17

Enfrentamiento en Puerto de Helm

Cordell observó el estandarte que ondeaba en lo alto del mástil de Puerto de Helm antes de volverse hacia Chical, mascullando una maldición. Los dos hombres permanecían ocultos detrás de unos arbustos en un pequeño altozano de la llanura.

—Es la insignia de Don Váez —le informó el capitán general a su aliado maztica.

—Entonces ¿conoces a este capitán? —preguntó el Caballero Águila.

—Es un viejo rival —explicó Cordell—. Luchamos como aliados contra los piratas, pero pertenece a la clase de hombres a los que nunca les daría la espalda. Siempre ha sido muy celoso de las victorias ajenas. Estoy seguro de que ha aprovechado esta oportunidad para actuar en mi contra, aunque no sé cómo ha conseguido el nombramiento. Hay muchos capitanes mercenarios más capacitados que él en la Costa de la Espada.

—¿Que ahora esté aquí agrava nuestros problemas?

—No me cabe ninguna duda de que no ha venido en nuestra ayuda, o, al menos, que yo no puedo contar con su ayuda. Esta situación merece un profundo estudio. Por otra parte, no es un oficial que cuente con el respeto de sus tropas a la hora de ir a la guerra, y éste es un hecho que podría favorecernos.

Los quince jinetes y las veinte águilas habían completado el largo viaje desde Tukan, en pleno desierto, hasta la ciudad payita de Ulatos tras varias semanas de dura cabalgada… o de vuelo, en el caso de los guerreros mazticas. El resto del grupo permanecía escondido en los lindes de la selva, mientras Cordell y Chical se adelantaban hasta su actual posición para estudiar la ciudad y el fortín.

Las paredes oscuras del enclave encerraban un amplio patio, protegiéndolo de los ataques por tres direcciones, mientras que la cuarta, por el lado norte, daba a la playa. Los muros de tierra tenían una pendiente muy inclinada, pero no imposible de escalar, y en lo alto había una plataforma a todo lo largo del perímetro.

Cordell vio más allá del fuerte los mástiles de los navíos, veinticinco en total, que habían transportado a la nueva expedición hasta las costas de Maztica. Una tropilla muy numerosa pastaba en el campo entre el fortín y la ciudad. El sol se reflejaba en las corazas de los numerosos centinelas apostados en lo alto de los muros.

—Carracas…, una buena flota —murmuró el capitán general, abstraído—. Barcos mucho más grandes que las galeras y carabelas que utilicé para traer a mi legión.

—¿Lo bastante grandes como para transportar a vuestros legionarios y kultakas hasta aquí? —preguntó Chical. El jefe de los Caballeros Águilas pensaba en aquellas tropas que, en estos momentos, ya habrían alcanzado la costa e instalado su campamento. Tenían que traerlas a Puerto de Helm, y para conseguirlo Cordell tenía que hacerse con el mando de la flota.

—Creo que sí. Desde luego, el problema es conseguir que naveguen a su encuentro y los recojan. No habrá suficiente con pedírselo a Don Váez. Tendremos que mostrarnos muy persuasivos.

El Caballero Águila mostró una sonrisa severa. Tenía la sospecha de que su compañero no se refería a la persuasión que se conseguía con palabras.

—De todos modos, somos demasiado pocos para asaltar el fuerte —comentó Chical.

Cordell apartó su mirada del fuerte y frunció el entrecejo. En silencio, retrocedió a gatas por el matorral, seguido por el jefe nativo. Llegaron a la selva y se adentraron un buen trecho, antes de ponerse de pie. Entonces, seguros de que los centinelas del fortín no podían verlos, corrieron a reunirse con el resto de sus compañeros, a los que informaron rápidamente de la situación en Puerto de Helm, tal como la habían podido observar.

—¡Tiene que haber una manera! ¿Quiénes son sus hombres? ¿Dónde ha podido encontrar Don Váez semejante ejército? —Cordell formulaba sus preguntas en voz alta, mientras su mente barajaba mil y una posibilidades.

—¿Quizá la Legión Dorada? —sugirió Grimes—. ¿Los hombres que no pudieron acompañarnos? No hay muchos mercenarios disponibles en Amn, aparte de los que habéis dejado atrás.

—Es una buena explicación —reconoció el capitán general. En muchas ocasiones sus tropas habían sumado más de un millar de hombres, y, debido a la falta de espacio en los navíos de la expedición, buena parte se había quedado en tierra.

—De todos modos, el grueso de su fuerza es mercenaria, hombres a los que sólo les interesa la paga, leales únicamente cuando tienen algo que ganar —añadió el jefe de lanceros—. Es muy probable que les dé igual servir a Don Váez que a vos.

Esto era muy cierto. La fama de mujeriego y petimetre de Váez le había ganado el desprecio de más de un soldado, un hecho conocido por cualquier mercenario de la Costa de la Espada. Por el contrario, Cordell tenía fama de ser un jefe justo que pagaba bien. Además, casi todas sus campañas habían acabado victoriosas.

«Hasta ahora», pensó, al recordar lo ocurrido durante la Noche del Lamento.

—Así y todo, puede contar con la lealtad de sus oficiales —afirmó Cordell—. Tendríamos que actuar deprisa para quitarlos de en medio. Después, sería cuestión de ver qué deciden los hombres.

Nadie de entre los reunidos se fijó en Kardann, que estaba sentado unos pasos más allá, con los ojos entornados como si dormitara. Pero, en realidad, el asesor de Amn estaba bien despierto.

Una misteriosa compulsión empujaba a las drarañas mientras abandonaban el valle que había sido escenario de la aniquilación de su ejército. Darién, sin dejar de maldecir a sus compañeras, las forzó a marchar. Avanzaron hacia el norte, a través de los bosques de la zona montañosa, moviéndose con grandes dificultades por los matorrales; en ocasiones, incluso, tenían que utilizar sus espadas de hojas negras para apartar las ramas de su camino. Sus patas peludas les eran de gran ayuda, y únicamente las escabrosidades del terreno les impedían galopar.

Darién no comprendía por qué se exigía tanto a sí misma y a las demás. Su ejército había desaparecido, aplastado por una avalancha de miles de toneladas de roca, y no le quedaba otra cosa que su odio. Ahora podía finalmente denigrar a su diosa Lolth, maldecirla y, en última instancia, no hacerle caso. Con la destrucción de su ejército, presentía que la habían abandonado sus antiguos poderes. A partir de este momento, dependía exclusivamente de su instinto y de su odio para ejecutar su venganza.

Su odio tenía un objetivo: la mujer de la pluma, la esposa de Halloran. La mente de Darién ardía con las imágenes de sus primeros encuentros con Erixitl: la masacre de Palul donde la mujer maztica se había salvado de los efectos de sus hechizos gracias a la plumamagia; su enfrentamiento en Nexal, la Noche del Lamento, cuando Erix había perseguido a Darién y a los drows por todo el palacio, para oponerse a todos sus planes de ataque.

Este odio la empujaba con más furia que antes. Las drarañas avanzaban por la selva, matando a los pocos humanos que encontraban en su camino, y sólo se detenían para comer lo que cazaban, o para dormir cuando ya no podían dar un paso más.

En uno de estos escasos períodos de sueño, el odio de la hechicera se cristalizó en un plan de venganza.

Se retorció y gimió en medio de su pesadilla, mientras intentaba fijar la imagen que aparecía en su mente. De su subconsciente brotaron unos recuerdos confusos, cosas pertenecientes a otra vida, a otro cuerpo. Revivió imágenes de la Legión Dorada, del primer desembarco en las costas de Maztica: de dos grandes rostros, esculpidos en la piedra, que miraban hacia el mar como si esperasen su llegada.

Vio la imagen de un lugar junto a la costa donde tendría lugar una gran batalla, con miles de muertos.

Vio la imagen de Erixitl, y su belleza era una dolorosa afrenta al cuerpo deformado de la draraña. Y, mientras soñaba, a medida que su mente recreaba escenas, la esencia oscura de la maldad se extendió por todo su ser. El poder se acumuló en su abdomen, y la fuerza de su malevolencia comenzó a tomar forma en el mundo.

Alrededor del vivido retrato de la aborigen, Darién vio una orla de figuras que se movían, confundiéndose las unas con las otras. Entonces, poco a poco, el marco comenzó a definirse con más claridad.

Reconoció la cabeza de una serpiente que oscilaba con las fauces abiertas, mostrando sus venenosos colmillos. Vio la forma sinuosa de un cocodrilo, que se movía entre las otras figuras, y presintió las largas y afiladas garras que intentaban apresar a Erixitl.

Darién no podía saberlo, pero el poder de un nuevo dios se abría paso en la forma femenina de la draraña. El poder de esta deidad guerrera se extendió a través del cuerpo corrupto. Su mente sufrió un bombardeo de imágenes, las imágenes de hishna, de la magia de la garra, el colmillo y el veneno. Muy pronto este poder entraría en acción, aunque ella no podía precisar el momento exacto.

Pero sí estaba segura del lugar: la pirámide frente al mar, en lo alto de un acantilado donde había dos grandes rostros tallados en la piedra, y una laguna protegida por una barrera de coral. Tenía que ir allí.

Darién llevaría a las drarañas a los Rostros Gemelos.

Reanudaron la marcha con nuevos bríos, casi sin hacer pausas para descansar. Darién se mostraba exultante y sólo pensaba en su objetivo; a menudo se reía sola, y sus carcajadas sonaban como un horrible chillido que espantaba a los pájaros y los animales de la selva.

Había momentos en los que se detenía, cuando las imágenes aparecían en su mente, y, poco a poco, el poder de hishna crecía en su interior. Entonces desaparecía en la espesura y, al cabo de un rato, regresaba con una serpiente, un lagarto e, incluso una vez, con una cría de jaguar. Mataba a estas criaturas con gran placer, y después se las comía para nutrir la fuerza de la zarpa-magia.

Las drarañas continuaron con su viaje hacia las costas payitas, al este de la ciudad de Ulatos. Un ansia que nada tenía que ver con el destino impulsaba a Darién hacia su meta, y, mientras tanto, el poder oscuro y terrible de hishna se apoderaba de su cuerpo. Fertilizada con su odio, germinaba la semilla de la zarpamagia, obtenida de los talismanes conseguidos en el bosque. Gradualmente, el poder se convirtió en una fuente de energía impulsora que no podía ser contenida.

Cuando el agotamiento obligó a las drarañas a detenerse, Darién se acomodó en una postura de meditación. En lugar de dormir, imaginó la fuente de luz que tenía delante. En su mente aparecieron antiguos hechizos, partes de encantamientos olvidados, súplicas a deidades oscuras.

Las gotas de sudor que brotaban de su pálido rostro caían sobre sus pechos y el estómago hasta llegar al duro caparazón de su cuerpo de arácnido. Con los ojos bien cerrados, imaginó la luz que veía. Los poderes se aglutinaron en su interior.

Por fin, la semilla del odio dio su fruto. Una nube oscura de maldad ponzoñosa apareció en el alma de Darién y pugnó por salir; lenta e inexorablemente, hishna se libró de las ataduras corporales y se proyectó al exterior.

Cuando Darién reanudó la marcha, la manifestación del poder se movió libremente a través de la jungla, como una toxina invisible impulsada por el viento, pero sin desviarse del camino de la hechicera.

—Primero encontramos a los enanos del desierto y a la Gente Pequeña. Ahora, Gultec se ha unido a nosotros con un millar de guerreros. ¡Tiene que ser un plan, parte de un proyecto muy importante! —Halloran experimentó una sensación de triunfo mientras avanzaban hacia el norte. Por fin se acercaban a la meta, después de una marcha a través del continente de casi cinco meses de duración.

Erixitl cabalgaba en la yegua sin separarse de su lado. Se aproximaba el momento del parto, y las pocas semanas, o quizá días, que faltaban para llegar a su destino se le hacían un mundo.

—Hay una cosa que me preocupa —dijo la muchacha—. Si es nuestro destino, ¿por qué se nos ha dado un ejército? ¿Significa que tendremos que luchar cuando lleguemos a los Rostros Gemelos?

—Si hay que pelear, estamos preparados —declaró Jhatli, enseñándole su arco y las flechas—. ¡A la primera oportunidad, me convertiré en un gran guerrero!

Halloran soltó una carcajada, sin poder evitar sentirse como alguien que escucha los alardes de su hermano menor.

—Jhatli, ya eres un guerrero con la fama suficiente para que tu pueblo se sienta orgulloso de ti. Creo que deberías dejar de preocuparte por este tema.

El joven lo miró, complacido por el halago y también un tanto pagado de sí mismo.

—¿Y dices que algún día me cansaré de tantas batallas y guerras? —preguntó Jhatli—. ¿Acaso no es cada combate más glorioso que el anterior?

—Es lo que tú crees porque hasta ahora los hemos ganado todos —respondió el viejo legionario, severo.

—¡Y también ganaremos el próximo! —afirmó el muchacho, sonriente.

Erixitl suspiró, y Jhatli se volvió hacia ella con una expresión culpable en sus oscuras facciones.

—Perdón, hermana. Sé que no te gusta oír hablar de la guerra. ¡Es un tema que sólo concierne a los hombres!

Jhatli dirigió su mirada hacia los enanos que marchaban a la cabeza de la columna. Daggrande y Luskag discutían con mucha animación de tácticas y armas, sus temas favoritos durante los largos meses de marcha.

—Al igual que los enanos —dijo el joven—, me convertiré en un guerrero legendario, un cruzado contra la maldad que amenaza nuestra tierra.

—No corras tanto —le recomendó Lotil, sin alzar la voz. El plumista seguía a la yegua con paso firme, con una mano apoyada en el anca. A la espalda llevaba la manta de pluma, a medio acabar.

—Sí —dijo Gultec, que en aquel momento se unió al grupo—. He dedicado toda mi vida a prepararme para la guerra, y te aseguro que nada me haría más feliz que no volver a luchar nunca más.

—¿Cuánto falta para llegar a Ulatos? —preguntó Jhatli.

—Según nos dijeron en la última aldea por la que pasamos, llegaremos dentro de unos tres días —respondió Halloran—. Después, sólo es un paseo hasta los Rostros Gemelos.

Coton iba con ellos, y Halloran se volvió para observar al sacerdote mientras caminaban. Como siempre, obligado por su voto de silencio, Coton no dijo nada. Pero su rostro mostraba una expresión soñadora, como si sus pensamientos estuviesen en alguna otra parte.

De pronto, Erixitl se bamboleó en la montura, y Halloran la miró alarmado. El rostro de su esposa se retorció en una mueca de espanto, como si se viera enfrentada a una horrible pesadilla.

—¿Qué ocurre? ¿Te sientes mal? —Hal le cogió una mano.

Un instante después se le cerraron los párpados, y su cuerpo cayó de la silla como si le hubiesen arrebatado la vida.

Los pesados nubarrones procedentes del Océano Oriental ocultaron la luna que se elevaba sobre la selva payita, y la oscuridad más total envolvió a la ciudad de Ulatos y el fortín de Puerto de Helm.

En el interior de la ciudad, se veía en algunos lugares la luz de las antorchas, y en las ventanas el reflejo de los hogares encendidos. El contorno del fuerte aparecía iluminado por las lámparas mientras los soldados de Don Váez se ocupaban de los trabajos de rutina: herrar los caballos, limpiar y afilar las armas y aceitar las monturas, arneses y botas.

Después, poco a poco, se apagaron las lámparas. Uno tras otro, el fuego de los hogares y las antorchas se consumieron hasta las brasas, que a su vez se transformaron en cenizas. La ciudad y el fuerte se hundieron en la calma del sueño tropical.

Una veintena de centinelas solitarios tenían encomendada la guardia desde la medianoche al alba, y los hombres se paseaban por lo alto de los terraplenes, despreocupados. El armamento de cada uno consistía en una ballesta y una espada corta, pero ahora hacían la guardia con mucho menos rigor que en las primeras semanas de su llegada a Maztica.

En aquellos días, ésta había sido una tierra de misterios, poblada de peligros desconocidos y de rumores de grandes tesoros. La inexplicable desaparición de Cordell y sus legionarios era un hecho conocido de todos, y contribuía a aumentar los terrores atribuidos a este nuevo continente.

En cambio, ahora vigilaban una tierra donde no había riesgos a la vista, un lugar que se había convertido en escenario de otra campaña larga y aburrida. Don Váez no parecía tener la intención de abandonar su base de operaciones, y no se había producido ataque alguno, ni comentado siquiera la posibilidad de ello.

Los centinelas que, de puro aburridos, intentaban mostrarse un poco más alertas, echaban una mirada de vez en cuando por los taludes del fuerte. En el recinto dormían más de un millar de hombres, casi todos tropas de Don Váez, excepto por el puñado de legionarios dejados por Cordell como guarnición y que ahora languidecían en el calabozo. Era obvio que allí no había ninguna amenaza.

Como es lógico, a ninguno se le ocurrió mirar hacia el cielo.

Los atacantes, en total dos docenas, surgieron de las nubes y volaron silenciosamente hacia las murallas impulsados por sus alas de águila. Chical los dirigía, y su aguda visión nocturna le permitía ver las figuras acorazadas que, a paso cansino, hacían la ronda.

El Caballero Águila descendió hasta situarse detrás de uno de los centinelas, y recuperó la forma humana una fracción de segundo antes de tocar el suelo. El guardia se volvió sorprendido, al presentir una presencia a sus espaldas, pero Chical no le dio tiempo a reaccionar. Descargó su pesado garrote contra la sien del hombre, que se desplomó sin un gemido sobre el terraplén.

A todo lo largo del perímetro del fortín, las águilas atacaron simultáneamente y con gran precisión. En un par de minutos, inmovilizaron a todos los centinelas, sin que el resto de la guarnición se enterase de lo que ocurría.

Chical se acercó al borde exterior del muro, donde no podía ser visto desde el patio interior, pero sí desde la llanura que se extendía hacia el sur. Golpeó el pedernal contra la daga de acero que le había dado Cordell, y encendió un manojo de paja. Movió la tea de un lado a otro tres veces antes de apagarla de un pisotón. Después se dirigió al otro lado, y espió el patio donde dormían los soldados.

Cordell, Grimes, Kardann y los demás legionarios, que aguardaban a casi un kilómetro del fuerte, vieron la señal del Caballero Águila. Dejaron los caballos en un bosquecillo cercano y avanzaron al trote. Casi sin hacer ruido, llegaron a Puerto de Helm y escalaron el terraplén para unirse a Chical.

—Allí —dijo el guerrero, señalando un edificio de madera en el centro del patio—. Aquélla es la casa donde Don Váez tiene instalado su cuartel general.

—Esperemos que también duerma allí —comentó Grimes.

—Puede estar seguro —susurró Cordell, con mucha confianza—. Es el edificio más grande y cómodo de todos. El resto son almacenes, armerías y graneros.

Por un momento, sintió amargura mientras contemplaba el fortín. ¡Él lo había mandado construir como su propia base! Daggrande se había encargado de los trabajos de construcción, pero la elección del lugar y los planos eran obra suya, como así también la determinación del lugar en los muros donde habían enterrado el oro de Ulatos. Tener que soportar que este intruso lo reclamara como suyo…

Uno tras otro, los demás Caballeros Águilas se unieron a ellos. Cuando estuvieron todos, Cordell y Chical encabezaron el grupo en su descenso al patio. En algún lugar del recinto ladró un perro, uno de los mastines que habían traído los legionarios, pero uno de los que dormían al aire libre le ordenó callar.

El resto de la tropa dormía en tiendas y en los edificios que el capitán general había mencionado antes. Sin hacer ruido, los atacantes avanzaron al amparo de las sombras.

Dejaron atrás un establo y un cobertizo donde se guardaban armas, y al fin se aproximaron a la casa del cuartel general, construida de madera y con pellejos aceitados a modo de cristal en las ventanas, que dejaban ver el resplandor de los candelabros encendidos en las habitaciones. Delante de la puerta había dos lanceros con la espalda apoyada en la pared y las armas preparadas.

—Apostaría todo el oro de Nexal a que Don Váez ocupa el dormitorio de la planta alta —susurró Cordell. En aquel momento, el paso de una sombra por delante de una de las ventanas, en cuyo contorno se podían apreciar los largos rizos de una cabellera, confirmó su predicción.

El capitán general se volvió hacia Chical, que asintió en respuesta a su mirada. El Caballero Águila desapareció en las sombras con tres de sus hombres, y un segundo después, convertidos en pájaros, remontaron el vuelo.

Las cuatro águilas tardaron un instante en posarse en el techo de la casa de Don Váez. Los hombres que los observaban desde el suelo vieron unas manchas grises y negras mientras recuperaban la forma humana.

Se acercaron sigilosamente al borde del techo, y saltaron a tierra. Antes de que los centinelas tuviesen tiempo de reaccionar ante su presencia los dejaron fuera de combate.

—¡Vamos! —susurró Cordell, y avanzó hacia la puerta.

En aquel preciso momento, un fuerte estrépito, como si alguien hubiese volcado un carretón de leña, resonó por todo el recinto. En muchas tiendas se escucharon gritos de alarma, mientras los soldados arrancados bruscamente de su sueño se libraban de las mantas.

El capitán general se volvió furioso y vio a Kardann junto a un montón de lanzas y flechas que, unos momentos antes, habían estado ordenadas en los armeros. El asesor miró a Cordell con una expresión de terror en su regordete rostro. El legionario maldijo al hombre y dio un paso en su dirección, pero en el acto comprendió que debía dejar las recriminaciones para más tarde.

—¡Deprisa! —ordenó, corriendo a través de la oscuridad hacia la casa. Una docena de legionarios y otros tantos Caballeros Águilas, encabezados por Grimes, lo siguieron con las armas preparadas. Kardann se quedó atrás y se ocultó entre las sombras, inadvertido para todos los demás.

La puerta de la casa se abrió en el momento en que se acercaba Cordell, y aparecieron varios hombres con corazas y las espadas desenvainadas. Chical y los demás guerreros se situaron a ambos lados de la puerta, protegidos por las sombras.

—¿Quién anda ahí? —gritó uno de los hombres.

Los ladridos de los sabuesos aumentaban la confusión general a medida que los hombres abandonaban las tiendas y los barracones, sin dejar de dar voces.

—¡Eh, tú! ¿Qué ocurre? —le gritó a Cordell el hombre de la puerta, y después se quedó atónito al ver que el capitán general se le echaba encima—. ¡Dad la alarma! —chilló el guardia, al tiempo que intentaba cerrar la puerta. En el patio reinaba un gran desorden, y los soldados se movían con desconfianza en medio de la oscuridad. En varios lugares, se escuchó el ruido del acero.

Cordell golpeó contra la puerta con todo el impulso de su carga, y sintió cómo cedía la madera. Derribó al hombre que estaba al otro lado, y arrolló a un segundo que intentó hacerle frente en el vestíbulo.

Llegó a la escalera que conducía a la planta superior, y subió los escalones de dos en dos. Echó abajo la puerta del dormitorio justo a tiempo para ver cómo una figura vestida con un camisón de seda se lanzaba por la ventana.

El capitán general atravesó el cuarto y asomó la cabeza por el hueco; furioso, observó que Don Váez se alejaba de la casa a la carrera. Toda la guarnición estaba despierta, y un centenar de soldados se reunió junto a su comandante.

Chical entró en el dormitorio, mientras Cordell permanecía junto a la ventana, maldiciendo el fracaso de la intentona.

—Nos hemos hecho con el control de la casa —informó el Caballero Águila—, pero, al parecer, nos tienen atrapados.

—¡Ríndete, Cordell! —gritó Don Váez, con un tono de triunfo en la voz—. ¡No te pongas las cosas más difíciles! ¡Ríndete ahora mismo!

—¡Jamás entregaré mi espada a un sinvergüenza! —respondió el capitán general con toda la energía de que fue capaz—. ¡Un sinvergüenza y un pirata! ¿Por qué mantienes encadenados a los hombres que dejé en la guarnición? No eran ninguna amenaza para ti.

—¡El renegado eres tú! —replicó Don Váez, insolente—. ¡Querías quedarte con las riquezas de Maztica!

—¡Estás loco!

—¡Ríndete y tendrás la oportunidad de defenderte en un juicio! ¡Si me desafías, morirás!

Cordell se apartó de la ventana, desesperado, y se volvió hacia Chical. Aunque no los veía, presentía la presencia de ballesteros y arcabuceros apuntando a la casa con sus armas.

—Es hora de que pienses en la fuga —le dijo, muy serio—. No hay ningún motivo para que tus guerreros acaben atrapados en esta trampa. Es a mí al que quieren.

Chical espió a la fuerza enemiga. Era consciente de que él y sus hombres podían escapar sin problemas de la encerrona. Sin embargo, ¿qué harían después? Las bestias de la Mano Viperina estaban cada vez más cerca, y sus posibilidades de enfrentarse a ellas con éxito eran cada vez más pequeñas.

De pronto, vieron que algo volaba en dirección a la ventana. Era un hombre con un casco de metal, sentado en una pequeña alfombra voladora. Cuando estuvo más cerca, pudieron ver que llevaba los guantes plateados con el ojo vigilante de Helm. El clérigo se mantuvo fuera del alcance de las flechas, aunque en una posición desde la que podía ver el interior del dormitorio. Sólo esperaba la orden de Don Váez para volar a través de la ventana y lanzar un hechizo contra los intrusos.

—¡Cordell está en la casa! —chilló Kardann, con una voz de falsete que revelaba su excitación.

El capitán general escuchó la voz inconfundible del asesor y vio a Kardann salir como una tromba de su escondrijo, al tiempo que señalaba hacia la ventana. El representante de Amn corrió a reunirse con Don Váez y, casi sin aliento, le ofreció una explicación.

—Intenté detenerlos. ¡Di la alarma para que no os pillaran por sorpresa! ¡Ahora lo habéis atrapado! ¡Él es el único que sabe dónde está oculto el oro de Ulatos!

Esta última frase captó la atención de Don Váez. Mientras tanto, el clérigo flotaba con su alfombra a nivel de la ventana, e intentaba convencer a los sitiados para que depusieran las armas.

—Rendíos ahora mismo, o mi capitán mandará que prendan fuego a la casa —anunció con voz firme—. ¿Acaso os parece agradable morir abrasado?

Cordell le volvió la espalda y se paseó arriba y abajo por la pequeña habitación. Por fin, soltó una maldición y asintió.

—No tengo otra opción —le dijo a Chical—. Por favor, reúne a tus guerreros y prepárate a volar. —Una vez más, se acercó a la ventana para comunicar su respuesta a los sitiadores—. De acuerdo —anunció—. Ahora mismo salimos.

Llevó a sus hombres a la planta baja, y esperó a que Chical y sus guerreros se ubicaran junto a las ventanas del piso superior. Entonces abrió la puerta y salió al exterior.

Don Váez salió a su encuentro con una sonrisa burlona de oreja a oreja.

—¡Vuestra espada, señor! —le exigió el pomposo aventurero, al tiempo que extendía la mano, ansioso por ver desarmado a su rival.

Con un esfuerzo supremo por no perder el control de sus actos, Cordell desenganchó la espada de su cinturón y se la ofreció por la empuñadura.

—¿Qué es aquello? —gritó uno de los soldados, señalando hacia el cielo.

—¡Traición! —exclamó Don Váez, que descargó un golpe con el pomo de su espada contra el brazo del capitán general. Después, imitó el gesto del soldado y preguntó—: ¿Qué significa esto?

Las enormes águilas salían por las ventanas de la casa y se alejaban en la oscuridad de la noche, impulsadas por el poderoso batido de sus alas.

—¡Disparad! ¡Detenedlas!

Los ballesteros dispararon sus armas, y unos cuantos arcabuceros apuntaron a las águilas, cada vez más lejanas. Una descarga que sonó como trueno sacudió al fortín cuando las armas escupieron sus balas de hierro.

Una de las águilas soltó un chillido y, de pronto, apareció a la vista de todos. Intentaba mantenerse en el aire con un ala herida, pero no podía volar. Un segundo más tarde, se estrelló contra el suelo delante mismo de Don Váez.

De las crónicas de Coton:

A lo largo de senderos que súbitamente aparecen en tinieblas, avanzamos hacia un destino que se ha tornado muy oscuro.

El mal de Erixitl no es una enfermedad natural, de esto no me cabe ninguna duda. Todas las bendiciones de la pluma practicadas por su padre, y todas las artes clericales que he utilizado, no han servido de nada.

La fuente de esta oscuridad, estoy seguro, es hishna, aunque en una forma extraña y poco habitual. Percibo el poder de la zarpamagia que la acosa, y es un ataque de una fuerza que nunca había encontrado antes. Un inmenso poder oscuro la tiene entre sus garras, y, por esta razón, ella se resiste a todos nuestros intentos para traerla de nuevo al mundo de los vivos.

En cambio, duerme como alguien que está muerto, y, si muere, nuestras esperanzas morirán con ella.