Los caminos a Payit
El jinete dejó un rastro polvoriento a través del fondo del valle marrón, una nube flotante de polvo seco que se podía ver desde muchos kilómetros de distancia. El capitán general permaneció encaramado en el terraplén más elevado, con la mirada puesta en la nube de polvo; tenía la esperanza de que fueran buenas noticias.
A medida que el jinete se aproximaba a la cresta fortificada, el comandante descendió del terraplén, desde donde había inspeccionado la construcción de nuevas trincheras. Reconoció a Grimes y lo recibió al pie del fortín.
—¿Qué habéis descubierto? —le preguntó Cordell, sin darle tiempo a desmontar.
—Las águilas tienen razón —respondió el explorador. Se deslizó de la montura y estiró los músculos, envarados después de la larga cabalgata—. Se han ido. Al parecer, se encaminan de regreso hacia el norte.
—¡Excelente! —Cordell palmeó al hombre en la espalda—. ¡No sé cómo hemos hecho para derrotarlos, pero lo conseguimos! —Se volvió con la intención de reanudar su inspección, pero se detuvo al oír un carraspeo de Grimes.
—Eehh…, general…
—¿Sí? —Cordell miró a su capitán de lanceros.
—Algunos de los hombres…, quiero decir…, hay una cosa que quisiera preguntar. Ahora que ya no tenemos una pandilla de orcos pisándonos los talones, ¿tiene algo decidido respecto a regresar a casa? Ha pasado más de un año, y algunos de los compañeros tienen sus familias en Amn. Además, después de haber perdido el oro, no parece tener mucho sentido que permanezcamos aquí.
Cordell pensó durante unos momentos antes de contestar, aunque la pregunta no lo había pillado por sorpresa.
—Puede hacer correr la voz —respondió—. Tan pronto como acabemos nuestro trabajo aquí, nos pondremos en marcha. No estoy preparado para aceptar la pérdida de todas nuestras ganancias; no obstante, es hora de pensar en el regreso. No tardaremos mucho.
—Gracias, señor —dijo Grimes. Saludó al comandante y se llevó al caballo para que pudiera beber en el lago.
Cordell observaba al capitán, cuando vio que Chical venía en su dirección. El Caballero Águila vestía su capa de plumas blancas y negras, y el casco de madera, que imitaba la cabeza del ave, sombreaba su cobrizo rostro, en el que se reflejaba una expresión pensativa.
—Capitán general, tengo una información que le interesará —anunció Chical en cuanto se reunió con Cordell. Los modales del Caballero Águila parecían reflejar una cierta prevención.
—¿Sí? ¿De qué se trata? —El comandante podía hablar cada día mejor el nexala, y ahora empleaba el idioma nativo para comunicarse con sus aliados.
—Como sabe, las águilas han volado por todo el Mundo Verdadero para vigilar los movimientos de la horda de la Mano Viperina, y también para explorar las otras regiones y saber el alcance de la catástrofe.
—Lo sé. ¿Han encontrado algo importante? —Cordell estudió al cacique, intrigado por su reserva.
—Sí. Carac, uno de mis más fuertes y leales guerreros, acaba de regresar de un vuelo muy largo. Viajó hasta Payit, donde vio la ciudad de Ulatos y el fuerte que construiste allí cerca.
—¿Puerto de Helm? ¿Todavía se mantiene en pie? ¿Están vivos mis hombres? —Había dejado una guarnición integrada por varias docenas de hombres, aunque no eran suficientes para defender el fuerte con éxito, si sufría un ataque en toda regla. Había confiado en que la aplastante victoria que la legión había logrado sobre los payitas serviría de ejemplo para evitar cualquier agresión.
Ahora, desde luego, todas estas suposiciones habían perdido valor. Aquel puñado de soldados no constituían ningún riesgo para los guerreros payitas si decidían rebelarse contra sus conquistadores. El pensar que la guarnición de Puerto de Helm pudiese estar en peligro hizo hervir la sangre del comandante. Con un gran esfuerzo controló sus emociones, para escuchar las informaciones de Chical.
—¿Vuestros hombres? No sé nada de ellos. Pero Carac dice que han llegado muchos más de vuestra gente: toda una flota de inmensas canoas iguales a las que os trajeron a vosotros. Han desembarcado en Puerto de Helm.
—¿Más de mi gente? ¿Soldados? —La noticia sacudió a Cordell como la descarga de un rayo. Casi había olvidado por completo que existía un mundo más allá de Maztica, un mundo de magia, acero y poder que ahora le parecía un sueño lejano—. ¿Cuántos son? ¿Qué es lo que vio Carac?
—Contó veinticinco grandes canoas. En el campo, delante de Puerto de Helm, hay unos cien caballos. Y muchos soldados de camisas plateadas bajan de las embarcaciones. Puede que haya más, pero esto es lo que vio.
—Un nuevo ejército, ¿aquí en Maztica? —Cordell fue incapaz de ocultar su asombro. «Un ejército más grande —pensó—, quizá con el doble de tropas que las de mi legión cuando llegamos a Maztica, hace ya un año».
—¿Has sido tú quien los ha llamado? —preguntó Chical, con un tono cargado de sospechas.
—¡No! —Al capitán general no se le ocurrió mentir, mientras su mente se llenaba de preguntas y posibilidades. ¿Quiénes podían ser estos hombres? ¿Cómo habían sabido dónde estaba Puerto de Helm? ¿Quién era su comandante? Y, tal vez lo más importante: ¿eran aliados o enemigos?
»No sé quiénes son. No los he llamado, pero tal vez los hayan enviado en mi ayuda los mismos que financiaron mi expedición.
El comandante se volvió y echó a andar hacia el fondo del valle, donde se construía Tukan. Chical se apresuró a acompañarlo.
—En cualquier caso —le explicó Cordell, sin dejar de pensar—, tengo que reunirme con ellos lo antes posible.
«Tengo que asegurarme de que contaré con su ayuda —pensó—, que no se quedarán con lo poco que he ganado y todavía conservo». Planes y sospechas se confundían como un torbellino en su mente. «Con un nuevo ejército, con tropas de refresco, podría ser que mi misión no acabe en fracaso».
Chical permaneció junto a Cordell, sin abandonar sus recelos, mientras al comandante llamaba a sus legionarios y al cacique de los kultakas, Tokol. Los convocados comenzaron a reunirse en el gran prado que, en el futuro, se convertiría en la plaza mayor de Tukan.
Antes de que se reuniese toda la asamblea, Chical llevó a un lado a Cordell, con una expresión muy seria en su semblante.
—Tú y yo hemos luchado juntos, y también hemos luchado el uno contra el otro. —La voz del Caballero Águila era firme, y la mirada de sus negros ojos no se desviaba de los ojos de Cordell—. Quiero que sepas una cosa, mi nuevo aliado: si aquél es un nuevo ejército, traído aquí para hacer la guerra en mi tierra, lucharemos contra él palmo a palmo. Y, en esta ocasión, nuestra lucha no se verá contenida por los caprichos de Naltecona.
—No miento, y te digo que no sé quiénes son aquellos hombres o por qué han venido. Pero te puedo prometer una cosa: si logro llegar hasta ellos y conseguir que me sigan, también serán tus aliados.
Chical no apartó su mirada, y el capitán general se inquietó ante la profundidad del estudio a que se veía sometido.
—Rezaré para que hayas dicho la verdad —respondió por fin el cacique.
—Tenemos que trazar un plan, y ahora necesito tu ayuda. —El tono de Cordell no reflejó su nerviosismo—. Tú y tus águilas habéis volado sobre la mayor parte de este territorio. ¿Podrías dibujar un mapa más o menos aproximado de la costa más cercana?
Con la punta de su daga, Chical trazó un bosquejo en el suelo.
—Ésta es la tierra de Payit —explicó—, y aquí debajo se encuentran las selvas del Lejano Payit, que se meten como un pulgar en el mar. Y el sector de agua que limita, entre el desierto y la selva, se llama el Mar de Azul.
—¡Bien! —exclamó Cordell, al ver que la costa se curvaba hacia adentro, bordeando el gran desierto en la mayor parte de su extensión—. Llevaré conmigo a todos los hombres que dispongan de caballos, y cabalgaremos hacia Puerto de Helm —le dijo al capitán de los Águilas—. Si tú y tus caballeros queréis volar con nosotros, no tardaríamos en reunimos con aquellos hombres. Entonces podremos enterarnos de sus planes, y ver cómo podríamos hacer para que encajen en los nuestros.
—No puedo retirar del valle a todos mis Águilas —contestó Chical, después de pensar en la propuesta por unos segundos—. El peligro todavía es demasiado grande. Pero algunos de nosotros te acompañaremos, y ya veremos si es como tú dices.
—Muy bien. No os pido más. —Cordell le volvió la espalda, y se sorprendió al ver que el asesor de Amn, Kardann, había estado a un paso de ellos. El regordete rostro del contable mostraba una expresión de entusiasmo y esperanza.
—¡Ha llegado el rescate! —susurró el asesor, entusiasmado—. ¡Han venido a buscarnos! ¡Estamos salvados!
—Han venido por algún motivo —admitió Cordell—. Pero no estoy muy seguro de sus intenciones.
—¿Por qué iban a venir si no? Supongo que iréis a su encuentro, para que nos acojan bajo su protección, ¿no es así?
El capitán general miró al hombrecillo, sin disimular su disgusto. Kardann había estado con él desde el momento en que habían emprendido la expedición, como representante de los príncipes mercaderes que habían financiado la aventura. Nunca le había caído simpático, y su comportamiento durante la conquista, la derrota sufrida en Nexal y la retirada no lo había hecho cambiar de opinión.
—Desde luego que iremos allí, aunque lo haremos con todas las precauciones; un pequeño grupo se encargará de averiguar sus intenciones. Si han venido con el propósito de ayudarnos, excelente, pero primero tenemos que saber si su cometido no es otro.
—Pero… —La protesta de Kardann murió en sus labios. Asintió deprisa, ocultando una sonrisa de astucia, antes de volver a mirar al capitán general—. Sin duda, es una actitud muy sensata. Quisiera solicitar un favor. ¿Me permitiréis que os acompañe en vuestro regreso a Puerto de Helm?
Cordell frunció el entrecejo. Tenía muy pocas ganas de soportar la presencia constante del hombre, pero comprendió que, en su condición de representante de los príncipes de Amn, Kardann podía resultar de utilidad en cualquier negociación con los jefes de la fuerza expedicionaria. Y todas sus objeciones tenían que dejarse de lado ante el hecho más evidente e importante para él: los recién llegados debían aceptar su condición de comandante. No podía subordinar su tropa, por escasa y maltrecha que fuese, a las nuevas. En este sentido, Kardann podía resultar un factor clave. Los planes comenzaron a cuajar en su mente. Inquieto, se paseó abstraído mientras se preparaba para adoptar sus primeras acciones.
Cuando todos los legionarios y los jefes kultakas hicieron acto de presencia, Cordell se volvió para dirigirles la palabra. Les hizo un rápido resumen de las noticias traídas por Carac. Los soldados estallaron en vivas y aplausos al escuchar que un ejército de compatriotas había desembarcado en el Mundo Verdadero. Si alguno de ellos compartía las preocupaciones y dudas del general acerca de los propósitos de la nueva expedición, se las guardó para sí mismo. Después, guiándose por el mapa de Maztica que le había dibujado Chical, Cordell comenzó a dar las órdenes pertinentes.
—Los lanceros se prepararán para una cabalgada muy larga; cruzaremos el continente de regreso a Puerto de Helm. Nuestro objetivo será llegar al fondeadero, donde nos esperan las naves. —El comandante estudió los rostros de sus hombres, mientras hablaba con un tono de absoluta confianza. Ellos le devolvieron la mirada, entusiasmados por el plan que les prometía la posibilidad de poder regresar a la Costa de la Espada.
—Quiero que los infantes y tú, Tokol, con tus kultakas, marchéis en dirección al sudeste. Llegaréis a la costa de un mar tropical. Seréis una fuerza de cinco mil hombres.
Una vez más, los legionarios gritaron de alegría. Ninguno planteó preguntas o dudas, y, en realidad, Cordell no las esperaba.
—Tengo la intención de enviar a la flota de Puerto de Helm (en total son veinticinco navíos, según el informe de nuestro buen Águila) a que navegue a lo largo de la península payita. Se encontrarán con vosotros en la costa, y, de inmediato, embarcaréis para regresar al fuerte. Una vez reunidos todos, y debidamente pertrechados, podremos enfrentarnos a la Mano Viperina. —«O a cualquier otro posible enemigo», añadió Cordell para sus adentros. No tenía del todo claro cuáles serían sus objetivos futuros. Sólo sabía que ahora contaba con unas posibilidades con las que ni siquiera habría podido soñar unos pocos días antes.
»Los guerreros de Nexal permanecerán aquí —prosiguió—. No podemos olvidar la amenaza que nos acecha por el norte. No obstante, creo que con las fortificaciones en los riscos y una buena vigilancia, Tukan no correrá grandes peligros.
»Entonces, cuando hayamos reunido todas nuestras fuerzas, estaremos en capacidad de reclamar Maztica para toda la humanidad.
Los vítores de los legionarios atronaron en el valle, y esta vez los mazticas se unieron a ellos.
—No me importa en lo más mínimo que sea salada —afirmó Halloran, con un ademán que abarcaba la brillante superficie del Mar de Azul—. Es agua, y mucho más fresca que el aire.
—No te lo niego; sin duda es mejor que el maldito desierto —coincidió Daggrande. Señaló la larga columna de enanos que marchaban delante de ellos—. Cómo pueden vivir en ese agujero del infierno es algo que me supera.
El trío protegía la retaguardia del grupo mientras caminaban por la playa de arena. Un poco más adelante, Erixitl cabalgaba a Tormenta y los dos ancianos, Coton y Lotil, marchaban a la grupa de la yegua.
A la izquierda, el árido terreno del desierto se extendía hasta los confines del horizonte, pero esta vez la columna no sufría tanto los rigores del calor, pues desde las aguas del Mar de Azul, a su derecha, recibían una brisa fresca. Además, caminar por la arena resultaba mucho más fácil que por el suelo pedregoso que habían recorrido hasta entonces.
Este último hecho tenía una importancia especial para Halloran, que cada día estaba más preocupado por el bienestar de Erixitl y del hijo que crecía en su vientre. A través del desierto, a lo largo de las muchas semanas de marcha hasta llegar al mar, ella había caminado sin desmayo. No obstante, la dureza del viaje se había cobrado su tributo, y, a pesar de que la mujer había intentado ocultar sus momentos de flaqueza, su marido no los había pasado por alto.
Había protestado sin mucho entusiasmo cuando él insistió en que cabalgara la yegua, y ahora pasaba gran parte de la jornada en la silla. Lotil había disfrutado de esta ventaja en las partes más duras del desierto, pero ahora, en la suave arena de la playa, el ciego podía moverse sin tantas dificultades. El anciano había demostrado una resistencia admirable durante todo el peregrinaje, y sólo había necesitado caminar con una mano apoyada en un compañero o en el animal para no extraviar el camino.
Halloran sabía que los rigores de la travesía habían sido muy duros para Erixitl, si bien los había soportado sin muchas quejas. En ningún momento había hecho mención a la terrible pena de tener que renunciar a su amuleto de plumas, que la había acompañado desde la niñez. No sólo había sido un regalo de su padre, sino también un amuleto dotado de poderes mágicos que, en más de una ocasión, les había salvado la vida. Gracias al amuleto, que ella había entregado como ofrenda a los dioses, habían podido cruzar con bien las salas de los espíritus.
Lotil todavía cargaba con el atado de pluma, y cuando se detenían, con la puesta de sol, añadía unas cuantas plumas a la trama de algodón. Todavía no se podía apreciar cuál sería el dibujo definitivo, pero Halloran veía los colores brillantes y percibía la belleza del pequeño trozo tejido hasta el momento.
Hal volvió su atención a sus compañeros, y escuchó las respuestas de Daggrande a las preguntas que le formulaba Jhatli acerca de los enanos del desierto.
—Luskag me contó una historia, al menos la parte que conocen.
El rudo legionario había descubierto que, a pesar de las grandes diferencias en sus antecedentes, los enanos del desierto y él hablaban la misma lengua, con sólo pequeñas variaciones. Había pasado muchas horas de conversación con los caciques, intercambiando relatos y experiencias con sus primos del Mundo Verdadero.
—Ocurrió después de la guerra contra los drows; una de las tantas guerras que los enanos han tenido que mantener contra ellos a lo largo de los siglos. Una cosa que llaman la Roca de Fuego destruyó las cavernas y túneles que los conectaban con el resto del mundo de los enanos. Debió de ser la erupción de un volcán subterráneo, o un terremoto.
»En cualquier caso, pensaron que todos los drows habían muerto, y que el hecho de encontrarse aislados para siempre de su pueblo era un precio mínimo si con ello se veían librados para siempre de su peor enemigo. Al parecer, ésta ha sido su primera batalla desde aquellos tiempos remotos.
—Por ser una gente sin experiencia, lo han hecho muy bien —afirmó Halloran. Conservaba bien claro el recuerdo de la oportuna llegada de los enanos del desierto, cuando, hacía ya dos meses, se habían enfrentado a los trolls en una pelea que había estado a punto de costarles la vida a todos los integrantes del grupo.
Ahora marchaban con los enanos como aliados, y disfrutaban con su compañerismo sano y su insaciable curiosidad. A la amistad se unía el respeto ante la eficacia de aquellos seres para soportar la dureza de la vida en la Casa de Tezca. Al día de un calor intolerable lo seguía una noche helada y de corta duración. El agua a su disposición la suministraba un cacto rechoncho que los enanos parecían poder oler a kilómetros de distancia. Los poderes mágicos que tenía Coton, gracias a su condición de clérigo, también habían aportado un poco del precioso líquido y casi toda la comida que habían compartido entre todos.
El ataque que había sufrido la columna, por parte de una pareja de lagartos de fuego, sirvió para cimentar los vínculos de los humanos con los enanos del desierto, porque todos demostraron en el combate una habilidad y un coraje dignos de la mayor admiración. Dos enanos habían perecido en el primer encontronazo, cuando las enormes criaturas, muy parecidas a los dragones, surgieron de improviso del interior de sus cuevas.
Los certeros disparos de Daggrande y Jhatli mantuvieron ocupada a una de las bestias, mientras Luskag guiaba a sus tropas en un rodeo para atacar a la segunda. Halloran, con un terrible golpe de su espada, cercenó la cabeza del primero, y los enanos, con sus hachas de plumapiedra, despanzurraron al segundo.
La lucha también los proveyó del único festín que habían gozado a lo largo de todo el camino. Descuartizaron a los lagartos y asaron la dura carne, que devoraron imaginando que era el más delicioso de los manjares.
—¿Y por qué los hombres peludos marchan ahora con nosotros hacia los Rostros Gemelos? —Jhatli todavía intentaba hacerse una idea del enorme territorio de Maztica. Si bien había vivido allí toda su vida, hasta hacía tan sólo cuatro meses nunca había salido del valle de Nexal.
—La historia añade que tuvieron una especie de visión colectiva, en un lugar que llaman la Piedra del Sol —explicó Daggrande—. Me gustaría poder verlo alguna vez; al parecer, es un lago, muy alto en la cima de una montaña, hecho de plata. —El enano sacudió la cabeza, asombrado—. Allí vieron una imagen de la oscuridad, con una flor de luz en el centro. Según Luskag, en el momento en que vieron a Erixitl comprendieron que ella era la flor. Por lo tanto, juraron ayudarla en su misión de hacer desaparecer las tinieblas.
Prosiguieron la marcha hacia el norte, detrás de la larga columna de los enanos, con la esperanza puesta en llegar a los Rostros Gemelos y poder comprobar que Erixitl no se había equivocado. Como una letanía, todos repetían en su interior que Qotal los esperaba, y que ellos serían capaces de ayudar al dios en su regreso al Mundo Verdadero.
Qué pasaría después, era algo que sólo sabían los dioses.
La espesura que rodeaba a Gultec ocultaba su posición al avance del enemigo. El Caballero Jaguar tensó su arco, apuntó a la hormiga que marchaba en la posición de líder, y disparó su flecha.
La saeta hizo diana en el ojo izquierdo del enorme insecto. La criatura retrocedió, con grandes sacudidas de sus antenas. Las otras hormigas aceleraron el paso y pasaron por encima de la compañera herida. La hormiga alcanzada por la flecha de Gultec entorpeció por unos momentos el avance de la columna, hasta que finalmente fue apartada entre los arbustos, a la vera del camino.
Media docena de hormigas gigantes corrieron en línea recta hacia donde se encontraba Gultec, y fueron recibidas con una lluvia de flechas. Detrás de su jefe, había una docena de arqueros de Tulom-Itzi, y varios de sus dardos hicieron blanco en los ojos de los insectos, que era su parte más vulnerable. Otras tres hormigas, heridas y desorientadas, comenzaron a dar vueltas sin saber qué rumbo tomar.
Sin perder un segundo, los humanos se esfumaron en el bosque, a lo largo del sinuoso sendero que les permitía avanzar a toda prisa. Gultec, como siempre en la retaguardia, se mantuvo a unos pocos metros de la primera hormiga, y aprovechó una última oportunidad para disparar su arco. Esta vez, la flecha rebotó en la durísima placa que protegía la cabeza, y el Caballero Jaguar se vio obligado a poner pies en polvorosa para salvar la vida.
Diez minutos más tarde, los hombres se detuvieron a descansar en un prado de hierba alta. Las hormigas no tardarían en alcanzarlos, si bien la experiencia les había enseñado que disponían del tiempo suficiente para reagruparse. Cuando los arbustos y el matorral bajo dificultaba la marcha, las hormigas podían moverse con tanta rapidez o más que un hombre. En cambio, en terreno despejado, los humanos sacaban amplia ventaja a las hormigas.
—¡Buena puntería! —anunció Gultec—. ¡Esta vez les hemos hecho daño!
—¡Pero son tantas! —protestó Keesha, uno de los mejores arqueros entre los itzas—. ¿Cuánto más podremos mantener este acoso? Cada vez nos jugamos el pellejo, y ¡no podemos detenerlas!
Ninguno olvidaba a las varias decenas de hombres que ya habían perdido la vida en la aplicación de estas tácticas de guerrilla. A pesar de sus pérdidas, el ejército de hormigas proseguía su marcha implacable, en persecución de los itzas que escapaban hacia el norte.
—Mañana estaremos en las montañas —explicó Gultec—. Es allí donde creo que podremos preparar una emboscada y acabar de una vez con muchas de estas bestias. —Miró a Keesha y a los demás, con un gesto comprensivo.
»Si la suerte nos acompaña —añadió—, quizá podríamos atraer a uno de sus líderes al frente. Creo que nuestra única esperanza para frenar a este ejército reside en atacar con éxito a los hombres-insectos.
A la vista de los frecuentes ataques procedentes del bosque, las drarañas al mando del ejército de hormigas se mantenían en la retaguardia. Si bien la nueva posición las protegía de las flechas, tenía el inconveniente de aminorar la eficacia a la hora de ordenar los avances y ataques de la horda de insectos. Cada vez que se iniciaba una acción de hostigamiento, las hormigas tendían a desviarse hacia el enemigo inmediato, y daban la oportunidad a los arqueros de poder atacarlas desde los flancos para apartarlas de su primer objetivo.
Un alarido —un espeluznante aullido de dolor— rasgó el silencio de la selva, y los guerreros se pusieron alerta. Este grupo sólo era uno de los muchos que acosaban a las hormigas, y el grito era la señal inconfundible de que alguna de las otras bandas acababa de pagar con la vida su heroico empeño.
—¡Adelante! —ordenó Gultec, llevando a sus hombres hacia el lugar de donde había provenido el grito. En esta ocasión, no contaban con la ventaja del sendero, pero no podían desperdiciar la oportunidad de realizar un ataque de diversión por el flanco.
Muy pronto escucharon el estampido de los árboles que se rompían y los crujidos de los matorrales aplastados al paso del ejército que se movía delante, y avanzaron con precaución entre la espesura. Unos segundos después, vieron los enormes cuerpos rojos, cuyos segmentos brillaban al recibir los rayos de sol que se colaban entre la frondosa cubierta de hojas. Las hormigas avanzaban de izquierda a derecha. Un resplandor de plumas les indicó la posición de los arqueros itzas, que se apresuraban a desaparecer en las profundidades selváticas.
Muy cerca sonó un grito áspero, y las hormigas siguieron la dirección que les indicaban. Gultec vio a uno de los hombres-insecto, que avanzaba bamboleándose sobre sus patas de araña. La criatura tensó su arco negro y disparó una flecha contra los arqueros en retirada. Entonces, gritó otra orden en su extraña lengua, para que los insectos comenzaran la persecución.
Al Caballero Jaguar se le aceleró el pulso. ¡Aquí tenía la oportunidad que esperaba!
—¡No disparéis hasta que Keesha dé la orden! —les dijo a sus guerreros—. ¡Intentaré acabar con aquél!
Gultec dio un salto, se sujetó a una rama, y se encaramó a un árbol. Su forma cambió a medida que avanzaba por la rama; sus manos y pies se transformaron en zarpas suaves y acolchadas, provistas de garras, que se adaptaban perfectamente a la rugosa superficie de la madera. Su casco de Caballero Jaguar se aplastó contra su cabeza, y de sus mandíbulas felinas dotadas de grandes colmillos surgió un profundo rugido. La piel moteada del animal se confundía con el color de las hojas, mientras Gultec esperaba, agazapado.
—¡Ahora! —Escuchó la orden de Keesha, y vio cómo una docena de flechas volaban desde el matorral para caer sobre las hormigas. Unas cuantas hicieron blanco en el hombre-insecto y rebotaron, sin hacerle ningún daño, en su camisa metálica negra. En otra ocasión, Gultec habría creído que se trataba de la piel de la criatura, pero sus experiencias con los extranjeros le habían enseñado los poderes de la armadura metálica. Ahora sabía que el caparazón negro estaba hecho de acero.
Ante este nuevo ataque, las hormigas sé movieron desconcertadas, hasta que su jefe les ordenó dar la vuelta y enfrentarse a la nueva amenaza. Gultec observó, satisfecho, que el hombre-insecto pasaría muy cerca de su posición.
Sin hacer caso de las hormigas que evolucionaban a su alrededor, los ojos amarillos del felino vigilaron atentamente el torso humano que se movía entre los monstruos. La draraña pasó junto al árbol, sin dejar de gritar órdenes en su extraña lengua, y las hormigas se internaron en el bosque detrás de la banda de arqueros que se retiraban a la carrera.
Entonces llegó el momento, cuando el hombre-insecto ya había pasado, con toda su atención puesta en lo que tenía delante. En silencio, el jaguar tensó los músculos y se lanzó en un salto formidable.
Gultec voló por el aire y aterrizó sobre la espalda de la draraña. El peso del felino hizo que el ser cayera a tierra, y el torso humano se retorció con frenesí mientras su oscuro rostro se volvía hacia su atacante.
La draraña alcanzó a soltar un solo grito, cuando vio las fauces abiertas de la fiera y sus terribles colmillos. Las garras de Gultec arañaron la coraza de acero al mismo tiempo que sus mandíbulas se cerraban alrededor del delgado cuello de la criatura. Mordió con fuerza, y se escuchó el chasquido de las vértebras rotas.
El cuerpo inanimado de la draraña quedó hecho un ovillo sobre la hojarasca. Como consecuencia de la muerte de su jefe, las hormigas comenzaron a moverse en círculos, presas de una gran agitación. Las más cercanas a Gultec intentaron atacarlo, sin éxito. Antes de que pudieran cerrar sus pinzas sobre la piel moteada, el jaguar volvió a tensar los músculos y, con un poderoso impulso de las patas traseras, saltó en una trayectoria vertical. Sus zarpas delanteras se engancharon a una rama, y, un segundo más tarde, ya se había encaramado.
Después saltó a otro árbol, alejándose de las hormigas, y en un abrir y cerrar de ojos desapareció en la selva.
Los compañeros y su escolta de enanos del desierto caminaron durante casi una semana por la suave y pelada costa norte, antes de ver las primeras muestras de vegetación. Primero se encontraron con una franja de una hierba pardusca que cubría las dunas y se extendía hacia tierra adentro. Después, comenzaron a abundar los arbustos espinosos, secos y castigados por los elementos.
Las dunas cedieron paso a las colinas junto a la costa, aunque la playa no presentaba muchas variaciones, y pudieron ver árboles en los valles formados por las alturas.
Finalmente, con el sol muy alto en otro de los típicos días calurosos y de cielo despejado, encontraron la prueba irrefutable de que habían dejado atrás el desierto.
—¡Un arroyo! —Jhatli, que se había adelantado a explorar el terreno, regresaba a la carrera para transmitir la noticia. Parecía mayor, si bien su rostro todavía se iluminaba con una alegría infantil por la buena nueva. Su cuerpo se había endurecido con la marcha, y había aumentado casi tres centímetros de estatura. Se podía ver el movimiento de sus músculos por debajo de la piel morena, y en los bordes de sus ojos habían aparecido las primeras arrugas.
Tormenta irguió las orejas al oler el agua fresca, y Halloran corrió a su lado, mientras la yegua trotaba transportando a Erixitl hacia el arroyo.
Llegaron a un pequeño estanque formado por la corriente antes de desembocar en el mar, y no perdieron ni un segundo en beber y bañarse. Cuando Coton, Lotil y los enanos se reunieron con ellos, ya todos habían bebido lo suyo y descansaban plácidamente a la vera del agua.
—El borde del país boscoso —comentó Luskag, contemplando con recelo la comente de agua. Señaló las colinas arboladas que se veían más allá—. Las montañas del Lejano Payit se encuentran en aquella dirección, hacia el noreste. Las dejaremos a nuestra derecha a medida que avancemos hacia el norte.
Durante unos cuantos días más, viajaron a lo largo de la costa, que ahora se había convertido en una playa arbolada, con llanuras, suaves colinas y bosquecillos. Poco a poco, eran menos los trozos de arena, y encontraban más estribaciones rocosas y pequeñas cuevas.
En compensación, la caza y el agua eran abundantes. La compañía avanzaba a buen paso, y nadie puso objeciones cuando Luskag les avisó que el camino se desviaba hacia el norte, alejándolos del Mar de Azul.
Se abrieron paso a través de valles cubiertos de hierba alta, y ubérrimos de frutos, bayas y maíz silvestre, y bordearon una infinidad de arroyos y lagos. Los enanos del desierto se desplegaron para explorar este nuevo entorno, y muy pronto se olvidaron de sus recelos a la vista de que había comida y agua por doquier.
Poco a poco, Erixitl recuperó sus fuerzas. Su piel, muy quemada y reseca por el desierto, volvió a mostrar la frescura y elasticidad de siempre. Cada día, su vientre parecía ir en aumento, y Halloran disfrutaba al percibir las patadas de su hijo. Había momentos en los que la pareja se olvidaba de su misión y de los muchos peligros que los aguardaban, y disfrutaban de la marcha, imaginando que era un paseo campestre; pero, por desgracia, tarde o temprano, la importancia de lo que había en juego era como una nube de tormenta, que los hacía volver a la realidad.
Al cabo de varias jornadas, después de dejar el mar a sus espaldas, se detuvieron más temprano que de costumbre, para que los enanos y Jhatli fueran de cacería. Mientras Coton y Lotil descansaban en el campamento, Hal y Erix salieron a dar un paseo por su cuenta. Era la primera oportunidad que tenían para estar solos, desde hacía mucho tiempo.
—Estas tierras son magníficas —comentó Halloran—. Hermosas y muy fértiles. Es extraño que no haya asentamientos humanos.
—No lo sé. Todavía no hemos llegado al territorio del Lejano Payit. De todos modos, siempre pensé que más allá no había otra cosa que desierto. Quizás esta región todavía no ha sido descubierta.
Esta posibilidad daba un toque de intriga e interés a su paseo. Por un rato, disfrutaron de la idea de que realizaban una exploración. No obstante, tras los esfuerzos que habían marcado los días anteriores, les pareció que no era correcto perder el tiempo, cuando todavía tenían que hacer tantas cosas importantes.
—Tengo la impresión de que nuestra vida se ha convertido en una sucesión de marchas interminables —dijo Erixitl con un suspiro—. No veo la hora en que podamos volver a tener un hogar y disfrutar de un poco de paz.
—No nos falta mucho para que el sueño se convierta en realidad. Estoy seguro de que, cuando nazca nuestro hijo, ya no tendremos necesidad de escapar de nuestros enemigos o de perseguir a los dioses.
—¿Cuándo crees que nacerá? —preguntó Erix—. Creo que he perdido la cuenta, aunque pienso que será menos de tres meses. —Ambos sabían que su cálculo no era muy ajustado.
Atravesaron un valle sombreado, con los prados llenos de hermosas flores, y se acercaron a una cornisa rocosa donde les había parecido ver un salto de agua. Sin prisas, caminaron por una zona de matorrales, y el ruido de la cascada, cada vez más próximo, les indicó que iban en la dirección correcta.
Cuando salieron otra vez a campo abierto, se encontraron en las orillas de un pequeño estanque, y pudieron contemplar la caída del torrente desde la cornisa.
—¿No es hermosa? —exclamó Erix. Halloran se deleitó en la contemplación de la catarata, que se iniciaba como una pincelada blanca en las alturas para transformarse en una nube de espuma tras chocar en las aguas transparentes al otro lado del estanque.
—Es el lugar con el que siempre hemos soñado —respondió sin alzar la voz. Sujetó las manos de Erixitl entre las suyas, y, por un momento, olvidaron el caos que reinaba en Maztica, para gozar únicamente de la paz y la soledad que les ofrecía este paraje de ensueño.
Un fugaz movimiento a un costado de la gruta que captó por el rabillo del ojo llamó la atención de Hal; se volvió, y en su rostro apareció una expresión de asombro al verse frente a frente con un guerrero con un tocado de plumas. El hombre iba desnudo, y tenía la cara pintada con rayas negras y rojas.
Y, lo que era más importante: el aborigen mantenía tensado su arco con una flecha apuntada a la cabeza de Halloran. El joven observó que la punta del dardo estaba bañada en una sustancia espesa de color marrón.
¡Veneno!
Sólo entonces advirtió que el hombre no llegaba al metro de estatura.
De las crónicas de Coton:
La creación de la Gente Pequeña
Cuando los grandes dioses crearon la humanidad, de acuerdo con los deseos de Qotal, Zaltec y sus hijos, hicieron al hombre alto y fornido, apto para la guerra y la caza. Sabían que, muy pronto, se convertiría en el amo de su mundo.
Pero los otros dioses —Kiltzi y sus hermanas menores— robaron el molde utilizado para hacer al hombre. Les pareció que sus hermanos habían escogido un modelo demasiado belicoso, y pensaron que el hombre era demasiado grande. Deseaban tener un juguete, una persona pequeña, que pudiese formar parte del bosque sin llegara ser su amo.
Así que las hermanas comenzaron a trabajar en su propio molde. Copiaron todo lo que pudieron de las formas creadas por sus hermanos, pero hicieron a sus humanos más pequeños, para que pudiesen servir de juguetes, sin muchas dificultades.
Y, cuando acabaron de hacer a la Gente Pequeña, las hermanas de los dioses los dejaron libres en las profundidades de los bosques, donde podrían pasar inadvertidos para siempre de la atención de los humanos mayores. Les enseñaron a cazar, a pescar y a poblar los bosques, pero no a que se convirtieran en sus amos.
La Gente Pequeña prometió su obediencia, y nunca faltaron a su palabra.