, y guió a su grupo al trote hacia la muralla. Al pasar entre las tiendas donde descansaban los soldados de Don Váez, gritó—: ¡Seguidme!

Los trabajadores y los guardias se volvieron sorprendidos al escuchar su grito, y vieron a Cordell que escalaba la rampa hasta la pasarela del muro, para después dar media vuelta y mirar en dirección al patio.

—¡Escuchadme, hombres de la Costa de la Espada! Quiero avisaros de un gran peligro. Se aproxima un ejército de monstruos, y tendréis que apelar a todo vuestro valor si pensáis en la victoria. —La voz del capitán general se escuchó en todo el fortín. Los hombres de Don Váez se reunieron al pie del muro y escucharon con atención.

»Podemos hacerle frente, pero necesitamos aliados. Ahora os pido que miréis el campo que se abre ante vosotros.

Los hombres que estaban en lo alto del muro, ocupados en la búsqueda del tesoro enterrado, ya lo habían hecho. Ahora, se apresuraron a compartir la información con los compañeros reunidos en el patio.

—¡Hay un ejército acampado en la llanura!

—¡He visto cómo un millar de hogueras se encendían a la vez!

—Calculo que son unos veinte mil hombres.

En realidad, lo que veían eran las hogueras, unas seiscientas en total, preparadas por los enanos del desierto, la Gente Pequeña y los guerreros itzas. Pero la oscuridad daba pie a cualquier exageración. En cuestión de segundos, los vigías informaban de las cosas más increíbles. Un ejército de cien mil hombres, provistos con elefantes, cuadrigas y enormes catapultas, se disponían para el ataque a Puerto de Helm.

—¡Detenedlo! ¡Detenedlo! —Don Váez gritó la orden con una voz dominada por el pánico, y algunos hombres avanzaron hacia el carismático capitán general.

Muy cerca del rubio aventurero, Cordell vio la figura acurrucada de Kardann. Era lógico, pensó, que el asesor estuviese presente en el rescate del tesoro. Ahora, en medio de la confusión, Kardann gemía aterrorizado. Echó una última mirada al capitán general y se lanzó a toda carrera por la pendiente exterior del muro, para desaparecer en la oscuridad de la llanura.

«Que el demonio se lo lleve», pensó Cordell, satisfecho. Si no volvía a ver al pérfido gusano, mejor que mejor.

Sólo un hombre decidió actuar a la vista del caos. El padre Devane se montó en su alfombra voladora, y remontó el vuelo, con el propósito de lanzar un poderoso encantamiento que impidiera que Cordell fuese visto y escuchado por todos los presentes.

Pero alguien más rondaba en el cielo. En el momento en que Devane alzó una mano y comenzó a pronunciar las palabras del hechizo, un águila se lanzó en picado sobre la figura montada en la alfombra. El sacerdote soltó un chillido de terror cuando las garras se le clavaron en el rostro, y el artilugio volador se sacudió como una hoja.

El águila se apartó, pero Devane ya había perdido el control. Mientras la alfombra caía contra el muro donde se encontraba Cordell, el clérigo, desesperado, luchó por mantener el equilibrio, mas no lo consiguió.

Un alarido escapó de su garganta cuando se deslizó de la alfombra y cayó al suelo, desde una altura aproximada de seis metros, donde permaneció tendido, gimiendo, con una pierna retorcida debajo del cuerpo en una posición antinatural.

—¡Hombres de la Costa de la Espada, escuchadme! ¡Aquellos que están acampados en la llanura son mis aliados! —gritó Cordell, con una voz que resonó en todo el fortín—. ¡Uníos a mis fuerzas! ¡Venceremos a nuestro enemigo, y compartiremos el tesoro que todos nos merecemos!

Los hombres que trabajaban en la excavación miraron con gesto agrio a Don Váez, y después volvieron a observar la multitud de hogueras que se extendían por la llanura. Era como mirar el cielo tachonado de estrellas.

Entonces, unos cuantos sujetaron a su comandante y lo arrastraron. Don Váez protestó a gritos, hasta que uno de ellos lo silenció de un bofetón.

—¡Cordell! —El grito surgió de los hombres que permanecían entre las tiendas.

—¡Salve, Cordell! —repitieron los trabajadores del muro.

Mientras aclamaban su nombre, el capitán general bajó al patio y se acercó al clérigo herido. Devane se esforzaba, entre gemidos, en devolver a su pierna la posición normal, para poder utilizar un hechizo de curación.

—Espera —le ordenó Cordell, en cuanto llegó a su lado—. Primero tienes que curar a otra persona. —Se volvió hacia sus legionarios—. ¡Levantadlo!

Escoltados por Don Váez, se dirigieron hacia el establo donde se encontraba el Caballero Águila herido.

De las crónicas de Coton:

Doy gracias a mi dios, que nos ha permitido recorrer gran parte de nuestro camino.

Llegamos a la llanura de Ulatos ya bien entrada la noche, agotados por el rigor de la última etapa. Montamos nuestro campamento en campo abierto, y encendemos las hogueras para preparar nuestra cena, a pesar de lo intempestivo de la hora.

Más tarde, nos enteramos de que las hogueras infundieron pánico en la guarnición de Puerto de Helm, convencida de que se trataba del ejército de Cordell. Todo mundo festejó la ocurrencia, excepto el pobre Don Váez. Desde luego, Cordell es un soldado con la fortuna de su parte, porque consiguió apoderarse de un fortín defendido por mil quinientos hombres, con la ayuda de doce legionarios y una veintena de Caballeros Águilas.

Con la primera luz del alba, zarparon con rumbo sur los veinticinco bajeles de la flota, al mando de un piloto veterano. Su navegación los llevará a lo largo de la costa payita hasta el Mar de Azul. Cuando lleguen a su destino, embarcarán a los hombres de Cordell y a los kultakas.

Y, en cuanto a nosotros, permaneceremos en Ulatos. Erixitl continúa hundida en el sopor, y, hasta tanto recupere el conocimiento, no podremos iniciar la etapa final de nuestro viaje. Sin embargo, tengo fe en que llegaremos a los Rostros Gemelos, para ayudar al regreso del Dios Plumífero.