12

Cautiverio y huida

—¿Quién era? —preguntó Darién con voz helada y tensa por su tremenda ira. Hittok se había reunido con ella en un claro de la selva, y ahora conversaban sentados entre la hierba, de modo que sólo sus torsos de elfos quedaban a la vista.

—Dackto. El felino le mordió el cuello y le rompió el espinazo. —Hittok explicó todo lo que sabía acerca de la muerte de la draraña sin ningún apasionamiento, aunque la noticia había resultado un duro golpe para todos. Era la primera vez, desde que Lolth los había transformado en monstruos, que moría uno de ellos.

—El felino, sin ninguna duda, era un humano; probablemente, un Caballero Jaguar —manifestó la draraña albina—. Ningún animal podría ser tan valiente o temerario.

—¿Alguno de los que perseguimos, de la ciudad que tomamos? —aventuró Hittok.

—Desde luego. Y, cuando atrapemos a estos humanos, todos, hasta el último de ellos, pagarán por esta afrenta. ¿Cómo va la persecución?

—Los humanos huyen a toda prisa a través del bosque, y consiguen mantenerse por delante de los líderes —explicó Hittok—. Claro que las hormigas no se cansan, y, en cambio, los humanos acabarán por acusar la fatiga. Entonces, será el momento de rodearlos y atraparlos a todos.

—Muy bien. Debemos mantener nuestro ritmo a cualquier precio. ¿Has descubierto su curso?

—Sí, señora. Al parecer, se dirigen hacia un paso en aquellas montañas. Quizá sean lo bastante idiotas para intentar hacerse fuertes y plantarnos cara; sería la oportunidad que esperamos.

Hittok señaló hacia un macizo violáceo que aparecía por el noroeste. Desde hacía días, lo observaban en el horizonte, y ahora se podían vislumbrar los contornos de picos y riscos, delineados por las laderas cubiertas de vegetación. Si los pobladores de Tulom-Itzi no variaban la dirección de su huida, al cabo de un día podrían alcanzar las primeras estribaciones de la cadena montañosa.

—¡Redoblad el paso de la persecución! —Darién gritó la orden, al tiempo que levantaba su pesado abdomen con las ocho patas de araña—. Hemos de asegurarnos de que los humanos estén agotados cuando lleguen a las montañas. —Hizo un gesto a los demás miembros de su tribu, las diecinueve drarañas restantes, que avanzaron detrás de la columna de hormigas.

»Allí acabaremos este asunto, de una vez por todas.

—No te muevas. No lo asustes —dijo Halloran sin alzar la voz. Lenta y cuidadosamente, se colocó entre Erixitl y el pigmeo con la flecha envenenada.

—Mira. Hay más —susurró Erix.

Halloran se arriesgó a echar una mirada, y vio que de pronto se encontraban rodeados de una multitud de guerreros. Todos mostraban las mismas pinturas de guerra rojas y negras, y había unos cuantos con plumas en los lóbulos de las orejas, o atadas a los codos y las rodillas.

Cada nativo llevaba además un arco preparado con un dardo ponzoñoso.

La desesperación hizo que la mente de Halloran recordara todos los hechizos aprendidos en la adolescencia: engrandecimiento, luz, proyectil mágico… y un par más. Ninguno parecía servir para sacarlos de esa situación. Además, existía la posibilidad de que cualquiera de sus encantamientos pudiese provocar un ataque de respuesta, y esto no le interesaba en lo más mínimo. La sustancia gomosa en la punta de las flechas permitía suponer una muerte segura.

Vio que Erixitl se llevaba la mano a la garganta, en un gesto involuntario. Su esposa buscaba el amuleto que había entregado a los espíritus de Tewahca, para comprar su paso por las catacumbas. No creía que el objeto hubiese podido serles de alguna utilidad en la presente situación, pero el ademán de Erixitl le hizo comprender, con mayor crudeza, el terrible peligro al que se hallaban expuestos.

El primer arquero hizo un gesto brusco con su arma. Varios más se acercaron, aunque no lo suficiente para ponerse al alcance de la espada, si bien Halloran no tenía ninguna intención de desencadenar una batalla. Una imagen horrible apareció en su mente: vio el cuerpo de su esposa, preñada y sin la protección de una armadura, asaeteado con aquellos dardos venenosos.

El pigmeo se acercó un paso y le dijo algo en tono imperioso. Acompañó sus palabras con un gesto hacia la espada colgada del cinturón del hombre. Sin prisa, y con una expresión grave, Halloran desenganchó el arma y se la tendió.

Con una frase pronunciada a toda prisa, el nativo llamó a uno de sus compañeros para que recogiera la espada, mientras él no dejaba de apuntar a Halloran. Cuando el otro guerrero se llevó el arma, el primero dio un paso adelante, y con una mano golpeó la coraza de acero. Su mirada estudió el metal.

Entonces se volvió y caminó a paso ligero unos metros, para después dar media vuelta y mirar a sus cautivos.

—Al parecer quiere que lo sigamos —dijo Hal en el idioma de los Reinos.

—Creo que será mejor obedecerlo —respondió Erix en la misma lengua.

El primero de los pigmeos, que parecía ser el jefe, los precedió alrededor del estanque, mientras los demás formaban una columna a sus espaldas. Pasaron por una zona de lianas; Hal y Erix tuvieron que agacharse para poder seguirlo.

Más allá de las lianas, encontraron un estrecho sendero que, por el lado izquierdo, daba a la ladera de la cascada, cubierta de musgo. El cabecilla echó a trotar, y los nativos de la retaguardia lo imitaron, al tiempo que amenazaban a los prisioneros con sus arcos para que hicieran lo mismo.

Hicieron lo posible, y Halloran intentó ayudar a Erix sujetándola de un brazo. En su estado, no podía correr, y el cabecilla se volvió para gesticularles, impaciente.

—¡Espera! —gritó Hal en nexala.

Por un instante, lamentó el tono duro y pensó que le costaría la vida, cuando vio que el cacique empuñaba su arco.

—No… puedo… ir más deprisa —le dijo Erixitl con voz entrecortada y en lengua payita. El guerrero frunció el entrecejo como si hubiese entendido sus palabras y las desaprobara. Pero, cuando reanudó la marcha, lo hizo un poco más despacio. Al cabo de un rato, quitó la flecha del arco y colgó el arma a su espalda. Halloran echó una mirada a los nativos que tenía detrás, y comprobó que mantenían los arcos listos para disparar.

Se metieron por una profunda brecha en la ladera, y muy pronto no había nada más a la vista que las paredes cortadas a pico. En algunos lugares, las piedras aparecían mojadas y resultaba muy fácil resbalar; al parecer, la luz del sol nunca llegaba a tocar el fondo de la grieta. Los guerreros marchaban sin ninguna dificultad, y los guiaban por el sendero cada vez más angosto.

Por fin llegaron a una escalera muy empinada —Halloran no fue capaz de descubrir si era natural o tallada en la roca— y comenzaron a subir. Sus hombros casi rozaban las rocas frías y húmedas de los costados, y sólo una estrecha franja azul al final de la escalera indicaba que no habían entrado en una cueva.

Después de la larga ascensión, de al menos doscientos escalones, llegaron a la cima del acantilado. Aquí el sendero atravesaba un campo de tierra fangosa. Halloran vio que Erix trastabillaba, muerta de cansancio tras el esfuerzo de subir la escalera.

—¡Alto! —ordenó con su tono más marcial.

El cacique se volvió, sorprendido, y Hal parpadeó asombrado al ver la rapidez con que había cogido su arco y montado la flecha.

—¿No ves que está agotada? —preguntó—. ¡Necesita descansar! —Los dos hombres se miraron durante unos momentos en silencio.

Erix se apoyó contra el tronco de un árbol y trató de recuperar el aliento. Con mucho cuidado, Halloran la cogió del brazo y la ayudó a sentarse en la hierba. El nativo pronunció unas cuantas palabras y levantó su arco, pero Hal no desvió la mirada.

Estudió al pigmeo, casi olvidado de su miedo por la curiosidad, y por primera vez se fijó en los pies del hombre. No iba calzado, y el empeine aparecía cubierto de un vello muy espeso.

En todos los demás aspectos se parecía a un humano. Sus facciones, debajo de la pintura de guerra, lo mostraban como una persona orgullosa y confiada en sí misma, y su expresión era de valentía, pese a verse enfrentado a un ser que lo doblaba en tamaño. Tenía la barbilla firme y la nariz recta, y sus ojos brillaban de inteligencia. Si el color oscuro de su piel correspondía al típico de los humanos de Maztica, o si era el resultado de vivir siempre desnudo al sol, fue algo que no pudo aclarar.

En cualquier caso, el hombre decidió dejar descansar a Erixitl; bajó el arco y se sentó en cuclillas. Por unos minutos, él y los demás guerreros esperaron, inmóviles.

—Ya me encuentro mejor —le confió Erixitl a su marido. Sin muchos ánimos, se incorporó.

—¿Crees que hablan payita? —preguntó Halloran, mientras reanudaban la marcha.

—¿Puedes entender mis palabras? —dijo Erixitl al cacique en la lengua payita. Halloran no conocía el idioma, pero vigiló atentamente la reacción del nativo.

—No hablar con Gente Grande —respondió el pigmeo sin mucha fluidez—. Matan a nosotros, siempre, muchas veces.

—¿Por qué nos has hecho prisioneros? —inquirió la mujer—. No te hemos hecho ningún daño.

—Toda Gente Grande mala —gruñó el jefe. Le volvió la espalda, dispuesto a proseguir su marcha.

—¿Adonde nos llevas? —insistió Erix.

—A la aldea, fiesta —contestó. Tras estas palabras que no prometían nada bueno, dejó de responder a todas las demás preguntas, y no pudieron hacer otra cosa que seguirlo a través del bosque que parecía no tener fin.

—Cada vez están más cerca —jadeó el guerrero itza—. Los niños y los viejos ya no pueden mantenerse por delante. —El hombre se apoyó contra un árbol, agotado y con el cuerpo manchado de sangre, que manaba de sus múltiples heridas. A duras penas conseguía mirar a Gultec, y el Caballero Jaguar observó que sus ojos aparecían cubiertos por un velo de fatiga y aturdimiento.

Soltó un gruñido de rabia. Se encontraban en las empinadas colinas, al pie de las Montañas Verdosas. Los fugitivos formaban una larga columna en el fondo del valle, en dirección a un paso muy alto en la cresta de la cordillera. Las hormigas habían acelerado el ritmo de su avance, y ahora Gultec se preguntaba si no habría conducido a esta gente a una trampa mortal.

—Sólo quedo yo… Los demás… han muerto todos, ¡quemados!

Mientras el hombre hablaba, Gultec advirtió que los cabellos de un lado de la cabeza aparecían quemados, y el brazo del mismo costado se veía ennegrecido como un trozo de carne recocida.

—Mi compañía…, todos ellos hombres de primera. ¿Por qué yo? ¿Por qué? —El guerrero miró a Gultec lleno de desesperación.

—¡Cálmate! —ordenó Gultec, y la respiración del hombre se hizo menos agitada—. Ahora, dime: ¿qué pasó?

—Esta vez no vinieron detrás de nosotros como las veces anteriores —explicó el soldado, más tranquilo—. En cambio, siguieron su camino, sin hacer caso de nuestras flechas. Decidimos acercarnos, conscientes de la importancia de nuestro cometido.

—¿Entonces se volvieron? —preguntó Gultec.

—No, continuaron su avance. Nosotros hicimos lo mismo, con la intención de situarnos por delante de la columna. Entonces vimos una cosa horrible; se parecía a los hombres-insecto sólo que era toda blanca, pálida como un gusano. Tenía la cara de una mujer. —La voz del hombre se llenó de horror al recordar la escena.

»Levantó una mano y dijo una palabra. Vimos una pequeña burbuja de fuego, apenas un poco más grande que una canica, que flotaba hacia nosotros desde su dedo. Y entonces el mundo se convirtió en un infierno, con lenguas de fuego por todas partes, que abrasaban los árboles y mataban a los hombres. Por la gracia de los dioses, el fuego sólo me rozó, y esto me salvó la vida. Todos los demás fueron consumidos por el fuego, y, cuando se apagaron las llamas, sus cuerpos eran como trozos de carbón.

—¿Has dicho que el ser blanco fue el causante? —Gultec había escuchado los comentarios acerca de que había un hombre-insecto blanco entre las hormigas. También recordaba otra criatura blanca, la hechicera albina de la Legión Dorada, que había incinerado a un centenar de valientes Caballeros Águilas con una magia similar. Aquel ataque, acompañado de la súbita aparición de la caballería, había significado la derrota de los defensores de Ulatos y la conquista de Payit por parte de los legionarios.

Una vez más, el Caballero Jaguar expresó su descontento con un gruñido. Contempló el paso de la columna itza, a los ancianos y a las mujeres que ayudaban a los niños, sin dejar de vigilar atentamente la retaguardia. Pasarían muchas horas antes de que pudieran llegar al otro valle de la cordillera, y había muchos otros valles hasta el paso.

—Nos enfrentamos al riesgo de un desastre total, si no hacemos alguna cosa —declaró—. Reúne a todos los guerreros. Nos encontraremos al final de la columna. —Su tono de voz no daba pie a muchas esperanzas. El plan, nacido de la desesperación, le pareció a Gultec una auténtica locura mientras se preparaba para ponerlo en práctica. Sabía que los itzas carecían del entrenamiento y la experiencia guerrera que hacía falta en estos momentos.

Al mismo tiempo se sentía orgulloso y también culpable, al ver la voluntad de aquellos hombres por cumplir sus órdenes; pero no tenía más alternativas.

—Cuando las criaturas avancen, las atacaremos.

Poshtli no tenía hambre ni sed. No había noche, y en ningún momento la niebla gris daba muestras de ser menos densa o de dispersarse. No obstante, sabía que habían pasado muchos días desde que él y Qotal habían escapado del templo de Tewahca.

Durante todo aquel tiempo, había cabalgado en los hombros del enorme dragón. Acurrucado entre el brillante y suave plumaje, no había sentido peligro ni experimentado ningún deseo. No había hablado, ni la Serpiente Emplumada había mantenido comunicación con él. Lo dominaba una sensación de paz intemporal, y le daba igual dónde estuvieran o hacia dónde se dirigían. Su cuerpo humano era como un viejo amigo.

Por fin, comprendió que esta sensación de éxtasis debía desaparecer. Sintió algo que no era aburrimiento, sino una inquietud que lo impulsaba a hablar o hacer algo.

—¿Dónde estamos? —preguntó, en voz baja y serena.

Volamos a través del éter, lejos del plano humano.

La respuesta apareció en su mente con toda claridad, e incluso casi pudo imaginar que había sido expresada con una voz firme y pausada. Sin embargo, no había existido ningún otro sonido excepto el de su propia voz.

—¿Por qué estoy aquí contigo? —quiso saber Poshtli.

Admiro tu valor. Estabas dispuesto a morir por mí en la batalla. Perdimos aquel combate, pero habrá otro.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

La mujer, la Hija de la Pluma, es muy sabia. Ella sabrá dónde se librará la próxima batalla, e irá allí. Nosotros esperaremos a que llegue, y entonces desafiaré a Zaltec una vez más.

Y triunfaré.

Poshtli quería formular más preguntas, hablar de los detalles de su entrada en el mundo. Por unos momentos, pensó en la duración de la espera, o en el tiempo transcurrido desde que había entrado en la niebla que Qotal llamaba «éter». Pero algo en el tono mental del dragón lo desanimó a seguir interrogándolo, y se acomodó otra vez entre las plumas.

Sospechó que tendría tiempo suficiente para hacer éstas y todas las preguntas que se le ocurrieran.

Un escuadrón de dos docenas de águilas volaba muy alto, detrás de la nube de polvo que se movía por la superficie del desierto. En tierra, Cordell y catorce jinetes más marchaban al paso, con el fin de conservar sus fuerzas. El viaje hasta Puerto de Helm sería largo y fatigoso, pero ningún tramo sería más difícil que éste, la travesía de la Casa de Tezca.

Durante la primera semana avanzaron hacia el norte, retrocediendo por la ruta de la huida y detrás de las huellas de la horda de la Mano Viperina, que, al parecer, regresaba a Nexal. Había agua de sobra en este camino, y disponían de comida suficiente al menos hasta que pudieran alcanzar zonas fértiles.

Ahora, se habían desviado hacia el noreste para evitar la retaguardia del ejército enemigo, que avanzaba a menor velocidad, y para seguir una ruta más directa hacia las tierras de Payit. Chical y las demás águilas les servían de ojos, y, según sus informes, les faltaba otra semana de marcha hasta las fértiles tierras de Pezelac.

Después de cargar a los caballos con toda el agua que podían soportar, los hombres iniciaron la travesía, midiendo cuidadosamente sus raciones del precioso líquido. Cordell, acompañado por el capitán Grimes, el asesor Kardann y doce legionarios, cabalgaba hacia Puerto de Helm. El resto de la legión y sus aliados kultakas marchaban en dirección al mar.

Estaba en manos de los dioses, o del destino, el que volvieran a encontrarse alguna vez.

—Gultec, es necesario que hable contigo ahora mismo —dijo Zochimaloc con una autoridad desacostumbrada.

A pesar de la creciente tensión ante la inminencia del ataque que se disponía a ejecutar, el Caballero Jaguar prestó atención a su maestro. A su alrededor, los guerreros de Tulom-Itzi permanecían ocultos entre los matorrales, a la espera de sus órdenes.

—Comprendo la importancia de este ataque, y sé que muchos guerreros itzas morirán en su transcurso —añadió el anciano.

Gultec asintió, un tanto inquieto ante la paciente mirada de Zochimaloc.

—Pero has de tener presente una cosa, discípulo y amigo mío —dijo el patriarca. Gultec enrojeció de placer. Nunca antes su maestro lo había calificado de «amigo»—. Preocúpate de sobrevivir a la batalla.

—¿Por qué me dices esto? —protestó Gultec—. ¡No puedo dirigir a los hombres en una batalla si, al mismo tiempo, he de velar por mi propia seguridad!

—Tú eres muy importante para nosotros, para toda Maztica. Quizá más importante de lo que piensas. Si mueres ahora, perderíamos todo aquello que has ganado para nuestro pueblo. No tendríamos esperanzas de futuro.

—¿Qué es lo que he conseguido? —replicó el Caballero Jaguar—. Hasta ahora, tu ciudad ha sido saqueada, tu pueblo escapa a través de la selva, y ahora se encuentran enfrentados al desastre. Sabes que debemos desviar a las hormigas, o, al menos, conseguir demorar su avance. En caso contrario, no llegaremos nunca al paso de las montañas. ¡No habrá futuro para los itzas!

—Por favor, no me pidas explicaciones —respondió el maestro—, y prométeme que tendrás cuidado, que no olvidarás mis palabras.

Una vez más, Gultec fue consciente del profundo y paciente poder de su mentor. El guerrero no sabía qué encarnaba esta fuerza, además de la inteligencia y la sabiduría, pero lo interpretaba como un poder majestuoso al que sólo se podía obedecer.

—No me olvidaré —prometió Gultec—. Ahora, debo dirigir el ataque.

—Que tengas suerte en el combate, hijo mío.

—Haré todo lo que esté a mi alcance, abuelo —contestó Gultec con una reverencia.

Se volvió hacia sus guerreros. Los grandes corpachones rojos de las hormigas asomaron en la distancia, entre el matorral. El eco de las palabras de su maestro todavía resonaba en sus oídos, cuando Gultec, con el corazón acongojado, ordenó avanzar.

El agudo aullido de un millar de gritos de guerra rompió el silencio de la selva, como un anuncio del ataque contra la cabeza de la columna comandada por Darién. Las enormes hormigas, que marchaban de ocho y diez en fondo, no vacilaron ni por un instante, y continuaron su desfile como si no ocurriera nada.

La primera fila recibió el ataque de las lanzas y hachas de los itzas, y sucumbió ante sus golpes. Sin perder un segundo, los hombres se encararon con la segunda, y después con la tercera. Los insectos que venían más atrás apartaron con sus enormes patas los cuerpos destrozados de sus compañeras, mientras sus ojos buscaban al enemigo para acabar con él. Por su parte, los humanos se desplegaron por los flancos y prosiguieron con su ataque hasta que forzaron a las hormigas a dispersarse.

Muy pronto, el terrible coste de esta táctica se hizo evidente, y la sangre humana empapó la tierra del bosque. Las hormigas reaccionaban con una precisión mecánica, y atacaban a todo aquel que se les ponía delante, para después proseguir su marcha por donde no había obstáculos. Pero, a pesar de las bajas, los guerreros itzas redoblaban sus ataques.

Por fin, la táctica de Gultec dio sus frutos, y la confusión se extendió por toda la columna enemiga. Las hormigas corrían de un lado a otro tropezando entre sí, y, cuando encontraban el cuerpo destrozado de alguna, recogían los trozos y los llevaban hacia la retaguardia. Otras avanzaron a izquierda y derecha, y en cuestión de minutos las hormigas deambulaban por el bosque sin orden ni concierto.

Los guerreros se lanzaban contra los monstruos e intentaban hacer blanco en los ojos, o cortar los cuerpos en las junturas de los segmentos a golpes de hacha. La espantosa batalla se extendió a la sombra de la cubierta vegetal, y por todas partes se veían caer los cuerpos de hombres y de hormigas.

—¿Qué pretenden los humanos? —preguntó Darién, que se encontraba junto con las demás drarañas cerca del final de la columna. El ataque la había pillado por sorpresa, pero no la preocupaba; sólo sentía curiosidad. Confiaba plenamente en la superioridad de su ejército para acabar con los guerreros.

La orden telepática de la draraña, que no quería dejar pasar la oportunidad que le ofrecía este combate, llegó a sus criaturas.

¡Matad, mis soldados, matad!

El ejército de hormigas se adelantó, al tiempo que se desplegaba en un amplio abanico para responder a los ataques de los humanos que las acosaban desde todas las direcciones. Los insectos pasaron sobre los cadáveres de sus compañeras y fueron en busca de carne humana.

—¡Hittok! ¡Adelante! ¡Atácalos con los misiles de fuego! ¡Llévate a los arqueros! ¡En marcha! —Darién gritó la orden a su lugarteniente, y la grotesca criatura se lanzó a cruzar la columna, y, gracias a la velocidad que le proporcionaban sus ocho patas, adelantó rápidamente a las hormigas. Las otras drarañas lo siguieron y comenzaron a disparar sus negras flechas contra los guerreros.

Por su parte, Darién musitó la fórmula de un encantamiento para hacerse invisible y, a continuación, se trasladó hasta uno de los flancos del ejército humano con el hechizo de teletransporte.

Una vez allí, y siempre protegida por su manto de invisibilidad, se acurrucó entre los matorrales y observó la batalla por unos instantes. Después, levantó una mano y apuntó a los itzas.

¡Kreendiash! La palabra mágica descargó el poder de la magia en forma de energía explosiva.

Un rayo amarillo brotó de su mano para abatirse sobre las filas de los guerreros humanos. Los hombres soltaron terribles alaridos de pánico y dolor cuando el rayo les laceró las carnes mientras que otros se desplomaban muertos, abrasados por el calor infernal de la magia, sin tener tiempo siquiera de gritar. El rayo produjo una amplia franja de destrucción, y arrasó la vegetación y a cuantos seres humanos y hormigas encontró en el camino.

Darién repitió el hechizo, y otro rayo siguió al primero. También las flechas disparadas por las drarañas provocaban una gran mortandad entre los itzas. La maga albina se estremeció de gozo. Contempló los efectos producidos por sus rayos, y sintió una alegría que no experimentaba desde sus tiempos de drow.

¡Avanzad! ¡Matadlos a todos!

Las hormigas respondieron a la orden, y avanzaron como una ola mortal, rompiendo el ataque de los itzas. Los hombres gritaron aterrorizados y de dolor mientras las poderosas mandíbulas de los insectos se cernían sobre ellos para hacerlos pedazos.

Darién vio a un guerrero vestido con la piel de un jaguar, e instintivamente adivinó que aquél era el autor de la muerte de Dackto. Levantó una mano, y un rayo de energía mágica, esta vez con la forma de una saeta de luz, voló de su dedo. Alcanzó al guerrero en el hombro izquierdo, y la fuerza del impacto lo hizo girar como una peonza antes de tumbarlo al suelo.

La draraña le apuntó otra vez. Se escuchó un chasquido, y una segunda flecha mágica brotó de su dedo. Pero, en esta ocasión, antes de que el dardo alcanzara su objetivo, un grupo de guerreros cubrió con sus cuerpos al caído. La flecha alcanzó la espalda de uno de los nativos y lo mató en el acto. Darién chilló de rabia al ver que su presunta víctima desaparecía en el bosque, protegida por el escudo humano de sus compañeros.

Más furiosa que antes, descargó nuevos rayos, aunque sin los resultados de antes; los humanos ya habían escapado hacia las profundidades de la selva. Las hormigas, rota su formación, se limitaban ahora a perseguir blancos individuales y, cuando conseguían acorralar a un hombre, lo hacían pedazos entre todas.

Muchos guerreros consiguieron escapar, pero la cantidad de cadáveres abandonados en el campo de batalla eran numerosos. Darién contó satisfecha varios centenares de cuerpos caídos entre los restos de las hormigas. Los insectos se dedicaron a devorar los despojos, y esto permitió que los pocos humanos rezagados consiguieran ponerse a salvo.

Hittok y las demás drarañas se acercaron a Darién, con el andar parecido al de un cangrejo que a ella le resultaba francamente repulsivo. Contó cuántos eran y comprobó que no habían sufrido bajas.

—¡Se escapan! —gritó Hittok, señalando hacia el bosque—. ¡Debemos perseguirlos!

Darién hizo un gesto para pedirle calma, y una sonrisa helada le iluminó el rostro.

—¡Déjalos que se vayan! —respondió—. ¡Mañana continuaremos con la matanza!

De las crónicas de Coton:

Confuso por los actos de los dioses.

Lotil continúa con su trabajo de pluma. Su tapiz toma forma lentamente ante nosotros, aunque todavía no puedo decir si lo que crea es una flor, un pájaro o una bella mariposa. Quizás introduzca a los tres en el diseño, una obra de arte tan viva como sus temas.

Es una auténtica maravilla ver la habilidad de este hombre, observarlo en la creación de algo que es la evidencia de la gloria sublime de los dioses…, o de Qotal, que nos dio la pluma.

Al mismo tiempo, percibo la fuerte presencia del mal mientras Zaltec emerge de su sueño. Se ha recobrado de la batalla contra su hermano, y una vez más vuelve a pensar, a planear y a moverse.

Y, mientras urde sus planes, sabe que Qotal sólo tiene una oportunidad más, y entonces deduce cuál será el lugar donde intentará regresar al Mundo Verdadero.

Presiento que el mal se mueve hacia Payit, donde se preparará para el enfrentamiento final con el Dragón Emplumado.