16

Victoria y venganza

—¡Han llegado a la cima! —gritó Hittok. En compañía de las demás drarañas, permanecía junto a Darién en el fondo del valle, con la mirada puesta en las alturas donde las hormigas avanzaban lentamente hacia la cresta. Las criaturas de Lolth habían presenciado el ataque de su ejército, y lo habían visto resistir a la feroz defensa ofrecida por los humanos.

Impasibles, contemplaron la muerte de centenares de hormigas. Habían visto cómo su ascenso por las laderas se retrasaba bajo el diluvio de flechas y piedras. Habían observado imperturbables la nube de polvo que envolvió la pendiente, ocultando a las hormigas. Después habían visto cómo el viento arrastraba la nube, y no se sorprendieron cuando los insectos aparecieron una vez más en gran número y sin cejar en su avance.

Resultaba evidente que las bajas producidas durante el ataque, en especial como consecuencia de los desprendimientos provocados por los humanos, eran cuantiosas, pero así y todo habían sobrevivido más de la mitad de las hormigas, y este número era más que suficiente para acabar con los últimos defensores.

Las drarañas se habían mantenido en la retaguardia, en los límites de la selva, delante del pantano. Observaron el avance del ejército y dieron por seguro su inevitable triunfo. No prorrumpieron en vítores, pero sus ojos resplandecieron con el mismo brillo malvado de un gato que se dispone a matar a un ratón.

—Han hecho exactamente lo que esperaba —manifestó Darién en voz baja. Hittok miró a su compañera albina. ¿Por qué ella no compartía la alegría triunfal que experimentaban los demás?

»¿Lo has notado? —preguntó la hechicera, con un susurro áspero. La draraña blanca se acurrucó en el suelo, como si la dominase el miedo.

—¿Qué? ¿A qué te refieres? —replicó la draraña negra.

Darién no le respondió, y mantuvo la mirada fija en la cumbre del paso. Las hormigas proseguían su avance, y la primera hilera ya había desaparecido por el otro lado.

—Los guerreros humanos… se han ido —dijo, con un tono preocupado.

—¡Huyen, pero no les servirá de nada! —exclamó Hittok, burlón—. Sólo vivirán unos minutos más.

—No, espera. —Darién observó el paso con atención—. Mira. Todavía queda uno. El hombre sentado en el punto más alto.

Hittok entrecerró los párpados. El cielo estaba encapotado, pero el resplandor todavía lo incomodaba.

—¿Dónde? —inquirió.

—Es un ser muy peligroso. Lo percibo —contestó la hechicera.

—¡Ahora lo veo! Espera… No, ya no. ¿Dónde está? —Hittok forzó la mirada, maldiciendo el brillo que contorneaba la cresta.

—Estaba allí hace tan sólo un instante. Ahora no puedo verlo, pero, lo que es peor, puedo sentirlo muy adentro de mí. Percibo una terrible amenaza en el aire.

Entonces escucharon, o percibieron, un estremecimiento en las profundidades. El suelo se sacudió bajo sus patas, y las drarañas se tambalearon. Aterrorizadas, las criaturas vieron cómo aparecían olas en la tierra. Varios salientes de roca se desprendieron de la ladera y, en su caída, arrastraron a unas cuantas hormigas.

La tierra volvió a corcovear, y las bestias de Lolth, a pesar de sus ocho patas, tuvieron que agacharse para no caer. Las entrañas del mundo vomitaron su energía, sacudiendo las montañas hasta los cimientos.

El trueno característico de los grandes cataclismos retumbó en el valle. El hombre sentado en lo alto del paso desapareció envuelto en una nube de polvo y humo. Nuevos truenos se escucharon procedentes de la cresta, y la línea del horizonte se modificó con las convulsiones de la roca.

Acompañadas por un estrépito horroroso, aparecieron unas grietas enormes en la pared del acantilado. Nuevas convulsiones lanzaron al espacio grandes trozos de granito. Las hormigas comenzaron a desprenderse de la ladera, arrancadas por la fuerza brutal del terremoto, y acabaron aplastadas entre los cuerpos amontonados en la base.

De pronto, toda la montaña se vino abajo en un diluvio de rocas y tierra. La cresta se fracturó en un millón de pedazos. La fuerza de las explosiones sacudió a las drarañas, que contemplaban cómo el núcleo principal de su ejército de monstruos era arrastrado por la avalancha. Darién y sus compañeras no sufrieron daño alguno, pero vieron cómo el instrumento de su venganza era arrasado ante sus ojos.

Inmensas placas de roca gris se desprendieron y quedaron reducidas a fragmentos al chocar contra las repisas inferiores. La cresta se desplomó, derrumbada por un poder que no alcanzaban a ver, pero cuyos estragos eran patentes en toda la amplia extensión que tenían delante.

El ruido fue en aumento mientras las nubes de polvo y trozos de piedra volaban por los aires. La cumbre de la cordillera se hundió poco a poco, como si algo la hiciera descender lentamente hacia el suelo, hasta que, de improviso, desapareció el soporte inferior, y la cresta se estrelló contra el suelo, para desaparecer de la vista en medio de una nube gigantesca.

Algunas hormigas se movían por los laterales de la avalancha sin cejar en su empeño de ascender la cuesta, como si no hubiesen advertido lo ocurrido a sus compañeras, enterradas entre los escombros.

La nube de polvo, mucho más grande que la provocada por el primer deslizamiento, se extendió por encima del pantano en dirección a las drarañas. Un olor putrefacto dominó el ambiente a medida que las piedras arrojadas al aire por el cataclismo se estrellaban en el agua cenagosa. Por fin, Darién y las drarañas desaparecieron de la vista, tragadas por la nube de polvo.

La mayor parte del ejército de insectos desapareció con ellas, sus cuerpos aplastados por el diluvio de granito. A izquierda y derecha de la enorme brecha y mientras continuaban los desprendimientos, pequeños grupos de hormigas luchaban por mantener el equilibrio, incapaces de comprender que su destino estaba sellado.

Gultec se quedó boquiabierto, sin poder apartar la mirada del lugar donde, hasta unos minutos antes, se erguía la cresta. ¡Ya no existía! Y con ella había muerto el ejército que había aterrorizado y perseguido a su gente durante las últimas semanas.

Él y los guerreros itzas descendían por la ladera occidental del paso cuando había comenzado el terremoto. La ruta no era tan empinada como por el lado este, porque formaba parte de un valle muy amplio y poco profundo. El fondo aparecía cubierto de hierba y matojos secos, y el Caballero Jaguar había estudiado la posibilidad de utilizarlo como una trampa de fuego para demorar la inevitable persecución del enemigo.

Ahora contempló horrorizado la obra del poder que había invocado Zochimaloc, y se forzó a comprender lo inexplicable porque tenía la evidencia ante sus ojos.

Su maestro había conseguido invocar el poder necesario para destrozar la montaña. El daño había sido total en la cumbre, aunque la destrucción había cesado antes de alcanzar a Gultec y a sus guerreros. En cambio, el ejército de hormigas había soportado de lleno las consecuencias del cataclismo.

El Caballero Jaguar sacudió la cabeza. ¿Qué poder era capaz de producir tanto daño al propio mundo? Sin pensar en la respuesta, comprendió que sólo podía ser el poder de un dios, y rezó una oración de gracias para sus adentros.

Todavía desconcertado por los acontecimientos, miró a su alrededor, y entonces su sorpresa se convirtió en consternación, mientras se preguntaba si no se habría vuelto loco.

¡Se aproximaba otro ejército! ¡Y éste provenía del oeste, en la dirección opuesta a las hormigas! Una gran formación humana avanzaba a toda prisa por el fondo del valle, al parecer procedente de las regiones selváticas. Los hombres marchaban en orden, armados con arcos, hachas y lanzas.

Pero lo que resultaba todavía más asombroso era el aspecto de aquellos hombres. ¡La mayoría sólo medían la mitad de un ser normal! Algunos tenían hombros anchos y espesas barbas y se parecían a los enanos que habían acompañado a la Legión Dorada, excepto que éstos vestían con los harapos propios de un salvaje del desierto.

¿Quiénes eran estos recién llegados? ¿Tendrían los itzas que empuñar otra vez las armas, cuando aún no habían podido recuperar el aliento tras su batalla contra las hormigas?

El grito de uno de sus hombres llamó su atención otra vez hacia la primera amenaza. Las hormigas aparecían nuevamente de entre el caos de la montaña derrumbada. Ahora sólo quedaban unos pocos centenares, pero marchaban con la misma decisión que al principio. Desesperado, Gultec se volvió para estudiar al ejército que avanzaba por su retaguardia.

Los guerreros itzas levantaron sus armas contra este nuevo peligro, y la fuerza extranjera demoró su marcha. Pero los pequeños soldados no prepararon sus arcos ni enarbolaron sus hachas; en realidad, no parecían dispuestos para el ataque.

Entonces una última sorpresa lo convenció de que había perdido el juicio. Allí, a la cabeza de los recién llegados, estaba Halloran, y un poco más atrás, montada en un caballo, lo seguía Erixitl.

Un momento después, la formación se dividió en dos grupos. Los enanos a la izquierda y los pigmeos a la derecha. De inmediato, los itzas comprendieron que contaban con nuevos aliados, dispuestos a combatir contra las hormigas que quedaban.

—¡Amigos míos! ¡Nos habéis encontrado! —le gritó Gultec a Halloran mientras el soldado se acercaba. Se estrecharon las manos, y el Caballero Jaguar añadió con voz emocionada—: Muchas gracias.

Erixitl se aproximó a los dos hombres, a lomos de la yegua, sin apresurar el paso. Las hormigas prosiguieron su avance, pero ahora los defensores las superaban en número.

—¡Acabemos de una vez con nuestro trabajo! —manifestó Gultec. Halloran se limitó a asentir, mientras los halflings y los enanos pasaban junto a ellos a la carrera con las armas preparadas. Los soldados itzas saludaron a sus aliados con una ovación, y se unieron al ataque.

Las hormigas gigantes salieron de la nube de polvo, para encontrarse con las hachas de plumapiedra de los enanos del desierto y las flechas emponzoñadas con curare de la Gente Pequeña. Y, cuando los hombres de Tulom-Itzi rodearon al enemigo, odiado y temido durante tanto tiempo, ni uno solo de los monstruos escapó con vida.

Darién observó la matanza desde la altura a la que se había teleportado, e intentó ver qué se podía salvar de aquel desastre.

Nada…, al menos en esta ocasión. El ejército de hormigas había sido barrido del mapa, destrozado por el cataclismo, y acabado de rematar por los humanos y sus inesperados aliados.

Por un momento, la draraña pensó en tomarse la venganza de inmediato. Podía teleportarse hasta donde se encontraban los hombres y, protegida por su manto de invisibilidad, atacarlos con sus hechizos de gran poder destructivo: bolas de fuego, rayos y nubes de gas venenoso. No podría acabar con todos, pero al menos les haría sentir los efectos de su furia.

Algo contuvo sus labios cuando comenzaba a pronunciar el sortilegio. Una mancha de color apareció entre las filas enemigas o, mejor dicho, en la retaguardia. Un destello luminoso hirió los ojos de la draraña con una fuerza que ya conocía.

Era un dolor que había experimentado antes.

De pronto, Darién siseó furiosa, porque conocía aquel resplandor. Era la mujer que la había vencido en la Gran Cueva, la responsable de todos los desastres.

Por primera vez, la draraña se apartó de su posición y se agachó para no ser descubierta. Ahora su ira se mezclaba con otra sensación que la malvada bruja casi no conocía.

Darién tenía miedo. No podía olvidar el poder que poseía aquella mujer.

Enfrentada a su miedo, recapacitó. No era momento para la venganza. Ahora ya no sería un ataque contra un grupo humano anónimo, motivado únicamente por el interés de calmar su odio con el derramamiento de sangre.

A partir de este instante, tenía un enemigo con cara y nombre. Un enemigo poderoso al que sólo se podía vencer con un plan muy meditado y minucioso.

Darién sacudió el torso como un perro mojado. El poder de Lolth le había deformado el cuerpo y corrompido el espíritu, además de dotarla con un ejército. Ahora sus soldados habían desaparecido, y el enemigo de su vida era una mujer de la plumamagia. Pero también era una criatura de Maztica, y era lógico suponer que sería vulnerable a algún poder maligno de su propia tierra.

Necesitaría contar con una fuerza opuesta, y al cabo de unos minutos de reflexión, teñida de odio y furia, encontró la respuesta.

Hishna, la magia de la garra, era el poder que le permitiría derrotar a la hija escogida de Qotal.

Cordell y su grupo de legionarios avanzaban con grandes dificultades a través de la selva payita. A menudo tenían que desmontar y abrirse paso a golpes de machete, para después proseguir a pie con la lentitud del caracol. Por su parte, Chical y las águilas volaban muy alto para vigilar los progresos de Zaltec, Hoxitl y las bestias de la Mano Viperina.

Entre todos los enemigos, la gigantesca estatua animada de Zaltec era para los legionarios el más peligroso. Aunque no sabían que se trataba de la encarnación de un dios, deducían por su tamaño que debía de poseer un poder y una capacidad de combate impresionantes.

El capitán general no le había mencionado todavía a Kardann la presencia del coloso de piedra entre la hueste enemiga. En realidad, Cordell pensaba que había cometido un error al permitir al asesor de Amn que los acompañara en esa ardua y peligrosa travesía, e, inevitablemente, sus pensamientos volvían al origen de esta marcha.

¿Quiénes eran los que habían desembarcado en Puerto de Helm? ¿Por qué habían hecho prisionera a la guarnición? ¿Y cuál sería el recibimiento que le esperaba al final de este viaje?

Por desgracia, la suerte de los hombres que había dejado a cargo del fortín no le permitía albergar demasiadas esperanzas. De todos modos, comenzó a urdir planes y estratagemas para tratar de someter a su voluntad a aquellos que disponían del único medio de transporte para regresar a la Costa de la Espada. No tenía más arma que su ingenio porque los recién llegados lo superaban en número.

Pero, aun en el caso de que pudiese asumir el mando de las nuevas tropas, ¿cuáles eran las probabilidades de victoria ante un gigante de treinta metros de altura? Quizás esta gente disponía de medios mágicos, y esto siempre era una ayuda.

El capitán general decidió olvidar el tema por el momento. Todavía debía atender a otras tareas igual de imposibles, antes de poder dedicarse a resolver esta última.

—¿Qué será, padre? —preguntó Erixitl suavemente, mientras observaba a su padre tejer los plumones rojos en el tapiz de pluma. La columna descansaba tranquilamente, dispersa entre los muchos claros del bosque. A la mañana siguiente, con el refuerzo de los guerreros itzas, comenzarían el último tramo de su viaje a través del territorio payita hasta las estatuas sagradas de los Rostros Gemelos. Les quedaban por delante varias semanas de marcha, pero conocían los caminos y la tierra era fértil. Lotil sonrió, sin detener ni por un segundo el rápido movimiento de sus dedos.

—Todavía no lo sé —respondió con una nota de picardía.

—Estoy segura de que has pensado en algún diseño, y en su tamaño —insistió la muchacha—. Algunas veces creo que será una manta grande con el dibujo de un águila, y pienso que preparas la capa para un guerrero. En otras, imagino que es un lago rodeado de colinas arboladas, y me digo a mí misma que nos estás preparando un hogar.

—Es todas esas cosas y más, hija mía —contestó el plumista, con una risita suave.

»Quizá se trata de un escudo de pluma para nuestro joven guerrero aquí presente, para protegerlo de los golpes en las batallas —añadió. Aunque el joven había permanecido en silencio, de algún modo Lotil había percibido su presencia, pues gesticuló en su dirección mientras hablaba.

Jhatli levantó la mirada tímidamente al escuchar sus palabras. El relato de su combate contra las hormigas era conocido por todo el grupo. Se había encaramado sobre uno de los monstruos y lo había cortado en dos con un golpe de maca, mientras el insecto gigante intentaba atraparlo con sus patas delanteras. Esta proeza le había conquistado el respeto y la admiración de los guerreros itzas.

—Tal vez esté tejiendo una manta para que te sirva de lecho —continuó el anciano—. El parto se aproxima, y no podemos adivinar en qué lugar nos encontraremos cuando se produzca. Necesitarás un lecho adecuado para dar a luz a un niño tan importante, el primero de una unión entre Maztica y el mundo al otro lado del océano.

Erixitl asintió y apoyó las manos sobre su redondo vientre. Notó una patada y miró a Halloran, sorprendida al ver que había lágrimas en sus ojos.

—O quizá decida hacer un manto real para tu marido. ¿Quién hay más adecuado para llevar la capa de un rey?

—¡No! —exclamó Halloran con la voz tensa—. No quiero saber nada más de reyes y ejércitos cuando acabemos con todo esto. Sólo quiero un lugar para vivir con mi esposa y con nuestro hijo. Nada más.

Lotil guardó silencio, y sus ojos recorrieron con una mirada ciega a los que lo acompañaban en el claro, mientras sus dedos continuaban tejiendo con la misma resistencia y habilidad de siempre.

De las crónicas de Coton:

En una jornada de alegría en nuestro camino al encuentro del único dios verdadero.

Nuestro número continúa en aumento, y presiento que la mano del dios tiene algo que ver en todo esto. Los guerreros de Tulom-Itzi y el valiente Gultec se han unido a nosotros. Los itzas lloran la muerte de su cacique, pero lo hacen con baladas. Zochimaloc ha muerto como un héroe de leyenda, porque sacrificó su vida para destruir a aquellos que querían aniquilar a su pueblo.

Zochimaloc era un hombre de pluma, y tenía el poder de llegar al Plumífero en persona. Fue este poder el que le permitió conseguir la victoria para su gente, y es este mismo poder el que me da la esperanza y la prueba de que Qotal está cerca. Estoy seguro de que sólo espera el final feliz de nuestro viaje hasta los Rostros Gemelos.

Y ahora el Caballero Jaguar trae a sus guerreros, un millar de arqueros valientes, para que se unan a nosotros. Mientras el resto de su pueblo regresa a su gran ciudad, esta legión forma filas con los enanos del desierto y la Gente Pequeña.

Ahora constituimos una gran hueste. Halloran es nuestro comandante, y Erixitl nuestro líder. Incluso yo, un viejo y pacífico clérigo, me siento inflamado por el esplendor marcial de nuestro poderío.

Creo que nada ni nadie podrá interponerse ya en nuestro camino.