Una montaña por bastión
La cumbre del estrecho paso se destacaba como un angosto cuello de botella en el escarpado macizo que los itzas conocían con el nombre de Cresta Verde, la cadena que marcaba la frontera del Lejano Payit. Aquél era el lugar donde Gultec y los hombres de Tulom-Itzi pensaban sostener la batalla definitiva contra el ejército de hormigas que había arrasado sus ciudades y campos. Todos los que no participarían en el combate estaban ya en la banda occidental de las montañas, a la espera de saber cuál sería su destino.
Por el lado este de la sierra, sin apartarse de las huellas de los guerreros itzas hacia el paso en las alturas, el ejército de hormigas gigantes avanzaba, inexorable. Los enormes insectos devoraban y destruían todo lo que hallaban en su camino, como una ola maligna.
En todos los valles y laderas donde Gultec y sus tropas habían encontrado matorrales secos, los habían incendiado para crear una barrera de fuego. Pero el enemigo sencillamente rodeaba los obstáculos, y las pocas hormigas que morían carbonizadas eran apartadas por sus compañeras sin perder un segundo.
Las hormigas mantenían su acoso por los cañones más estrechos y las laderas más empinadas. Los humanos les llevaban ventaja, y descansaban por unos momentos en las abruptas alturas de la cordillera. Sin embargo, los monstruos y sus amos, las drarañas, sólo tenían que mirar hacia lo alto para ver la meta que se alzaba ante ellos.
Darién estaba satisfecha ante la posibilidad de poder enfrentarse en combate contra los humanos que habían escapado de sus hordas durante tanto tiempo. El hecho de que los guerreros hubiesen escogido una buena posición defensiva no tenía mayor importancia para ella y su ejército. Los acantilados y las pendientes más agudas no planteaban ningún problema a unas criaturas capaces de escalar incluso por los lugares donde no había asideros.
En la cumbre no había árboles ni matorrales. Estaba formada en su mayor parte por trozos de granito cubiertos de musgo y líquenes, y la sinuosa cresta dominaba el resto de la sierra. A todo su alrededor, las otras montañas aparecían cubiertas de una espesa vegetación que se confundía con la selva en el llano. El trazado del sendero presentaba mil y una vueltas por la pared desnuda hasta alcanzar el pico.
Durante los últimos cuatrocientos metros, el sendero se separaba del bosque y se adentraba en campo abierto en medio de las rocas abrasadas por el sol.
Gultec echó una ojeada al camino recorrido. Por el este, las laderas descendían abruptamente hasta un valle ancho y poco profundo, donde la abundancia de lluvia había creado un pantano. Hacía unas horas que los guerreros itzas habían cruzado por aquel lugar, en su marcha por el tortuoso sendero hacia la cresta.
El Caballero Jaguar sabía que en las fétidas aguas del pantano abundaban las serpientes y los cocodrilos, aunque no se engañó con la posibilidad de que pudiesen representar un obstáculo para el ejército de hormigas. En el mejor de los casos, quizá lo enmarañado de la vegetación y las espinas, largas como dedos y muy afiladas, podían provocar alguna demora en su avance, pero este respiro demoraría el inevitable ataque tan sólo unos minutos.
Más allá de la basura y el fango del pantano, se extendía otra vez la selva, cubriendo las estribaciones de la sierra con un manto verde que se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista. Gultec sabía que en algún punto de aquella cubierta vegetal avanzaba el ejército de insectos al mando de aquellos seres horribles que eran sus enemigos.
Aprovechó la pausa para reflexionar. ¿Qué podría haber provocado el cambio de las hormigas en bestias gigantes? ¿Quién o qué las había puesto al servicio de aquellas otras criaturas, los hombres-araña de piel oscura y brillante? ¿Cuál era el secreto del ser blanco, con su aspecto horripilante y sus terribles poderes? ¿Por qué todos estos monstruos dedicaban sus esfuerzos a la destrucción de Tulom-Itzi?
Al fin sacudió la cabeza y soltó un gruñido, enfadado consigo mismo. ¿Por qué tenía que preocuparse de estos temas? Él era un guerrero, y ahora tenía un enemigo concreto contra quien luchar. Se trataba de un enemigo frío e implacable, y mucho más aterrador por su naturaleza no humana; aun así, era un problema bélico y exigía una solución del mismo tipo.
Con la mente ocupada en un tema más concreto y conocido, Gultec miró a sus guerreros. Se mantenían alerta en sus posiciones a lo largo del risco, aunque el enemigo todavía no estaba a la vista. «No tardará en aparecer», pensó el Caballero Jaguar, sombrío.
—¿Están todos los demás, las mujeres y los niños, en un lugar seguro? —le preguntó Gultec al guerrero itza que se había encargado de vigilar la retirada de los que no participarían en la lucha.
—No pueden dar ni un paso más, pero al menos han conseguido salir de las alturas. Han montado el campamento en las estribaciones occidentales de la sierra.
En la cumbre no quedaban ahora más que los guerreros. Altivos y orgullosos, estos hombres representaban la última barrera entre las mandíbulas de la horda enemiga y la gente de Tulom-Itzi. Los cuerpos morenos, musculosos y delgados después de semanas de combates y marchas, no mostraban señales de cansancio. Alertas al máximo, sus ojos oscuros observaban el bosque en las zonas bajas, atentos a la primera señal de la presencia de las hormigas.
Llevaban sus largas cabelleras negras recogidas en la nuca, para apartárselas del rostro. A diferencia de los otros ejércitos de Maztica, aquí no había estandartes emplumados. Aparte de Gultec, ninguno de estos hombres llevaba el uniforme de los Caballeros Jaguares, ni tampoco había Caballeros Águilas entre los itzas.
Pese a ello, estos hombres que habían nacido y vivido siempre en paz se disponían pata la batalla final. Formaban pelotones de quince o veinte soldados, y cada grupo había preparado una buena provisión de piedras. Cada guerrero iba provisto de un arco y varias docenas de flechas, fabricadas por las mujeres de la tribu. El hombre que se encontraba junto a Gultec carraspeó, nervioso.
—Todos los ancianos, las mujeres y los niños están en lugar seguro —dijo—, excepto Zochimaloc. Ha insistido en que quiere presenciar la batalla, a pesar de que hice todo lo posible para convencerlo de lo contrario.
—¿Dónde está? —Gultec soltó una maldición—. ¡Hablaré con él!
El guerrero señaló al viejo cacique. Zochimaloc estaba sentado sobre sus talones, en un peñasco, con el aire de alguien que quería disfrutar de unos momentos de meditación.
Gultec miró una vez más en dirección al valle. La columna de hormigas todavía no había salido de la selva, y juzgó que aún pasarían unas horas antes de que comenzara la batalla. Al trote, recorrió el sendero para reunirse con su maestro.
—¡Maestro! —dijo con voz perentoria, haciendo una reverencia—. ¡No puedes quedarte aquí! ¡No puedes ayudarnos en la defensa, y no puedo permitir que tu vida corra peligro! ¿Qué hará tu gente si mueres en este combate?
Zochimaloc sonrió y le dirigió una mirada tan paternal e irritante que a Gultec le ardió la sangre en las venas.
—Paciencia, hijo mío —respondió el anciano—. ¡No debes hablar a tu viejo maestro en este tono!
—Te pido perdón —dijo Gultec, avergonzado—, pero sólo es el producto de la preocupación que siento por ti. ¿Qué esperas conseguir con quedarte aquí?
—Recuerda —lo reprendió Zochimaloc, bondadoso— que, si bien has aprendido muchas cosas, no lo sabes todo. Quizás en esta cabeza canosa todavía queden un par de sorpresas.
»O tal vez sólo deseo ver cómo es realmente una guerra —concluyó el anciano, sin perder la sonrisa—. Nunca he visto ningún combate.
—Es algo que no vale la pena ver —afirmó Gultec—. Pensaba que lo sabías. —Zochimaloc se rió suavemente al escuchar sus palabras.
—Hubo una época en la que esta cuestión habría sido motivo de una larga discusión contigo mismo. Es una verdad indiscutible que tu estancia en Tulom-Itzi ha provocado un gran cambio en ti.
—Sin embargo, tú continúas siendo el mismo anciano testarudo que conocí por primera vez. —Su profundo amor por Zochimaloc le impedía hablar con mayor claridad, pero deseaba fervientemente verlo lejos del frente de batalla.
»Si las hormigas consiguen atravesar nuestra línea defensiva —insistió Gultec, que no quería dar el brazo a torcer—, tendremos que escapar a toda prisa. Es posible que ni siquiera los más veloces consigan salvarse. ¿Acaso esperas superar en velocidad a esas monstruosas criaturas?
—Sé lo suficiente de la guerra para comprender que esta montaña es tu última oportunidad para detenerlas —repuso el maestro con una sonrisa triste—. Si rompen la línea, ¿qué otro lugar nos queda al que poder escapar?
»Ahora, alerta —añadió Zochimaloc, que señaló con un dedo para llamar la atención de Gultec—. Allá vienen. No te preocupes por mí; ocúpate de tus guerreros y de la batalla. Yo cuidaré de mí mismo.
El Caballero Jaguar se volvió para mirar hacia el fondo del valle, unos trescientos metros más abajo. Vio una primera hilera de insectos rojos que surgían de la selva y se metían en el pantano. Otra hilera abandonó la espesura, y después otra, y muy pronto dio la impresión de que toda la tierra se había convertido en una masa hirviente que se arrastraba hacia las estribaciones, arrasándolo todo a su paso.
Desde esta altura, las hormigas parecían tener el tamaño correcto, como los diminutos insectos que eran normalmente. Gultec reprimió un estremecimiento cuando quiso imaginar el oscuro y corrupto poder que había transformado a las criaturas en la horda de monstruos que se movía allá abajo.
El guerrero soltó un gruñido, lleno de frustración ante el empecinamiento de Zochimaloc y aturdido por la magnitud del ejército enemigo. Hasta ahora, sólo lo había visto como una larga y sinuosa columna que se perdía en la distancia.
En cambio, ahora las criaturas se habían agrupado en un amplio frente, y todavía había más que salían de la selva. ¡Sumaban varios miles, y su número iba en aumento! ¿Cómo podía pensar que sus escasas fuerzas fuesen capaces de enfrentarse a semejante ataque?
Sin embargo, sabía que no tenían otra elección. Trotó de regreso al centro de la posición defensiva, y sólo hizo alguno que otro alto para palmear el hombro de un soldado o cambiar algunas palabras con los más jóvenes. Los hombres de Tulom-Itzi estaban preparados para la lucha… y para morir.
Todos observaron, atentos y temerosos pero también dispuestos a no ceder un palmo de terreno, el avance de las hormigas gigantes por la enmarañada vegetación del pantano. Algunas de las criaturas quedaban atrapadas entre las ramas y raíces, con la consecuencia de que eran aplastadas por las que venían detrás. Muy pronto, los cuerpos de las más lentas se convirtieron en una macabra pasarela sobre la que desfilaban sus compañeras.
Las hormigas avanzaron más deprisa en cuanto pisaron terreno firme, y no tardaron en alcanzar la base de la empinada cuesta. Sin perder ni un segundo iniciaron la escalada, mientras que las últimas filas dejaban atrás la selva. Gultec intentó descubrir a los hombres-araña entre la multitud de insectos, pero no consiguió ver ninguna señal de los cuerpos negros, ni tampoco al monstruo blanco.
—¡Arqueros, preparados! —gritó.
Un millar de arcos se tensaron en respuesta a su aviso, y las flechas con puntas de dientes de tiburón apuntaron hacia el enemigo. Los guerreros itzas esperaron la orden de Gultec. Las hormigas todavía estaban lejos, pero, como el desnivel era muy pronunciado, el Caballero Jaguar consideró que se encontraban a distancia de tiro.
—¡Ahora! ¡Disparad! —ordenó. Las saetas volaron por el aire—. No dejéis de disparar. ¡Apuntad a los ojos!
Los insectos ascendieron por la ladera mientras la lluvia de flechas caía sobre ellos. Las hormigas no se preocupaban de las dificultades del terreno, y pasaban por encima de los enormes repechos como si fueran pequeños obstáculos en terreno llano. Muchas de las flechas rebotaron en las piedras, y otras golpearon en el durísimo caparazón de los monstruos sin causarles ningún daño.
Pero también unas cuantas hicieron blanco en los ojos, o, ayudadas por la fuerza de la caída, consiguieron hundirse en los cuerpos a través de los resquicios entre los segmentos. Primero una, después otra, y a continuación muchas más, perdieron sus asideros y se deslizaron cuesta abajo, arrastrando con ellas a las que venían detrás.
Tratando de no desperdiciar ni una flecha, los arqueros dispararon andanada tras andanada contra la horda enemiga que se encontraba cada vez más cerca. Pero los disparos se fueron espaciando a medida que los hombres agotaban sus últimas saetas, hasta que cesaron del todo.
Las hormigas prosiguieron su avance con una facilidad pasmosa, porque sus seis patas les permitían sujetarse en las paredes casi verticales de la ladera. Se arrastraban por los montículos y repechos de la cuesta y se amontonaban como una corriente roja por las grietas poco profundas.
Cada vez estaban más cerca, aunque no habían acelerado el paso cuando acabó el ataque de los arqueros. Mantenían el mismo ritmo mecánico e inexorable de antes.
La única diferencia era que ahora los guerreros itzas podían ver con toda claridad las superficies planas y translúcidas de sus ocelos, y escuchaban el castañeteo de sus hambrientas mandíbulas. Avanzaban como una marea que acabaría por engullirlos a todos.
Gultec consideró que había llegado el momento de descargar su segunda y más poderosa arma defensiva.
—¡Las piedras! ¡Soltadlas! ¡Dejemos que las arrastren hasta el fango al que pertenecen!
Al instante, los guerreros itzas soltaron sus arcos, y recogieron los pedruscos que habían apilado junto a sus posiciones. Grupos de dos y tres hombres unieron sus esfuerzos para mover las piedras más grandes, mientras que otros levantaban piedras de un tamaño considerable. Mientras las hormigas avanzaban impertérritas, uno de los guerreros alzó un trozo de granito por encima de su cabeza —tan pesado que lo hacía tambalearse— y lo lanzó contra la masa de insectos.
Unos pasos más allá, un trío de guerreros se afanaba en empujar un peñasco hacia la pendiente. El proyectil se balanceó por un momento en el borde, pero los hombres redoblaron sus esfuerzos y lo arrojaron cuesta abajo. Poco a poco ganó impulso, y después inició un descenso vertiginoso por la empinada ladera.
La roca avanzó unos quince metros antes de chocar contra una de las hormigas que iban a la vanguardia, la cual, de pronto, se encontró sostenida únicamente por las tres patas de la derecha, porque las otras tres habían resultado aplastadas. Lentamente el monstruo cayó de costado, y al segundo siguiente se despeñó al vacío sin que sus compañeras le hicieran caso.
Mientras tanto, la piedra continuó su descenso mortal. Aplastó la cabeza de otra hormiga, mucho más abajo que la primera, y después partió en dos a una tercera. Con la celeridad del rayo abrió un sendero de destrucción a través del enemigo, hasta que se detuvo al final de la pendiente.
Otro peñasco siguió al primero, acompañado por una lluvia de guijarros y las piedras más grandes que un hombre solo podía levantar. El estrépito de las piedras al chocar contra la ladera y en los caparazones de las hormigas sonaba como las descargas de un trueno. Muchos de los proyectiles se perdían, pero los peñascos que seguían una trayectoria más o menos recta a través del grueso del ejército causaban muchísimas bajas.
Los hombres comenzaron a gritar entusiasmados al ver que su ataque rendía frutos. Por primera vez el avance inexorable de las hormigas comenzaba a vacilar. Toda la primera hilera de insectos acabó destrozada por efecto de la pedrea.
Más peñascos siguieron a los primeros, y algunos, al golpear contra la ladera, provocaron desprendimientos; trozos de la montaña —los había que tenían el tamaño de una casa pequeña— se deslizaron contra la horda, y las hormigas muertas se contaban por centenares.
—¡Mirad! ¡Se retiran!
—¡Las hemos vencido!
—¡Hemos vengado a Tulom-Itzi!
Los itzas, habitualmente poco belicosos, estallaron en aullidos de triunfo y salvajes gritos de alegría, al ver cómo aumentaba paulatinamente la montaña de hormigas muertas o heridas al pie del acantilado, sobre las que no dejaba de caer un alud de piedras.
Entonces se desplomó todo un sector del acantilado, provocando una inmensa nube de polvo a medida que caía. Un estrépito como de mil truenos a la vez sacudió todo el valle, y el suelo se estremeció bajo los pies de los hombres. Los itzas saludaron con nuevos vítores la inesperada ayuda que les proporcionaba el desprendimiento.
La nube se extendió como el humo de un gran incendio, y ocultó bajo su manto terroso al ejército de hormigas y la superficie del valle. En la atmósfera casi irrespirable por el polvo, se podía escuchar el ruido de otros desprendimientos, que contribuían a aumentar el caos al pie de la montaña.
Por fin se agotó la provisión de piedras preparada por los defensores, y, al cabo de un rato, cesaron los desprendimientos. Por unos instantes, reinó el silencio en el paso; incluso se calmó el viento, y los hombres de Tulom-Itzi saborearon su triunfo. Desconfiados, agotados, pero también con esperanza, espiaron entre la polvareda de más abajo. Parecía imposible creer que algo hubiese podido sobrevivir a tal diluvio de granito.
De pronto, unas sombras oscuras aparecieron entre el polvo; sombras que se movían con una precisión mecánica que resultaba mucho más aterradora por conocida. Toda la pared del acantilado parecía haber cobrado vida.
Pero esta vez no se trataba de nuevos desprendimientos. Las formas que se destacaban como manchas en el polvo, y que ahora escalaban en busca de sus presas, correspondían a las hormigas gigantes.
—Hay muchos humanos delante —informó Luskag. Un pequeño grupo de enanos y halflings había precedido a la columna principal, y ahora habían regresado con la noticia.
—¿Una comunidad? —preguntó Halloran—. ¿Quiénes son? ¿A qué nación pertenecen? ¿Lo habéis podido descubrir?
—No hay ninguna ciudad —respondió el enano del desierto, acompañando la negativa con un movimiento de cabeza—. Ni siquiera un par de chozas. Sólo un gran campamento en el bosque. Creo que no llevan allí mucho tiempo.
—¿De dónde vendrán? —lo interrogó Halloran—. ¿Serán los pobladores de estas tierras?
—Tabub dice que no —contestó el enano del desierto—. No vive nadie en la selva al oeste de la Cresta Verde. Sólo de vez en cuando algún humano viene a cazar por estos lugares.
—¿Entonces se trata de un ejército? ¿Quién otro podría ser si no?
Una vez más, el cacique enano sacudió la cabeza.
—No hay guerreros entre ellos; sólo mujeres, niños y ancianos.
Erixitl —montada en Tormenta, que marchaba al paso— y su padre, Lotil, se reunieron con ellos. El resto de los enanos y los halflings hicieron una pausa, mientras sus líderes conferenciaban.
—Vayamos a hablar con ellos —propuso Erixitl—. Tiene que haber una razón de su presencia en este lugar, y, si no son guerreros, no representan ninguna amenaza para nosotros.
Una hora más tarde, acompañados por Jhatli, Daggrande, Luskag y varios de los arqueros halflings, la pareja se acercó al claro donde se ubicaba el gran campamento. Resultaba obvio que sólo era un lugar de paso. No vieron refugios de ningún tipo, excepto algunos sombrajos que consistían en una manta sostenida por un par de estacas en un extremo y sujeta con piedras por el otro. La hierba alta del prado aparecía aplastada pero todavía era de color verde, un indicio de que esta gente no llevaba mucho tiempo acampada.
Ver a esta gente les resultó en muchos aspectos como volver a la Casa de Tezca, porque reconocieron en el acto que eran fugitivos. Apenas si tenían posesiones, y parecían mal alimentados y asustados.
Vieron a personas vestidas con túnicas y mantos de algodón astrosos y sucios. Muchos estaban en los huesos, y todos los observaron con miedo cuando aparecieron en el linde del bosque. Los niños echaron a correr llorando en busca de sus madres. La ausencia de hombres jóvenes entre la multitud resultaba evidente.
Varios ancianos, de cabellos blancos y aspecto enclenque, armados con unos palos de punta afilada a guisa de lanzas, se acercaron desconfiados, exhibiendo sus armas caseras.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? —preguntaron en idioma payita.
—Somos viajeros, de paso por este país. Vamos hacia Ulatos y después a los Rostros Gemelos —respondió Erix—. ¿Quiénes sois vosotros, un pueblo que no tiene casas ni cosechas?
—Somos los pobladores de Tulom-Itzi —le informó el viejo que parecía llevar la voz cantante—. Hemos sido expulsados de nuestra ciudad por el horror que surge de la tierra.
—¡Tulom-Itzi! ¿No es allí adonde tuvo que ir Gultec? —le comentó Erixitl a Halloran. Al escuchar el nombre del caballero, los ancianos se sorprendieron.
—¿Conocéis a Gultec, el rey de los Jaguares? —inquirió el portavoz del grupo.
—Es nuestro amigo y compañero —contestó la muchacha—. Nos dejó para viajar de regreso a Tulom-Itzi después de que lo llamó su maestro… —Erixitl intentó recordar el nombre que le había mencionado Gultec—. ¿Zochimaloc?
—Sí, él es nuestro grande y muy sabio cacique.
—¿Dónde está? ¿Todavía está vivo?
—No está aquí. Vivía esta mañana, pero quién sabe si todavía conserva la vida. Todos nuestros hombres, al mando de Gultec, se encuentran en el paso, en la cumbre de la cordillera. —El anciano señaló en dirección a los picos que se elevaban por el este—. Su misión era enfrentarse al horror.
El viejo les explicó la naturaleza del ejército atacante, la huida desde la ciudad, y las escaramuzas que habían precedido a esta nueva batalla que sería la definitiva.
—Hemos escapado hasta el límite de nuestras fuerzas, y no podemos ir más allá. Si consiguen defender el paso, nos quedaremos aquí. Si derrotan a nuestros guerreros, nosotros no tardaremos en morir.
—Nos acompañan muchos guerreros —declaró Erixitl—. Quizá podríamos ayudarlos. ¿A qué distancia está el paso?
El hombre volvió a gesticular y, por un momento, pareció contento con el ofrecimiento, pero después soltó un suspiro y movió la cabeza con un gesto negativo.
—Os lo agradezco. Pero quizá la batalla haya concluido. Hace horas que dejamos a los guerreros, y las hormigas no estaban muy lejos.
Erixitl se encargó de explicar la situación a sus compañeros, y Halloran estudió la cordillera lejana.
—¡Hormigas gigantes! —exclamó Jhatli—. ¡No les tengo miedo! Ya me he enfrentado antes con otros monstruos. ¡Dejad que me enfrente a éstos! ¡Los mataré a todos!
Luskag volvió su mirada hacia Erixitl, con el rostro convertido en una máscara inexpresiva. La revelación de la Piedra del Sol lo había conducido hasta ella; era obvio que él y su tribu aceptarían su decisión respecto a este nuevo problema.
Por su parte, Tabub y sus guerreros pigmeos miraron a Halloran, que era el único que podía decidir si marcharían o no a la guerra.
Erixitl suspiró, se acercó a su marido y le cogió las manos entre las suyas. Permanecieron en silencio durante unos instantes, mientras él miraba a su esposa, asustado. Tenía el vientre abultado con su hijo, y su rostro había recuperado la frescura después de abandonar el desierto. Halloran pensó en la tranquilidad de la marcha y en los momentos de paz que habían disfrutado en el bosque, a lo largo del camino.
Pero nunca habían olvidado los obstáculos que podía depararles el futuro, y ahora habían encontrado al pueblo de su amigo, que necesitaba ayuda. En realidad, no hacía falta tomar ninguna decisión; sólo tenían que escoger el plan más apropiado para ir en su socorro.
—Gultec cruzó la mitad de Maztica para ir a buscarnos, después de la Noche del Lamento. Nos guió a través del desierto, de un oasis a otro —dijo Halloran con voz suave, mientras Erixitl asentía. No obstante, las imágenes terroríficas que despertaba en su mente la descripción del ejército de insectos lo afectaban muchísimo.
»Tienes que quedarte aquí —añadió con firmeza—. Llevaré conmigo a los enanos del desierto y a la Gente Pequeña, y nos dirigiremos al paso. Ojalá lleguemos a tiempo.
—Sé que es tu obligación ir en su ayuda —repuso Erix con idéntica firmeza—. Por lo tanto, comprenderás que yo también debo hacerlo.
Halloran no protestó, porque ella tenía razón. Entendía sus motivos.
Don Váez entró en Ulatos con gran pompa, al frente de una columna de más de mil quinientos hombres. Casi un centenar eran jinetes, y éstos iban a la cabeza. Los pobladores de la ciudad, la más grande de la nación payita, salieron a la calle para contemplar el espectáculo.
Ulatos se erguía orgullosa en medio de la llanura costera, donde se cultivaba el maíz y había muchas aldeas pequeñas donde se albergaban los labradores.
Varias pirámides muy altas se destacaban entre las construcciones. Calles amplias, algunas pavimentadas con cantos rodados, separaban los edificios. Había muchas casas construidas con piedras, y las que eran de adobe tenían las paredes encaladas. Jardines muy bien cuidados ocupaban los terrenos entre las casas, y abundaban las piscinas y estanques. Las flores crecían exuberantes en cada esquina.
Los habitantes de esta poderosa ciudad se agruparon a lo largo de la avenida principal que conducía a la plaza mayor, donde se levantaban las pirámides más importantes y los edificios de las autoridades y los ricos. Con un silencio respetuoso, se mantuvieron bien apartados de las tropas.
¡Nunca habían presenciado un desfile tan impresionante! Cordell, con todas sus fuerzas, sólo había traído cuarenta caballos y quinientos hombres.
Ahora podían ver que sólo los ballesteros ya sumaban el mismo número, seguidos por varios centenares de arcabuceros. Estos últimos hicieron una demostración de sus armas en el centro de la plaza, donde se detuvieron y formaron a una orden de su comandante.
Levantaron sus pesadas armas, cargadas sólo con pólvora, y dispararon una estruendosa salva que sonó como un trueno, acompañada por una densa nube de humo que ocultó a los soldados de la vista del público. Inmediatamente después, se echaron los arcabuces al hombro y emergieron de la humareda, marcando el paso.
Muchos de los payitas retrocedieron aterrorizados por el estruendo, que había sido mucho más impresionante que cualquiera de las demostraciones de fuerza de Cordell. Después, se acercaron poco a poco para observar el gran espectáculo.
Don Váez, vestido con un uniforme de seda de vistosos colores, montaba un garañón blanco, que caracoleaba y trotaba de aquí para allá, mientras su orgulloso jinete dirigía a su ejército a través de la plaza.
A su lado se encontraba el padre Devane, y el medio de transporte del clérigo impresionó a los payitas todavía más. El sacerdote de Helm iba sentado con las piernas cruzadas sobre un delgado trozo de tela que flotaba en el aire, como una litera de pluma, pero mucho más pequeña. Mientras la alfombra voladora pasaba frente a ellos, los mazticas tuvieron ocasión de ver que el vuelo de este extranjero era mucho más veloz y controlado que cualquier objeto propulsado por la plumamagia.
El clérigo miró desdeñoso a los salvajes a su alrededor, porque había heredado el desprecio de su maestro hacia los nativos. En realidad, el odio que fray Domincus había alimentado contra estos bárbaros y sus dioses sangrientos era uno de los motivos que impulsaron la decisión de Devane a seguir sus pasos. Ahora disfrutaba con la sensación de su propio poderío, y efectuaba diversas evoluciones con su alfombra para inspirar terror y asombro entre los payitas.
Estudió las pirámides, con sus caras pintadas, que en otra época habían estado dedicadas a los dioses mazticas. Después de la rendición de la ciudad, Cordell había abolido el culto a dichos dioses, si bien el clérigo no dudaba que muchos ciudadanos continuaban adorándolos en sus casas. En lo alto de las pirámides, en lugar de los viejos templos, estatuas y altares, ondeaban ahora las banderas con el ojo vigilante de Helm.
Caxal, el antiguo reverendo canciller de Ulatos, que después de la batalla contra la Legión Dorada había quedado reducido a portavoz de los conquistados, se adelantó vacilante para dar la bienvenida a este nuevo general, al tiempo que se preguntaba si la pesadilla que lo atormentaba sería ahora todavía peor.
—Salud, Plateado —dijo en lengua común. Caxal utilizó el apodo que los mazticas habían dado a Don Váez, después de ver el esmero que dedicaba a sus brillantes rizos de color platino.
—¿Y tú quién eres? —preguntó el comandante.
—Vuestro humilde servidor, Caxal, portavoz de los pobladores de Ulatos. ¿Habéis venido a ayudar a nuestro conquistador, el capitán general?
—¿Dónde está el capitán general? ¿Lo sabes? —replicó Váez, eludiendo una respuesta directa.
—Viajó a Nexal, Plateado, hace ya muchos meses. Tenía la intención de enfrentarse al gran Naltecona. ¡Iba en busca de su mayor victoria!
—¡Espléndido! —repuso el jinete con una sonrisa falsa—. Y, cuando regrese, yo lo estaré esperando… para darle su «recompensa».
Las casas de la ciudad de Kultaka aparecían vacías mientras las calles resonaban con la cadencia de la marcha del enorme ejército de bestias. La columna de Hoxitl desfiló a través de la ciudad, cuyos pobladores, avisados de la presencia enemiga, habían tenido la precaución de evacuarla varios días antes.
Tal vez, de haber contado con sus guerreros, este pueblo de valientes se habría enfrentado a los monstruos. Pero el ejército kultaka había acompañado a Cordell en su campaña contra Nexal, y ahora se encontraban por las regiones del sur, demasiado lejos siquiera para enterarse de lo que ocurría en su patria, y mucho menos para pensar en ayudarla.
El gran coloso que encarnaba a Zaltec dirigía el avance, y los humanos escapaban aterrorizados de su presencia, cada vez que aparecía en el horizonte. Hoxitl marchaba detrás del inmenso monolito, y sus seis metros de estatura quedaban empequeñecidos por el tamaño de Zaltec. Las repugnantes bestias de la Mano Viperina seguían a sus jefes en una columna desordenada.
Los ogros y los orcos derribaban las puertas de las casas, a la búsqueda de cualquier alimento olvidado por los ocupantes en la huida. Los objetos de oro y plata, además de algunas pocas armas, fueron a engrosar el botín de los invasores.
Los trolls subieron las escaleras de las pirámides para saquear los templos de sus joyas y tesoros. Pero lo más importante para ellos era encontrar alguna víctima humana, cosa que no consiguieron.
Por primera vez, mientras se dedicaban al pillaje de la ciudad abandonada, las criaturas de la Mano Viperina trabajaban en los grupos que Hoxitl había creado. Dividieron la ciudad en secciones, y cada uno se convirtió en propiedad de un gran regimiento de orcos, acompañados por sus jefes, los ogros. Las bestias obtenían un placer salvaje al trabajar en grupos, y Hoxitl veía satisfecho su propósito de inculcarles la disciplina necesaria para mantener reunidos sus regimientos en las marchas y en los combates.
Por fin, después de dejar que se divirtieran unas horas con el saqueo y la destrucción. Hoxitl convocó una vez más a sus hordas.
—¡Criaturas de la Mano Viperina! —La voz del sumo sacerdote de Zaltec resonó en la amplia plaza—. No podemos perder más tiempo. El objetivo de nuestra lucha se encuentra en la costa. ¡Allí es donde nos enfrentaremos a nuestro destino!
Las bestias se agruparon en formación para la larga marcha, en respuesta a las órdenes de sus comandantes. Sus brutales rostros se volvieron una vez más hacia el este, y echaron a andar por el camino que los llevaría a las tierras payitas y a los Rostros Gemelos.
A la cabeza, como siempre, se movía el monstruoso monolito de Zaltec. La gran imagen de piedra se había convertido para estos seres en la encarnación de la fuerza, y no era de extrañar que, marchando detrás de algo tan poderoso, se sintieran invulnerables. Cada uno de los pasos del líder hacía temblar la tierra, y las huestes se apresuraban a seguirlo, listas para matar como una ofrenda a su amo.
Poshtli notó un cambio en el vuelo del Dragón Emplumado a medida que Qotal se desviaba hacia un costado, ascendía, bajaba, o alteraba su curso de alguna manera. Como siempre, se veían rodeados por el manto de niebla, y el guerrero no tenía sentido de la dirección.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Una llamada, una súplica, susurró el gran dragón. Alguien me llama.
—¿Quién?
Tiene que ser alguien de mucho poder, muy sabio, porque de otro modo no podría escucharlo.
—¿Puedes ver dónde está? —Poshtli intentó ver algo a través de la niebla gris, pero fue inútil.
En el Mundo Verdadero. No puedo reunirme con él, pero puedo dejarle sentir mi poder. Los pensamientos del dragón reflejaban su decisión y su pena.
—¿Ayudarlo? ¿Cómo, si no puedes ir a su encuentro?
Canaliza mi poder a través de sí mismo.
—¿Es éste un medio para tu regreso? ¿Erixitl podría utilizarlo para tu retorno a Maztica?
No es un regreso, sino una proyección de fuerza, y entraña muchos riesgos. La Hija de la Pluma podría llegar hasta mí por esta vía, pero yo no se lo pediría.
—¿Por qué no?
Porque la transferencia implicaría un coste…, un riesgo demasiado grande.
—¿Cuál es el coste? —insistió Poshtli, aunque ya sospechaba la respuesta.
La vida de quien me llama. El dragón inició su descenso.
Gultec observó desconsolado el avance de los insectos. Alrededor de un millar de hormigas gigantes se amontonaban al pie del acantilado, muertas o heridas como consecuencia de la caída y los golpes de las piedras. Pero había muchas más que se habían librado, y las armas de los itzas se habían quedado sin proyectiles.
Los guerreros empuñaron las macas, las lanzas, los garrotes y los cuchillos. Ya no tenían más piedras, por lo que ahora dependían de su habilidad y su coraje para evitar la carnicería.
Lentamente, entristecido por su propio fracaso, el Caballero Jaguar pasó revista a los valientes que compartían su destino. Todos sabían que ya no quedaban esperanzas de victoria, pero ninguno flaqueó ni rehuyó su compromiso.
—Hombres de Tulom-Itzi, estoy orgulloso de vosotros —susurró.
Gultec…, escúchame bien, hijo mío.
La voz sonó en su cabeza, aunque el viento no trajo ningún sonido. Miró a Zochimaloc, sentado en el peñasco que dominaba el centro del paso. El anciano estaba muy lejos, quizás a unos doscientos pasos, y el polvo levantado por los desprendimientos todavía oscurecía el aire.
Aun así, Gultec veía los ojos de Zochimaloc frente a su rostro con tanta claridad que el guerrero tuvo la sensación de que podía tocar la cara de su maestro.
Llévate a los guerreros. Retrocede hacia el valle y reúnete con el resto de la gente.
—¡Eso es una locura! El único lugar para combatir es éste, en la cresta del paso. Quizá no podamos ganar, ¡pero al menos aquí venderemos caras nuestras vidas!
Escúchame y obedece, ordenó Zochimaloc con un tono imperioso poco habitual en él. Es una orden, y la última que recibirás de mí.
—¿Qué quieres decir? —De pronto, Gultec tuvo miedo por el anciano, su mentor y maestro. ¿Por qué le ordenaba algo tan insensato? ¿Qué esperaba ganar ordenando la retirada? Sin duda, comprendía que la gente de Tulom-Itzi no podía huir para siempre.
Vete.
Esta simple palabra, transmitida con tanta confianza y también con una pizca de tristeza, hizo que Gultec descartase continuar con la discusión. El Caballero Jaguar levantó una mano en un gesto brusco: la señal de retirada. Se sorprendió al ver que todos los guerreros lo observaban desde sus posiciones, como si tuviesen conciencia del debate telepático con su jefe.
Sin vacilar, obedecieron la orden de Gultec. Rápidamente y en silencio, los hombres de Tulom-Itzi abandonaron el paso y dejaron solo a Zochimaloc.
El Caballero Jaguar fue el último en retirarse. Mientras las hormigas continuaban con su escalada por la aguda pendiente hasta el paso, dirigió una mirada implorante al anciano que significaba tanto para él. Pero Zochimaloc no le prestó atención.
Poco a poco, Gultec se alejó, transido de pena. ¿Por qué tenía su maestro que quedarse? Si alguien tenía que morir ante el enemigo, el honor le correspondía a él.
Entonces, el Caballero Jaguar notó un extraño temblor debajo de sus pies. Zochimaloc permanecía inmóvil, sentado con las piernas cruzadas sobre el peñasco.
El jefe de los itzas alzó las manos por encima de su cabeza, y soltó un extraño grito ululante.
En aquel momento, Gultec percibió la fuerza en el aire, y supo que era el poder de Zochimaloc. Pero también era el poder del Dragón Emplumado.
De las crónicas de Coton:
Nuevos encuentros en la selva, y nuestro curso futuro permanece envuelto en el misterio.
Ahora se han marchado para socorrer a Gultec y a los guerreros itzas.
Halloran y Erixitl han acudido porque temen por su amigo Gultec… Jhatli, porque sueña una vez más con la batalla… Daggrande, Luskag y los enanos, porque es otra tarea más a realizar… e incluso la Gente Pequeña, porque siguen a su señor Halloran.
Lotil y yo nos quedamos aquí con los itzas, y nos enteramos de sus desventuras y padecimientos. Es un relato que nos resulta demasiado conocido, pues también es el relato de los nexalas, de toda Maztica. Los humanos vemos cómo nos arrebatan nuestra tierra, sometida a los designios del mal. En todas partes, nos expulsan de nuestros hogares, nos persiguen y nos matan.
Pero de pronto, como un relámpago de luz blanca a través del cielo oscuro, presiento su presencia. ¡Qotal está cerca! Su poder es un rayo de esperanza, que penetra en el Mundo Verdadero.
Y golpea muy cerca.