14

La noche del Dios Gato

Halloran pasó un brazo por encima de los hombros de Erixitl, y se movió para interponerse entre ella y el origen del gruñido. A pesar de no tener ninguna arma, estaba dispuesto a luchar hasta el fin para impedir que su esposa y el niño que llevaba en el vientre sufrieran algún daño.

La pareja miró al otro lado del pozo en sombras y, paulatinamente, sus ojos se acomodaron a la oscuridad. La puerta de barrotes permanecía cerrada, pero alcanzaron a percibir que algo se movía detrás.

Entonces, un potente rugido sacudió las paredes del pozo.

—¡Se está abriendo! —exclamó Erix. La reja se alzó poco a poco, y una silueta negra se adelantó con movimientos elásticos y avanzó hacia ellos, alejándose de las sombras junto a la pared. Cuando llegó al centro del pozo, pudieron ver la sedosa piel negra y las orejas aplastadas contra la enorme cabeza chata.

—¡Un jaguar negro! —susurró Halloran, sorprendido por el aspecto feroz del gran felino. Sus ojos amarillos resplandecían en la oscuridad como ascuas escapadas del infierno, y sus mandíbulas entreabiertas dejaban ver sus largos y curvados colmillos. El lomo del animal llegaba a la altura de la cintura de Halloran, a pesar de que ahora estaba agazapada. Con la mirada clavada en ellos, la bestia azotó el aire con la cola, entusiasmada al ver a sus víctimas.

—Es demasiado grande. ¡No puede ser un jaguar! —susurró Erix, aunque no podía imaginar qué clase de animal era el que los amenazaba en ese pozo de pesadilla.

—Hay felinos más grandes que éste en el mundo: tigres, leones…, y supongo que también más horribles —siseó Hal, sin dejar de pensar en la manera de defenderse.

—Soy el Señor de los Jaguares.

Por un momento, la sorpresa de escuchar las palabras de la bestia los dejó paralizados. La voz tenía un tono untuoso, aunque también un rastro del profundo gruñido que les había erizado los cabellos. El gran felino parpadeó, y Halloran hubiera jurado que las mandíbulas se habían retorcido en la horrible caricatura de una sonrisa.

—Soy el Señor de los Jaguares, y vosotros me pertenecéis.

—¡Habla! —exclamó Hal. Intentó escudar a Erixitl, sin apartar la mirada del rostro de la bestia.

—Hablo. Siempre hablo antes de matar.

—¿Quién…, qué eres tú? —preguntó Erixitl—. ¿Por qué la Gente Pequeña te tiene aquí?

—Estoy aquí por elección propia —rugió el jaguar negro—. Ellos no me tienen. ¡Nadie puede tenerme!

—Entonces ¿por qué nos amenazas? —inquirió Halloran—. Nosotros no te hemos hecho ningún mal.

—Nadie puede hacerme mal —se burló la bestia—. Deseo vuestra sangre y vuestra carne. Me complace mataros para satisfacer mi apetito.

La mente de Halloran funcionaba a toda prisa. Sorprendido por la extraña conversación con una fiera igual a cualquier otro animal de la selva, buscaba la manera de discutir o razonar con la criatura.

—¿Estás tan viejo y enfermo como para no poder cazar por tu cuenta? —preguntó.

—¡Silencio! —El rugido del Señor de los Jaguares atronó en la noche, con un indiscutible tono de mando.

—¡No pienso callar! —replicó Halloran, furioso—. ¿Por qué dependes de los pigmeos para conseguir tu comida? ¿Por qué vives encerrado en una jaula? ¡Ésta no es vida para un señor!

La fuerza del rugido de la criatura lo golpeó en el rostro como un puñetazo y lo hizo retroceder hasta chocar contra Erixitl. Se recuperó en el acto y avanzó, dispuesto a todo. Miró a la bestia con aire desafiante y alzó los puños.

Entonces desapareció la tensión, y se le cerraron los párpados. Halloran sintió unos deseos incontenibles de echarse a dormir.

—¿Qué…, qué pasa? —susurró Erix con voz soñolienta a sus espaldas—. Me… siento tan… cansada. —Se apagó su voz, y Halloran notó cómo se deslizaba poco a poco contra la pared del pozo, hasta quedar sentada en el suelo.

Delante de ellos, el Señor de los Jaguares esbozó una sonrisa malvada. Halloran contempló los ojos amarillos y, por un momento, pensó que ya no parecían tan amenazadores. Ahora su mirada se había suavizado y lo acariciaba como la luz del sol en un día de verano.

—Duerme, humano insolente —siseó el gran felino—. Mira mis ojos y descansa.

Halloran sacudió la cabeza con furia, consciente de que algo no iba bien. Pero ¿qué? Le costaba un esfuerzo enorme poder pensar, porque una niebla espesa le confundía la mente. ¡No podía quedarse dormido delante de una bestia salvaje dispuesta al ataque! ¿O ya no era salvaje? Tenía la sensación de que era un viejo amigo, que no le deseaba ningún mal.

El Señor de los Jaguares dio un paso adelante.

En la oscuridad del pozo, Halloran no veía otra cosa que los amarillos ojos de la bestia. Erixitl gimió suavemente mientras se acomodaba mejor en el suelo de tierra, y él no consiguió apartar la mirada para fijarse en ella.

—¿Ves cómo duerme la mujer? Ahora está en paz. —La voz del jaguar sonó suave como la seda—. Tú también debes descansar.

—¡No! —gritó Halloran. Apeló a toda su fuerza de voluntad, y consiguió desviar la mirada. «¡Tengo que hacer algo! ¡Piensa, hombre!», se ordenó.

A su alrededor no había más que oscuridad. Los ojos brillantes eran la única fuente de luz, y trataban de atraerlo para que se encandilara con su resplandor. De pronto, le pareció que la noche era tan temible como el gran felino. Tenía que alejar a este enemigo. Los ojos amarillos del jaguar despertaron un recuerdo en las profundidades de su memoria.

La fórmula del hechizo apareció en su mente, y él lo puso en práctica sin pensar.

—¡Kirisha! —gritó, volviéndose para enfrentarse al monstruo. Apuntó mientras pronunciaba el hechizo, y una bola de luz mágica apareció en el aire. En un instante, se convirtió en una nube luminosa que flotaba delante mismo de los ojos de la criatura. El brillante resplandor se extendió fuera de los límites del pozo, y Halloran escuchó las voces asombradas de la Gente Pequeña.

Con un agudo chillido de rabia y terror, el jaguar retrocedió de un salto. Sus aullidos estremecieron el aire de la noche, y el silencio se extendió en la jungla, alrededor de la aldea. El borde del pozo aparecía iluminado con una claridad equivalente a una docena de antorchas.

—¡Demonio! —gritó la bestia—. ¿Qué clase de hombre eres? ¡Pagarás por este ultraje!

Halloran vio que el jaguar parpadeaba y sacudía la cabeza, sin dejar de gruñir y bramar. Pero ahora había algo en sus gritos que no había existido antes: una nota de miedo.

Por encima de su cabeza, escuchó la charla excitada de la Gente Pequeña. Ninguno de ellos se aventuró a mirar hacia el interior del pozo, aunque se oían claramente sus gritos de alarma y confusión.

«¡Perfecto! —pensó—. Quizás esto les dé que pensar».

Erixitl volvió a gemir en sueños. Sin apartar la mirada de la fiera, Halloran se agachó y ayudó a su esposa a apoyarse en la pared.

Entonces el jaguar volvió a rugir con la misma furia y poder de antes. Su miedo se había convertido en tensión, y se agazapó, sin dejar de mover la cola, listo para saltar a la primera oportunidad. Hal comprendió que ahora resultaba más peligroso que nunca.

—¿Intentas derrotarme con trucos baratos? —chilló el Señor de los Jaguares—. Te mereces una muerte lenta. ¡Verás cómo devoro a tu mujer antes de que te mate!

—¡No eres más que un chivo viejo sin cuernos, que no sirve para señor ni para nada! —le contestó Halloran—. ¡No vales ni para sirviente de un sapo! ¡Eres demasiado débil para cazar tu comida! ¡Buscas dominarnos con la magia porque eres tú el que tiene miedo! ¡Tus colmillos están podridos! ¡Vuelve a tu agujero, bestia carroñera!

Por un momento, pensó que había ganado la partida, aunque el enorme felino continuaba agazapado y alerta. Observó las terribles garras que le asomaban en las zarpas, y deseó con desesperación tener un arma. Su mente repasó los otros pocos hechizos que conocía. Ninguno parecía servir para dominar a una criatura de ese tamaño y poder, pero no se dio por vencido; necesitaba dar con una táctica para defenderse de la bestia.

Entonces el Señor de los Jaguares atacó.

—Se han instalado en Puerto de Helm. Vuestros hombres, los que habíais dejado allí, se encuentran prisioneros en una de la chozas.

Chical explicó a Cordell los resultados de su vuelo de reconocimiento, mientras los dos hombres descansaban junto a un estanque. A su alrededor, los caballos calmaban su sed, y los legionarios junto con los Caballeros Águilas se preparaban para pasar la noche.

—¿Qué hay del comandante? ¿Has visto a su líder? —preguntó el capitán general, enojado y perplejo por las noticias.

—No sé cómo distinguir a vuestros jefes —contestó Chical—. Vosotros no lleváis las plumas correspondientes al rango, como los oficiales del Mundo Verdadero.

—Han venido de Amn. ¡Ya os lo había avisado! —exclamó Kardann, que no se perdía palabra de la conversación entre los dos jefes—. Porque no les enviamos ningún mensaje, ¡ningún tributo! Si me hubierais escuchado…

—¡Silencio! —le ordenó Cordell, y el regordete asesor se apresuró a obedecer—. ¡Necesito pensar!

—Todo indica que no han venido en vuestra ayuda —observó el Caballero Águila, sin ningún rastro de ironía en su tono.

—Al menos, en lo que respecta a su capitán. Estoy seguro de que hay alguien detrás de todo este comportamiento. No es típico de los soldados de mi país volverse en contra de aquellos que no les han hecho ningún daño ni constituyen una amenaza.

—Hay algo más —dijo Chical, y el capitán general suspiró.

—¿De qué se trata? —preguntó Cordell, sin muchas ganas de escuchar la respuesta.

—Las bestias de la Mano Viperina se han reagrupado en Nexal, y ahora comienzan a salir de la ciudad. Las guía un enorme coloso de piedra. Es una figura que camina como un hombre, pero que es tan alta como la Gran Pirámide. —Cordell soltó una maldición.

—¿Puedes decirme hacia dónde se dirigen?

—Marchan hacia el este, hacia Kultaka, por la misma ruta por la cual avanzasteis contra Nexal.

—Entonces ¿es posible que pretendan llegar a Payit?, ¿a Ulatos y a Puerto de Helm?

—Es lo más lógico —respondió el Caballero Águila.

—Una pregunta más —dijo el capitán general—. Si marchamos al mismo ritmo que ahora, ¿llegaremos allí antes que ellos?

—Sí, con varios días de ventaja —contestó Chical, después de un rápido cálculo mental—. Quizás una semana o más. Nos encontramos mucho más cerca y, según creo, avanzamos más deprisa.

Cordell miró con franqueza al guerrero que, en otros tiempos, había luchado contra él con tanta valentía.

—Vuestras informaciones son muy valiosas para mí, mucho más de lo que puedo explicar. Tener la libertad de volar por los cielos, de poder cruzar el continente en cuestión de días y observar al enemigo, es un poder que cualquier comandante de mi país daría cualquier cosa por conseguir. Comienzo a creer que es una de las pocas ventajas que me quedan, que nos quedan.

—Es algo que hacen las águilas, pero reconozco que es nuestro mayor poder —afirmó Chical.

—Gracias por acompañarnos —añadió Cordell—. Vuestra presencia nos da una pequeña esperanza de éxito.

—Maztica está inmersa en un proceso de cambio —opinó Chical—. Vos mismo os habéis ocupado de que el Mundo Verdadero no vuelva a ser el mismo lugar de antes. Pero sois un hombre valiente, y ahora, al menos de momento, combatimos por la misma causa.

El Caballero Águila estudió a Cordell por unos instantes, y el general se movió, un poco incómodo, ante la mirada penetrante de aquellos ojos negros.

—Sin embargo, recordad mi advertencia —prosiguió Chical—. Si pretendéis utilizar vuestras fuerzas para marchar contra los humanos de Maztica, lucharemos todos unidos contra vosotros.

—Amigo mío —dijo el capitán general con un suspiro—. Me resulta mucho más tranquilizador teneros de mi parte.

—Entonces rogaré para que sigamos en estos términos —manifestó Chical. Se puso de pie y estiró los músculos—. Es hora de ir a dormir. Mañana tengo que volar muy lejos.

—Nos esperan en las alturas de las montañas —informó Hittok. La draraña se había acercado peligrosamente a la retaguardia de la columna de los itzas para conseguir la información. Por fortuna, la noche era muy oscura, y la visión nocturna de las drarañas era muy superior a la de cualquier humano en las mismas condiciones.

—¿Ya no escapan? —Darién formuló la pregunta mientras su mente intentaba descubrir los motivos para este cambio de actitud.

Las hormigas avanzaban muy despacio, porque incluso ellas acusaban el esfuerzo de la larga subida y los días de marchas agotadoras. La draraña blanca las dejó hacer una pausa en el valle, no tanto con la intención de darles un descanso, sino para que el resto de la columna los alcanzara. Por la mañana, cuando reanudara la marcha, dispondría de todo su ejército para lanzarlo al ataque.

—Es lo que parece —respondió Hittok, y continuó con su informe—. Vi a muchos guerreros que tomaban posiciones a lo largo de la cresta rocosa que atraviesa el valle. No he ido más allá. Podría ser, como la vez anterior, que los hombres decidan sacrificarse para ganar tiempo y que las mujeres y niños puedan escapar. —El tono de voz de Hittok reflejó su desprecio por esta táctica.

—No podrán aplicarla en muchas más batallas —observó Darién con expresión sombría—. Matamos a más de un centenar la última vez, cuando nos pillaron por sorpresa. Esta vez, si pretenden esperarnos, nos encontrarán preparados.

—Desde luego —afirmó la draraña negra—. El fondo del valle se abre ante nosotros. Las hormigas pueden desplegarse y barrerlos de sus posiciones.

—Pero deben de tener algún plan —objetó Darién. Su rostro de alabastro reflejaba la duda—. Los humanos no se sacrifican sin un propósito concreto.

—Quizá —sugirió Hittok con un gesto de despreocupación— sólo desean morir como hombres.

—Podría ser —dijo Darién en voz baja, aunque la expresión pensativa con que estudió la montaña que se alzaba ante ella demostraba que no estaba convencida.

¡Gigantius! —gritó Halloran en el instante en que el Señor de los Jaguares saltó sobre él. El hechizo de crecimiento, uno de los últimos que había aprendido del libro de magia de Darién, fue el único que le vino a la memoria en aquel momento. En una ocasión, había empleado una pócima para aumentar de tamaño; ahora intentaba emular los efectos con un hechizo oral.

Vio la cara de pesadilla del felino, con las mandíbulas bien abiertas, que se acercaba a su cuello. La luz mágica todavía alumbraba el pozo, pero los ojos del jaguar ya se habían acostumbrado y no fallaría el blanco.

Halloran respondió al salto de la bestia con su propia carga. Sus manos sujetaron el cuello del animal, y aplicó todas sus fuerzas para tratar de mantener los terribles colmillos lejos de su garganta.

Las garras afiladas como navajas le arañaron la coraza. El felino rugió rabioso, mientras sus poderosos músculos acercaban lentamente las fauces a su objetivo. Halloran cambió de posición, preocupado únicamente en mantener al jaguar lejos de Erixitl, y los dos rodaron por el suelo del pozo.

El enorme animal se revolvió e hizo un profundo corre en las piernas de Halloran con las garras de las patas traseras. Sólo el poder de sus muñequeras de pluma le permitió a éste salvar la vida, al suministrarle la energía suficiente para conseguir alejar una vez más los colmillos de su garganta.

El jaguar volvió a girar, y Hal lo apartó con tanta fuerza que él mismo fue a dar contra la pared del foso. El felino se agazapó y lanzó un rugido, pero de pronto le pareció más pequeño. Halloran descubrió que ahora veía al animal desde un punto de vista más elevado.

Entonces comprendió lo que sucedía: el hechizo hacía su efecto. Como un rumor confuso, escuchó los gritos aterrorizados de la Gente Pequeña y los vio alejarse del borde del agujero. Erixitl, apoyada contra la pared, mantenía las manos colocadas sobre su vientre en una actitud protectora, mientras lo contemplaba boquiabierta. Por primera vez, Hal percibió el miedo en los resplandecientes ojos amarillos del Señor de los Jaguares.

El hechizo aumentaba su tamaño, pero no su fuerza. No obstante, el poder de la pluma alrededor de sus muñecas, y el miedo unido a la cólera, le daban un poder que de otro modo no habría podido tener.

Se lanzó contra el enorme felino cuando la criatura intentó saltar hacia Erixitl. El jaguar se revolvió en el aire y arañó el antebrazo de Hal, que al instante quedó empapado de sangre. Pero ahora el hombre medía casi cinco metros de altura, y sujetó al monstruo por la piel de la nuca.

El felino aulló aterrorizado cuando Hal lo alzó en el aire por encima de su cabeza y lo sacudió como a un pelele. La pluma y la ira lo dominaron, para convertirlo en un ser enloquecido por la furia guerrera. Soltó un gruñido y, como quien arroja un pedrusco, lanzó al jaguar contra una pareja de pigmeos.

La Gente Pequeña chilló espantada y echó a correr en todas direcciones ante la horrible aparición del jaguar que volaba por los aires. El felino, tan espantado como los pigmeos, se agazapó por un segundo en cuanto tocó tierra; después saltó en busca de refugio en la selva, y, en un abrir y cerrar de ojos, su negro cuerpo desapareció en la oscuridad de la noche.

—¡Ven! —dijo Halloran, mientras recogía a Erixitl y la depositaba en el borde del pozo. Recordó los dardos emponzoñados y comprendió que sólo disponían de unos momentos antes de que los guerreros comenzaran a disparar. Su tamaño no representaba ninguna protección contra los efectos letales del veneno.

Salió del pozo y cubrió con su cuerpo a Erixitl, en un intento de protegerla de las flechas. ¿Hacia dónde podía ir? ¿Cómo podían escapar?

En el mismo momento en que buscaba respuesta a sus preguntas, advirtió que era demasiado tarde. La zona que rodeaba el pozo aparecía poblada de guerreros, todos armados con las flechas envenenadas. Con un grito de rabia, se incorporó en toda su altura y avanzó hacia los pigmeos, dispuesto a matar a cuantos pudiera antes de sucumbir a sus flechazos.

Entonces demoró su avance, hasta que por fin se detuvo para mirar a su alrededor, asombrado. La luz que salía del pozo era suficiente para alumbrar a los halflings pintarrajeados. Uno tras otro, abandonaban sus armas, para ponerse de rodillas y tocar el suelo con la frente en señal de obediencia.

El que parecía ser el cacique se acercó a cuatro patas y miró a Halloran con una expresión de miedo y dolor. Gimió unas palabras, y después se apresuró a imitar a sus guerreros.

—¿Qué es esto? —preguntó Halloran, volviéndose para mirar a Erix. El cacique se dirigió a la muchacha, y repitió las palabras en la lengua de Palul.

—Te llama amo —dijo Erixitl, atónita—, e implora tu perdón. Dice que no sabía quién eras.

—¿Y quién piensa que soy?

—Dice que tú eres el rey destinado a sacarlos de la jungla, tal como se anuncia en la profecía.

—¡Aquí! ¡Hay huellas junto a este estanque! —Luskag señaló el suelo, y Daggrande corrió a reunirse con el enano del desierto. Juntos habían rastreado el camino que Halloran y Erixitl habían seguido el día anterior hasta el recoleto estanque, donde caían las aguas de la cascada.

—¡Y aquí! —gritó Jhatli, desde los matorrales vecinos—. Aquí hay muchas pisadas, como si un grupo de guerreros se hubiese emboscado.

La mano helada del miedo oprimió el pecho de Daggrande. Se volvió hacia el joven, que lo miró extrañado.

—¿Qué pasa, muchacho?

El capitán de los ballesteros, junto con Jhatli y una veintena de enanos del desierto, habían seguido el sendero. El resto de la compañía recorría las otras zonas, excepto el puñado de guardias que vigilaban el campamento en compañía de Lotil y Coton.

—Los guerreros deben de ser niños —explicó Jhatli—. Tienen los pies muy pequeños.

En cuestión de minutos, el joven cazador dio con el sendero disimulado entre los matorrales y, casi de inmediato, encontró la escalera oculta en la grieta de la ladera.

—Los emboscados tienen que haber seguido por este camino —afirmó Jhatli—. ¡Y probablemente se llevaron a Halloran y Erixitl con ellos! —Por una vez, el joven no proclamó a voz en cuello su intención de atacar y matar a cuanto enemigo se interpusiera a su paso; en su rostro apareció una expresión de profunda inquietud.

—¿Crees oportuno llamar a los demás? —preguntó Luskag, con la mirada puesta en Daggrande.

—Sigamos adelante —gruñó el legionario, esgrimiendo su hacha—. Cuando sepamos cuál es nuestro enemigo, pediremos ayuda… si es necesario. —Su tono, unido al coraje que brillaba en sus ojos, transmitía la impresión de que podía arreglárselas muy bien solo.

Luskag, Daggrande y los enanos del desierto formaron una columna y comenzaron el ascenso por la fría y resbaladiza escalera tallada en la roca. Ninguno dijo ni una sola palabra, inmersos en su preocupación por el destino de la pareja. Daggrande juró para sus adentros vengarse de aquellos que habían capturado a su viejo amigo, mientras Luskag sentía una profunda curiosidad por saber quiénes eran estos seres con los pies tan pequeños.

Jhatli iba a la cabeza, con todos sus sentidos alerta y el arco preparado para utilizarlo con prontitud si era preciso. Hubiese querido poder subir la escalera de dos en dos, pero se obligó a hacerlo despacio para darles tiempo a los enanos.

No tardaron en llegar al prado fangoso. El sendero muy trillado se veía con toda claridad y, si bien no había huellas precisas, Jhatli afirmó, después de echar una ojeada, que el grupo había pasado por allí.

Los guerreros avanzaron al trote en busca del enemigo desconocido. Se mostraban cautos, pero ninguno tenía miedo.

—¡Silencio! —Jhatli se detuvo tras dar el aviso, levantó una mano, e indicó el matorral mientras se ocultaba entre los arbustos. En el acto, los enanos del desierto hicieron lo mismo. El joven cazador informó a Daggrande—: Alguien se acerca.

Observaron atentamente el sendero, y muy pronto escucharon el ruido producido por los pasos rítmicos de una multitud, y los murmullos de voces.

—Es evidente que no los preocupa ocultar su presencia —siseó Daggrande. Revisó la ballesta y apuntó hacia el lugar de donde provenían los sonidos. Un segundo después bajó el arma, atónito y contento a la vez.

—¡Hal! —gritó, mientras abandonaba su escondite. Los enanos del desierto y Jhatli lo imitaron. Halloran, acompañado por Erixitl, levantó la cabeza, sorprendido. La pareja caminaba por el sendero como si fuera lo más normal del mundo. El ballestero distinguió algo que se movía un poco más allá, aunque no sabía qué podía ser.

—¡Daggrande, viejo pirata! ¿Qué haces aquí? —El joven corrió para abrazar a su compañero.

—¡Te buscaba a ti! —bufó el enano—. ¿Qué otra cosa crees que haría por estos andurriales? ¿Quiénes son ésos?

Señaló hacia la fila de pequeños guerreros, pintados de rojo y negro, que se amontonaban en el sendero detrás de Halloran y Erixitl. El hombre se volvió y, con un floreo, señaló al jefe del grupo.

—Capitán Daggrande, le presento al cacique Tabub de la Gente Pequeña.

Erixitl repitió la presentación en lengua payita, mientras Daggrande miraba a Halloran con las cejas enarcadas.

—Son mis guerreros —explicó Hal, con la sombra de una sonrisa—, y nuestros flamantes aliados en la marcha hacia los Rostros Gemelos.

De las crónicas de Coton:

A medida que nuestro número aumenta y nuestra marcha progresa hacia la cita con el dios.

Constituimos una colorida columna, mientras avanzamos por los oscuros senderos del bosque. Un millar de enanos del desierto, que desconocen la selva y que sienten curiosidad y sorpresa por sus paisajes, olores y sonidos, encabezan la marcha. Con ellos, en animada conversación con sus jefes, camina Daggrande, el enano legionario.

En el centro, tenemos a cinco humanos; seis, si contamos el que vive en el vientre de Erixitl. Con nosotros camina el gran caballo de guerra, Tormenta. La criatura es una maravilla para todos los mazticas, porque la mayoría de nosotros nunca hemos visto a un animal tan grande, y ninguno conoce a otro tan útil.

Y ahora nuestra columna es seguida por más guerreros, centenares de pequeños arqueros que han jurado obediencia a Halloran porque él responde a la descripción de su profecía. Dicen que es un milagro, y, si bien yo sé que fue su magia la que «convirtió la noche en día» y lo transformó en «un gigante, incluso entre la Gente Grande», no soy quién para discutir la explicación milagrosa.

Ahora pasamos por un terreno ondulado al oeste de las altas montañas cubiertas de bosques. A pesar de que, sin duda, nos aguardan nuevas aventuras en nuestro camino, no puedo evitar tener el convencimiento de que nuestra marcha hacia Payit tiene un impulso incontenible.