Ritos de captura
—No me gusta. No es propio de Halloran permanecer ausente durante tanto tiempo —protestó Daggrande, enfadado, aunque sin conseguir disimular su preocupación. Inquieto, se paseó arriba y abajo sin apartarse mucho de la hoguera, seguido por la mirada compasiva de Luskag y Jhatli. Lotil lo escuchaba impasible, mientras sus cortos y gruesos dedos trabajaban con destreza los plumones para ensartarlos en el tejido de algodón colocado sobre sus rodillas.
El campamento de los enanos del desierto ocupaba un amplio claro del bosque, y varias docenas de pequeñas hogueras iluminaban la zona. Disfrutaban de una opípara cena, porque durante la tarde habían cazado varios venados. Halloran y Erixitl todavía no habían regresado.
—Siempre ha sido un buen muchacho, serio y responsable. Un camarada leal, la clase de hombre que quieres tener a tus espaldas a la hora de pelear.
Jhatli observó a Daggrande, sorprendido. Era obvio que el calificativo de «muchacho» para un guerrero veterano como Halloran le parecía un tanto erróneo. Pero, hasta ahora, no había tenido ocasión de saber cuán grande era la amistad entre los dos legionarios. Había algo de paternal en la manera que tenía el enano de referirse a su compañero humano.
—Desde luego, nunca le he dicho nada de esto —añadió Daggrande, furioso—. ¡Ese tonto no habría entendido ni jota! —El rudo veterano miró al grupo sentado junto a la hoguera, como si esperara que alguien se metiera con él.
»¿Por qué me miras? —gruñó, encarándose con Coton, que lo miraba con curiosidad. El sacerdote no respondió, y Daggrande se sentó con un suspiro resignado—. ¡No sé qué me pasa! Sin duda, deben de estar muy cómodos en algún lugar. ¡No hay motivos para creer lo contrario! —El enano no quería pensar en ninguna otra alternativa.
—Tal vez deseen estar unas horas a solas —aventuró Jhatli, aunque, al mirar la oscuridad de la selva, pensó que había dicho una tontería. Durante la noche, la selva no resultaba un lugar muy romántico.
—¿Crees que deberíamos ir a buscarlos? —preguntó el jefe de los enanos del desierto.
—Sí, pero no ahora —contestó Daggrande—. No conseguiríamos otra cosa que perdernos todos en la selva. Tendremos que esperar hasta mañana.
—Es posible que regresen antes —opinó Lotil, si bien el tono de su voz indicaba que compartía la preocupación de Daggrande.
—De acuerdo, esperaremos el alba —dijo Luskag—. Si no han regresado, iremos a buscarlos.
Hoxitl se removió en su apestosa madriguera que, en otros tiempos, había sido el gran templo de Zaltec en Nexal. Ahora no había más que ruinas a su alrededor. En el lugar donde un hermoso arco había servido de entrada, no quedaba más que un túnel lleno de inmundicias entre las montañas de escombros.
Fuera de la madriguera, los monstruos de la Mano Viperina rondaban inquietos por las ruinas de la gran ciudad. Grupos de orcos peleaban unos contra otros, y sólo se dispersaban, aterrorizados, cuando aparecían los enormes ogros. Después de la larga marcha a través del desierto, las criaturas habían regresado a la ciudad con un cierto placer. Pero ahora, tras muchas semanas de inactividad forzada en aquel horrible lugar, se aburrían. Hoxitl sabía que las bestias necesitaban volver a la guerra.
Él mismo había sucumbido a un letargo parecido al de algunos animales en el invierno. Durante un tiempo había estado aislado, con la mente en blanco, a la espera de las órdenes y la vitalidad de su dios. La enorme estatua de Zaltec llevaba meses inmóvil a unos pocos metros de su guarida. Por fin, sin saber por qué. Hoxitl salió de su letargo y comenzó a mover sus envarados miembros.
Poco a poco, una orden tomó forma en la mente del clérigo: la imagen de un destino y una impaciencia cada vez mayor por poner en marcha a su ejército de bestias. Presintió que, al final de esta nueva marcha, habría más muertes y abundancia de corazones para alimentar a su dios. Significaría la victoria final sobre la humanidad de Maztica.
Hoxitl salió de su cueva y profirió un aullido muy agudo. El eco resonó por todo el valle y cruzó los infectos pantanos en que se habían convertido los lagos. Entre las ruinas y en las charcas inmundas, los orcos olvidaron sus rencillas. El grito arrancó de su sueño a orcos, ogros y trolls. Todos empuñaron las armas y respondieron a la llamada.
Solos o en parejas, echaron a caminar por las calles destrozadas que, poco a poco, se vieron inundadas por millares de bestias que iban en busca de su amo. Se reunieron entre los restos de la plaza mayor, apiñados en los pocos trozos de terreno despejado o en los templos derruidos, con la mirada puesta en el coloso de piedra que era la encarnación de su poder y su gloria.
—¡Criaturas! ¡Hijos míos! —vociferó Hoxitl en su grotesco lenguaje, y todos los monstruos lo escucharon atentamente.
»¡Zaltec nos llama, y debemos obedecer! ¡Una vez más marcharemos, y toda la humanidad de Maztica conocerá el terror de nuestra presencia!
Las criaturas de la Mano Viperina respondieron con un rugido de entusiasmo. Se habían acabado los días de inactividad, y ahora, por fin, los llamaban otra vez a la guerra.
—Jefe Tabub, hemos traído a dos de la Gente Grande como prisioneros —explicó el pigmeo, que se llamaba Kashta, después de dejar el arco y las flechas, con las puntas limpias del venenoso curare, junto a la puerta de la choza del cacique. Kashta mostró a su jefe la espada de Halloran, que era casi tan larga como él.
—Es tal como lo soñé, como me dijo el Señor de los Jaguares en mi sueño —respondió Tabub, con una voz sin inflexiones. El jefe estaba sentado en el suelo con las piernas entrelazadas, y en compañía de dos de sus esposas—. Un hombre y una mujer… ¿Ella lleva un niño?
—Sí —susurró Kashta, asombrado.
—Esta misma noche irán al pozo —ordenó el rechoncho cacique. Al igual que Kashta, tenía el rostro pintado de negro y rojo, con la diferencia de que los colores estaban dispuestos en rayas verticales y no horizontales como en todos los demás guerreros.
—Pero este hombre no es igual a todos los demás que he visto; es distinto de cualquier otro hombre en el mundo —señaló el pigmeo—. Su rostro está cubierto de pelo, como el de un mono barbudo, y usa una camisa de plata. Llevaba este cuchillo enorme, también de plata.
—Déjame ver —dijo Tabub. Extrajo la espada de la vaina, y sus esposas se apartaron cuando el resplandor de la hoja mágica alumbró el interior de la pequeña choza. Tabub pasó un dedo por el filo—. ¡Ah! —exclamó, sin ninguna muestra de dolor, mientras manaba la sangre del corte en su piel—. Desde luego, es un arma muy poderosa.
—El extranjero habla en una jerga parecida a la de los monos, aunque la mujer entiende lo que dice. Ella también utiliza la lengua normal de la Gente Grande.
—¡Ya conoces las órdenes! —manifestó Tabub, severo—. ¡No se debe hablar con la Gente Grande! ¡Hay que llevarlos al pozo, para que mueran!
—¿Por qué siempre debemos matar a la Gente Grande? ¡Los llevamos al pozo, y el Dios Gato los devora! ¿Cuántos años tendremos que hacer lo mismo?
—¡Conoces las palabras del dios, tal como me las dijo mi padre, y su padre antes que él, y a lo largo de toda la historia de nuestro pueblo! —replicó Tabub con el mismo tono severo.
El cacique cerró los ojos y recitó las palabras de la profecía que desde hacía siglos guiaba a su pueblo.
—«La Gente Grande es nuestro enemigo, y nos matarán si no los matamos primero. Su muerte servirá para apaciguar a los dioses, que, complacidos, permitirán que la Gente Pequeña viva siempre».
—Pero la profecía también dice que llegará el momento en que no será necesario continuar con las muertes —objetó Kashta, y recitó la parte del texto que justificaba su razonamiento—. «Llegará un hombre, un gigante incluso entre la Gente Grande, que convertirá la noche en día y nos guiará a la paz de una nueva era».
—¿Este hombre es un gigante? —preguntó Tabub.
—Es alto, incluso para la Gente Grande. Aunque, en realidad, no podría afirmar que es un gigante —reconoció Kashta.
—Entonces, servirá de alimento al Dios Gato —declaró Tabub. Tras dar a conocer su decisión final, se volvió con arrogancia para contemplar a su flamante esposa. Kashta comprendió que la entrevista había terminado.
La pequeña guarnición de Puerto de Helm, unos treinta hombres, corrió a la playa dando vivas, al ver aparecer la flota de carracas de Don Váez. Su deleite se convirtió rápidamente en mortificación, cuando, después del desembarco de sus tropas, el comandante de la expedición ordenó que les pusieran grilletes y los encerraron en el mismo fuerte que habían vigilado durante muchos meses.
De hecho, Puerto de Helm no era mucho más que un fortín cuadrangular, construido en lo alto de una pequeña colina, que dominaba las aguas de la laguna de Ulatos, donde Cordell y ahora Don Váez habían fondeado sus barcos.
Un muro rodeaba un recinto rectangular interior, con un portón lo bastante grande para permitir el paso de hombres, animales e incluso carretas. El resto de la fortificación estaba formado por un terraplén de unos diez metros de altura, con una amplia pasarela para acomodar a los centinelas. Los defensores instalados en lo alto de la muralla de tierra contaban con la ventaja de que los atacantes tenían que escalar una pendiente muy pronunciada antes de poder alcanzarlos.
En el interior, a lo largo de la base del terraplén, habían edificado chozas de cañas y madera con techos de paja. También habían construido varios graneros y una estructura de madera, que se parecía bastante a una casa, con el propósito de que Cordell la utilizara como cuartel general. Otras construcciones de madera, más pequeñas pero sólidas, servían de almacenes. En una de éstas encerraron a los soldados de la guarnición.
—¿Qué significa todo esto? —protestó el sargento mayor Tramph, el rudo veterano al que Cordell había dejado el mando, cuando Váez lo interrogó en la miserable celda—. ¿Qué clase de enemigo sois, señor?
—Mide tus palabras —le advirtió el capitán, sin preocuparse por el estallido del prisionero—. Eres sospechoso de traición, de faltar a las órdenes de Amn, pero puedes estar seguro de que tú y tus compañeros tendréis la oportunidad de defenderos. Es muy probable que hayáis sido engañados por el auténtico villano de toda esta historia.
—¿Cordell? —Tramph miró a Don Váez, boquiabierto; comprendía el significado de las palabras, pero no podía creerlas—. Sin duda, es una broma. ¿Qué ha hecho para provocar las iras de los príncipes mercaderes? ¿Por qué, si los tesoros conseguidos en la conquista de Ulatos son más que suficientes para pagar diez veces el coste de la expedición?
—Tesoros que no han sido entregados a sus legítimos propietarios. Por cierto, tenemos pruebas de que los ha ocultado. ¿Puedo preguntar dónde se encuentra nuestro leal capitán general? ¿Por qué no aparece para defenderse de las acusaciones?
—¿Entregar los tesoros? ¿Enviarlos a Amn? Pero, señor, ¡si no hemos tenido contacto con la Costa de la Espada desde nuestro desembarco, hace ya un año! —tartamudeó Tramph, que casi no podía hablar por la indignación que sentía.
—Ahí precisamente puede estar el motivo de la traición. —El capitán Váez contuvo un bostezo—. Vamos, sargento, dime: ¿dónde está tu general? En última instancia, es a él a quien le corresponde dar las respuestas.
—Se lo diré para que lo entienda de una buena vez. Se marchó a la capital de estas tierras; una ciudad que, según dicen, tiene unos tesoros inimaginables. El último mensaje que recibimos informaba de su entrada en la ciudad, y de que había entablado negociaciones con el gobernante nativo. Desde entonces, hace cuatro o cinco meses, no hemos vuelto a saber nada más de él.
—Ni tampoco recibirá noticias tuyas —afirmó Don Váez, con una sonrisa malintencionada—. Cuando regrese, le tendremos preparada una pequeña recepción…, llámala juicio, si lo prefieres, y tendrá que responder a los cargos en su contra. Quizá, si su misión es un éxito, vuelva con oro suficiente para convencernos de sus nobles intenciones.
«Después nos acompañará…, encadenado, desde luego, en nuestro viaje de regreso a Amn» —añadió el capitán. «Y entonces mi triunfo será completo», agregó para sí.
Los rubios rizos de Don Váez se agitaron en el aire cuando se volvió para abandonar la celda. Un guardia fornido cerró la puerta con estrépito a sus espaldas, y una compañía de hombres de confianza ocupó sus posiciones de guardia alrededor del pequeño edificio.
Rodolfo, el veterano piloto de la nave insignia, salió al encuentro de Don Váez en cuanto lo vio salir de la improvisada prisión.
—Con vuestra venia, señor —dijo—, ¿no cree que hemos sido demasiado severos con esta gente?
En los ojos de Don Váez brilló la cólera, y contempló al hombre como si quisiera matarlo con la mirada.
—¡No se te paga para que pienses, sino para que obedezcas las órdenes! Yo, en tu lugar, no lo olvidaría —gritó.
Rodolfo soportó la mirada de los ojos azules durante unos segundos, y Don Váez fue incapaz de leer nada en la mirada del piloto. No abandonó su postura, y, por fin, el subordinado asintió con un gesto.
—Como ordenéis, capitán —repuso Rodolfo con suavidad, y se volvió para desaparecer en las sombras del crepúsculo.
Don Váez lo observó marchar, complacido con el resultado del enfrentamiento. No podía tolerar la menor insubordinación a su posición como jefe supremo de la expedición. Ahora debía pensar en el paso siguiente.
De todos modos, ¡qué excelente inicio para la misión! Don Váez se felicitó a sí mismo, mientras cruzaba el patio en dirección a la casa de madera —la única estructura fija del recinto—, que había escogido como cuartel general. En el interior, el padre Devane trabajaba en sus augurios, en un intento por determinar, con la ayuda de Helm, el curso de las próximas acciones. Esto era útil, pensó el comandante, aunque no esencial. Ahora disponía de tiempo, y podía permitirse el lujo de esperar.
No advirtió la presencia del águila que volaba en círculos por encima de Puerto de Helm.
—Tenemos gente como ésta en los Reinos —explicó Halloran—. Los llamamos halflings.
—¿También van desnudos y hacen prisioneros a tu gente? —preguntó Erixitl.
—No, son más una molestia que una amenaza —respondió Hal con una risa carente de alegría—. La mayoría de ellos viven entre los humanos, en las mismas ciudades, pueblos y aldeas. Algunos son valientes, y otros cobardes. Son iguales al resto de los hombres, pero más pequeños.
Él y su esposa estaban sentados en el suelo, atados con lianas en el interior de una pequeña jaula hecha de sólidos barrotes de madera. A su alrededor, podían ver a la Gente Pequeña que se preparaba para la cena. La aldea era un conjunto de chozas de caña con techos de paja, y las puertas como agujeros en la pared. Cocinaban en el interior de las viviendas; ensartaban las carnes en un espetón de madera y lo sostenían en horquetas sobre las brasas.
Se hizo de noche, y la oscuridad se llenó con el zumbido de los insectos, los chillidos de los monos y los trinos agudos de las aves nocturnas. De vez en cuando, se escuchaba el rugido de un jaguar y, por unos segundos, todo quedaba en silencio.
Varios niños se acercaron con precaución a la jaula y los observaron con los ojos muy abiertos. Erixitl les sonrió, y los pequeños corrieron a refugiarse junto a sus padres.
Si Erix tenía miedo, pensó Halloran, lo disimulaba muy bien. Él intentaba ocultar su propio miedo, aunque no temía por su vida. Sin embargo, ¿qué podían esperar? ¿Cuáles eran las probabilidades de poder escapar con éxito, dadas las dificultades que tenía Erix para moverse, cargada con el niño en su vientre?
—¿Qué crees que harán con nosotros? —preguntó ella.
—No lo sé —contestó Halloran—. Al menos, no veo ninguna pirámide o altar. ¡Quién sabe qué planes tienen! ¿Habías escuchado antes hablar de esta gente?
—De la misma manera que de los «hombres peludos», los enanos del desierto —admitió Erix—. La Gente Pequeña forma parte de leyendas muy antiguas, y algunas dicen que viven en las profundidades de las selvas del Lejano Payit. Pero, al igual que con los enanos del desierto, nadie se ha tomado nunca en serio estas historias. No sé de nadie que los haya visto antes.
—Vaya suerte la nuestra —exclamó Hal, sin ningún entusiasmo.
Por unos momentos permanecieron en silencio. Después, Erixitl sacudió la cabeza y le sonrió a su marido.
—De todos modos, creo que las cosas acabarán bien —dijo—. No sé por qué, pero así es.
—Yo también —afirmó Halloran, con un tono que desmentía sus palabras. Tenía que hacer algo, pensó, pero ¿qué?
—La Gente Grande vendrá conmigo. —La orden los pilló desprevenidos. Miraron a su interlocutor; se trataba del mismo guerrero que los había hecho prisioneros en la cascada.
—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Erixitl cuando el pigmeo abrió la puerta de la jaula. Otros cuantos guerreros se apostaron bien apartados de los prisioneros, listos para disparar sus flechas envenenadas al menor asomo de resistencia.
El nativo ni hizo caso de la pregunta y, con un gesto imperioso, les indicó que lo siguieran. Caminaron entre las pequeñas chozas de caña de la aldea hasta un claro en el otro extremo. Una docena de guerreros, provistos con antorchas, formaban un círculo en el centro del lugar.
El miedo oprimió el pecho de Halloran; una vez más temía por el futuro de Erix y por el hijo que esperaba. Intuyó que ellos constituían el foco de interés en la actividad de la noche, e intentó adivinar cuál sería el rito que les tenían preparado los guerreros.
—Venid aquí —les ordenó el guerrero.
Cuando los demás se apartaron para dejarles paso, Halloran vio un agujero de unos seis metros de diámetro en el centro del círculo. No pudo ver el fondo hasta que él y Erix llegaron al borde. Entonces advirtió que tenía casi cuatro metros de profundidad.
En el lado opuesto, en el fondo del pozo, había una puerta de barrotes de madera. Distinguió una forma oscura que se movía detrás de los barrotes, y su miedo se transformó en horror.
—Bajad al pozo —dijo el guerrero. El tono de su voz dejó traslucir una cierta renuencia, pero no vaciló en levantar el arco y apuntarles con un gesto amenazador.
No había escalera ni ningún otro medio para llegar al fondo, y Halloran comprendió que el salto de cuatro metros podía resultar fatal para Erixitl o el niño.
—¡Esperad! —gritó—. ¡Ella no puede bajar! ¡Bajaré yo solo!
El guerrero lo miró, y a Hal le pareció ver una expresión compasiva debajo de las espantosas rayas pintadas en su rostro. En aquel momento, otro de los guerreros de la Gente Pequeña se acercó a ellos, con un aire de mando que le hizo sospechar a Halloran que podía ser el cacique de los pigmeos. El personaje llevaba las mismas pinturas de guerra que los demás, pero pintadas en rayas verticales, y además tenía plumas atadas a las orejas y las muñecas.
El cacique gordinflón levantó una mano y señaló hacia el pozo. En el acto, un grupo de arqueros prepararon sus armas, y Halloran observó las flechas untadas de veneno que le apuntaban al corazón.
De pronto, el jefe empujó a Erixitl. Con un grito de sorpresa, la joven trastabilló en el borde del pozo, mientras se volvía para mirar a Halloran. Al legionario se le heló el corazón al ver el terror dibujado en su rostro.
Pero su cuerpo reaccionó al instante.
—¡Mi mano! —gritó Halloran. Erix se retorció en el aire mientras él se arrojaba de bruces y atrapaba la mano de su esposa entre las suyas. Estuvo a punto de verse arrastrado cuando frenó la caída de Erix, quien soltó un grito de dolor; pero consiguió mantener el equilibrio y sostuvo a la muchacha a unos dos metros del suelo.
—Estoy bien —jadeó ella—. Déjame bajar.
Halloran soltó un gemido cuando uno de los guerreros le propinó un puntapié en las costillas para empujarlo sobre el borde. Sintió que Erix se le escapaba de las manos y caía hasta el fondo. Entonces, él también se dejó caer y, con una pirueta en el aire, consiguió aterrizar de pie a su lado.
Erixitl lo abrazó, intentando contener el llanto.
—¿Estás herida? —preguntó Halloran, y ella sacudió la cabeza, con lágrimas en las mejillas.
En ese momento, procedente de la oscuridad al otro lado del pozo, les llegó un profundo rugido.
Los guerreros itzas supervivientes avanzaban por la densa vegetación del fondo del valle, en un intento por alcanzar las alturas. Gultec, en la retaguardia de su ejército, vio que las hormigas no los perseguían después de la sangrienta escaramuza.
Al menos esto les daba un respiro. No había tenido tiempo de contar las bajas, pero como mínimo más de un centenar de sus hombres habían caído en la breve y violenta refriega. Sin embargo, habían conseguido su objetivo, y los hombres-insecto se habían detenido para reagrupar sus fuerzas. Si los itzas lograban llegar al paso gracias al sacrificio de algunos, los guerreros no habrían muerto en vano.
Recordó, estremecido, al monstruo blanco que había descargado la magia contra ellos. Una vez más, pensó en la batalla contra los legionarios en Ulatos, y cómo la magia de la hechicera albina había conseguido destrozar a su ejército.
¿Podía haber una vinculación entre las dos poderosas hechiceras? Le resultaba difícil de aceptar, pero el hecho de que ambas fueran albinas no podía ser pura casualidad. La primera era una elfa con aspecto humano; en cambio, la segunda sólo era una bestia horrible y sobrenatural. No obstante, había algo en el rostro de esta última, una belleza femenina, que la emparentaba con la elfa.
Dejó de lado sus reflexiones, y concentró su atención en los rigores de la marcha. Los guerreros se movían por el pantanoso fondo del valle, una planicie que constituía otro de los muchos obstáculos que habían encontrado en su camino hacia el paso.
Desde su posición podía contemplar el cielo tachonado de estrellas y el contorno del estrecho paso en las alturas. Parecía estar todavía muy lejos, aunque no tanto como la última vez que había mirado hacia allí. Sabía que, en estos momentos, la columna de los itzas —ancianos, mujeres y niños— atravesaba las montañas por aquella brecha.
—Has elaborado un buen plan —dijo Zochimaloc, que surgió de entre las sombras para marchar junto a Gultec—. La ruta por las alturas parece ser la más segura.
—Ojalá sea cierto —respondió el Caballero Jaguar con un suspiro—. Pero creo que no hay lugar seguro ante la clase de enemigo que nos persigue.
—Debes saber que tu ataque resultó fructífero —afirmó el anciano, mientras saltaba con agilidad por encima de un tronco caído—. Se han retrasado, y esto nos da tiempo para escapar.
—¿Tiempo? ¿Será tiempo suficiente? —reflexionó Gultec en voz alta—. ¿Es que hay tiempo suficiente en el mundo?
Zochimaloc soltó una risita, un sonido paternal que inspiró confianza en Gultec.
—Ahora hay tiempo suficiente para que los ancianos, los niños y las madres puedan atravesar el paso y llegar al otro lado de las montañas —dijo el maestro—. Quizá también haya tiempo para tener fe.
El guerrero miró una vez más hacia el paso, recortado en el cielo. Tal vez Zochimaloc tuviera razón. A estas horas, muchos de los itzas habrían alcanzado el otro lado de las montañas, y por la mañana los guerreros también se encontrarían en el paso. Una vez allí, se verían obligados a enfrentarse nuevamente al enemigo. Aquél sería el escenario de una batalla que, tal vez, fuese la definitiva.
De las crónicas de Coton:
Asombrado ante los caminos misteriosos del único dios verdadero.
A mi alrededor, los enanos se mueven y protestan, preocupados por la ausencia de nuestros compañeros. También Lotil teme por su hija. Intenta trabajar, pero sus dedos no pueden realizar la tarea. En cambio, tiemblan de una manera que no había visto jamás.
Y, en realidad, la desaparición de Halloran y Erixitl ha sido tan súbita como misteriosa.
Sin embargo, me resulta difícil creer que corran un auténtico peligro. Hay demasiadas cosas que dependen de esta mujer marcada por el destino como para pensar que un accidente fortuito en la selva pueda acabar con ella, faltando tan poco para alcanzar nuestra meta. Quizá no triunfe, pero estoy convencido de que, si alguna cosa debe sucederle, el lugar señalado será el de los Rostros Gemelos. No me cabe ninguna duda.
Es un consuelo saber que, allí donde se encuentre ahora, cuenta con la fuerza de Halloran a su lado. Y estoy seguro de que su desaparición en esta noche oscura e impenetrable tiene un propósito relacionado con la consecución de nuestro objetivo.
Los enanos saldrán a buscarlos por la mañana, y yo les desearé suerte. Tal vez mi optimismo es tan sólo una muestra de senilidad por mi parte. Tal vez mis compañeros tienen razón, y están en peligro.
En cualquier caso, no podemos hacer otra cosa que esperar la salida del sol para averiguarlo.