Cazadores en la selva
Halloran pensó que ésta debía de ser la fiesta de la victoria más extraña que se hubiese celebrado nunca. Los compañeros estaban sentados en la arena bajo el cielo del desierto, con su inmaculada cúpula de estrellas que iba de un extremo al otro del horizonte, y rodeados por un millar de enanos. No habían encendido ninguna hoguera a pesar del frío de la noche, y la conversación con sus nuevos aliados se desarrollaba en susurros.
Luskag, el jefe de los enanos del desierto, había aportado a la fiesta varios barriles de una cerveza amarga, mucho más fuerte que cualquier otra bebida que hubiese probado Hal en Maztica. Los nativos habían formado corros y bebían cerveza, mientras se calentaban con el recuerdo del triunfo.
Jhatli divertía a los enanos con sus saltos y cabriolas, mientras relataba a cualquiera dispuesto a escucharlo su habilidad con el arco, demostrada con la mortífera lluvia de flechas que había disparado a los trolls. El joven adornaba su historia con gritos y más saltos, y los guerreros reían con el espectáculo.
Entretanto, Daggrande y Luskag conversaban en la lengua que los unía, y compartían una jarra de la fuerte bebida. Hal se preguntó, soñoliento, si serían capaces de beberse la jarra entera. Él sólo había probado unos sorbos, y sentía que las piernas no lo soportarían si pretendía levantarse.
—Sí —le dijo al enano del desierto, que, con una sonrisa de oreja a oreja, permanecía en cuclillas a su lado—. Tomaré otro trago. —La bebida le hizo arder la lengua como una ortiga picante y abrió un sendero de fuego en su garganta, para después convertirle el estómago en una hoguera, que lo calentaba con su tibio calor.
Daggrande caminó hacia él con paso firme, pero Hal pudo ver que los ojos de su amigo parecían desenfocados y que sus mejillas habían adquirido un tono carmesí.
—Ésta ha sido la primera batalla de su vida —explicó el enano, desplomándose junto a su camarada.
—Pues no lo han hecho nada mal —comentó el hombre, sorprendido.
—Para que veas cómo son los enanos —dijo Daggrande con una sonrisa y los ojos muy brillantes—. Puedes sacar a los enanos de una pelea, pero no puedes sacar a los enanos de la pelea… no, quiero decir de la guerra… algo así. —Sacudió la cabeza, enfadado por el inesperado fallo de memoria.
—Sé lo que quieres decir. —Hal soltó una risita.
—¿Dónde está tu esposa? —preguntó de pronto el enano, al tiempo que miraba a su alrededor.
—Hace un segundo estaba… —Hal miró a un lado y al otro—. No lo sé —admitió. Tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse, y lo sorprendió descubrir que el suelo parecía flotar bajo sus pies. Tampoco resultaba muy normal ver que las estrellas giraban por el cielo—. Iré a buscarla —murmuró.
Un viento frío sopló a través del desierto, arrastrando arena por encima del risco que rodeaba el campamento. El aire le despejó un poco la cabeza, pero le costaba trabajo mantener el equilibrio. Sin saber por qué, encaminó sus pasos hacia una de las estribaciones de la colina, lejos de los enanos y sus camaradas.
Unos pocos minutos después, vio, o imaginó ver, un resplandor en la distancia. No le causó ninguna sorpresa encontrar a Erix sentada muy tranquila, con la mirada puesta en las estrellas.
Él se sentó —en realidad, se desplomó— a su lado, y ella soltó una suave carcajada. Cuando él intentó dar una explicación, la muchacha le puso una mano sobre los labios y lo hizo callar.
Durante un buen rato, permanecieron sentados en silencio, contemplando el movimiento de las estrellas en el firmamento. Los invadió una sensación de bienestar cargada de esperanzas y promesas, y no hicieron nada que pudiese romper el encanto del momento.
—Nuestras vidas han cambiado en estos últimos días —susurró Erix—. Comenzamos un nuevo camino, un largo viaje a través del Mundo Verdadero.
Halloran la estrechó entre sus brazos. Quería recordarle que ahora tenían nuevos aliados y más perspectivas de triunfo. Estaban juntos, tendrían un hijo… Un millón de pensamientos corrieron por su mente.
Pero no dijo nada, consciente de que ella pensaba lo mismo. Los esperaban muchos desafíos y sinsabores, y el éxito de su misión no resultaría cosa fácil.
Sin embargo, al menos durante esa noche, se sentían en paz con el mundo.
Hoxitl gimió de cansancio, con una desagradable sensación de agotamiento como nunca había experimentado antes. La lucha contra los humanos había sido salvaje y habían estado muy cerca de la victoria, aunque al final había resultado un esfuerzo inútil.
Echaba de menos a sus trolls. Ojalá hubiese mantenido a las feroces criaturas con él, en lugar de enviarlas a perseguir a la mujer. Los monstruos habían regresado al campamento, y, tras el relato de su fracaso, una gran apatía se había apoderado de todas las bestias de la Mano Viperina.
Por alguna razón que no comprendía, las victorias les suministraban energías y la frustración de las derrotas minaban la fuerza de todos ellos.
Consideró el esfuerzo necesario para realizar otro ataque contra las posiciones defendidas por los legionarios, los kultakas y los nexalas. Podía ver los parapetos en el risco, y una vez más el cansancio lo hizo estremecer.
Hoxitl se puso en cuclillas, e intentó pensar en un plan. Su ejército se mantenía casi intacto, y dispuesto a arrasar al enemigo.
Entonces, en las profundidades de la mente de Hoxitl, sonó la llamada de Zaltec. El dios de la guerra sólo tenía un auténtico enemigo, al que había derrotado pero no aniquilado. El Plumífero no podía regresar a través de Tewahca, escenario de su fracaso, porque el altar había sido destruido.
¿A qué otro lugar podía ir? ¿A Nexal? No parecía lógico que la metrópolis en ruinas, centro del poder de Zaltec, resultara el lugar más propicio para el retorno. No obstante, Nexal había tenido templos dedicados a Qotal y a otros dioses además de Zaltec. De pronto, un gran miedo comenzó a crecer en Hoxitl; el miedo a que, mientras él se encontraba allí, desperdiciando su tiempo en una batalla contra los humanos, su verdadero enemigo se materializara para penetrar en Nexal.
Las llamadas de Zaltec sacudieron el bestial cuerpo de Hoxitl, y el clérigo percibió la amenaza prevista por su dios. Con un movimiento brusco, se irguió en toda su estatura, dolorido y cansado por el combate. Zaltec tenía que recuperar fuerzas para la batalla definitiva contra Qotal. Decidió que era el momento de olvidar a los humanos.
Llevaría a sus tropas a Nexal, y allí esperarían la orden de Zaltec.
—¡Maestro, he regresado en respuesta a tu llamada! —Gultec saludó con una profunda reverencia a Zochimaloc, mientras se sentía aliviado por la paz y la serenidad de Tulom-ltzi.
—Ah, mi valiente guerrero —dijo el maestro con afecto—. Desearía todo lo contrario, pero ha llegado el momento en que necesitamos de tus habilidades. Debes dirigir a nuestro pueblo en la guerra.
—¿Contra el mal que azota la selva? —preguntó Gultec—. He visto su rastro, aunque no comprendo su naturaleza.
—Sí, éste es el enemigo, salido de las entrañas de la tierra, y que ahora extiende su mancha por todas las tierras del Lejano Payit.
Como siempre, Zochimaloc era como un remanso de paz en medio de la tempestad. Gultec sentía que su corazón se henchía de gozo con sólo estar junto al viejo maestro. Sus palabras, pensó el guerrero, ofrecían la sabiduría de los siglos.
La pareja conversó en uno de los jardines de Tulom-Itzi, al costado de una fuente cuyos chorros se coloreaban al ser alcanzados por la luz del sol. Pero la belleza del lugar pasó a segundo plano a medida que el maestro describía a su alumno el horror que amenazaba al Lejano Payit. Zochimaloc le habló de las hormigas de su visión, de las aldeas reducidas a ruinas y podredumbre, y de la inexorable marcha del enorme ejército de insectos.
—Tú has visto su huella, que se desviaba hacia el este —concluyó—. Los últimos informes de nuestra gente dicen que el ejército ha dado la vuelta. Su rastro ya no es sinuoso como el de una serpiente a través de la tierra. Ahora las hormigas marchan como una flecha, y cortan una brecha recta en dirección a su objetivo.
—Vienen hacia aquí, ¿no es así? —Gultec ya sabía la respuesta, aunque esperó el asentimiento de Zochimaloc antes de añadir—: ¿A qué distancia se encuentran? ¿Cuál es la velocidad de su avance?
—Al parecer, llegarán a Tulom-Itzi en cuatro o cinco días, a menos que consigamos detenerlas. Gultec, ¿crees que podemos frenar su avance?
El guerrero soltó un gruñido, un tanto desconcertado ante la pregunta de alguien a quien suponía poseedor de todas las respuestas.
—Sólo podemos intentarlo —respondió.
Durante los tres días siguientes, el Caballero Jaguar reunió a todos los hombres de Tulom-Itzi. A pesar de no tener una tradición guerrera, todos eran cazadores expertos, y, durante sus estudios con Zochimaloc, Gultec los había entrenado para que pudieran utilizar sus habilidades en el combate. Las mujeres se encargaban de fabricar flechas mientras él enviaba patrullas a la jungla para que vigilaran la aproximación del enemigo y trataran de descubrir cómo hostigarlo para demorar el avance.
Las patrullas regresaban de sus misiones con historias increíbles de hormigas gigantes que parecían inmunes a las flechas y lanzas, y de las horribles criaturas que dirigían a los insectos en el combate. Gultec juzgó que estas oscuras figuras deformes, con torsos y cabezas humanos y patas de araña, representaban una amenaza mucho más peligrosa que las hormigas.
Escuchó el relato sobre una gran aldea, bien preparada para resistir el ataque y provista de una empalizada de madera, que se levantaba en el camino que seguían las hormigas. Los insectos habían pasado sobre la empalizada, arrancando los troncos sin detener la marcha, para después penetrar en las casas y trepar a la pirámide del pueblo. Cada vez que los defensores habían intentado hacerles frente, los insectos los habían eliminado. Las pérdidas del enemigo habían sido insignificantes.
Gultec montó una trampa de fuego en uno de los bosques cercanos a Tulom-Itzi, pero, al parecer, Azul, el dios de la lluvia, estaba en su contra, porque los aguaceros que caían a diario empapaban la selva. Ni siquiera rociando el follaje con aceite pudieron conseguir provocar un incendio.
Por fin, fue una vez más en busca de su maestro, para informarle que las hormigas alcanzarían la ciudad al día siguiente. Se le encogió el corazón al mirar los sabios ojos de Zochimaloc, que ahora aparecían cubiertos por el velo de una profunda tristeza.
—Maestro —dijo Gultec con voz entrecortada—, me duele hablar de esta manera, transmitirte un mensaje que es como una puñalada en mi corazón, pero no tengo otra elección.
—Habla sin temor —le aconsejó Zochimaloc.
—No podemos hacer frente a las hormigas —afirmó Gultec—. Como Caballero Jaguar no le tengo miedo a una batalla sin esperanzas. Hace un año, habría disfrutado con la posibilidad de ofrendar mi vida en una batalla justa, aun a sabiendas de que estaba perdida de antemano.
Gultec hizo una pausa, y Zochimaloc esperó, consciente de que el guerrero se resistía a aceptar sus propias conclusiones.
—No obstante —añadió Gultec—, en el tiempo en que he estudiado contigo, he aprendido algunas cosas, cosas que me llevaron a cuestionar los principios básicos de mi vida adulta. —El guerrero comenzó a hablar con mayor fluidez, a medida que ganaba confianza en sí mismo.
»Me has hecho dudar de la gloria de la guerra, y también me has hecho ver el dolor que puede provocar. Me has puesto en contacto con personas de mucho coraje y sabiduría; gente que no practica la guerra y que no la ha sufrido nunca.
»Si estas personas pueden ser felices y prósperas, debo dudar de la guerra como una necesidad; al menos, de la guerra como un fin en sí misma. La guerra tiene un lugar asignado, y es el de defendernos de unas amenazas a las que no se puede responder de otro modo. Esto también me lo has enseñado, y una prueba es que me trajiste para enseñarle el arte de la guerra a tu pueblo.
»Pero la batalla a la que nos enfrentaríamos mañana, ante las puertas de Tulom-Itzi, sería únicamente en beneficio del valor y el orgullo. No sería un combate con una posibilidad de victoria. No podemos esperar vencer al enemigo, al menos en este momento. Sé, maestro, que no dudarás de mi valor por lo que ahora voy a decir.
»Nuestra única esperanza de supervivencia es abandonar Tulom-Itzi y buscar refugio en la selva.
—Se hará lo que tú mandes —respondió el maestro con una reverencia.
Poshtli se sujetó a la melena de plumas con las dos manos, desesperado por no perder su asidero. No sabía dónde estaba o lo que hacía, pero era consciente de que soltarse significaba la muerte. Por lo tanto, se aferró a las plumas sin hacer caso de las terribles sacudidas y giros que amenazaban con lanzarlo al vacío.
Pasó mucho tiempo antes de que comprendiera la transformación que había sufrido. Por fin advirtió que se sujetaba con manos; manos humanas dotadas con dedos y pulgares. Hizo una inspección sensorial de su cuerpo, y descubrió que ya no tenía la forma de un águila.
Una vez más, era humano.
¿Dónde estaba? Percibía el movimiento pero no el roce del aire. Vio las brillantes y suaves plumas que le servían de cobijo, y comprendió que se sujetaba a un cuerpo vivo.
¡Qotal! El Dragón Emplumado lo llevaba en su vuelo, cada vez más lejos del escenario de la terrible batalla. Sin embargo, ¿por qué no había viento?
Vacilante, Poshtli apartó la cabeza del cuello y miró a un lado. Sólo vio una nada gris, una especie de niebla que los rodeaba y le impedía saber si subían o bajaban. Dirigió la mirada hacia donde suponía que era arriba, pero no divisó ni un solo rayo de sol a través de la niebla.
Poco a poco, con mucho cuidado, el maztica se movió entre el manto de plumas que formaban la melena de la enorme serpiente, y avanzó hasta que consiguió asomar la cabeza. Ahora podía ver por encima de la cabeza de Qotal; lo desilusionó descubrir el mismo vacío gris de antes.
Contempló el batido de las inmensas alas de la serpiente. El plumaje de las alas parecía ahora más brillante si lo comparaba con…, con nada. Por mucho que lo intentaba, no lograba ver ningún otro color ni forma entre la niebla.
Las alas de Qotal se movían sin esfuerzo y lo trasladaban rápidamente hacia un destino desconocido. Poshtli sólo podía dar gracias al dios por salvarle la vida y por llevarlo con él, con una cierta seguridad, al lugar adonde iba. Pero ¿por qué no había viento?
La gran águila planeó lentamente hacia el suelo, y se posó en la cima donde una fila de guerreros todavía montaba guardia contra la amenaza que representaba la horda de la Mano Viperina. Los terraplenes, abandonados en su gran mayoría, se levantaban como orgullosos centinelas a lo largo de las alturas que daban al páramo de la parte norte.
En el valle que se encontraba hacia el sur, alrededor del lago que los nexalas habían bautizado con el nombre de Tukan, crecía una pequeña comunidad. Había muchas cabañas de paja en las orillas, y unas cuantas canoas, hechas con troncos excavados, recorrían las aguas más profundas, donde se veían nadar los cardúmenes. También habían erigido una pequeña pirámide consagrada a Qotal, que aparecía cubierta de flores y de una multitud de mariposas.
El águila voló hasta el fondo del valle, y entonces cambió su forma. El cuerpo del ave brilló por un momento a la luz del sol, y, en cuanto desapareció el resplandor, apareció Chical, jefe de los Caballeros Águilas. El hombre se acercó a Cordell con el rostro iluminado por una sonrisa.
—¿Buenas noticias, hombre? —preguntó el capitán general, en una mezcla del idioma nexala con la lengua común de los Reinos, que resultaba comprensible para el Caballero Águila.
—Creo que sí —respondió Chical en la lengua bastarda—. ¡Las bestias marchan hacia el norte, de regreso a Nexal!
—¡Ah! —exclamó Cordell, levantando las manos al cielo. Se contuvo para no abrazar a su aliado, consciente de que podía ofender al orgulloso y altivo guerrero.
Al ver la alegría del general, Chical exhibió una sonrisa de oreja a oreja, y lo mismo hizo Tokol, cuando el cacique de los kultakas recibió la noticia.
—¿Hemos conseguido hacerlos retroceder? —preguntó, incrédulo—. ¿No volverán a atacarnos?
—Al menos, por ahora —afirmó Cordell.
—Pero ¿por qué? —Tokol no parecía dispuesto a aceptar este golpe de suerte sin un buen motivo.
—Mi antiguo enemigo hace bien en preguntar —añadió Chical, con una mirada de respeto al kultaka—. ¿Qué razones tiene el enemigo para retirarse? ¡Desde luego no será porque lo hayamos derrotado en el campo de batalla!
—Es cierto —admitió Cordell—. Quizá tengan algo más urgente que atender, otra guerra pendiente. Saben que no representamos ninguna amenaza para ellos. Tal vez piensen que pueden regresar en otro momento y acabar con nosotros.
—Desde el punto de vista militar, es una pérdida de tiempo y energías, cuando anoche mismo estaban a unos metros de nuestras posiciones —opinó Chical, escéptico—. Pero no insistamos mucho en negar nuestra buena suerte.
—Así es —asintió Cordell, que acompañó sus palabras con una palmada en los hombros de los dos guerreros—. Ahora tendremos tiempo para asegurarnos de que cuando regresen, si es que regresan, estemos preparados para hacerles frente.
Los tres aliados, mucho más tranquilos, dieron la espalda al norte y observaron la pequeña aldea surgida en el valle.
Los pobladores de Tulom-Itzi abandonaron su ciudad rápida y silenciosamente, para desaparecer en la selva de donde, según las leyendas, habían salido centenares de años atrás. Llevaban consigo únicamente las posesiones que podían cargar a la espalda, y los hombres ayudaban a los viejos, los niños y los enfermos.
No podían evitar que las lágrimas asomaran a sus ojos, conscientes de que dejaban la ciudad que había sido suya durante milenios. Ahora se veían obligados a rendirla a una horda de insectos voraces, y ni siquiera tenían la seguridad del éxito de la fuga.
Había muchos que habrían preferido permanecer y morir en la defensa de Tulom-Itzi en lugar de correr como conejos en busca de la protección de la jungla. Pero la gente adoraba a Zochimaloc como el descendiente divino de los propios dioses, y no podían oponerse a sus órdenes.
Zochimaloc permaneció en su observatorio mientras su pueblo salía de la ciudad. Vio a Gultec que, al mando de varias compañías de arqueros, marchaba con el propósito de vigilar el avance del enemigo e iniciar una táctica de guerrillas que pudiese demorar en todo lo posible a las hormigas. Estas tácticas resultaban muy costosas en términos de vidas humanas, pues las hormigas se movían con rapidez entre la vegetación, y los arqueros no tenían ninguna posibilidad de salvarse cuando los insectos los alcanzaban. También las flechas negras disparadas por las criaturas que eran mitad humanos, mitad arañas causaban estragos.
Sin embargo, sus hombres no se arredraban y descargaban andanadas de dardos contra las hormigas antes de desaparecer en la selva. Habían intentado abatir a las bestias con torsos humanos que dirigían a las hormigas, pero sus flechas no habían conseguido atravesar sus negras corazas metálicas. A costa de poner la vida en juego habían descubierto que las flechas que hacían diana en los ojos de las hormigas les hacían perder el sentido de la orientación. Si acertaban en los dos, la hormiga herida era rematada y devorada en el acto por sus congéneres.
El hostigamiento significaba una elevada pérdida de vidas, porque las hormigas no se detenían sino que se adelantaban a toda marcha con el propósito de alcanzar a los humanos. Una caída entre los matorrales representaba una muerte segura, pues los hombres no tenían tiempo de volver a levantarse. Otra consecuencia de esta táctica, no advertida en su momento, fue que los jefes de las hormigas se situaron al final de la columna. Si bien ninguno había resultado herido, valoraban sus vidas lo suficiente para tomar medidas de precaución.
Por fin los arqueros retrocedieron hasta la propia Tulom-Itzi. Desfilaron a paso rápido entre los jardines y avenidas, los estanques y fuentes, las pirámides y palacios, para desaparecer en la selva del otro lado.
Sólo cuando el último combatiente, acompañado por Gultec, salió de la ciudad, Zochimaloc abandonó la paz y la serenidad de la cúpula del observatorio y, con el corazón dolido, se unió a su discípulo en la retirada, mientras las hormigas se adueñaban de Tulom-Itzi.
—¿Dónde están los humanos? —gritó Darién, estremecida por la ira.
—Han escapado —contestó su fiel draraña, Hittok, que se había encargado de revisar los grandes edificios mientras las hormigas destrozaban las casas de madera y las chozas de paja. Habían encontrado comida en abundancia, pero ninguna víctima.
—¡Malditos cobardes! ¿Cómo pueden abandonar este tesoro, sin presentar batalla?
—Quizá nos tienen miedo —sugirió el macho.
—Es posible —murmuró la draraña blanca, con una curiosidad tan grande como su cólera.
Darién se paseó entre las pirámides y los grandes palacios de piedra, maravillada por la belleza de esta ciudad en medio de la selva. Sus ocho patas le permitían subir las escaleras más empinadas sin ninguna dificultad, y subió hasta la plataforma en la cima de una de las pirámides más altas. Vio que los árboles rodeaban todo el perímetro de la enorme plaza donde se levantaban los edificios de piedra. Las construcciones de madera se encontraban dispersas en el bosque, y su ejército se encargaba de destruirlas.
Las hormigas, desplegadas como una mancha de aceite desde el centro de la ciudad, arrancaban las hojas y ramas de los árboles, pisoteaban y devoraban el maíz en los campos, y convertían los hermosos jardines en un fangal de inmundicias. No tenían fuerza suficiente para demoler las casas de piedra, pero entraban en todas en busca de comida.
—¿Qué será aquella cúpula? —preguntó Darién, señalando el observatorio erigido en una colina baja en el centro de la ciudad.
—Lo encontramos vacío —repuso Hittok—. Tiene aberturas en el techo, agujeros para que entre la luz, aunque su disposición resulta un tanto extraña.
—¿Y los humanos? ¿Dices que han buscado refugio en la selva?
—Sí, señora.
Por primera vez desde que había entrado en Tulom-Itzi, Darién se permitió una sonrisa. Movió su blanca cabeza, satisfecha.
—Muy bien —dijo—. Cuando acabemos de destruir su ciudad, los perseguiremos. No podrán escapar de mi ejército durante mucho tiempo.
—Así es. Los alcanzaremos sin muchos problemas.
—Y entonces —concluyó Darién, con una sonrisa siniestra—. Los mataremos a todos.
—¡Las caras, capitán! ¡Las caras en el acantilado!
Don Váez salió de su camarote, intentando ocultar su entusiasmo a los tripulantes que reclamaban su presencia. El jefe de la expedición, siempre atento a las apariencias, pretendía mostrarse impasible.
Sin embargo, en su fuero interno temblaba de emoción ante la noticia. ¡Estaban a punto de alcanzar su meta! El padre Devane le había informado bien de la ruta de Cordell, y sabía que aquellas enormes esculturas marcaban el lugar del primer desembarco de su rival en las costas de Maztica.
No obstante, no estaba preparado para la tremenda impresión que provocaba aquel escenario.
El acantilado payita tenía una altura aproximada de ciento cincuenta metros. El arrecife de coral encerraba una laguna de aguas cristalinas. Más allá, una estrecha franja de arena blanca y una vegetación exuberante bordeaban la base del cabo.
Sin ninguna duda lo más impresionante eran las dos caras —a las que los nativos daban el nombre de Rostros Gemelos— que miraban hacia el este. Un macho y una hembra, similares en aspecto: rostro ovalado, labios gruesos, narices anchas, y ojos que no parecían estar hechos de piedra, porque Don Váez tuvo la sensación de que podían ver en las profundidades de su alma. Sacudió la cabeza para librarse del hechizo.
—¡Piloto! ¡Las cartas! —gritó.
—Aquí las tiene, capitán. —Rodolfo, el veterano navegante que se había encargado de trazar el rumbo a través del océano, le ofreció varios rollos de pergamino.
Don Váez los cogió sin decir palabra, pero, en cuanto los desplegó, miró al piloto. Necesitaba su ayuda para poder descifrar las burdas cartas de navegación, porque nunca había sido muy entendido en la materia. Además, estas pocas referencias habían sido conseguidas a partir de las breves comunicaciones mantenidas con el difunto fraile Domincus, y carecían de detalles cruciales.
—Cordell navegó a lo largo de esta costa —informó Rodolfo, y trazó el curso con el dedo—. Hasta que descubrió esta ciudad, que los nativos llaman Ulatos.
—¿Es allí donde mandó construir el fuerte?
—Sí…, en el fondeadero que hay cerca de la ciudad. Es probable que sólo sea un fortín de tierra, pero la rada queda bien protegida. Lo bautizó con el nombre de Puerto de Helm.
—Puerto de Helm. —Don Váez repitió el nombre—. Me gusta. No lo cambiaremos. —Soltó una risita severa, y añadió—: Pero el fuerte está a punto de tener un nuevo amo.
Las veinticinco carracas de la flota de Don Váez desfilaron por delante de las enormes esculturas del acantilado, mientras viraban hacia el oeste para seguir la costa. Todos los vigías se mantenían alertas a la primera señal de Puerto de Helm.
De las crónicas de Coton:
Escapamos de las garras del desierto, y por fin llegamos al mar.
Durante semanas, los enanos del desierto nos han guiado hacia el este a través de la Casa de Tezca. Los peligros han sido muchos, pero nuestra escolta ha podido mantener a raya a las criaturas de las profundidades desérticas, incluidos los dragones de fuego. El sol nos ha curtido la piel, que ahora se ve muy oscura.
Hemos bebido el agua de la madre de las arenas, el cacto rechoncho que los enanos del desierto saben aprovechar al máximo. En cuanto a la comida, Qotal nos sostiene a través de los limitados poderes que me ha concedido por ser su fiel sacerdote. Adelgazamos, porque debemos repartir el alimento entre muchas bocas.
Erixitl alcanza la plenitud de su maternidad, como si el desafío que enfrenta le infundiera vitalidad. Halloran y Daggrande marchan como soldados que son, y Jhatli se esfuerza por emularlos. Lotil cabalga y, sentado en la montura, sus dedos trabajan la pluma. El tapiz muestra una mancha de color cada vez más grande.
Y entonces, una hermosa mañana, llegamos a la cima de un risco no muy alto y vemos la franja azul que nos llama desde el horizonte. ¡El Mar de Azul!
Para el anochecer del mismo día, alcanzamos la costa. Los enanos del desierto evitan el agua, y se mantienen bien apartados de las suaves rompientes. Nosotros, en cambio, los humanos, el caballo y hasta Daggrande, nos metemos en el agua y jugamos como niños, al tiempo que nos limpiamos el cuerpo de la mugre y el cansancio de la marcha. Disfrutamos del frescor y la caricia de las olas, aunque con la precaución de no beber.
Éste es una espléndida referencia. Ahora sabemos que no tardaremos en dejar el desierto. Nuestro camino nos llevará hacia el norte, a lo largo de la costa, y pronto entraremos en la exuberancia del Lejano Payit. Nuestra meta, los Rostros Gemelos, está al otro lado.